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21
enero
Del Regallo al Ebro (34)

CAPÍTULO 31

            Mac colgó el teléfono. No había sido fácil hablar con Mónica y menos referirle el navajazo a su marido. Sacudió la cabeza como si así lograra ahuyentar sus pensamientos.

            – ¿Quién era ese capullo? -preguntó Germán. Estaba apoyado con la espalda en la pared, los brazos cruzados y una pierna encogida.

            Se refería a Juan.

            – Mi hermano -gruñó Mac mustiamente.

            – Tiene narices la cosa. Supongo que te estaría buscando.

            Mac asintió con la cabeza.

            Por un instante pareció que se desmoralizaba.

            – ¿Cuánto te dio la vieja? -preguntó Germán acudiendo en su ayuda.

            – Dos mil. Tenías razón, la gente se enternece más si ven a un pobre idiota golpeado por un energúmeno.

            Germán sonrió vanidoso.

            – Ya te lo dije. Si te haces el tonto o el paralítico muchos no te hacen ni caso. Pero si de pronto te conviertes en víctima de un matón todo cambia. Es una idea de mi hermano el mayor. Creo que es la única buena que ha tenido.

            Mac parecía ausente de nuevo.

            – Oye -terció suavemente el Negro-, ¿has pensado en volver a casa?

            – ¿A casa?

            Germán arrugó el rostro.

            – Esto no te va, tío. Te has amoldado muy bien, eres cojonudamente listo, pero no te va.

            – Tampoco puedo regresar.

            – Sí puedes. Tarde o temprano detendrán a ese tío, y esto no es vida para ti. Yo no tengo otro remedio, pero tú sí, tienes una buena familia, quiero decir que al menos se preocupan por ti, tu hermano ha venido a buscarte, los míos nunca lo habrían hecho, ni mi madre. Hazme caso y vuelve.

            Como si fuera tan fácil. Uno rompía un jarrón, lo arreglaba y esperaba que pasara por recién hecho.

            – ¿Con lo de los coches, con los que me habré cargado, con la cuchillada a ese policía? Ya es tarde para volver.

            Germán sacudió la cabeza.

            – Toni es un tío legal -asintió con ella para dar más seguridad a sus palabras-. Es el único que me ha echado un cable, cualquier otro me habría llevado ya a Menores. Vamos, que no creo que te lo tenga en cuenta. Y lo otro, bueno, si puede te ayudará.

            Mac no respondió. Miraba incógnitamente al suelo mientras caminaban.

            – Te estás amargando -continuó Germán- ¿No te das cuenta? Y cuanto más te quedes por aquí más irás jodiéndolo todo.

            – Que yo lo jodo todo. Esta sí que es buena.

            – Sí, tío. Te conozco poco, pero todo lo que me has contado del juicio y todo eso, bueno, que eres cojonudo. Pero ahora te has desmadrado. No te gusta, sé que no te gusta, sino no hubieras telefoneado a Toni a preguntar por él y disculparte. Pero aún así sigues desmadrándote. Y la verdad, no me gusta. Me caes bien, sí, me molas, pero no me gusta. Cada vez te metes más y más en la mierda, y es una lástima, ¿sabes? porque eres inteligente, aunque ahora brille por su ausencia.

            – ¿Brille, el qué?

            – La inteligencia. Porque si no volverías a tu casa.

            – Estás diciendo que hago el idiota.

            – No, joder, tío, pero sí que no te has parado a pensar tu situación. Estás actuando todo el rato por instinto de supervivencia y sólo consigues eso, joderlo cada vez más.

            Mac no respondió, pero sí se detuvo y contempló intrigado a Germán.

***

            Juan no hacía más que murmurar. Llevaba horas dando vueltas por aquellos callejones buscando a su hermano. Maldijo. Lo había tenido en sus manos y…

            Se paró. Rebuscó por los bolsillos sacando la cajetilla de tabaco. Encontrar no sabía si lo encontraría, pero fumar…

            ¿Dónde estaría su hermano?

            Mendigando.

            Nunca lo hubiera creído.

            ¿Qué más haría? ¿Robar?

***

            Saturio limpió con la mano la ceniza que había caído sobre el retrato robot de Gabriel. Desde el crimen de la pensión parecía que se lo había tragado la tierra.

            Apoyó la mejilla en la palma de la mano sin apartar pensativo los ojos de aquel rostro.

***

            Jiménez sacaba a Guillermo del calabozo. Por primera vez sintió lástima de su compañero. Decidió llevarlo a que le curaran los golpes ocasionados por los efusivos cariños de los presos. Guillermo murmuraba que elevaría una queja, lo que había hecho el inspector era inconcebible.

            – Te cogió in fraganti -comentó Jiménez-. Conténtate con que sólo te ha tenido unas horas en el calabozo. Podría haberte hecho mucho más y lo sabes, incluso expulsión del cuerpo y prisión si hubiera querido. Después de todo cometiste un delito. Es mejor que dejes todo tal como está ¿Qué puedes decir en tu defensa, que cumplías órdenes del alcalde?…

            Guillermo se estremeció. ¿También sabía eso Jiménez? Aquello significaba que el inspector se lo había contado. ¿A quién más lo había comentado?

            – … Él no es tu superior. Y tampoco te va a apoyar. Comprenderás que siendo quien es no se va a pringar por defender a un simple policía.

            La barbilla de Guillermo tembló.

            – Olvida este asunto. Saturio no es mal tipo. Tiene sus prontos y no se anda con chiquitas, pero no es mal tipo. No va a tomar represalias.

            Le extrañó el silencio de Guillermo. Le echó un vistazo de soslayo.

            Estaba llorando en silencio.

***

            – ¿Ha sido mucho lo del brazo? -preguntó Mónica al oír la puerta de la calle mientras acudía a recibir a su marido.

            – ¿Cómo sabes lo de la herida?

            – Mac ha telefoneado. Quería preguntar. ¿Ha sido mucho?

            Telefoneado.

            – No.

            – Me alegro, el pobre estaba tan preocupado. Se ha disculpado.

            – Lo que debe hacer es entregarse.

            El tono impresionó a Mónica y para sorpresa de su esposo no replicó. El navajazo de Mac había roto los esquemas que la joven tenía del muchacho y empezaba a estar convencida de que su marido tenía razón. Por inocente que fuera Mac aquello acabaría mal para él.

            Antonio miraba hacia fuera de la ventana, hacia la noche.

            Un cobertizo.

            Estaba con Germán y éste solía estar muchas veces en un cobertizo en vez de en su casa. ¿Dónde se hallaba? Lo tenía en la punta de la lengua.

            – Voy a salir.

CAPÍTULO 32

            Nunca se había reído tan tontamente.

            El cobertizo estaba iluminado por las llamas ondulantes del fuego, alrededor del cual estaban los dos muchachos.

            Mac nunca había probado un porro, pero sintió curiosidad cuando vio a Germán preparándoselo y no dudó cuando, después de la primera calada, su amigo se le tendió sujetándolo entre el pulgar y el índice.

            No sabía si era el cannabis o la cerveza que tomaban o los dos juntos, pero no se había sentido así en su vida. Era una sensación difícil de definir, irreal, extraña como un sueño y se reían de cualquier cosa. Mac sentía como si flotase en el aire, los músculos relajados en una laxitud agradable. Por otra parte sentía una gran compenetración con Germán, como si en vez de dos días hiciera años que lo conocía. De pronto no tenían ningún secreto el uno para el otro. Germán alucinaba cada vez más con su nuevo amigo, la jugada de las monjas con el comisario le parecía simplemente genial, ¡hostia, que tío! Toma, dale otra calada. No, pásame la cerveza. Nuevas risitas.

            Hacía tiempo que Mac no se sentía tan bien, todos sus problemas, todas sus tensiones y miedos, habían desaparecido. Tendría… sí, tendría que tomar aquello más a menudo y quizá, a Germán no le gustaría, volverían a discutir, pero total por una vez qué podía pasar. Sí, debería probar el caballo, quizá se encontrara mejor. Se estaba bien así, sin problemas, sin nada.

            Oyó vagamente algo referente a chicas. Pestañeó.

            – ¿Qué?

            – Que si lo has hecho alguna vez.

            – ¿Hacer qué?

            – Pues lo que te digo, follar.

            ¿No lo había hecho? Pues era lo mejor del mundo, tío, eso sí que era de alucine.

            – ¿Tú lo has hecho?

            – Pues claro.

            Mac sonrió bobamente.

            – Te digo que sí, joder. Hay una tía que flipa con los de nuestra edad.

            Nuevas risitas, bromas, amago de masturbación y más risitas.

            – ¿Te gustaría hacerlo?

            Mac lo contempló a través del humo que exhalaba. La conversación, el canuto, lo que fuera, le había puesto cachondo. Se acordó de la confesión de aquella mujer. La contó. Germán tumbado en el suelo se carcajeaba agarrando su delgado vientre entre las manos. Cuando cesó medio se incorporó, alargó el brazo, cogió la litrona, que habían comprado con el dinero del alcalde, la llevó a los labios. Las escápulas apoyadas en la pared, el resto del cuerpo tendido perezosamente.

            – ¿Quieres hacerlo? -volvió a preguntar antes de dar un largo trago.

            – Será muy cara -murmuró Mac al tiempo que pensaba en lo absurdo que era preocuparse del dinero en su situación.

            – Por la guita no te preocupes -parte de la cerveza se escurrió por la comisura hacia el mentón. Se la limpió con el dorso de la mano-. Por un virguito de nuestra edad se moja sola -los ojos brillaban-, igual se lo monta con los dos. Joder, estoy empalmado, ¿qué me dices?

***

            Antonio registró el cobertizo. Habían estado allí y no hacía mucho. Los rescoldos aún estaban calientes y el tufillo aquel era inconfundible. Habían estado fumando marihuana y hacía pocos minutos que se habían ido.

            Masculló.

            Empezó a registrar. Bajo dos maderos halló bastantes billetes, que habían guardado para no llevar, todo lo sustraído a D. Urbano, encima. Por lo demás nada de particular excepto un papel cuidadosamente doblado, caído en el suelo y con parte de las huellas de una zapatilla. Tan bien doblado estaba que conjeturó que habría caído del bolsillo. Lo desdobló. Blasfemó. Un manifiesto comunista. Lo que faltaba para el duro. Volvió a doblarlo y lo arrojó al suelo. No quería saber nada.

***

            Gabriel contuvo la respiración al oír la puerta.

            Sacó el arma en silencio.

            El timbre volvió a sonar.

            Caminó despacio hasta apoyar la oreja. Escuchó.

            El largo timbrazo, casi con rabia, lo sobresaltó.

            – No está en casa -oyó decir poco después. Era una voz juvenil, deformada al cruzar la puerta.

            Germán estuvo tentado de soltar una patada a la madera.

            – No sabes lo que me jode esto -prosiguió-, después de lo que te he hablado de ella.

            Mac se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta.

            – Tira, vámonos -dijo Germán empezando a bajar las escaleras-. Igual está en el bar, sé donde es, podemos ir.

            Mac lo siguió sin ganas. El efecto del canuto ya había desaparecido y no se sentía tan bien dispuesto como antes, pero no podía rectificar. En aquello no estaba dispuesto a ser menos que Germán, estaba en juego la honrilla.

            Gabriel guardó el arma.

            Eran dos, pensó. Por la manera de hablar eran dos aunque sólo hubiera oído la voz de uno. Dos muy jóvenes, que irían al bar, que preguntarían y que regresarían.

            La próxima vez abriría. No podía dejarlos marchar porque si no contestaba sospecharían, hablarían con otros y en vez de un refugio se convertiría en una encerrona.

            Sí, abriría.

            La desaparición de ambos chicos posiblemente no sería relacionada con la prostituta, porque son cosas que no se dicen a ciertas edades. Nunca a los padres. A los amigos quizá sí, pero después del acto para fardar, nunca antes. Ningún crío dice a sus progenitores que se va de putas.

            Sí, claro que abriría.

CAPÍTULO 33

            La aparición fue tan brusca que los sorprendió. Estaba a contraluz y únicamente lo reconocieron por la voz.

            – Ahora me vais a explicar quién está detrás de todo esto.

            – Vamos, Chema -medio gimió Germán. Tics pronunciadísimos. ¿Qué tenía en la mano? ¿Una pistola? No se veía bien en aquella negrura- ¿Detrás de qué, tío?

            – De lo de ayer, no te hagas el tonto, lo sabes muy bien. ¿Quién os envió?

            Germán se quedó sin argumentos. No entendía nada. Miró a Mac, que estaba con la vista fija en el arma y un ardor espantoso en el estómago.

            – Me estáis haciendo perder la paciencia. Por última vez, ¿quién os envió?

            – Tío, venga… no pensarás en serio disparar -la voz del Negro temblaba. Estaba convencido de que sí lo pensaba.

            – ¿Y por qué hemos de callarnos? -Mac se mordió el labio-. Después de todo no le debemos nada.

            – Vaya, hoy estás más razonable que ayer.

            – Sí, bueno… -murmuró Mac. Su mente era una locomotora desbocada consciente de la mirada de Germán. Su estómago, un bosque incendiado por todos los costados.

            – ¿Quién es?

            – Es… es… -no se le ocurría nada.

            – ¿Quién?

            – Nuevo, es nuevo.

            – No te creo, estás mintiendo.

            – ¿Cómo voy a mentirte? Me estás apuntando.

            No había disimulo en su miedo, pero la voz no le gustaba nada. Sin embargo no sabía qué pensar, el chiquillo aquel no rehuía sus ojos y el único movimiento que hacía era estrujarse con la mano izquierda su famélico estómago.

            – ¿Cómo se llama?

            – Pa-pa… pa… -quiso ayudar Germán. Se maldijo mentalmente. Encima de los tics ahora tartamudeaba.

            – ¿Paco?

            – Padua. Antonio de Padua -Mac lanzó otra maldición mental a Germán. Fue el único nombre que se le ocurrió con la pa.

            Chema frunció el ceño. Antonio de Padua. Podría ser. El nombre no le resultaba desconocido, aunque no terminaba de recordar quien era.

            – No vive lejos -prosiguió Mac. Se sentía mejor ahora que empezaba a controlar los nervios. El dolor de estómago en cambio empeoraba y casi conseguía hacerle doblar por la cintura.

            – ¿Dónde?

            – Dos bocacalles más abajo -respondió pensando en el piso de la ramera. Sacó unos billetes del bolsillo- Venimos de allí ahora, nos ha pagado, ¿ves?

            Chema los cogió.

            – Por lo pronto me los quedo.

            – Venga… no seas cabrón -protestó con voz débil. Maldito estómago.

            – ¿Qué has dicho? -el tono fue peligroso. El cañón de la pistola se clavó en el vientre de Mac aplastándole los dedos-. Repítelo, mocoso de mierda.

            – Chema, tío -gimió Germán. No tenía tics, pero ahora bailaba sobre sus pies como si tuviera ganas de orinar-, déjalo, tío, ya tienes el dinero, venga, hombre…

            – He dicho que lo repitas.

            – Que no seas guasón -Mac sentía que se desmayaba, cagaba, orinaba, todo a la vez. Realmente no ocurría nada de aquello, pero no le habría extrañado-, porque estás vacilando, ¿no? No-no te vas a quedar con la cera, hostia, tío, ¿no? -¿cuándo había empezado a imitar el habla del Negro?-, todos hemos de vivir.

            La bofetada le hizo girar el rostro. Fue con el revés de la mano y el anillo que llevaba le hizo un pequeño corte. Mac dudaba si lo suyo era ya una cara o un mapa.

            – La próxima vez muérdete la lengua.

            Mac no respondió ni osó alzar la mano para secarse el hilillo de sangre que surgía del corte escurriéndose por la mejilla.

            – Vamos a ver si habéis dicho la verdad. Llevadme allí.

            – Allí -la voz de Mac fue un estupefacto lloriqueo. Luego resopló y añadió-: tío, no, nos matará, tú no lo conoces… Bien, vale -rectificó prudencialmente-, pero apunta bien, porque sino…

            – Tú llévame.

            Caminaron lentamente, Chema detrás con la automática guardada, pero sin dejar de apuntarles y los chicos delante, lanzándose furtivas miradas y pensando en cómo librarse tan pronto descubriera la patraña.

            – El Padua ese, ¿cómo es? -oyeron preguntar.

            – ¿Cómo es? ¿Cómo te diría…? -Mac tenía un estropajo por lengua- Lleva a las tías de calle.

            – Sí -añadió Germán siguiendo el juego-, flipan por él.

            – ¿Tan ligón es? -se interesó Chema.

            – Bueno, es que… -¿qué podía decir?-. Les concede todo lo que le piden.

            – Ah, nada en la abundancia.

            – Pues sí, sí.

            – ¿Cuánto hace que está en Zaragoza? Porque de aquí no es -de aquello estaba seguro, con lo que tenía que ser alguien importante para que la fama le hubiera precedido. Antonio de Padua. ¿Quién era? No lo recordaba. ¡Pues saberlo lo sabía!

            – No lo sé. Sólo nos dijo que te gastáramos una putada, pero no dijo por qué ni para qué. De verdad, tío, te lo juro.

            ¿Qué buscaría? ¿Y por qué preocuparse por él precisamente? Y sobre todo, ¿por qué enviarle dos enanos?

            Arrugó el entrecejo.

            Estaban mintiéndole.

            No obstante no perdía nada en comprobarlo. Y si realmente mentían sabrían quién era Chema Suárez.

            Ya estaban en la casa.

            Subieron los escalones. El corazón de Germán pugnaba por reventar al poner el pie en cada uno de ellos. Mac, pálido, se clavaba las uñas en el estómago.

            En el rellano Chema llamó al piso sin quitar el ojo de los dos pillos. Estaban aterrorizados, pero era imposible saber si la causa era porque mentían o no.

            Se abrió la puerta.

            Mac no pudo reaccionar. La mandíbula se le cayó.

            La pistola.

            Les apuntaba.

            Chema movió la suya.

            Germán empujó a Mac.

            – ¡Corre!

            Hubo un trueno.

            Humo.

            Desde el piso de abajo Mac vio caer a Chema hacia atrás y rodar por la escalera en su dirección. Quedó a sus pies.

            Germán había desaparecido.

            Mac, con la vista fija en Gabriel. Este en él. Reaccionó. La pistola de Chema estaba al lado del cuerpo. Se agachó. La cogió. Una bala pasó silbando donde antes había estado su tórax. Huyó con la pistola automática fuertemente sujeta en su mano.

CAPÍTULO 34

            Germán entró como una bala en el cobertizo como si el hombre de la pistola le persiguiera aún.

            Alguien cerró de un portazo.

            Gritó.

            El corazón volvió a funcionar al reconocer a Antonio en la oscuridad. Se apoyó en la pared con sensación de desmayo.

            – ¿Dónde está?

            – ¿Quién?

            Tenía la mente en blanco.

            – Mira, Germán, no estoy para bromas -el policía parecía dispuesto a emprenderle a golpes-. Mac, ¿dónde está?

            Germán titubeó. No estaba acostumbrado a ver a Antonio con aquel carácter.

            ¿Mac?

            ¿No iba detrás de él?

            – N-no lo sé.

            Antonio apretó los labios, casi desaparecieron. Germán lo vio aproximarse. Sus pupilas se dilataron. Sus labios se abrieron al tiempo que los tics se adueñaban de él.

            – Te digo la verdad.

            – Me tenéis harto.

            – Joder, t…

            – ¿Dónde está?

            – ¡No lo sé!

            – Dímelo o vas a pasar los siguientes años en correccionales.

            – Te digo la verdad. Creía que venía detrás pero no es así.

            – Germán, nunca he torturado a nadie, pero creo que puede ser un placer.

            – No te miento, tío. ¿Qué ganaría?

            – No lo sé, dímelo tú, le estás protegiendo.

            – No le protejo, es que no sé dónde está. Habíamos estado…

            – Fumando.

            – ¿Fumando? No, que va… bueno, sí, un rubio.

            – Un rubio -se estaba quitando el cinturón bajo la mirada hipnótica del muchacho-, ¿sabes que mi abuelo le decía a mi madre, cuando nos castigaba, que no nos pegara con la mano porque era pegar a medias?

            – M…

            – ¿Eh?

            – Sólo ha sido un porro, tampoco ha sido tan malo.

            – Lo suficiente para deteneros.

            Germán no sabía dónde fijar los ojos.

            – ¿Qué más?

            – Bueno, propuse… -hizo un gesto-, ya sabes.

            – No, no sé.

            – Ir a… -calló con desaliento.

            – Me estás haciendo perder la paciencia.

            – Follar. Le dije de ir a follar.

            Nuevo silencio.

            El ruido de la correa en un mueble carcomido le hizo dar un respingo.

            – No me obligues a sacarte las palabras con tenazas.

            ¿Aquel era Antonio? ¿El policía que le había ayudado e incluso hecho la vista gorda en alguna ocasión si no era grave?

            – ¿Dónde está?

            – Cuan-cuando íbamos nos encontramos con Chema.

            – ¿Dónde ibais?

            – Pues a la casa.

            – ¿Qué casa?

            – ¡Joder, pareces tonto!

            Lo dijo sin pensar. Cayó en la cuenta cuando el cinturón, doblado, le empujó la nariz hacia arriba desde la base. Los ojos se llenaron de lágrimas por el daño, abrió la boca para respirar.

            – La casa de la puta -dijo torpemente. Sus labios tropezaban con el cuero-. Entonces encontramos a Chema. Quería saber quién nos había enviado. Al principio no le entendimos, luego… Bueno, es que Mac le quiso comprar polvo y no sé cómo se lo montó pero lo achantó.

            – ¿Habéis tomado heroína?

            – No. Quería comprarla, pero no lo hizo. Entonces Chema se mosqueó y Mac le paró los pies. Los tiene muy bien puestos.

            – ¿Que Mac amedrentó a Chema? ¿Chema Suárez?

            Germán asintió con la cabeza. De pronto parecía orgulloso de su amigo y Antonio se preguntó qué tendría aquel crío para causar aquella sensación a cuantos lo conocían.

            – Chema creyó que había alguien detrás que nos protegía y nos había enviado, y quería saber quién era -empezaba a perder el temor a Antonio, sólo había querido asustarle, ahora se daba cuenta-. Mac le contó un cuento chino y se lo creyó, pero nos obligó a llevarlo a donde vivía y Mac -titubeó- no tuvo mejor idea que llevarlo a casa de la puta. Ya habíamos estado y no había nadie, ahora sí, un tío armado y se liaron los dos a tiros. Yo huí, pensaba que Mac me seguía. Así que no sé dónde está, te lo juro.

            Antonio frunció el ceño convencido de que decía la verdad. Se puso el cinturón.

            – ¿Conocías a ese hombre?

            – No -murmuró. Lo mejor era colaborar-, no lo había visto en la vida.

            – ¿El marido quizás?

            – No, vivía sola.

            – ¿El chulo?

            – No sé.

            – ¿Cómo era?

            Germán se encogió de hombros pensativo.

            – La verdad, no me fijé. Me asusté al ver el arma, entonces empujé a Mac, corre, le dije. Y ya no sé más, sólo que oí un disparo.

            – ¿Sólo uno?

            – Sí -contestó después de pensarlo.

            – De acuerdo, llévame.

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