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04
febrero
Del Regallo al Ebro (36)

CAPÍTULO 38

            Las aguas del Ebro circulaban negras, tan negras como la sangre en aquel callejón oscuro en que…

            Mac contemplaba la pistola sujeta con manos temblorosas.

            Había huido de la ciudad cruzando el puente. Estaba solo en algún rincón perdido del Ebro, pero lo suficientemente cerca como para ver las luces y edificios de la ciudad. Creía haber recorrido kilómetros y kilómetros, en cambio se hallaba en uno de los huertos que bordeaban Zaragoza.

            Al final lo había hecho.

            La boca del cañón apuntaba hacia sus ojos.

            Retrocedió al oír el accidente. El conductor doblaba la esquina cuando él se aproximó a Gabriel, estaba consciente. Un brazo parecía roto, pero no fue aquello lo que le llamó la atención. Las piernas parecían dos leños secos. Un charco de orina se unía con la sangre. Intentaba moverse, pero tenía la mitad inferior del cuerpo paralizada.

            El serio rostro de Mac no se alteró, pero sintió en su alma satisfacción al comprobar que sufría la misma lesión que Efrén; su amigo estaba vengado.

            Inválido.

            Ya no podía perseguirle. Estaba libre de él.

            Entonces sus ojos se encontraron.

            Mac no supo lo que ocurrió.

            Como un sueño…

            No lo fue, se daba perfecta cuenta de sus actos.

…alzó la pistola sujetándola con ambas manos.

            Gabriel le miraba, pero no dijo ni una palabra. No le animó, no pidió misericordia; como si prefiriese aquello a seguir con vida en una silla de ruedas, o como si comprendiera que, apretando el gatillo, su victoria sobre Mac sería completa al convertir al chico en un asesino.

            Mac no pensaba en nada. Sabía lo que hacía, lo que iba a hacer, pero tenía la mente en blanco.

            No necesitaba disparar.

            Estaba a salvo de aquel hombre.

            La pesadilla había acabado.

            Lo deseaba.

            No era necesidad.

            No era placer.

            Deseaba aquella muerte por la muerte en sí.

            Y con todo, tampoco hubiera sabido decir si este era realmente el motivo.

            No podía fallar, no había ni un metro de separación entre el cañón y el rostro.

            Apretó el gatillo.

            El retroceso elevó sus brazos.

            El impacto fue certero.

            Contempló a Gabriel un segundo.

            Sus brazos cayeron a plomo. La culata le golpeó el muslo.

            Luego se alejó caminando lentamente, la pistola en la mano, el brazo colgando inerte del hombro.

            Sin rumbo.

            Como un borracho.

            Estaba hecho.

            La boca del arma apoyada en su entrecejo. El pulgar derecho reposando en el gatillo, acariciándolo.

            Hecho.

            Las manos temblaban.

            ¿Por qué?

            Había disparado.

            ¿Para qué?

            ¿Qué había conseguido matando a un ser que era ya totalmente inofensivo?

            No sentía liberación.

            No sentía paz.

            Sólo era consciente de un vacío interior.

            Un hombre.

            Había

            asesinado

            a un hombre.

            Conscientemente.

            ¿Por qué?

            Lo de los coches fue rabia.

            La puñalada al policía, desesperación.

            ¿Y esto?

            Asesinato.

            ¿Acaso él era otro Gabriel y sólo necesitaba un empujón para mostrar sus instintos?

            Ahora daba vueltas a la pistola entre sus dedos, como si fuera un objeto extraño que viera por primera vez.

            No eres Mac, había dicho Efrén.

            Pero era él.

            Un vacío.

            Como si el motivo de su propia existencia hubiera terminado y no quedara ya nada por hacer, excepto morir.

            No lloraba.

            No sentía nada, excepto el vacío.

            Echó el brazo hacia atrás y arrojó el arma al río. No fue un movimiento de rabia. No sintió furia al tirarla.

            Se abrazó las piernas contemplando el agua.

            ¿Ahora qué?

            No sentía arrepentimiento.

            Sólo miedo de sí mismo.

            Era una alimaña.

            Era como Gabriel.

            Se pasó una mano por su espeso cabello rojizo.

            Se levantó.

            Regresó a Zaragoza.

            Al cobertizo.

            Germán estaba allí, alimentando el fuego, necesitando hacer algo e incapaz de dormir.

            – Menos mal -pronunció. Mac oía sus palabras muy lejos-, me tenías preocupado.

            Y aún lo estuvo más al ver el semblante de su amigo. Una careta de muerte.

            – Lo he hecho -murmuró Mac quedamente, como si el otro supiera de qué hablaba- he matado a Gabriel.

            Se sentó junto al hogar, abarcó sus piernas doblándolas, en posición fetal. Sentía frío, musitó.

            Germán necesitó unos segundos para que su cerebro admitiera lo que había oído. Contempló atónito a Mac.

            – Debes abrirte. No puedes quedarte aquí, te buscarán y conocen este chozo.

            – Lo he matado -no sabía decir otra cosa. Estaba encogido frente al fuego. Tiritaba.

            Una alimaña.

            Otro Gabriel.

            – Mac, debes irte -insistió.

            No respondió. La vista perdida en las llamas.

            Germán rebuscó hasta hallar una cazadora de cuero marrón vieja, que tenía guardada. La sacudió para sacar la suciedad.

            – Toma, ponte esto. ¿Dónde está la pipa?

            Había que deshacerse de ella.

            – La tiré.

            – Bien, mejor. Ahora pírate. No deben encontrarte.

            Mac se puso sonámbulamente la cazadora. Germán le metió dinero en un bolsillo.

            – Suerte, tío, cuídate.

            Mac no le oyó. No se despidió. Salió por la puerta.

            Otro Gabriel.

***

            No había dado dos pasos en el callejón cuando oyó la voz.

            Antonio.

            Antonio que había acudido con la esperanza de hallarlo.

            El policía sacó el arma por precaución.

            Mac, en penumbra, tenía las manos en los bolsillos del cuero.

            La vista, enfermiza, en la pistola.

            La boca abierta respirando fatigosamente.

            Un sudor frío le bañaba.

            Otro Gabriel.

            – Tira el arma, Mac.

            Una alimaña.

            – Tírala.

            Súbitamente el chico supo lo que debía hacer.

            La detonación hizo que Germán se pusiera en pie de un salto. Corrió a la calle.

            No se había equivocado.

            Se arrodilló junto a su amigo.

            – Dios mío, Mac -gimió.

            Puso las manos encima del pecho intentando cortar la hemorragia. Inútil. Estaba muerto.

            – Mac.

            No pudo evitar las lágrimas.

            – ¡Hijo puta! -aulló al policía- ¡Estaba desarmado!

            Antonio parpadeó incapaz de reaccionar. Tener que defenderse le había dejado mal sabor de boca.

            – ¿Desarmado? -balbuceó-. Me hizo creer… creí que iba a disparar, que el arma estaba en un bolsillo…

            El le matará a usted o usted a él.

            Saturio había tenido razón.

            El gemido de Mac sobresaltó a Germán.

            – Aún vive. ¡Haga algo! ¡Avise a una ambulancia!

            Los ojos de Mac se movieron. Sentía que su vida se escapaba con cada latido de su corazón, pero no le importaba. Ahora obtendría la liberación. Sonrió perdidamente.

            – … t…

            Sus ojos buscaron la voz.

            Germán estaba sobre él, las manos en el pecho luchando, sin saber cómo, contra la sangre que surgía.

            – Idiota, imbécil…

            ¿Por qué lloraba?

            Ahora tendría paz.

            No era para llorar.

            – … te has salido con la tuya, ¿eh? Era esto lo que buscabas, ¿verdad?

            Hubiera querido decir que sí, pero estaba demasiado débil. Los párpados le pesaban. Cerró los ojos sintiendo que se sumergía en un pozo.

CAPíTULO 39

            Nunca hubiera creído que las horas pudieran pasar tan lentas. En la calle, durante la espera de la ambulancia, los minutos parecían años mientras sentía que la vida de Mac se escapaba entre sus dedos angustiándose por su propia impotencia y sintiendo que quien se moría era más un hermano que un amigo. Sí, los minutos habían sido años, pero aquí, en el hospital…

            Estaba sentado, con los codos apoyados en las rodillas contemplando mustiamente sus semirrotas zapatillas deportivas en un silencio de mausoleo.

… aquí parecían eternos, sobre todo desde que aquel médico borde, cuando vio a Mac, comentó que parecían estar gafados ese día riendo estúpidamente la broma, seguro, añadió, que ni siquiera tenían el tipo de sangre que necesitaban, el maricón parecía muy satisfecho de su agudeza.

            Luego introdujeron a Mac por aquel pasillo amorfamente iluminado, de baldosas brillantes y paredes blancas, impersonales, carentes de sentimientos. Las puertas se habían cerrado solas como las fauces de un monstruo.

            Se hallaba en la sala de espera. Juan estaba enfrente con ojos enrojecidos. Había llegado hacía poco. Germán lo había visto hablar con Antonio, que debió notificarle en murmullos lo que había sucedido. El Negro no había oído la conversación, pero vio palidecer al muchacho, luego enrojecer y soltar un puñetazo al policía. Acudió una enfermera, pero el altercado terminó ahí y no se vio obligada a intervenir. Antonio se había ido como si el balazo lo hubiera recibido él y Juan se sentó hundiendo el rostro en sus manos.

            – Saldrá adelante, ya verás, es fuerte -musitó Germán, incómodamente sentado, sin saber a ciencia cierta si quería animar a Juan o a él mismo. El otro no le oyó sumido en sus pensamientos y él volvió a guardar silencio.

            Las baldosas se extendían formando hileras paralelas y perpendiculares entre sí, un perfecto tablero de ajedrez si hubieran sido blancas y negras, pero únicamente eran albas, un lechoso angustioso, como los ojos de Mac cuando perdió el conocimiento y Germán creyó que había fallecido. Decían que la muerte era negra, pero no era cierto, era blanca, él la había visto en los ojos de su amigo.

            Sus bambas eran más rotas y mugrientas en los azulejos.

            El camino de dos de ellos parecían rieles que conducían a ninguna parte terminando en los zapatos polvorientos de Juan. Estaban en una posición peculiar, parecían querer montarse uno encima del otro, con el pie derecho ligeramente torcido, ladeado, elevando uno de los laterales hacia el techo imperceptiblemente. Una pose que Germán había aprendido a conocer aquellos días porque era característica de Mac. Permanecían quietos, sumergidos en la palidez espectral de las baldosas.

            Unas piernas rectas, enfundadas en unos tejanos deslucidos ascendían de ellos para doblarse por las rodillas, en las cuales se apoyaban dos antebrazos inútiles. El rostro ya no estaba en las manos, éstas estaban entrelazadas, anudadas por unos dedos delgados, nudosos, temblones, como si un viento helado los estuviera atacando y se estrujaban en un combate intentando partirse mutuamente los huesos. En algunas partes carecían de sangre adquiriendo el aspecto de las losas, en otras se acumulaba hasta el punto de amoratarlos. La cabeza colgando, dejando ver únicamente un cabello negro, espeso y revuelto. Los hombros permanecían quietos, como los pies, todo él era una estatua paralizada excepto los dedos, se apretaban, se aplastaban, unos dedos largos en unas palmas anchas. Unas manos que no le tenían miedo al trabajo aunque ahora se vieran torpes y estúpidas. Las de Mac habían sido más delicadas, aristocráticas.

            Habían.

            ¿Es que iba a morir?

            Los ojos de Germán desanduvieron el camino, se deslizaron por las pantorrillas de Juan, llegaron a los pies, aquellos pies que podían ser muy bien los de Mac, que habrían sido los suyos si en vez de zapatos hubiera llevado zapatillas, si no estuvieran enfundados en calcetines y hubiesen dejado ver sus tobillos delgados.

            No saldría adelante. Mac no tenía voluntad de vivir, no lo deseaba. En realidad era probable que hubiera muerto mucho antes, que hubiera fallecido ya el día que fue testigo del asesinato, en el momento en que decidió no confesar o cuando habló en el juicio. Quizá fue en el instante que cometió el primer delito en contra de toda su enseñanza moral. Posiblemente el Mac que conoció él no era más que un espectro deambulando en busca de la paz definitiva, un holandés errante en el cuerpo de un niño.

            Y acaso fuera mejor así.

            Quizá era preferible que obtuviera de una vez el descanso.

            Entró una enfermera.

            Preguntó por un familiar.

            Juan se levantó sonámbulamente. De pronto su rostro era el de su hermano tal como lo vio Germán en la calle, con el pecho hemorrágico, salvo en la expresión. No había paz en él.

            Necesitaban sangre. Mac tenía un tipo común pero andaban escasos, si la de Juan coincidía sería mucho mejor utilizar la suya.

            El muchacho la siguió.

            Ahora estaba solo; la espera mucho peor. La presencia del hermano de Mac, aunque no hubieran intercambiado palabra, le hacía sentir más reconfortado.

            Un niño lloró fuera. Lo traían los padres. Se lo llevaron por el pasillo. La boca del monstruo tragó una nueva ofrenda. Entraron en la sala de espera. La mujer era diminuta, magra, con los senos apenas perceptibles, bonita y descolorida. El hombre rechoncho en una gordura insana.

            – Buenas noches.

            Respondió al saludo.

            Silencio.

            Un silencio denso y enfermizo.

            La vista fija en las bambas.

            No era justo. No estaba bien que Mac terminara así después de todo lo que había sufrido. Que le hubiera pasado a él era normal, pero no a Mac. En el mundillo en que se movía era comprensible que tarde o temprano algunos acabaran de aquella forma. Pero Mac… Había tenido una vida como Dios manda, tenía una familia, era muy legal. No era justo.

            – ¿Los señores López?

            Una enfermera linfática de rostro pétreo, imparcial.

            – ¿Sí?

            – Una apendicitis…

            No había entonación en sus palabras.

            – … Vamos a operar.

            – Enfermera -su propia voz le sonó extraña.

            – Dime.

            – El otro chico…

            – ¿El herido? Aún no hay nada.

CAPÍTULO 40

            El despacho estaba iluminado parcialmente por el flexo existente en la mesa. Una semipenumbra cubría la parte superior del rostro cuyos ojos estaban clavados en Antonio. El caliqueño permanecía en reposo, ladeado en la comisura izquierda de Saturio cuya mano diestra sostenía un papel escrito y firmado por su subordinado.

            – Así que quiere renunciar -masculló al final el comisario en funciones-. Muy bonito. No hace ni puñetero caso de mis palabras. Busca al chico, le suelta un tiro y ahora quiere dimitir.

            Antonio permanecía de pie, tenía los hombros cargados y el rostro prematuramente envejecido por las ojeras que cursaban sus cuencas. El ceño gravemente fruncido.

             Saturio rompió el papel.

            – No se lo acepto.

            – Estoy en mi derecho.

            – Usted no tiene ninguno.

            Saturio se levantó y pareció Saturno en el Olimpo.

            – Hizo lo que creyó que era preciso. Bien, se equivocó. Ahora hay un chico entre la vida y la muerte. ¿Y qué? No hay motivo para dimitir.

            – Si usted lo dice.

            – Eso es. Lo digo yo.

            – Estaba desarmado.

            – Usted no lo sabía.

            Limpió la ceniza del caliqueño con el meñique sobre el cenicero.

            – Si cada vez que un policía se equivoca fuera a renunciar ya no quedaríamos ninguno. Usted cumplía con su deber.

            Antonio apretó las mandíbulas.

            – Desobedecí sus órdenes.

            – Yo no le di ninguna orden. Sólo le aconsejé que no cumpliera la Ley. Sin embargo, usted tiene más madera de policía de la que pueda tener yo. Consideró que el crimen de Macario no podía ni se debía pasar por alto. Según la Ley así tenía que ser. Usted simplemente cumplió con su deber, que era detener al muchacho. No tiene ninguna culpa de lo que ocurrió después. No me venga ahora con problemas de conciencia.

            – Usted me advirtió lo que pasaría.

            – Porque no soy un policía como los demás. Hago más caso de las personas que de la Ley. En otras palabras, soy un mal policía. Usted no lo es. Yo habría dejado en paz a ese chico, y si no me equivocaba a las pocas horas o a los pocos días, se habría entregado. Pero también podía errar en mi juicio y emprender una carrera delictiva con más crímenes quizá. Yo no cumplía con mi deber. Usted sí lo hizo. Repito que no hay motivo para dimitir.

            – Si ese chico muere…

            – Mala suerte.

            – Buen consuelo me da usted.

            – Escuche…

            Apretó con los dientes el caliqueño con tanta fuerza que se rompió. Lo contempló desolado. Sacó otro encendiéndolo. El despacho se inundó de humo.

            – Usted es un buen policía -dijo a través de la nube que surgía del puro- Únicamente que es muy joven y tiene poca experiencia, principalmente en juzgar a la gente. Si hubiera conocido realmente el carácter de ese chico habría actuado de otra manera, nada más. Usted hizo lo que debía hacer, sólo que no esperaba que el muchacho buscara alguna forma de suicidio y usted le dio la manera de conseguirlo en bandeja estúpidamente. En su informe dice claramente que Macario le hizo creer que iba a dispararle, usted se defendió. Luego descubre que no iba armado. La cosa está bien clara, el chaval quería morir y lo utilizó a usted. Otros adolescentes se suicidan disparándose o ahorcándose, éste se valió de usted. No tiene usted ninguna culpa. ¿Acaso se sentiría mejor si realmente hubiera utilizado un arma?

            – No la tenía.

            – Deje de juzgarse tan duramente. Siempre se va de un extremo al otro. Primero Macario fue un santo, después un demonio. Ahora se considera usted mismo un criminal. Pues ni una cosa ni otra. Macario sólo era un crío desesperado y usted un estúpido con buenas intenciones. Nada más, sólo eso. No hay nada que justifique su dimisión.

            – Dígaselo a su familia.

            – Se lo digo a usted. ¿Es que no puede comprender que ninguno somos dioses y que todos cometemos errores?

            Los ojos de Antonio chispearon.

            – ¿Llama error matar a un niño?

            – Aún no ha muerto, aunque tenga más posibilidades que en la lotería -el caliqueño se había apagado, refunfuñó y lo encendió de nuevo-. Pero aun suponiendo que ocurra… ¡mierda de cigarro! -lo tiró y cogió otro-, suponiendo que ocurra, eso es lo que deseaba Macario. De no haber sido así posiblemente se habría suicidado de otra forma.

            – O se habría entregado.

            – Eso es lo que yo esperaba… ¿pero es que ya no queda ninguno bueno? -tiró el caliqueño, sacó un tercero. Lo estudió antes de encenderlo-. El caso es que nunca sabremos realmente lo que habría hecho. Escuche, Antonio, es usted un buen hombre y un buen policía. Aquí se necesita gente como usted, no tipejos como yo, porque si los propios policías no respetamos las leyes no podemos esperar que los demás las cumplan. Yo nunca he hecho caso de ellas, me las he saltado siempre que ha hecho falta para detener a quien fuera. Usted también, pero usted se imponía un límite. Yo nunca he tenido ninguno, y eso no es bueno. Quizá en algunos casos sí sea mejor no respetar las leyes, pero en general no. Si se realiza una detención por procedimientos ilegales, durante el juicio el abogado defensor siempre atacará por ahí y el fulano quedará libre, con lo que no se habrá conseguido nada, excepto meterte tú mismo en un lío que te lleve a la expulsión del cuerpo o como mínimo a la degradación. ¿Qué cree usted que había descubierto el alcalde de mí? Cumplir la Ley a rajatabla también tiene sus riesgos, como le ha pasado a usted, ¿pero qué trabajo no los tiene? Le repito que no acepto su dimisión. Si no le gustan las equivocaciones no haberse hecho policía, y si le gusta serlo asuma el riesgo.

            Volvió a sentarse dando por terminada la conversación. Antonio permaneció de pie un instante buscando en su cerebro alguna contrarréplica. Al final salió del despacho.

CAPÍTULO 41

            Tres jóvenes. Dos chicas y un chico estaban esperando a que atendieran a un cuarto, hablándole y dando ánimos. El muchacho, no mayor de veinte años, estaba con un pañuelo ensangrentado tapándose la ceja. Murmuraba de matar a aquel cabrón. El otro le incitaba a ello, la novia quitaba fuego, no había pasado nada, sólo estaba borracho. El refunfuñaba.

            Hay quienes matan por bien poco, pensó Germán con la mente en Mac. Su amigo no había tenido otra salida y el acto había terminado por destrozarlo, pero era un jaba. En cambio aquel longui parecía dispuesto a hacerlo y no sufrir ningún tipo de remordimiento. No pudo evitar un sentimiento de rechazo hacia el andoba.

            El joven debería estar en una de las salas de cura del interior, no en la de espera, hasta que alguno de los médicos ocupados en los otros casos pudiera atenderle, pero no había querido, necesitaba el apoyo de sus amigos.

            Había visto al otro meterle mano a su novia. No. Se había puesto pesado, pero sólo hablaba. Le había metido mano, si lo sabría él. Ella lo negaba. Lo tranquilizaba. El amigo incordiaba y la segunda chica decía que se callara.

            Germán se sentía enfermo sólo de oírlos.

            Los padres del niño estaban fuera. Todo había ido bien, le habían quitado el apéndice y estaba perfectamente. Tan pronto saliera del postoperatorio lo subirían a una habitación.

            El de la ceja sufrió un arrebato y se cagó en todos los santos. Germán sintió odio hacia él. Por una ceja de mierda armar semejante escándalo.

            La enfermera entró y llamó al joven. Germán movió la comisura despectivamente cuando pasó a su lado.

***

            Debería llamar a casa, pero no se atrevía.

            Estaba en la calle. Después de que le extrajeron la sangre, una vez analizada, no se sintió con ganas de introducirse en la sala de espera, pequeña, cerrada, agobiante y atmósfera viciada, con sillas de plástico impersonal. Los flexos daban una luz aséptica, fría, distante y sin humanidad. La calle tenía más vida, aunque sólo fuera por la gente que empezaba a salir de casa para dirigirse a su trabajo.

            Debería llamar. Tenía.

            Se sentó en la acera luchando con los nervios que se desmoronaban.

            Tenía.

            Pero, ¿qué decirles? ¿Cómo decirlo? Mama, Mac está en el hospital. Una frase sencilla, pero la más difícil que iba a pronunciar en su vida. En el hospital. Como para dar un infarto y luego añadir que los médicos no daban dos duros por su vida. Porque era así. Aunque no se lo hubieran dicho se les leía en la cara.

            No pudo evitar las lágrimas.

            Todas aquellas discusiones… ¡malditas fueran todas! ¿Cómo era posible que en aquel entonces le parecieran tan importantes? Habían sido tan absurdas, tan faltas de sustancia.

            Su hermano se estaba muriendo.

            Eso era lo importante.

            Lamentó el puñetazo al policía.

            No tenía sentido. Aquel hombre había querido ayudar siempre a su hermano. No, no tenía sentido que le disparara. Juan había perdido los nervios, alguno tenía que pagar y fue el policía que le había herido sin darle tiempo a ninguna explicación. Tenía que existir alguna. No era lógico que precisamente la persona que quería ayudarle le matara.

            Su hermano no debía morir, no podía, no tenía que pagar por unos errores que sólo eran suyos, porque si hubiera sido más comprensivo y menos intransigente, su hermano se habría sincerado con él en todo aquello del juicio, no habría huido, no habría llegado nada nunca a aquel extremo.

            Ahora se estaba muriendo.

            No era bastante con que le pasara a su padre, tenía que ser también Mac. Se maldijo como si ambas muertes estuvieran relacionadas.

***

            El joven llevaba una tirita en la ceja, le habían puesto dos puntos. Sus amigos se levantaron y preguntaron. Germán no oyó la respuesta.

            Volvía a estar solo.

            Se sintió solo.

            Se preguntó qué hacía allí. Se había hecho amigo de Mac, pero nada más. No conocía a su familia ni a nadie.

            Tuvo la sensación de que estaba de más, de que sobraba, de que no pintaba nada. Mac no estaba solo, estaba su hermano y pronto llegaría también el resto de su familia. ¿Qué hacía él allí? Un pordiosero comeyerba.

            La sala era más pequeña y claustrofóbica.

            Lo mejor era marcharse. Él no era de ninguna utilidad, ni siquiera le había donado sangre, había sido Juan.

            Se dio cuenta que envidiaba a Mac. Hasta entonces no se había percatado. Tenía una familia que se preocupaba por él. La noche en que discutieron se lo había echado en cara. No creía que entonces lo hiciera por envidia, pero ahora… Juan parecía que iba a sufrir un ataque ante la perspectiva de perder a su hermano.

            Él en cambio…

            ¿Qué hacía allí?

            ¿Quién era él?

            Si no se hubieran emporrado, si no hubiera convencido a Mac para ir a aquella casa su amigo estaría bien ahora, no se habrían encontrado con aquel hombre, Mac no habría tenido que matarlo y entonces Antonio…

            Eso era.

            Salió.

            Preguntó en recepción.

            No, aún no se sabía nada.

            La vida era absurda…

            Caminó hacia la calle.

… siempre se iban los mejores.

            Unos pasos rápidos. Se abrió la puerta del pasillo. Buscaban al hermano del herido.

            – Fuera -dijo la recepcionista.

            Había empeorado. Necesitaban más sangre.

            Juan entró siguiendo a la enfermera. Casi tropezó con Germán, que quedó indeciso.

            Terminó refugiándose nuevamente en la sala.

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