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04
marzo
Del Regallo al Ebro (y 40)

CAPÍTULO 52

            De lo siguiente que tuvo consciencia Mac fue el rostro de su madre inclinado sobre él. La miró extrañado porque no había oído ningún ruido, y desde la visita de Efrén igual podían haber pasado diez minutos como diez días.

            Estaba ojerosa, demacrada, escleróticas enrojecidas de haber llorado a solas, de ello estaba seguro. Su madre era una mujer fuerte. Siempre había mostrado entereza ante sus hijos al morir el marido, pese a estar tan destrozada como ellos, si había llorado siempre lo hizo sin que la viera nadie. Ahora habría sido igual. Seguramente no se había apartado de su lado en ningún momento, durmiendo en la butaca, mal comida, dando ánimos a sus hermanos con una esperanza que quizá no tuviera.

            – Mamá -murmuró. Tenía la boca seca, la lengua como una esponja.

            Eulalia sonrió, le besó en la frente, le dijo algo que no entendió muy bien pero que le hizo sentirse reconfortado. Al poco cerró los ojos, no es que tuviera sueño o inconsciencia, simplemente se sentía cansado para llevar una conversación. Oyó como su madre volvía a sentarse.

            No iba a morir, lo comprendió enseguida. Viviría para seguir recordando aquel verano. Los ojos de Gabriel continuaban mirándole desde el suelo, inválido y él de pie, con la pistola, elevándola, sujetándola con ambas manos…

            Oía voces en susurros dando apariencia de lejanía. Reconoció la de Juan, después la de Quique, que le apretó la mano izquierda llamándole. No respondió, se sentía incapaz.

            – Déjalo dormir -murmuró la madre dulcemente.

            Sintió unos labios húmedos en la mejilla y el cálido aliento de su hermano pequeño en el rostro. Quiso abrazar a Quique pero el brazo libre pesaba como el plomo y el otro lo tenía atado a los barrotes de la cama. De una vena surgía el tubo de plástico para el suero.

            ¿Qué sería de su vida?, pensó justo antes de caer dormido. Con lo fácil que habría sido morir y quedar libre de cargas. ¿Qué sería ahora?

            – No quiere vivir con nosotros -murmuró Juan.

            Llevaba rato dándole vueltas a la cabeza sin decidirse a comentarlo.

            – Bueno, no podemos obligarle.

            – No es eso, mamá. Creo que le gustaría. Pero… -calló un instante- Le he dicho que no creo que saliera bien. Es un chico extraño.

            – ¿Qué quieres decir con extraño?

            – No sé. Extraño. Es un buen chico, de eso estoy seguro, pero… -se encogió de hombros. Volvió a callar-. ¿Crees que he hecho bien diciéndole eso?

            – Le has dicho que realmente no le queremos con nosotros.

            – Yo sí lo quiero -afirmó Quique.

            – Y Mac también. Estamos dos a dos.

            – Tú también lo querrías, mamá -comentó Juan-. Si hubieras hablado con él… ¿Crees que soy un miserable?

            – No, claro que no. Has hecho por él lo que has podido. Y además has sido honesto.

            – Pero volverá a la calle -musitó preocupado-. Acabará mal.

            – Te cae bien.

            Juan asintió con la cabeza.

            – ¿Por qué no hablas con él? -preguntó-. Quizá tú lo convenzas.

            – Hijo, estamos hablando de una vida. Si los cuatro no estamos de acuerdo en aceptarlo sólo le haremos daño si lo acogemos. La verdad, para eso mejor que vuelva a la calle.

            – Pero es que allí…

            – Es su vida. Es un niño, pero es su vida. No podemos ni tenemos derecho a jugar con ella. Además, él no quiere.

            – Sí, pero es por lo que yo le he dicho. A lo mejor es culpa mía.

            – Tú no le has engañado, es mejor que hayas dicho que no querías…

            – No, mamá -interrumpió-. Es que… -no supo qué decir-. La vida es complicada.

            Guardó silencio esperando que su madre acudiera en su auxilio, pero no fue así.

            – Me siento como un canalla. El ha ayudado a Mac y yo quiero ayudarle, pero…

            – Quieres echarle una mano, pero sin implicarte demasiado.

            – Más o menos. El caso es que todos quieren ayudarle y todos le volvemos la espalda.

            – Le has salvado la vida.

            – Eso era fácil. Cogerlo, traerlo al hospital y ya está. Lo difícil es lo que viene a continuación. Necesita una familia y ahí es donde fallo, donde todos nos lavamos las manos, donde realmente demostramos que no nos importa su vida.

            – No a doña Plácida.

            – Doña Plácida es una paliza. El único que la soportaba era su Benito y seguro que se murió para perderla de vista.

            – Juan -recriminó.

            – Germán no aguantaría con ella ni un día.

            – Vuelve a hablar con él.

            – ¿Para qué?

            – Para darle otra oportunidad. Dile que lo has pensado mejor.

            – ¿Y tú?

            – Me basta con saber que ayudó a Mac cuando más lo necesitaba y que vosotros lo aceptáis. Si es como dices no tardaré en apreciarle. Nos tendremos que apretar más el cinturón, pero mientras haya agua sopa no faltará para comer.

            Juan se mantuvo en silencio, pensando. Luego abrazó a su madre. Un gesto que no había realizado desde que se murió su marido. Eulalia retuvo las lágrimas.

            – Te quiero, mamá -el tono fue muy parecido al de Quique.

            Cogió el periódico, el cómic.

            – Me quedaré con él toda la noche.

            Eulalia asintió.

            – Sobre todo sé honesto, no quieras engañarle. Si se lo pides hazlo porque deseas hacerlo.

CAPÍTULO 53

            Germán bajó del autobús sintiendo flaquear sus piernas a cada paso que daba. Los puntos de sutura de la operación le tiraban creando un rictus de dolor en su rostro. Sudaba. La camisa se pegaba a su piel y tanto su cara como su cuello brillaban por la transpiración, un brillo más manifiesto por su palidez. Respiraba superficialmente deteniéndose en los escaparates e incluso sentándose en algún banco que encontraba cuando la sensación de caerse era mayor. Intentaba actuar con disimulo procurando no llamar la atención a pesar de saber que nadie se fijaba en él,

            Había sido una estupidez abandonar el hospital, pero en realidad, ¿qué se le había perdido allí? Sólo estaba creando molestias a aquella familia, principalmente a Juan que parecía obligado a atenderle por el simple hecho de haber ayudado a Mac.

            Apoyó los codos en sus muslos y bajó la cabeza simulando estudiar sus zapatos. El mareo remitió. Tragó saliva. En su antebrazo derecho había aparecido un hematoma después que se sacó el suero.

            Se levantó con esfuerzo. Debía llegar al cobertizo, allí descansaría.

            Había hecho mal yéndose de aquella manera, se dijo, pero era lo mejor. De otra forma Juan habría intentado impedirlo. Ahora en cambio comprendería y le dejaría en paz.

            Se detenía. Se apoyaba en las paredes. El blanco de su rostro era intenso. Los ojos brillantes.

            Le ofrecían una familia. Había sido un imbécil no aceptándola, porque de todas las posibles aquella quizá fuera la mejor. Los hijos eran un reflejo de los padres, estaba convencido, la prueba estaba en él y sus hermanos. La de Mac tenía que ser muy legal para dar un hijo como aquel. Pero, ¿qué pintaba él en ella? Además lo hacían porque se sentían forzados a ello, no porque él les importara, exceptuando a Mac claro, él… bueno, Mac era como él, no exactamente, pero sí muy parecidos. A él sí le importaba, pero los otros, sí, claro, intentarían ser amables y que no se sintiera extraño, y lo único que conseguirían con tanta amabilidad es que sí se sintiera extraño. El invento no resultaría.

            Caminaba con los hombros cargados, ligeramente encogido y con la mano izquierda a la altura de la incisión quirúrgica, inconscientemente, sin reparar en ello, como si así sintiera alivio. La vista fija en la acera.

            – Negro.

            Volvió los ojos torpemente buscando a quien había hablado. Un ser delgaducho con ropas enormes. Supo que era Nacho antes de distinguirle el rostro.

            – Jo, tío, que careto.

            No tenía que haberse detenido, debería haber continuado andando. No llegó a pensarlo, simplemente lo supo al sentir que su cuerpo se apoyaba en la pared y resbalaba hacia el suelo, lo veía, se daba cuenta y no poseía energía para impedirlo.

            – ¿Estás mejor?

            Estaba en un banco, tumbado. El rostro de Nacho muy cercano al suyo. No recordaba haber llegado allí. La camisa se había salido del pantalón cuando Nacho lo cogió en brazos. Se veía parte de la gasa.

            – Te has dado el piro del hospital, ¿verdad?

            Asintió con la cabeza.

            – No debes ir al bujío…

            Germán arrugó el entrecejo intrigado.

            – … tu hermano te está buscando. Sé que es meterme donde no me llaman, pero no vayas.

            Germán no respondió. ¿Dónde podía refugiarse? No podía caminar sin rumbo, se sentía cada vez más débil. Sintió ganas de llorar.

            – Ayúdame, Nacho -la voz era lánguida.

            – ¿Ayudarte? Hosti, tío, me gustaría, pero si se entera tu hermano… No. Te puedo llevar de vuelta al hospital, pero nada más. No diré que te he visto.

            – Nacho, por favor te lo pido.

            – Escucha, estás metido en un lío. Has mangado al Chino…

            – Yo no le he robado.

            – No es lo que dice él.

            – Ha sido otro.

            – ¿Quién?

            Nuestra madre.

            – No lo sé.

            – El te acusa a ti y no creo que quiera razonar. Así que si te doy comba también me buscará a mí.

            – Yo siempre me enrollé contigo -murmuró.

            – No estás para ir por la calle. Puedo llevarte al hospital, es mi última palabra.

            – Sólo quiero que me ayudes a marchar.

            – ¿Marchar?

            – Consígueme un billete.

            – ¿Un talego? ¿De dónde lo saco?

            – Un billete de autobús.

            – ¿Hacia dónde?

            – Da lo mismo.

            – Eso cuesta tela, tío, y yo estoy limpio.

            – Yo tengo. En el cobertizo.

            – ¿El que chorizaste a tu hermano?

            – Sí -murmuró. ¿Para qué discutir?-. Hay bastante, puedes quedarte con todo. Me conformo con el billete.

            – Es un buen trato, pero tu hermano…

            – No tiene por qué enterarse.

            Nacho tardó en contestar. Deslizó la lengua entre los labios y los dientes.

            – De acuerdo, ¿dónde lo tienes escondido?

            – A la izquierda del hogar hay una baldosa suelta. Tendrás que apartar la leña.

            – Vale. Espero que no esté tu hermano, tío, porque sino la cagamos. Espera aquí.

            Germán consiguió incorporarse sentándose en el banco. Dejó deslizar la cabeza hacia atrás hasta que reposó en el respaldo. Cerró los ojos.

CAPÍTULO 54

            Cuando despertó al día siguiente se sentía más fuerte, incluso bromeó con su madre y jugó débilmente con Quique con la mano libre cuando lo visitaron aquella tarde. A Juan en cambio no supo qué decirle. El mayor también estaba inseguro. Dos extraños que querían entablar conversación desconociendo las maneras. Sus palabras fueron convencionales. ¿Cómo estás? Bien, dentro de lo que cabe, pero ambos se daban cuenta que se estaban esforzando hasta que comprendieron que no necesitaban palabras, que un simple abrazo bastaría para comunicarse todo lo que querían decirse, pero por alguna razón incomprensible ninguno lo hizo. Tal vez lo impidió el tema de Germán. Juan informó a su hermano de lo que había ocurrido, las intenciones de Antonio, de ellos mismos y que el muchacho se había ido. Desde el día anterior que nadie le había vuelto a ver el pelo.

            – ¿Qué esperabais? -murmuró Mac.

            Germán era más complejo de lo que parecía. El nunca le habría propuesto aquello.

            – Es lo mejor que podía pasarle.

            Por supuesto. Seguramente el propio Germán estaría de acuerdo, y aún así se habría marchado.

            Lo que era una estupidez.

            Juan narró lo acaecido con el Chino. El rostro de Mac se oscureció. No lo encontrarían, podían ya dejar de buscarlo, Germán no estaba en Zaragoza.

            – ¿Cómo lo sabes?

            – Porque es lo que habría hecho yo.

            – Tú no te fuiste con Gabriel.

            – No pude, que no es lo mismo.

            No quería hablar más de aquello. Era perder el tiempo. No comprendían a Germán y él no conseguiría que le entendieran, no tenía las palabras. El sabía por qué Germán se había ido, por qué no quería ser recogido, lo sabía, lo entendía y desde aquel punto de vista su amigo había hecho lo correcto, a pesar de ir en perjuicio suyo. ¿Pero cómo explicarlo? Él lo comprendía porque conocía realmente a Germán y percibía los sentimientos que debió tener éste en aquel asunto. Sentimientos. No, no tenía las palabras.

            Tres días después el ruido de una silla de ruedas le indicó que Efrén volvía a visitarle. Le fortaleció la presencia de su amigo, pero ambos percibieron que su amistad ya no era la misma de antes. Era más madura, había estado en crisis, se había superado, habían terminado aceptándose. La amistad persistía pero ya nunca sería la misma. En aquel momento no sabían si sería más fuerte o si se debilitaría con los años, de lo único que estaban seguros es que no sería igual.

            Por la noche soñaba con Gabriel, siempre mirándole fijamente, siempre disparándole él a sangre fría.

            Un día recibió la visita de un personaje estrafalario. Entró con un caliqueño apagado en la boca. La enfermera le dijo que no se podía fumar.

            – Está apagado, señora.

            – Da igual.

            No se le ocurrió nada mejor que ponérselo en la oreja como el carpintero el lápiz. Mac sonrió divertido. Dijo llamarse Saturio y la sonrisa de Mac se acentuó incapaz de contenerse esfumándose cuando le dijo que era el sustituto del comisario García.

            – ¿Usted… es policía? -preguntó circunspecto. El rostro arrugado por la incredulidad.

            – En bruto, sin pulir, pero sí, soy policía.

            No iba a hacerle nada, notificó. Comprendía todo lo que el muchacho había pasado y era totalmente lógica su reacción. Lo de Gabriel lo había catalogado como ajuste de cuentas (lo que no era ninguna mentira) en una supuesta conspiración comunista, y cerrado el caso. Por otra parte los testigos de los otros asesinatos le habían identificado como el autor de los hechos. No se iba a investigar a quien lo había ejecutado. Dijo ejecutado, no asesinado. Algunos superiores habían querido que se investigara mejor la conspiración, pero él habló con su cuñado, ¿le había dicho que tenía un cuñado en el Cuerpo Superior…? ¿No? Pues puede que fuera el único que no lo supiera, porque se lo decía a todo el mundo.

            Mac escuchaba sin poder evitar que sus ojos se desviaran periódicamente hacia las antenas que sobresalían de las cejas.

            Todo estaba arreglado, decía. El muchacho estaba limpio. Podía reemprender su vida normal.

            – ¿Usted cree? -fue la primera vez que Mac habló.

            – Legalmente sí -murmuró Saturio-. Lo demás depende de ti, de tus convicciones morales.

            Mac frunció el ceño. ¿Cómo sabía aquel hombre el infierno que estaba pasando si no se lo había dicho a nadie?

            – Eres un gran chico, ya me gustaría que mis hijos hubieran salido a ti. Pero, ¡quia! Son un caso perdido. Buenos estudiantes, modositos, ni siquiera han hecho novillos una sola vez en clase. Ahí los tienes, en la universidad y trabajando para pagarse los estudios, porque mi sueldo no da para más. Una pena, ya te digo. No tienen el espíritu que tienes tú. Cualquier padre se sentiría orgulloso de tener unos hijos como los míos. Yo no, porque no habrían hecho lo que hiciste tú, perderlo todo por un inocente. Hay poca gente que sea tan hombre como tú.

            – Menuda hombría -protestó quedamente-; asesinar a un hombre indefenso. Por muy criminal que fuera, estaba indefenso, ya no representaba ningún peligro para nadie y yo… -se interrumpió. Al final lo dijo, necesitaba decírselo a aquel policía-, yo lo maté. ¿Eso es hombría?

            – Eso es haber llegado al límite. Nadie es capaz de decir lo que hará cuando se encuentra en un caso extremo. Soy policía, Macario, conozco las leyes y en mi opinión no eres ningún asesino. Por esto te dejo libre. Lo demás depende de ti. Y ahí no te puedo ayudar.

            Al menos era honesto. El primero que le hablaba claro, porque los demás evitaban el tema.

            – ¿Sabe algo de Germán?

            – Nada absolutamente.

            – ¿Lo está buscando?

            – Si quieres mi opinión, no creo que quiera ser hallado. El Chino ha abandonado la ciudad. Ayer encontramos el cuerpo de un tal Nacho. ¿Te suena de algo?

            – Lo vi una vez, pero apenas hablamos.

            – Llevaba mucho dinero últimamente. ¿Qué hiciste con el dinero del alcalde?

            Mac torció el gesto.

            – Estaba escondido.

            – ¿Conocía Germán el escondite?

            – Claro que sí.

            – Tu hermano nos contó que el Chino acusaba a Germán de robarle droga y hacer negocio con ella. Sospecho que el chico utilizó a Nacho para recuperar el dinero del alcalde y que éste se quedó con todo.

            – ¿Sospecha acaso…?

            – No. Nacho era incapaz de hacer mal a nadie. Creo que debió ayudar a Germán a irse de Zaragoza a cambio del dinero. Después de todo el chaval no estaba en condiciones de hacer nada, estaba recién operado. Pero ese dinero fue la perdición de Nacho. Supongo que igual que he atado cabos yo los ataría el Chino, quien le hizo hablar antes de matarlo. Así que Teo se ha ido en busca de su hermano. Y pienso que Germán lo sabe, después de todo conocía cómo era Nacho. Así que fuera cual fuera su destino primitivo habrá cambiado de ruta. Bien. Ahora ya lo sabes todo. ¿Quieres que lo busque?

            Mac tardó en contestar. Luego negó con la cabeza. Los ojos descoloridos.

CAPÍTULO 55

            Todo dependía de él, nadie podría ayudarle excepto Dios. Al visitarle mosén Carmelo, porque la noticia de la herida de Mac había corrido por toda Andorra y él tenía buenos contactos, pidió confesarse. Lo contó todo sin omitir detalle. Mosén Carmelo mantuvo silencio un largo rato, luego dijo que debía hablar con la policía. Mac contestó que ya lo había hecho. El sacerdote asintió y le dio la absolución; debía rezar mucho a Dios. Pero la ayuda de Éste no llegó. Mac comprendió que tendría que cargar con su conciencia toda la vida.

            Cuatro días después acudió Antonio. Eulalia quiso impedir que pasara, bastante daño había hecho ya.

            – Déjale -murmuró Mac y pidió que los dejaran solos. Eulalia miró a su hijo sin comprender pero accedió.

            Durante un rato Antonio no supo cómo empezar. Al final se decidió por el tópico:

            – ¿Cómo estás?

            Mac respondió con una mueca.

            – Jodido, creí que disparabas mejor.

            Antonio hizo un visaje.

            – ¿Por qué me obligaste a disparar?

            – Pensaba que lo sabías.

            – Lo sé, pero no lo comprendo. ¿Por qué, Mac? Tienes sólo trece años y una vida por delante.

            – Precisamente. Lo maté, Toni.

            – Y es natural que te sintieras mal, hasta es lógico que no quisieras dejarte detener, pero de ahí a querer morir…

            – No lo entiendes. Toni, Gabriel me venció al final. Lo maté y me convertí en lo que él era. ¿Sabes lo que es eso? El no podía moverse, estaba inválido, me había librado de él, y entonces lo maté. Fríamente, simplemente porque deseaba verlo muerto. Hice lo mismo que él hacía. Me convertí en él. Tengo una vida por delante. ¿Sabes lo que significa? Que nunca me podré librar de Gabriel, porque está dentro de mí, lo veo cada noche y me atormentará hasta el día que me muera, nunca seré libre, y entonces apareciste tú. Comprendí que aquella era la única forma… y fallaste.

            A medida que hablaba se le habían ido llenando los ojos de lágrimas. Hundió el rostro en la almohada.

            – Fallaste, Toni -gimoteó.

            – Mac -murmuró el policía con desánimo-, nunca serás como él. Los sentimientos que tú tienes nunca los tuvo Gabriel.

            – No entiendes nada -sollozó-. Cualquier día puedo matar a otro.

            – No, no lo harás.

            – Él…

            – Él está muerto.

            – No, está vivo. Vive dentro de mí. Me di cuenta aquella noche y no lo pude soportar. Gabriel está en cada uno de nosotros y quien no lo descubre es porque no tiene ocasión. Coge a uno cualquiera, dale el motivo, dale un arma y tendrás un asesino. Pero lo mío fue peor, yo ya no tenía ningún motivo, fue matar por matar, igual que hacía él -cada vez lloriqueaba más quejumbroso y fuerte-, igual que él, soy como él, soy él. Quería morir, maldita sea, y erraste el tiro. Me has encadenado a él, para toda mi vida.

            – Mac…

            – Por favor, vete -moqueó.

            Ahora sentía un dolor físico que le llegaba al alma.

            El policía salió de la habitación preguntándose si no habría sido mejor realmente que muriera. En cierto modo Mac tenía razón. Al final el ganador había sido Gabriel al conseguir destrozar la vida de aquel chiquillo. Si buscaba una venganza el sufrimiento de Mac era peor que la muerte.

            De pronto el único ruido existente pareció ser el de sus pasos.

Fin del libro primero de ‹‹Vidriera rota››

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