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11
febrero
Del Regallo al Ebro (37)

CAPÍTULO 42

            Las diligencias habían sido rápidas. Saturio, que aún no se había acostado, se había hecho cargo de todo. El informe presentado era sólido, pero el juez no terminaba de verlo claro. El asesino que habían estado buscando todos aquellos días se había refugiado en la casa de una ramera a la que asesinó. Luego mató a aquel camello. Hasta allí muy bien, pero ¿quién había matado a Gabriel? Un ajuste de cuentas según las investigaciones de Saturio, alguien relacionado con el mundillo de las drogas. Pero no existían evidencias de que Gabriel tuviera contactos con traficantes. Además, estaba el asunto de aquel chiquillo a quien un hombre a sus órdenes había disparado. Un lamentable error. Antonio estaba investigando en los bajos fondos ambas muertes cuando halló al muchacho. Estaban en penumbra. El crío debió asustarse y hacer un movimiento sospechoso, el policía era joven e inexperto, seguramente también se asustó y disparó.

            El juez frunció el ceño. Podría ser, pero había algo que no encajaba. ¿Conocían al chico? Saturio admitió que sí. Había huido de casa después de testificar en un juicio… El juez asintió, conocía el caso. El homicida había sido Gabriel. Más extraño aún. El asesino muerto y el chico herido en la misma noche.

            Se acariciaba pensativamente la boca con la mano cubriendo la barbilla. Era un hombre de rostro esquinado, en quilla de barco, nariz recta y prominente; ojos marrones con los dibujos del iris muy marcados, huidizos; boca grande, dientes aún mayores y regulares. El cabello gris peinado con gomina. Cuello esquelético con más manzana que nuez. Dedos delgados y firmes. Traje oscuro de tergal, calzado de charol y calcetines negros de hilo cubriendo la totalidad de la pantorrilla. La sortija que llevaba en el meñique derecho, haciendo las delicias de cualquier perista, estaba acompañada de la alianza.

            Aquel verano era todo muy extraño, comentó recostándose en la butaca de cuero negro lustrado del despacho. El respaldo ascendía veinte centímetros por encima de su cabeza y poseía cierto juego de balanceo. La pierna derecha doblada sobre la izquierda reposaba en el borde de la mesa, grandiosa y de roble barnizado sobre la que existía una estilográfica chapada en oro al lado de dos gruesos tomos de leyes.

            – ¿A qué se refiere? -preguntó inocentemente Saturio.

            El comisario García había asaltado un convento de religiosas sin ningún motivo dimitiendo a continuación. Hasta el alcalde había dimitido.

            – ¡No joda! ¿Por lo mismo?

            No. Por motivos familiares. Pero eran muchos hechos incomprensibles teniendo en cuenta lo de aquella noche.

            Un óleo al natural del matrimonio y los hijos cubría toda la pared derecha, enfrente de la estantería plagada de libros.

            – Siga usted investigando -su castellano era perfecto en cuanto a entonación-. Hay algo en todo esto que no me gusta. No es normal en una ciudad tranquila que de pronto ocurran tantos hechos extraños sin ninguna conexión. Debe existir algo que lo explique. No me extrañaría que sea debido a los rojos. Después de todo no hace ni tres meses que apareció ese manifiesto clandestino. Sí. No me extrañaría que estuvieran detrás de todo esto.

            Su camisa brillaba de blanca contrastando con su corbata de seda oscura y estrías granates, semicubierta por una bata de lino, dejando entrever una aguja de diminutas piedras.

            Saturio hizo un gesto incomprensible.

            – Pero, ¿para qué iban a matar a Gabriel? Que atacaran al alcalde y al comisario García tiene su explicación. Se trataría de desestabilizar al Estado, una especie de ensayo antes de actuar en otras ciudades, pero, ¿matar a un presunto homicida? No tiene sentido.

            El juez encendió un Dunhil extra largo.

            – No, desde luego -suspiró-. Pero hay algo más. El policía que hirió al chico encarceló al sobrino del Comisario Político hace unas semanas. Por supuesto su tío quiso abrirle un expediente, pero García le hizo cambiar de idea.

            Saturio asentía con la boca abierta fascinado por la sagacidad del juez.

            – Sí -proseguía éste-. Todo esto me huele a rojos. Quiero que lo investigue y si descubre alguna conspiración detenga a los culpables. Es usted el único en quien confío, igual que cuando estuvimos en Belchite.

            Saturio sonrió humilde.

            – Yo era prácticamente un mozalbete.

            El tono era de disculpa.

            – Pero ya era usted cabo. Y es que valía. Me salvó la vida y evitó que el enemigo se apoderara de nuestras baterías en un alarde heroico -Sonrió con gratitud-. Habría hecho usted carrera en el Movimiento si no le hubiera gustado tanto ser un simple policía.

            – Sólo cumplí con mi deber. Cualquier otro en mi caso habría hecho lo mismo -quitó importancia. En realidad estaba tan asustado que tenía los pies paralizados para huir y decidió defenderse a tiro limpio hasta que llegaron refuerzos. Luego descubrió que el juez, en aquel tiempo teniente, estaba mal herido, pero no inconsciente. De haber intentado retroceder lo habría matado por la espalda como hizo con otros. En cambio lo ascendió a cabo, lo convirtió en su asistente y se le concedió la Cruz al Mérito Militar.

            – Es usted muy modesto. Pero no divaguemos más, investígueme el caso.

            – No se preocupe. Ya me conoce, menudo soy.

            Quería conspiración, tendría conspiración.

            Cuando salió inspiró rápida y profundamente el aire fresco de la calle.

            Tenía el nombre completo de Gabriel. Algo habría en su pasado que pudiera servir de base aunque tuviera que falsificar todos los datos. Después de todo nadie protestaría. Gabriel no parecía tener familia y además, estaba muerto.

CAPÍTULO 43

            Juan se sentó. La segunda extracción de sangre lo había dejado agotado y sentía un ligero mareo. Cerró los ojos, enmarcados en unas ojeras grises, recostándose y debió quedarse dormido porque cuando los abrió nuevamente la sala estaba semillena y existía mucho movimiento en el hospital.

            Un niño estaba llorando a su derecha con un burdo vendaje en el tercer dedo izquierdo. Su madre intentaba tranquilizarlo, no le iban a hacer daño, lo dormirían; él gimoteaba diciendo irse a casa. Al lado, un hombre hablaba con su esposa asegurando que donde mejor estaría el abuelo sería en el hospital, ¿para qué estropear las vacaciones si ya estaban programadas?

            – Claro, como no es tu padre.

            Un joven estaba pasmado. ¿No estaba su mujer? Si le habían telefoneado al trabajo… Ah, ¿pero no era aquello Maternidad? No. Urgencias. ¡Y que hacía su mujer en Urgencias! Su mujer nada, él, que se había equivocado. Se fue siguiendo las indicaciones torciendo por el primer pasillo en vez de por el segundo. La enfermera movió la cabeza resignada.

            – Bueno, valiente, te toca -sonrió maternalmente.

            El niño se agarró a su madre.

            – Pase si quiere.

            – ¿Ves, tonto? Yo también estaré.

            – Quiero irme a casa.

            – Si eres bueno te compraré un regalo.

            – No quiero regalo.

            Entre las dos lo arrastraron bajo pataleos y lloros.

            La puerta del pasillo se abrió. El esófago del monstruo estaba atiborrado de seres en pie o sillas de ruedas haciendo cola para ser atendidos. Algunos hablaban pacientemente con jóvenes de bata blanca y variopinto aspecto. Este en actitud segura y habla farragosa, aquel completamente despistado, el tercero con cara de susto y preguntas torpes, un cuarto auscultaba con ceño fruncido y rostro entendido moviendo la cabeza mudamente sin oír absolutamente nada en el pulmón. Otro, no mucho mayor, cosía con pericia el dedo del niño bajo la atenta mirada del cirujano de guardia.

            – Haz el nudo con la pinza. Hay que ahorrar hilo.

            El joven dudó un instante. Luego dio dos vueltas con el coge alrededor de la pinza y cogió el otro extremo del hilo con ésta.

            El cirujano asintió satisfecho.

            – ¿Cómo dice que es el dolor? -preguntaba el de la cara de susto.

            – Fuerte -respondía el enfermo.

            – Bueno, sí, pero ¿era como si le apretaran o pinchazo?

            – De ninguna de las dos maneras.

            – Vaya -murmuró completamente perdido.

            Revisó sus anotaciones.

            – ¿Oyes los crepitantes? -preguntó un médico al pasar.

            El que auscultaba asintió con seguridad. Crepitantes. Allí no se escuchaba nada.

            El niño salió oprimiéndose con la mano derecha el dedo recién suturado y vendado. Lloriqueaba y exigía el regalo prometido. La boca se abrió para dejarle paso.

            En la sala Juan observaba al joven padre hablando nuevamente con la enfermera. No había forma de encontrar Maternidad.

            El chaval de aquella noche permanecía allí, le miraba con ojos profundos. Juan se dijo que era extraño que no hubiera acudido ningún familiar más. Estuviera quien estuviera en Urgencias debía estar grave.

            – Está en la UVI -pronunció el muchacho.

            Juan frunció el ceño perezosamente. No tenía ganas de hablar, pero posiblemente el chico se sintiera mejor conversando, después de todo estaba solo y él sabía el mal trago que era eso.

            – ¿Quién? ¿Tu padre?

            Germán puso cara de pasmo.

            – No, hombre. Tu hermano. Vino una enfermera a decírtelo, pero estabas durmiendo y por no despertarte me lo dijo a mí. Ya no pueden hacer más por él. Ahora a ver como evoluciona.

            Juan le observaba sin comprender.

            – ¿Has estado toda la noche por mi hermano?

            Germán asintió.

            – Pero… -murmuró Juan. Estaba hecho un lío-. En la UVI, entonces ya no está aquí.

            – No.

            – ¿Qué relación tienes con mi hermano?

            Germán hizo una mueca extraña.

            – Es largo de contar.

            – Me lo figuro -comentó. Luego cayó en la cuenta-. Tú eres el de la zancadilla.

            El chaval no respondió.

            – Vamos a un bar. He de telefonear a casa y tú tendrás hambre.

            Germán lo siguió hasta el bar del hospital. Aún era lo suficientemente temprano como para que hubiera mesas libres, se sentaron en una. Juan pidió para desayunar. Germán se limitó a encoger los hombros cuando le preguntó qué quería tomar.

            – Lo mismo -murmuró.

            Ahora se sentía algo intimidado con la compañía del hermano de Mac. Cuando le contó su historia no había hablado casi nada de Juan. Germán se había hecho una idea de mal carácter e intolerancia.

            – ¿Qué relación tienes con mi hermano?

            – Es muy legal -intentó salirse por la tangente.

            – ¿De qué le conoces?

            – Bueno, de la calle. Nos hemos hecho amigos.

            – Eso ya lo veo -aún recordaba el revolcón.

            Germán no contestó.

            – ¿Estabais juntos cuando ocurrió?

            – En aquel momento no. Yo estaba dentro.

            – ¿Dentro?

            – Del cobertizo. Mac había matado…

            – ¿M…? ¿A quién había matado? -había palidecido, y de no haber sido por la gravedad del momento hubiera creído que Germán intentaba tomarle el pelo.

            – A ese que le perseguía.

            – ¿Gabriel?

            – Sí -murmuró. Tenía la lengua pastosa-. Mac lo dejó seco.

            Juan tardó en hablar negándose a aceptar la idea.

            – ¿Por eso le disparó el policía?

            Ahora fue Germán quien tuvo dificultad en responder.

            – Mac lo provocó todo.

            – ¿Qué quieres decir?

            – Estaba… deberías haberlo visto. Estaba, no sé, pero no era él -calló un instante-. No sé cómo decírtelo, sólo que no era él, parecía más muerto que vivo. Le di una chupa y algo de dinero para que huyera. Entonces salió y oí un disparo. Ese policía no es mal tío, quiero decir que no lo hizo al caso. Mac lo provocó. Como un suicidio.

            – ¿Suicidarse? ¿Mac?

            Aquello sí que no se lo creía.

            – Te digo que no era él. Joder, deberías haberlo visto, entonces no dudarías.

            Juan no respondió. Aquello era imposible, pero ¿por qué tenía que mentirle? Aquel chaval apreciaba a su hermano. Había permanecido allí toda la noche siguiendo su evolución. Por otra parte, ¿qué sabía él de su hermano? Cuando lo encontró en el Pilar le pareció un desconocido y cuando se alejó… Cuando se fue por aquella calle parecía hundido, completamente derrotado.

            Desvió la vista de Germán y la concentró en el café con leche.

            No sabía qué pensar ni qué creer. Aquello le superaba. No era perder al padre, hacerse cargo de la familia y trabajar. No era tan sencillo. Su hermano se estaba muriendo, su hermano lo deseaba. ¿Qué cambio había experimentado para que él, con toda su energía y alocada vitalidad llegara a la conclusión de que era preferible morir a seguir viviendo? Se sentía desconcertado.

            Encendió un cigarrillo ante la mirada codiciosa de Germán. Dejó el paquete al alcance de la mano, los dedos le cosquillearon al Negro y al final se apoderó de un pitillo. Juan ni se apercibió convencido de que era un inútil. Había fracasado en su intento de dirigir la familia, había perdido el afecto de su hermano, lo iba a perder a él. Aun suponiendo que se recuperara, ¿qué garantías tenía de que no lo intentaría de nuevo? ¿Cómo podía ayudarle?

            – ¿No te da vergüenza dar de fumar a un niño?

            – ¿Por qué no se mete la lengua en el culo? -rezongó Germán.

            – Impertinente.

            Lo cogió por la camiseta.

            Juan parpadeó volviendo.

            – Suéltele.

            – No te me pongas gallito.

            – ¡Eh, vosotros! -el camarero- ¡Fuera los dos!

            Germán se soltó de un manotazo.

            – ¡He dicho que os larguéis!

            Juan dudó un instante. Germán ya estaba de pie vigilando al hombre, las manos en el respaldo de la silla.

            – Descarado.

            – Tu padre.

            Juan cogió al chico llevándoselo antes de que las cosas fueran a mayores.

            – Eh, pagad la consumición.

            Se fueron sin responder.

            – Pero, ¿habéis visto?

            – Bah, déjalos, no vale la pena.

            – Tienes la lengua muy suelta -murmuró Juan en la calle.

            – Y tú poca sangre. Tu hermano… -se interrumpió.

            – ¿Qué pasa con mi hermano?

            – Nada -musitó mustio-. Olvídalo.

            – ¿Se ha metido en algún lío más?

            – No.

            Se sentía mal de haber tocado el tema. Mac no se habría acobardado, era lo que iba a decir, pero ambos hermanos eran distintos.

            – ¿Qué es lo que ibas a decir?

            – Nada.

            – Algo.

            – Nada, joder.

            – ¿Qué habéis hecho mi hermano y tú?

            – Oye, ¿de qué me estás acusando?

            – Yo no te acuso de nada. Sólo quiero comprender lo que ha ocurrido. Mac…

            – Si no lo entiendes es que no conoces a tu hermano, porque no es de esta noche. Hace días que está así, ¿sabes? Cuando lo conocí estaba más en el otro barrio que en este. Tú hermano es cojonudo.

            – Y supongo que yo no.

            Germán le miró a los ojos sin comprender.

            – Mira -intuyó-, no sé lo que habrá entre tu hermano y tú, pero Mac nunca te acusó de nada. No es de esos.

            Caminaban lentamente por la acera, casi en un paseo.

            – El que no lo dijera no quiere decir que no lo pensara.

            – Tú eres imbécil. Si crees eso entonces sí que no lo conoces.

            – Y tú has llegado a hacerlo en unos cuantos días -sarcástico.

            – Pues sí -no se inmutó-. Yo tengo unos hermanos que opinan de mí lo mismo que tú de él. La única diferencia es que ellos pasan de mí y tú no. Consecuencia, que ahora te acusas tú de todo lo ocurrido, cuando lo único que pasa es que Mac estuvo donde no debía estar y en el momento menos oportuno. Mac apenas me habló de ti, pero se ve bien claro que eres de esos que dicen esto es así y de aquí no salgas. Y no te has preocupado ni de entender ni de conocer a tu hermano y ahora te lamentas y quieres cargar con las culpas, como si con eso te sintieras mejor o lo arreglaras todo. Pues te jodes porque no es así. Mac es un tío de puta madre, sólo que ha llegado al límite de sus fuerzas. Pero no te acusa a ti ni a nadie de lo que le ha ocurrido, es demasiado legal como para eso. Y si no puedes admitirlo pues te jodes y te aguantas, porque es así.

            Se calló asombrado de su propio responso. No recordaba haber hablado nunca tanto rato seguido.

            – Está visto que todos lo conocen mejor que yo mismo -comentó al cabo de un rato Juan. No había ironía.

            – Mi padre murió borracho perdido. Lo único que recuerdo de él son las hostias que me daba. Mi madre es igual y mis hermanos unos yonquis. Quiero decir que sé lo que es tener una mierda por familia. La vuestra no lo es y eso se ve. Sólo oyendo hablar a Mac se veía, a pesar de las diferencias que podáis tener los dos. Tú viniste a buscarlo, no te has apartado ni un momento de él. Mac habría hecho lo mismo. A pesar de que os llevéis a parir. Y créeme, eso es lo único que importa.

            Juan no respondió, pero por primera vez en muchos días se sintió sosegado. Sintió envidia por el arte que tenía su hermano en juzgar a las personas. El habría actuado con Germán igual que aquel hombre del bar. Mac no. Por alguna extraña razón su hermano sabía ver en el interior de los demás. Siempre defendió a Efrén a pesar de su oposición y realmente había sido Mac quien tenía razón. Y Germán… Germán seguramente era un delincuente, sí, seguro que lo era, pero era un chico muy entero.

            – Ojalá fuera tan fácil -rezongó.

            – No es fácil. Estás pasando un mal trago. Yo me siento igual y ni siquiera soy familia. Supongo -añadió- que por eso lo veo más claro que tú. Ojalá mis hermanos hicieran igual. ¿Sabes? Desearía estar en el puesto de Mac, ahí en la UVI, sólo por si mis hermanos hubieran hecho lo que tú.

            Por si.

            Ni él mismo lo creía.

            No, sus hermanos no habrían movido ni un dedo. Ni siquiera se habrían enterado, colgados como estaban.

            Juan guardó un respetuoso silencio. Aquellas palabras eran muy fuertes. Comparado con lo suyo las desavenencias con su hermano se le antojaban simples rabietas.

            Germán pestañeó, se le habían humedecido los ojos. Murmuró algo, Juan debía llamar a su madre y tenía otras cosas que hacer… Juan no entendió el resto. Lo vio alejarse.

            – Espera.

            Germán se detuvo. Le miró.

            – Gracias por ayudar a mi hermano.

            El Negro hizo una mueca. De pronto a Juan se le hizo tímido, o avergonzado, ¿o simplemente fue perplejidad por sus palabras? La sonrisa que exhibió Germán tampoco pudo catalogarla, aunque parecía en sí misma de agradecimiento, ¿o fue desconcierto? De lo único que estuvo seguro es que fue cálida. Sí, su hermano sabía juzgar a las personas.

            Tardó dos horas en telefonear a casa discurriendo cómo dar la noticia. Lo notificó con delicadeza, aunque por la reacción estuvo seguro que no podía haberla dado más torpemente. Eulalia cogería el coche de línea y se presentaría allí.

            Regresó al hospital. El primer rostro que vio fue el de doña Plácida.

            – Ya me han dicho que está en la UVI, pero no se preocupe que se pondrá bien, con las medicinas que hay ahora…

            Una vez su Benito también estuvo hospitalizado por una pulmonía y con la penicilina… Pero bueno, había acudido para que él fuera a descansar un rato, se quedaría ella velando al chico, aunque no dejaban visitas a la UVI se quedaría en la sala de espera, él debía dormir algo, no importaba que no tuviera sueño al menos descansaría, ni siquiera su Benito podía resistir sin descansar menos aún un muchacho de su edad por fuerte que fuera si ocurriera algo ella le avisaría tranquilo que se pondría bien podría dormirsin miedoquesu hermanoestabaenbuenasmanos…

            – Bien, sí -murmuró cansado Juan. No sabía si su cabeza no rulaba o aquella mujer hablaba muy deprisa.

            Aquí tenía la llave, en la cocina tenía preparada una sopa y carne, pan en la panera…

            Pobre chico, suspiró sentándose en la sala de espera, ¿te das cuenta, Benito? Y el otro arriba. Le perdonaba su perrería del otro día, mira que si muriese sin perdonarle, sí, todo olvidado. Su Benito seguro que ya lo había hecho, un santo su Benito. Lagrimeaba. ¿Dónde tenía su rosario? Un rezo no le vendría mal a aquel granujilla, porque no se merecía el pobre lo que le pasaba, no, pero un granujilla sí era.

CAPÍTULO 44

            Durante tres días tuvo a Antonio buscando información sobre la vida de Gabriel. Al final salió lo de la División Azul. Aquello era interesante; el tipo había estado en Rusia.

            Saturio sonrió, ya tenía la conspiración.

            Había más. Se le había hecho un expediente como criminal de guerra, pero desapareció antes de ser juzgado.

            – Porque se refugió en Rusia donde fue reeducado por los comunistas.

            Antonio lo miró como a un crío.

            – ¿No creerá usted esa mamarrachada?

            – No tengo que creerlo yo. Tiene que creerlo el juez. Y no será difícil porque sueña con una conspiración soviética aquí en Zaragoza. Si hasta me habló, con los pelos de punta, de ese manifiesto de mayo… ¿Por qué pone esa cara?

            – En el cobertizo donde estaba Mac había uno.

            – También tengo yo otro, no te fastidia. Y creo que es bastante bueno -rió- ¡anda que como lo supiera el juez!

            – ¿Bueno? Usted es falangista.

            – También soy feo y usted guapo. No le voy a pegar por eso.

            – Pero el comunismo…

            – Tiene muchas cosas con las que no estoy de acuerdo, pero en otras dicen verdades como el puño. También soy partidario de Franco y, sin embargo, no me gusta que maneje España estilo cuartel. De todas formas, nos vendrá bien. ¿Tiene el papel?

            – No. Lo dejé allí.

            – Recójalo. Aún no he entregado la lista de los objetos personales de Gabriel, lo incluiremos.

            – Desencadenará una persecución de comunistas.

            – Conozco a algunos. Les avisaré y que corra la voz para que se pongan a salvo. No se preocupe. No voy a hacer que paguen inocentes por este tema.

***

            Eulalia se recostó en el asiento y dejó el Hola, abierto y doblado encima de otras revistas del corazón que, con similares palabras y fotografías, hablaban del mismo tema.

            Desvió los ojos hacia su hijo. Lo habían sacado de la UVI aquella mañana, pero seguía inconsciente. Juan y Quique estaban comiendo en la pensión. Doña Plácida no había consentido que fueran a un bar, ¡faltaría más! ¡Ya sabía que iba contra las normas de su Benito! Pero él mismo habría actuado igual en aquel caso. Un pobre infante como Quiquín…

            – ¿Cómo me ha llamado?

            Calló al recibir un codazo de su madre.

            De ninguna manera meter a un pobre niño en aquellos antros, que Dios sabía qué ingredientes utilizaban para las comidas. Nada. Comerían en la pensión y por los horarios no se preocuparan, para ir a dormir, que ya le había dado una copia de la llave a Juan.

            – Es usted muy buena.

            – ¿Buena, yo? Por Dios. Mi Benito sí qué, mi Benito…

            – ¿Adónde vas, Juan?

            – Y… al estanco.

            – No me gusta que fumes. Siéntate.

            Obedeció cariacontecido.

            – Me decía de su Benito…

            Juan cerró los ojos con un gañido.

            – ¿Se puede saber qué te pasa?

            – Me duele la cabeza.

            – Yo llevo aspirinas -comentó doña Plácida sacando dos cajas del bolso.

            – Tómate una. Es usted muy amable.

            – No hace falta, mamá.

            – Te has vuelto muy respulero. Tómatela. Hablaba usted de su Benito.

            Esto fue tres días atrás, el de su llegada. Desde entonces se habían ido turnando, ella se quedaba por las noches y Juan por el día. Siempre en la sala de espera y hablando con el médico en las horas en que éste daba nuevas sobre los ingresados a los familiares. El día de antes el doctor anunció un giro favorable en Mac y aquella mañana lo habían sacado.

            Tenía que echar mano a toda su fe para encontrar en su hijo la mejoría que refería el médico. Siempre había sido delgado y aquellos meses se había quedado demacrado, pero ahora era un puro esqueleto, sólo le faltaba la barriguita para ser igual a aquellos chiquillos negros que sacaban por la tele. Luego los tubos, los cables, las botellas que semejaban más aparatos de tortura que otra cosa.

            De pronto recordó lo parecidos que eran morfológicamente su esposo y Mac.

***

            Antonio sonrió al hallar a Germán en el cobertizo. Estaba desconocido con ropa nueva y el cabello recién cortado.

            – Pensaba que estarías en el hospital -dijo como saludo.

            – No pienso ir mientras esté esa vieja.

            – ¿La madre de Mac?

            – La chiflada esa de la pensión.

            – Ah, doña Plácida. Es muy buena mujer.

            – Es una bruja -casi lloraba de rabia-. Fui el otro día a ver como seguía Mac y me la encontré de morros. No sé qué dijo de su Benito y de denunciarme. Le suplico que no, le cuento mi vida para enternecerla y va, me agarra, me lleva a comprar ropa y luego al barbero. Mírame, todo mi pelo a la mierda.

            – Los chicos estáis mejor con el cabello corto.

            – Vete a tomar por culo -el mismo coraje le hacía olvidar con quien hablaba-. ¿Sabes las intenciones que lleva? Me quiere adoptar. A mí.

            – Es lo mejor que podría ocurrirte.

            – Ya tengo familia. No necesito ninguna marimacho.

            – Tu familia como si no existiera. Estás viviendo solo, codeándote con delincuentes, mendigando, robando y tomando tú mismo drogas. Con esa mujer tendrías un techo, alguien que te cuidaría y te apartaría de las calles, que te pagaría un colegio y si puede, una carrera. Fíjate si ganas.

            Germán estaba con el rostro crispado.

            – Tú quieres llevarme a la cárcel.

            – No, hombre.

            – Llámalo como quieras. Esa mujer es el trullo.

            – Te propongo un trato. Tú consientes en irte con doña Plácida y yo consiento en no llevarte al Tutelar de Menores.

            – ¡Serás cabrón!

            Extendió las muñecas hacia el policía.

            – Ya puedes llevarme.

            La mano derecha cayó con todo su peso sobre el brazo izquierdo del muchacho.

            – Se acabó. Vamos con doña Plácida y a firmar los papeles.

            Germán se debatió lamentando no tener una navaja como Mac.

            – ¡No quiero ir! ¡Tú no conoces a esa mujer!

            Estaba agarrado con la mano libre en el marco de la puerta. Antonio tiraba de él.

            – Claro que la conozco. Es mi tía abuela.

            – ¡Dios nos asista!

            – Venga, vamos.

            – Espera, espera, joder, espera. Vamos a hablar.

            – No hay nada que hablar.

            – Venga, tío, no seas así.

            Algo tuvo la última entonación que Antonio soltó al muchacho. Germán se frotó el brazo magullado.

            – ¿Por qué tanto empeño? -refunfuñó-. Si me llevas me escaparé.

            – No quiero que corras la suerte de Chema ni de Mac. Y al paso que vas terminarás así.

            – Bueno -reconoció-. Y a ti que más te da.

            – Antes  nada. Hacía la vista gorda cuando te cogía en alguna, porque en realidad no eran cosas serias, más bien de críos, pero lo cierto es que no me importaba la suerte que corrieras mientras no realizaras actos delictivos. Ahora, en cambio…

            – Te remuerde la conciencia haberle disparado a Mac y quieres expiar tu culpa salvándome a mí -sonreía entre sardónico y cínico-. Que te den por el culo. Yo no soy moneda de cambio.

            – Me estás entendiendo mal.

            – Tírate de la moto, ¿vale? Apenas he ido a la escuela, pero no soy idiota, ¿sabes?

            – Te estoy dando una oportunidad.

            – No, tío. Lo que quieres es tener la conciencia tranquila. Pues conmigo no cuentes.

            – No intentes hacerme creer que te gusta esta vida. A otro quizá sí, a ti no. Aunque me lo jures ahora sé que no te gusta. Te estoy tendiendo una mano. Nunca tendrás otra ocasión como esta.

            – ¡Pero tú quién te crees que eres! -el rostro de Germán había oscurecido-. Es cierto, no me gusta mi vida, pero es mía. No soy ninguna marioneta para hacer lo que te venga en gana. Si tienes remordimientos jódete, pero a mí me dejas en paz. No voy a ir a casa de esa tía loca, no voy a casa de nadie, ya tengo una familia. Será una mierda, será lo que sea, pero es mía.

            – Escucha…

            – No. Ni siquiera te importo, tú mismo lo has dicho, si no hace tiempo que habrías metido mano.

            Antonio no respondió. En realidad no le faltaba razón a Germán. Hacía tiempo que conocía la situación del muchacho, más de un año, podía haber actuado entonces. Sacarlo de las calles, buscarle alguna familia, pero no lo había hecho, era más cómodo darle alguna advertencia y que siguiera su vida. Conocía las palizas que le había propinado su padre, el desinterés de la madre y sus hermanos mayores. Para el caso había crecido solo, escapándose de casa, regresando al cabo de un tiempo, volviéndose a escapar y regresando hasta el punto que ya no se podía distinguir si huía o simplemente se había independizado, cometiendo pequeños hurtos, iniciando el camino de la drogadicción, dándose cuenta que su vida emprendía un camino sin retorno y no poniendo ningún tipo de impedimento porque nadie, absolutamente nadie, se había preocupado por él. Un muchacho de buen carácter pero difícil por callejero, por crecer en absoluta libertad y desprecio a unas normas sociales que no le apoyaban. ¿Qué familia querría cargar con un chico de tales antecedentes? Querían en adopción a recién nacidos no a trece añeros conflictivos. Hacía falta mucha paciencia, mucha comprensión y, por parte del muchacho, deseo de integrarse, de someterse a las normas. Doña Plácida deseaba hacerse cargo de él por caridad no porque sintiera realmente afecto por Germán. De todas las personas que conocía sólo la de Mac tenía posibilidades de éxito. Mac representaría una influencia saludable y éste tendría más apoyo en Germán que en su propia familia para superar sus problemas. Pero tampoco adoptarían al muchacho, bastantes dificultades tenían con un sueldo como para aceptar una boca más.

            Y pensando fríamente Germán tenía razón, Antonio no lo hacía por el chico sino por él mismo, lo que no quitaba que aquello beneficiase al muchacho.

            – No voy a ir -repitió huraño el chaval.

            – De acuerdo -reconoció-, es tal como dices, pero piénsalo bien. Te conviene.

            – Ya está pensado.

            – Te puedo llevar al Tutelar.

            – ¿Crees que me asusta?

            – Si lo prefieres puedo hablar con la familia de Mac.

            Germán titubeó.

            – Eso es -sonrió dolorosamente-. Habla con ellos, a lo mejor son tan pardillos que aceptan. Sería un bonito final, de cuento. Habéis perdido un hijo, ahí tenéis otro. No lo habéis perdido, Mac gana un hermanito. ¿En qué mundo vives, tío? ¿Tantas ganas tienes de redimirte que no ves más allá de tus cejas? Lo primero, Mac no me pedirá que vaya con ellos, me conoce muy bien y sabe que no aceptaría caridad.

            – ¿En serio crees que Mac lo haría por caridad?

            – No. Lo haría de corazón. Pero sabe que yo lo tomaría como caridad, así que no me lo pedirá. Y con su familia no cuentes. Nadie carga con uno como yo. Así que sólo quedas tú. ¿Me adoptarías?

            La sonrisa era más triste que cínica.

            Antonio no respondió.

            El papel seguía en el suelo, donde lo tiró. Lo recogió. Germán palideció y sus ojos brillaron extrañados cuando el policía se lo guardó en el bolsillo.

CAPÍTULO 45

            La noticia de lo ocurrido no extrañó a Efrén. Fue su padre quien se lo dijo, la madre no; mejor que no supiera nada, aquello podía hundirle y era tan débil. Quedarse inut… inválido era para desmoralizar a cualquiera, otros se habrían pegado un tiro. Si encima… no, mejor no decirle nada, tiempo habría.

            Efrén escuchaba a su padre, quien consideraba que su hijo era lo suficientemente fuerte como para no andarse con embustes protectores. No obstante no se esperó que lo asumiera con tanta serenidad y se preguntó qué habría pasado entre ambos para aquella frialdad. Sintió deseos de indagar pero no lo intentó. Apenas había existido comunicación entre ellos desde que nació y no iba a empezar ahora, Efrén lo habría entendido mal, lo tomaría como compasión a su estado, se sentiría dolido y el intento de aproximación fracasaría antes de empezar. Por otra parte, su hijo no era el mismo de antes. Lo veía envejecido mentalmente, no aceptaría ser tratado como un niño.

            La madre puso el grito en el cielo, ¿cómo podía ser su marido tan insensible?

            – Cierra el pico.

            Habría sido imposible decir quién quedó más sorprendido, si la esposa o Efrén.

            Aquello tenía que ocurrir, se dijo el chaval cuando se quedó solo. La última conversación con su amigo aún resonaba en su cabeza.

            Estaba muy tranquilo, demasiado, como si Mac hubiera sido un extraño, pero su mente no dejaba de dar vueltas. En realidad qué podía esperarse. Mac estaba como enloquecido, aunque su locura pareciera muy tranquila. No era él. El tono de su voz, a través del teléfono, parecía la de un criminal en potencia o de alguien dispuesto a estallar. Alguien que no conocía y que de decirle un tercero que era su amigo se habría reído por la estupidez, ¿Mac…? Pero no fue otra persona. Fue el mismo Mac. Era su voz la que se lo decía.

            Aquel final hacía días que se lo esperaba.

            Seguía sin llorar y no es que no tuviera ganas sino que parecía haber traspasado el límite de las lágrimas. Era tan irreal. Parecía tan lejana aquella estúpida apuesta del cementerio, que daba la sensación que la habían efectuado dos extraños y que nada había ocurrido realmente. Era imposible que él estuviera inválido, que Mac estuviera muriéndose; en cualquier momento saltaría de la cama, caminaría, y Mac aparecería por la puerta riéndose por la broma del disparo.

            Los minutos pasaron. Las piernas seguían paralizadas. Mac no apareció.

***

            Las investigaciones del inspector D. Saturio Galíndez demostraron el complot contra la seguridad nacional promovida por las hordas rojas.

            Gabriel Ramírez había entrado en contacto con los comunistas durante su época en la División Azul, siendo hecho prisionero y posteriormente liberado cuando, en un campo de prisioneros en Siberia, se le reeducó mentalmente. De regreso a occidente actuó de espía para Stalin haciéndose pasar por un ferviente nazi. Todos sus crímenes de guerra habían sido consecuencia de su labor de espionaje. Cuando fue perseguido por ello no fue hallado debido a que había regresado a la U.R.S.S. Su vuelta a España era debida a un cuidadoso plan en el que se buscaba desestabilizar el régimen de Franco facilitando una revolución y la consecuente ascensión al poder de los comunistas españoles. El plan fue descubierto por el guardia civil jubilado D. Nicolás Aznárez, que conocía a Gabriel de la época de la División Azul, sin embargo fue descubierto a su vez por Gabriel, que lo asesinó. El crimen tuvo como testigos a dos menores. M.T.G. y E.H.A. Estaba en juego no sólo la libertad del espía sino también toda la operación Toro Rojo (así se llamaba). La persecución e intento de asesinato de ambos adolescentes se debió principalmente a la sospecha de que supieran algo sobre dicha operación, de la cual realmente ignoraban todo. Los asesinatos de aquel verano y las dimisiones del comisario D. Felipe García y del Excmo. Sr. Alcalde eran debidas a la acción desestabilizante de la conspiración y a la persecución de los dos molestos testigos.

            Entre los objetos personales de Gabriel se había encontrado el Manifiesto de Aragón escrito por el partido comunista el primero de mayo, en el cual, a todas luces había intervenido el espía soviético, lo que demostraba el contacto entre los rojos españoles y los rusos.

            La investigación ocasionó por un lado el ascenso del inspector D. Saturio Galíndez y de los policías D. Antonio López y D. Pascual Jiménez, encargados del caso. Por otro lado se ordenó detener a los demás implicados de la operación Toro Rojo. Desgraciadamente lo último fue un fracaso ya que habían huido, bien advertidos por un segundo espía, bien porque sospechaban haber sido descubiertos al morir Gabriel; todo el mundo conocía la eficacia del contraespionaje español.

            También el juez fue recompensado con una importante plaza a nivel político.

            Saturio no cabía en sí de gozo. Deseaban un complot comunista y él se lo había dado. Antonio no decía nada y Jiménez se hacía cruces de que toda aquella trama se desarrollara delante de sus narices sin haberse enterado.

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