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25
febrero
Del Regallo al Ebro (39)

CAPÍTULO 49

            – No me pegues más -balbuceó.

            – No, tranquilo. ¿Estás bien?

            Un ojo lo tenía cerrado y por el otro veía borrosamente. Necesitó unos segundos para que se aclarara la vista y reconociera al dueño de aquella voz que le miraba preocupado. Buscó a su hermano moviendo el ojo como un periscopio. Estaba espatarrado en un rincón.

            – Tardará en moverse -oyó decir en un tono que le recordó terriblemente a Mac-, le he soltado un silletazo.

            Estaba cerca de Teo, rota. Movió el ojo en dirección a Juan. Aquella familia no se andaba con chiquitas.

            – ¿Qué haces aquí?

            Tenía sabor de sangre en la boca.

            Juan le ayudó a sentarse en el suelo.

            – Mi madre quería conocerte -comentó inspeccionando las lesiones-, y como no sabía si ibas a volver le pedí tu dirección a ese policía… Antonio. Me dio dos, la de un cobertizo y ésta. Dijo que si no estabas en una que probara en la otra.

            Antonio.

            Se ve que el policía le conocía mejor de lo que pensaba.

            – ¿Quién es ese?

            – Mi hermano -murmuró. Le costaba hablar.

            ¿El hermano?

            Juan no pudo ver la cara que puso, Germán sí.

            ¿El hermano?

            Pero si estaba matándolo a golpes.

            Germán cerró los ojos.

            Juan contrajo la comisura. Aquello no le gustaba. El pulso era muy rápido y aunque no entendía de medicina se dijo que no debía ser buena señal. Además, se lo parecía a él ¿o estaba poniéndose pálido?

            Lo cogió por un hombro y lo sacudió. Germán parpadeó.

            – Vamos -dijo Juan.

            – ¿Adónde?

            – A un médico. Tienen que verte.

            – No. Estoy…

            – Vamos.

            No tuvo ninguna dificultad para levantarlo, no era un chico que pesara mucho y Germán tampoco se opuso. Cogido por un brazo y la axila opuesta caminó junto a Juan, percibiendo que de no estar sujeto no habría podido mantenerse en pie. La cabeza se le iba, igual que la vista, aunque sus pies caminaran automáticamente. No se dio cuenta que se detenían, ni que Juan paraba un taxi. Su cuerpo se deslizó hacia el suelo. Juan lo cogió en brazos antes de que cayera totalmente.

            – Al hospital, por favor.

            El taxista dudó un instante. Si eran delincuentes igual se metía en un lío. Luego arrancó. Después de todo el chiquillo aquel tenía muy mal aspecto.

            Juan estaba con el rostro grave. Germán estaba empeorando, estaba blanco y además, aquel sudor frío…

            No podía dejar de pensar en el hermano. ¿Cómo había podido? Ni en sus peores discusiones habría sido él capaz de hacerle algo así a Mac. ¡Debería haberle dado con la silla en la cabeza!

            – ¿Podría ir más deprisa, por favor?

            Pasó la mano por la frente de Germán. Estaba pegajosa. Estaba desmejorándose a marchas forzadas. Debía tener alguna hemorragia interna, porque las señales de los golpes que veía no eran para aquello.

            – Túmbalo.

            – ¿Eh?

            – Que lo tumbes -repitió el taxista. Estaban detenidos en un semáforo. Miraba por el retrovisor-. Y levántale las piernas. Espera.

            Bajó del taxi y sacó del maletero una manta trapera que utilizaba para tumbarse debajo en alguna reparación. Tenía manchas de grasa, pero en aquel instante eran lo menos importante. Tapó a Germán con ella.

            – Le han dado una buena, ¿eh? -bromeó. Sus ojos en cambio eran serios.

            Volvió a sentarse al volante. Sacó un pañuelo y arrancó haciendo sonar el claxon. Había estado de camillero en la guerra y había visto varios casos como para no reconocer un shock y el de aquel chico era bastante rápido.

***

            – ¿No sabe el número de la Seguridad Social?

            – No, señorita -medio masculló Juan-. Está apuntado en el ingreso de mi hermano -añadió sin pensar que Germán no era familia. Dijo el nombre de Macario. La recepcionista lo buscó y escribió el número y los apellidos de Mac en Germán. No era de extrañar que aquel muchacho estuviera nervioso, con dos hermanos hospitalizados en poco tiempo.

            Juan subió un momento a la habitación de Mac a hablar con su madre y luego regresó a Urgencias. Parecía que su hermano y sus amigos estaban malditos, los tres en el hospital.

            En la sala de espera vio entrar al hermano de Germán. Aún se tambaleaba. Habló con la recepcionista. Ahora estaba todo lleno, debía esperar. Podía hacerlo en la sala, ya le avisarían.

            Se sentó al lado de Juan sin reconocerlo. No había visto quien le atacó, pero seguro que era alguien de la banda de Germán. En cuanto le echara las manos encima…

            – ¿Qué estás mirando? -espetó a Juan.

            Estaba con los ojos clavados en Teo, con vivos deseos de soltarle otro silletazo. En lugar de eso se levantó y salió fuera.

            – ¿El familiar de Germán Tello Gáñez?

            Mira. Aquel se apellidaba como él.

            Desde luego era coincidencia. Miró a ver quién era el familiar.

            La enfermera le daba la espalda, sujetando la puerta de la sala de espera abierta mirando al interior.

            – Oye -la recepcionista.

            – ¿Qué?

            – Que preguntan por ti, ¿no eres el hermano de Germán Tello?

            Sonrió torpemente al darse cuenta del malentendido, pero no lo desmintió. Era mejor así estando el verdadero hermano presente. No tenía ganas de pelea.

            – Es que, pensaba en, bueno, estaba distraído, perdone.

            – ¿Es usted familiar? -la enfermera.

            – Hermano, ¿qué tal está?

            – Muy flojito. Tenía fractura del bazo y se le ha tenido que extirpar. Ahora está fuera de peligro. Hemos tenido que ponerle sangre. Le íbamos a avisar, pero el Dr. Sabino ha dicho que ya se le extrajo mucha hace pocos días. Además, no es el mismo tipo.

            – ¿Lo van a subir a…?

            – No. Hoy se quedará aquí en observación.

            Poco después llamaron a Teo. Dos costillas rotas. ¿Cómo había sido? Le habían robado e intentó defenderse. Y no mentía, pensó.

            Juan telefoneó a Antonio para explicarle lo sucedido.

            – ¡Eh, Chino! ¿Qué haces aquí?

            Juan desvió por reflejo la mirada sin interrumpir la conversación.

            El hermano de Germán hizo una mueca.

            – ¿Y vosotros?

            – Éste. Un capullo le ha pinchado.

            – Sí, pero el otro no se ha ido mejor. ¿Y tú?

            Juan se giró dándoles la espalda.

            – Luego le llamo.

            Antonio arrugó el entrecejo.

            – ¿Qué ocurre?

            – Nada, luego le llamo.

            Colgó y se alejó prudencialmente aguzando el oído.

            – ¿No sabes quién ha sido? -preguntaba el más bajo.

            – No. No le vi la cara, me cogió por sorpresa. Pero tiene que ser alguno con los que se ha juntado mi hermano.

            – Joder, Chino, eso es fuerte. ¿Qué piensas hacer?

            Aún a la distancia que los separaba Juan sintió un estremecimiento helado ante la expresión de los ojos del Chino. Teo no pronunció palabra, pero realmente para Juan no lo necesitaba. Debía tener su edad, como mucho uno o dos años más. El rostro era anguloso, ligeramente grotesco y sin embargo resultaba atractivo, aunque Juan no hubiera sabido decir por qué. Con todo, eran sus ojos lo más destacado, tenían vida propia. De haberlos visto Mac los habría comparado a los de Gabriel, pero más refinados.

            Juan no podía apartar sus ojos de aquellos tan elocuentes, convenciéndose de que Germán tenía las horas contadas si volvía a caer en aquellas manos.

            Teo proseguía la conversación con sus colegas sin reparar realmente en ella. Dejaría la drogadicción. Sería difícil, pero lo conseguiría y ajustaría las cuentas al mangui de su hermano, lo ataría de manos y pies bien abiertos y le abriría el vientre suavemente, a lo vivo, sabría por qué le apodaban Chino. No pudo reprimir la sonrisa de gozo que sintió ante la idea. Pero antes le haría hablar, le haría confesar dónde tenía el dinero y quienes eran sus contactos. El ocuparía su lugar. Pero para ello antes tenía que dejar el caballo y lo dejaría, claro que sí.

            Juan se revolvió en el asiento. Estaba planeando algo, lo leía en los cambios de brillo de aquellos ojos que congelaban la sangre. Se levantó. Se sentía incapaz de sostenerlos más tiempo. Tenía que hablar con Antonio y advertirle. Germán le caía bien y casi le había cogido algo de afecto en el tiempo que tardó en traerlo desde su casa al hospital. Aquella pequeña vida había estado en sus manos, la había sentido palpitar entre sus brazos cuando lo tumbó en el taxi cubriéndole con la manta y tratando de darle su calor.

CAPÍTULO 50

            A Saturio le llamó la atención aquel muchacho de rostro alterado que estaba preguntando por Antonio. Algo había en él que preocupaba, como si la necesidad de hablar con el policía fuera cuestión de vida o muerte.

            Lo hizo pasar a su despacho y sentar.

            Juan apenas prestó atención a aquel hombre que jugaba con un caliqueño en la boca. Lo único que le preocupaba era hablar con Antonio o con quien pudiera ayudarle.

            – ¿Por qué no me lo explicas desde el principio?

            Sintió vivo interés cuando el muchacho comenzó narrando escuetamente la historia de su hermano. Demostró ser muy concienzudo aunque después del somero repaso a las aventuras de Mac se concentró en Germán. Aquí fue más lento prestando más atención a los detalles, sólo cuando terminó el relato hizo hincapié en sus sospechas.

            El caliqueño había emprendido su eterno camino de subir y bajar.

            Aquello parecía ya la historia de nunca acabar. Justo cuando creía que todo estaba solucionado comenzaba otra complicación más. Llamó por el interfono preguntando si había regresado Antonio. ¿Sí? Que venga.

            Antonio contempló sombrío a Juan.

            – ¿Ha ocurrido algo?

            Juan repitió la historia. El rostro del policía se alargó.

            – ¿Qué opina de sus sospechas? -preguntó Saturio.

            – Que podría ser. Conozco al Chino.

            – Habrá que detenerle, entonces.

            Antonio hizo un gesto.

            – ¿Bajo qué cargos? Aún no ha hecho nada.

            – No me venga con detallejos.

            – Comisario…

            – Detengalee -voz cansada.

            – Como usted ordene. Pero costará más detenerlo a que lo suelte el juez.

            El caliqueño subía y bajaba al tiempo que aparecía una sonrisa pícara.

            Juan salió con Antonio del despacho.

            – ¿En serio es cómo dice? -preguntó.

            – ¿El qué?

            – Que no se le puede detener.

            – Claro que sí.

            – O sea, que hay que esperar a que mate a su hermano.

            – No tienes ninguna prueba. Sólo son tus sospechas.

            – Usted no le vio la cara.

            – Conozco al Chino mejor que tú. Es capaz de eso y mucho más. Pero la Ley marca unas pautas. No podemos actuar por sospechas. No somos la Inquisición.

            No hubo respuesta hablada, sólo una expresión arisca en el rostro de Juan.

            – La cosa es así -dijo Antonio-. Realmente, si quieres ayudar a ese chico hay una cosa mejor que puedes hacer por él.

            – ¿El qué?

            – Haceos cargo de Germán.

            – ¿Hacernos cargo? ¿Se cree que somos la Beneficencia?

            – Has conseguido del comisario que se detenga a un inocente…

            – ¡Inocente!

            – Sí, inocente. Y lo seguirá siendo mientras no haga nada.

            – Casi lo ha matado.

            – Pues denúnciale por lo que ha hecho. No por lo que creas que vaya a hacer.

            Juan no respondió.

            – Y bien, ¿por qué no lo haces? ¿Tienes miedo?

            – Sí -suspiró. Le había cogido miedo desde que vio aquellos ojos en el hospital.

            – Y te resulta más fácil denunciarlo por algo que crees, que crees -remachó-, que va a hacer. ¿Piensas que así no te verás implicado? ¿Sabes que estás cometiendo un delito? Estás acusando a un inocente sin fundamento. Te podría detener. E incluso encerrarte en la misma celda que él cuando lo traiga. ¿Qué tienes que decir a eso?

            Juan no sabía dónde mirar. Hizo un gesto de desaliento con la mano y suspiró.

            – ¿Qué quiere que haga?

            – Quiero que te mojes el culo. Si quieres ayudar a ese chico hazlo realmente. Con esto no lo estás consiguiendo.

            – Quiere que lo adoptemos.

            – Exacto.

            – Sabe que no depende de mí. Además, él no querrá.

            – Al menos inténtalo. Si detenemos al Chino pero él regresa a la calle, tarde o temprano acabará mal. No tiene lo que hay que tener para sobrevivir en la calle. Hasta ahora se ha desenvuelto muy bien, pero está creciendo y lo que le ha servido hasta la fecha ya no le va a resultar. Créeme, no se hará muy viejo si regresa a las calles.

            – Eso es una cosa que a mí no me incumbe.

            – El ayudó a tu hermano y tampoco le incumbía.

            Juan tuvo la sensación de recibir un golpe bajo.

            – Le repito que no depende de mí.

            – Habla con tu madre.

            – ¡Como voy a proponerle eso!

            – Si no lo haces te encierro con el Chino y le digo quien le ha denunciado…

            Se interrumpió. La puerta del despacho del comisario estaba abierta y Saturio permanecía apoyado en el marco observándolos divertido.

            – ¿Le parece bien, comisario? -había belicosidad en la voz de Antonio.

            – Me parece perfecto -sonrió-. Es usted un alumno aventajado.

            Juan había palidecido.

            – ¿Y bien?

            – No prometo nada -sintió humillación al darse cuenta que tartamudeaba. Carraspeó y añadió más firme-: Mi madre es quien tiene la última palabra.

            – Tú habla con ella.

            El tono no le gustó. Miró iracundo a Antonio.

            – No intente obligarla o…

            – ¿O qué? ¿Amenazas?

            – No tiene derecho a hacernos cargar con él.

            – No os obligo a que lo adoptéis. Sólo te obligo a que plantees el caso. Después hacéis lo que os dé la gana. Pero el caso lo expondrás o te juro por la vida de tu hermano que te acordarás de mí.

            – Buen juramento. ¿Qué quiere? ¿Rematar la faena?

            Lo dijo con satisfacción hiriente, tomándose con aquella frase la revancha de todo el mal trago que estaba pasando desde que habló con Saturio. Vio palidecer a Antonio y casi se deleitó con tanta fruición como el Chino con su venganza.

            – Eres un perfecto cabrón -musitó el policía.

            – Ya somos dos.

            – Habla con tu madre o te juro que pasarás mucho tiempo entre rejas. Ya has visto que las leyes nos la traen floja.

            – No se preocupe -espetó venenosamente-, hablaré. Pero no intente obligar a mi madre o descubrirá que en mi familia no es mi hermano el único en matar.

            Para su sorpresa descubrió que en aquel momento no sólo hablaba en serio sino que se sentía capaz de hacerlo. Sin embargo, en aquel instante estaba tan furioso que no le importó.

            Antonio volvió la vista a Saturio tan pronto el muchacho abandonó la comisaría.

            – Ha tirado usted demasiado de la cuerda -dijo Saturio-. No es conveniente, se puede partir. Bueno -quitó importancia-, ya aprenderá. Otra cosa -añadió soñadoramente-, no me parece muy sana esa insistencia suya para que se hagan cargo de ese chiquillo. Si tan preocupado está por él, ¿por qué no lo adopta usted?

            – Yo no puedo.

            – Ah -puso los morritos como solo él sabía hacerlo-. Curioso.

            Se introdujo en su despacho seguido de la mirada de Antonio.

CAPÍTULO 51

            Se había quedado adormilado. Ya era pesado estar con su hermano turnándose con su madre como para dividirse con dos heridos. Nunca creyó que estar velando enfermos fuera tan agotador a la larga. Con su hermano apenas lo había notado al dormir por la noche en una cama, pero con Germán, en mala postura en la butaca y mal dormido… Además, estaba preocupado. No sabía nada del Chino, ni si la policía iba a detenerlo o no. Luego estaba lo de la adopción. No le hacía ni puñetera gracia. A su madre creía que tampoco, pero Eulalia no se había decantado hacia ninguna decisión. Quique estaba presente cuando hablaron y se quedó pasmado, luego bajó a conocer a Germán, estaba dormido, subió diciendo que le gustaba y ellos se lo quedaron mirando sin saber a qué se refería.

            Su madre quiso conocer la causa de aquella propuesta y Juan terminó confesando su conversación con Antonio. No podía hacer otra cosa. De decir cualquier embuste su madre lo habría descubierto.

Era muy triste, pero ellos no podían hacerse cargo de aquel chico, murmuró para consuelo del muchacho; sacando cuentas, el jornal que entraba en casa era pequeño. Además aquel chico necesitaba mucho afecto y a lo peor ellos no eran los más adecuados. Pero también… dejarlo volver a las calles; que cayera en las zarpas de aquel energúmeno que tenía por hermano… Estaba completamente indecisa. Por un lado veía una complicación enorme para la adopción, aparte que dudaba que resultara bien. Por otro lado le daba lástima aquel chico que había ayudado al suyo y le preocupaba que le ocurriera algo si se quedaba de brazos cruzados. Además hacía falta saber qué opinaba el propio Germán. Lo que le fastidiaba de todo aquello era el chantaje de aquel policía que había disparado contra su hijo ¡Encima aquello! Pero el otro niño, el pobre, no tenía ninguna culpa.

            Juan se giró despertándole el dolor del cuello. Durante unos segundos fue incapaz de moverlo sintiendo los músculos agarrotados, lo consiguió con una mueca.

            Germán estaba mirándole en silencio, Juan se sintió incómodo.

            – ¿Qué tal estás?

            – Me han operado -comentó en voz baja. Las yemas de su mano izquierda se deslizaban por las gasas que cubrían la incisión.

            – Sí, bueno… -murmuró estúpidamente Juan.

            – ¿Tan mal estaba?

            – Te han quitado el bazo.

            Para Germán fue como si le hubiera dicho que le habían extirpado la trigonometría triaxial lunar, se quedó igual.

            – Eso es grave, ¿no?

            – Sí, claro -rezongó Juan inseguro-. Tenías una hemorragia interna -añadió más animado, aquello sí lo sabía.

            – Me estaba muriendo.

            Juan no supo qué le desconcertó más, si la afirmación, porque no era una pregunta, o la serenidad con que la dijo. Aunque aquella no era la definición exacta, la sensación que tuvo fue una mezcla de desconcierto y terror. La tranquilidad de aquel chaval era apabullante, como si el morirse fuera tan natural como el respirar. Carraspeó sin saber qué decir.

            – Te debo la vida -musitó Germán por decir algo y romper aquel silencio horrible en que se había sumido Juan. El Negro contemplaba lúgubremente el techo.

            – Lo dices como si lo lamentases.

            Germán movió la comisura derecha con una sonrisa indefinida.

            – No es eso.

            Juan se sentía cada vez más incómodo. Su hermano había cambiado mucho. En aquellos meses había madurado a una velocidad que mareaba. Pero aquel chico, parecía imposible que tuviera sólo trece años. En ocasiones reaccionaba con acciones propias de su edad, pero realmente daba la sensación que tuviera veinte o treinta años más. La manera con que aceptaba la vida, su razonamiento, su soledad, la forma como se resignaba… Su hermano debió sentirse igual, pensó. Perseguido por la policía, perseguido por Gabriel, durmiendo en cualquier parte. Sí, seguro que se sintió igual. Hasta que encontró a aquel chico.

            – Escucha… -dijo torpemente.

            No podía dejarlo en la estacada. Él no lo hizo con su hermano.

            – … he hablado con ese policía, con Antonio. Me ha comentado de acogerte.

            Germán ladeó levemente la cabeza. Juan desvió los ojos hacia los pies de la cama.

            – He hablado -balbuceó- con mi madre y, bueno, posiblemente acepte si tú estás conforme.

            Germán no respondió. Juan los desvió ahora hacia donde el suero se introducía en la vena.

            – No te asustes -murmuró Germán-, no aceptaré.

            Juan sintió un escalofrío.

            – ¿Qué quieres decir?

            – Vamos, tío. Intenta decirme que la idea te vuelve loco.

            – No se trata -se esforzó en ser ecuánime- de que me guste a mí o no. A Mac le encantaría, a Quique creo que también y quizá mi madre cuando te conozca. Si tú… tú…

            – No intentes arreglarlo.

            – Escucha…

            – No te caigo bien.

            – Eso no es cierto. Lo que ocurre es que no creo que resulte.

            – Entonces no hay más que hablar.

            – Puedo estar equivocado.

            – Tengo mi familia.

            – No puedes volver. Tu hermano… bueno, ya has visto lo que ha hecho.

            La sonrisa de Germán fue ahora enigmática.

            – ¿Qué pasa? ¿Tú nunca te has peleado con Mac?

            – Lo tuyo no fue una pelea. Si no llego a recogerte ahora estarías muerto.

            – Fue un accidente.

            – No fue un accidente. He oído a tu hermano y deberías haberle visto. La próxima vez lo conseguirá.

            – Fue un accidente.

            Miraba la pared de enfrente con expresión grave, aunque Juan estaba seguro de que estaba a punto de llorar.

            – Mi hermano es cojonudo.

            Su hermano era un hijo de puta, pero Juan se dio cuenta que Germán no lo reconocería nunca a los demás aunque internamente lo supiera. Había comentado despego, que no se preocupaban por él, pero nunca malos tratos. Por alguna razón lo aceptaba de su padre, pero no… aunque quizá no hubiera otra causa a esta contradicción más que su necesidad de aferrarse a su familia. Sí, posiblemente era eso.

            Era un muchacho extraño. Juan no terminaba de entenderle. El nunca habría reaccionado como aquel chico de estar en su caso, ni Mac tampoco, se dijo. Germán era más noble. De pronto veía al chaval con otros ojos. Por muy mal que lo estuviera pasando nunca rechazaría a su familia, aunque huyera de ella, aunque hablara mal de ella, nunca la rechazaría.

            ¿Qué podía decirle?

            Sostuvo ahora la mirada de Germán con la esperanza de que sus ojos expresaran lo que no sabía con palabras. El Negro tampoco habló, pero Juan supo que deseaba estar solo.

            – Voy a la librería -dijo- ¿Te traigo algo?

            – Un cómic si no te importa.

            Los ojos de Germán pasearon pensativos por la habitación en cuanto se quedó solo. ¿A quién quería engañar? Su familia era suya, nunca tendría otra, pero no le habría desagradado aceptar la propuesta. Su hermano… En eso Juan tenía razón, no fue una pelea, y de la manera como se puso podría ser que también en lo último estuviera acertado, que acabaría matándole.

            No resultaría.

            Rechazó la idea de aceptar.

            Le seducía.

            No lo hacían por él. Era por gratitud. Eso sería suficiente si fuera por unos meses. Pero toda la vida… no, aunque fuera hasta tener la mayoría de edad, eran muchos años viviendo juntos. La gratitud no podía durar tanto. Una convivencia no podía tener aquella base.

            Contemplaba el punto de unión del suero en la vena.

            Debía irse.

            Los ojos fijos en aquel punto, inmóvil, fláccido, más indefenso que nunca, un niño descoyuntado, maltratado físicamente, maltratado espiritualmente, con el suficiente orgullo de no aceptar caridad.

            Sus dedos fueron hacia el esparadrapo preguntándose si hacía lo acertado.

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