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24
diciembre
Del Regallo al Ebro (30)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 21

            La mujer estaba estrangulada. Antonio registró la casa mientras Jiménez volvía a interrogar a la vecina que les había telefoneado. Durante un rato no halló nada de particular, luego, en la ropa sucia para la lavadora encontró calcetines y dos calzoncillos de hombre. Frunció el ceño. La mujer era viuda. Prestó más atención en el registro.

            Jiménez entró.

            – Hay algo interesante -explicó-. Tenía un realquilado.

            – Sí, algo he encontrado. ¿Tienes el nombre?

            – No. La vecina lo desconoce y recuerda vagamente sus facciones. Pero es posible que rememore algo si le mostramos alguna foto.

            – ¿Piensas en algún delincuente habitual?

            – No. Pienso en Gabriel. Alguien telefoneó a la comisaría, una mujer, diciendo que sabía dónde estaba. Justo en ese momento se cortó la comunicación. Y ahora esto. Estoy convencido de que es cosa suya.

            – Podría ser. Llévala a la comisaría, o mejor regresa con el retrato-robot y enséñalo a todos los vecinos. Quizá ella no se acuerde, pero algún otro lo habrá visto.

            No había nada de particular en el piso. Antonio salió a la calle. El juez aún no había venido. Buscó a Juan. Estaba apoyado en una esquina, apartado de los demás. El rostro amarillento.

            – ¿Estás bien?

            El muchacho asintió quedamente con la cabeza.

            – Sería mejor que regresaras a casa.

            – No dejo de pensar que podría ser mi hermano -musitó sin oírle.

            Tenía la boca seca.

            El silencio del policía le extrañó. ¿Por qué no le tranquilizaba? ¿Por qué no restaba importancia, aunque fuera con las tópicas palabras que ninguno de los dos creería?

            – Indudablemente puede acabar igual -comentó fríamente Antonio. Juan no supo dónde mirar-. Esto es una muestra de lo que puede hacerle, porque estamos convencidos de que es cosa de Gabriel. Estamos toda la policía detrás de tu hermano y nos está toreando todo lo que quiere. No voy a darte falsas esperanzas, no confío en encontrarle antes de que Gabriel lo haga. Pero que te quedes aquí no soluciona nada, al contrario, aumenta el riesgo. Gabriel no se detiene ante nada -señaló con el índice al fallecido-, ya lo ves, y podría ser que para vengarse de tu hermano te matara a ti. Hazme caso, regresa a casa.

            – Nunca nos hemos llevado bien -murmuró el muchacho. Parecía como ausente-, desde que murió nuestro padre… Si le pasase algo, yo… -la voz se le estranguló-. Hoy he soñado con él, me decía que no estaba aquí por él, sino para tranquilizar mi mala conciencia -el amarillo de su piel se tornaba en pálido-. No hace más que rondarme esto por la cabeza.

            Miró a Antonio. Los labios le temblaban.

            El policía le observaba serio, pero sus ojos eran cálidos.

            Juan se mordió el labio inferior en un gesto que a Antonio le recordó a Mac.

            – ¿En serio cree que es mejor para mi hermano que me vuelva a casa? -preguntó.

            Antonio asintió.

            Juan inspiró.

            Se rindió.

            Se alejó después de rogarle al policía de que al menos le tuviera informado.

            Caminó lentamente, sintiendo que la congoja le anudaba el gaznate y que quería estallar en llanto, sin éxito. Anduvo sin pensar en nada, excepto en aquel muchacho acribillado a balazos, por el laberinto de callejuelas del Tubo.

            Toda la espalda ensangrentada. La nuca… Recordó la pesadilla. Ahora volvía a ver al chico tiroteado sólo que esta vez el rostro era el de Mac.

            Una explanada.

            Alzó la vista de sus pies.

            Una plaza.

            Al fondo estaba el Pilar, a la derecha la Seo.

            Se quedó mirando la basílica.

            ¿Cuánto hacía que no rezaba? Años. Sí. Desde que murió su padre. Nunca había tenido tiempo ni necesidad.

            La Pilarica. Era tan venerada en Andorra como en Zaragoza. Habían nacido a los pies de su ermita, allí en el pueblo. Si alguien podía ayudar a su hermano tenía que ser ella.

            Caminó hacia el Templo.

            Antes, cuando era un crío que no abultaba más que Quique, asistía siempre a misa, aunque no prestara más atención que cualquier otro. Fue después, cuando murió su padre y tuvo que hacer frente a la familia cuando su fe se enfrió, o se aletargó o simplemente fue dejadez; nunca se había preocupado de pensar sobre el asunto. Pero ahora necesitaba descargar toda la tensión que llevaba encima y el Pilar era un buen sitio.

            Entró con paso inseguro. Anduvo lentamente hacia la Santa Capilla. Allí estaba, en el centro del Camarín, diminuta, morena, con el niño en brazos y éste con una paloma en la mano, parece que se ríe. La madre tenía la cara redonda, bondadosa. Detrás, estrellas de oro con joyas incrustadas y debajo, el pilar recubierto de bronce y plata, pero igual podría haber sido un cacho ladrillo, porque a Juan le hizo el mismo efecto. Sólo tenía ojos para aquella pequeña talla del siglo XIV no mayor de 38 centímetros. Todo lo demás, el presbiterio, el altar, las estatuas de mármol blanco representando la Venida de la Virgen rodeada de ángeles, las ocho estatuas de santos que existían sobre el templete, los escudos en esmalte de todas las provincias españolas, las pinturas de Goya, los retablos, el tesoro de la Virgen, incluso la Basílica entera, todo, podía muy bien no haber existido para el caso que les hizo. Sólo importaba la Pilarica, la misma Virgen de su pueblo, la que estaba en la Malena, en el primer templo andorrano, la que les había visto crecer y corretear por las calles de la Villa. La Virgen del Pilar. Sentía crecer su fe, una fe obligada por la desesperación, porque comprendía que él no podía hacer nada por su hermano salvo rezar, y tal vez el hecho de tener la ermita del Pilar en su pueblo le hiciera tener más confianza en Ella que en cualquier otro.

            Un infantico la cubrió con su cuerpo al pasar un niño por la Virgen.

            Juan se arrodilló.

            De pronto no sabía qué decir ni cómo empezar. Se tapó el rostro con las manos.

            El infante llevó al niño de la mano con su madre. Era alto y asomaba los tobillos por debajo de la ropa. Cogió a una niña echando un vistazo distraído hacia los bancos. Giró la cabeza bruscamente en dirección contraria. ¡Su hermano! Meneó la cabeza. ¡Jod…, llevaba un día!

            – ¿Qué dices?

            La niña le miraba extrañada. Mac había pensado en voz alta.

            – Llevas unas trenzas muy bonitas -disimuló.

            – Me las hizo mi mamá.

            No tenía voz para cantar. Era un grajo en medio de ruiseñores, pero tenía buena mano para los niños y le habían destinado a que los subiera al Camarín, una costumbre que nadie recordaba ya cuando se instituyó. Mac se daba buena maña con los críos y parecía hallarse en su salsa, aunque de vez en cuando rezaba para que no apareciera el verdadero. Se preguntó la cara que pondría mosén Carmelo si veía dos andorranicos donde debiera estar uno.

            Juan no pudo más y rompió a llorar. Ruidosamente con sacudidas.

            Mac no pudo evitar mirarle; estaba devolviendo a la niña. La madre dio las gracias cortésmente, pero él no se enteró.

            ¡Su hermano, llorando!

            Le pareció tan increíble que no reaccionó.

            Alguien le tiraba de la ropa. Volvió a la realidad. Miró hacia abajo. Un niño de cuatro años.

            – ¿Qué quieres tú? -espetó.

            – Pasar por la Virgencita.

            Mac recordó donde estaba.

            Dio unos golpecitos afectuosos en la nuca del pequeño.

            – Tú mismo, chaval, ve tú mismo. Hay confianza.

            Salió del recinto ante la atónita mirada de la madre.

            El pequeño corría con visibles intenciones de colgarse del manto de la Virgen para darle un beso.

            – ¡Julián! ¡Dios!

            El pilar osciló peligrosamente, la Pilarica se tambaleó. Julián estiraba el cuello para besarla. La madre tan deprisa quiso ir que tropezó, se agarró a un candelabro, lo tiró y éste empujó a dos más.

            El estrépito hizo que Juan levantara la cabeza. Vio el rostro de su hermano. Se contemplaron.

            El ruido llamó la atención a más gente y mosén Carmelo, que venía de la Hospedería, donde trabajaba, a ver qué tal le iba al andorranico, se llevó las manos a la calva viendo correr a todos como descosidos para coger a un niño, agarrado como una lapa al manto de la Virgen, tomándose a ésta como prácticas de alpinismo.

            Quince minutos después Mac estaba ante el Cabildo con las orejas rojas, palpitantes; mosén Carmelo no había perdido fuerza con los años.

            Expulsión inmediata. ¡Y ya hablaría él con don Ángel, el párroco de Andorra, sobre su recomendado!

            – Hombre, no…

            ¡Que se callara! No quería oírle. Además, ¡¿qué era eso de hombre, no?!

            Fuera, junto a la puerta, Juan se enteraba de todo con aquellos gritos. En la Santa Capilla ponían en su sitio los candelabros y cambiaban el manto de la Virgen, para coser los desgarrones, y el padre don Cosme Nonato hablaba de registrar el milagro, porque milagro había sido que el pilar no se derrumbara rompiéndose y Nuestra Señora aguantara firme el vandalismo de aquel crío. Y elevando las palmas al cielo, mirada lánguida al techo del Templo y expresión seráfica, propuso un  Te Deum en acción de gracias por el milagro, que nuevamente había protegido el Pilar como lo hizo ya, durante la guerra, con aquellas dos bombas que los rojos arrojaron a la casa del Señor y no explotaron.

***

            Se habían sentado en un bar, pero ninguno de los dos había tocado la consumición que habían pedido. Permanecían callados, sin querer ser los primeros en hablar.

            Juan contemplaba a su hermano. Estaba desconocido con el cabello corto. Más delgado, aunque sin el aspecto demacrado de semanas anteriores; la mirada más dura. Las marcas que llevaba, el cardenal en el pómulo, el ojo que ya se abría, el chichón, la nariz inflamada… todo ello en vez de darle aspecto desamparado, le hacía parecer pendenciero.

            – ¿Estás bien?

            – Estoy bien.

            Había recelo en su voz.

            – Nunca creí encontrarte en el Pilar -intentó crear conversación Juan.

            – Los caminos del Señor son inescrutables.

            Se había vuelto sarcástico.

            Juan no contestó. Se encontraba desarmado ante aquel nuevo hermano que tenía.

            Los minutos fueron pasando, el silencio cogía peor cariz.

            – ¿No vas a gritarme? -tanteó el pequeño.

            – No, Mac.

            – Esa táctica es nueva.

            La vista fija en la mesa.

            Las palabras dolieron al mayor.

            – Ya no eres un niño.

            – Vaya.

            Mac se sonrió.

            – Hablo en serio -comentó Juan-. No eres el mismo. No sé si para bien o para mal, pero has cambiado.

            – Y no te gusto.

            – No es eso. Es que no esperaba encontrarte así. ¿Has pasado mucho?

            Mac se encogió de hombros.

            Juan suspiró lamentando todos aquellos años de discusiones.

            – ¿Por qué has venido?

            – Tenía miedo por ti.

            – Muy loable.

            – ¿Hubieras preferido que me quedara en casa?

            Mac tardó en responder.

            – No.

            Por primera vez miró a su hermano.

            Recordaba que le había visto llorar. Y lloraba por él.

            Volvió a bajar la vista.

            Nuevo silencio.

            – Es curioso -murmuró Juan-, antes siempre sabía lo que tenía que decirte, ahora no se me ocurre nada.

            Mac seguía encerrado en sí mismo.

            – ¿Por qué no me hablas tú? -probó suerte Juan.

            Mac lo miró burlón.

            – ¿Qué quieres oír? -sus palabras en cambio eran amargas-, ¿que te recrimine tus gritos? ¿que diga que toda la culpa es tuya? ¿te sentirás mejor así?

            Juan volvió a sentirse desarmado.

            – Cuéntame lo que has hecho.

            – No es para sentirse orgulloso.

            – De niño me lo contabas todo.

            La comisura de Mac se movió en un rictus.

            – Entonces era todo muy diferente.

            – ¿Tan mal me he portado contigo?

            – No. Tú lo hacías por mi bien. Era yo quien no quería escuchar. Es que -luchó por decir las palabras-, estoy asustado. He hecho cosas que nunca creí ser capaz de hacer. Asustado y avergonzado.

            – Salvaste la vida de un inocente. Yo estoy orgulloso.

            – No es eso.

            Confesó todo lo ocurrido desde que huyó de casa, sintiéndose mejor a medida que hablaba. Cuando terminó volvió a cernirse el silencio.

            – Y lo peor es -continuó al cabo de meditar un rato- que lo volvería a hacer. Tengo miedo, Juan, miedo de lo que me estoy convirtiendo y ni siquiera sé hacer marcha atrás.

            Súbitamente deseó refugiarse en los brazos de su hermano, como antiguamente hacía en los de su padre. En vez de eso se levantó.

            – ¿Dónde vas?

            – Necesito estar solo.

            – He venido a buscarte. Queremos que vuelvas a casa.

            – ¿Crees que no me gustaría? Pero estar allí es como poner un cartel en el cielo diciendo a Gabriel donde encontrarme. La única posibilidad que tengo es moviéndome continuamente.

            – La policía te protegería.

            – Hacer de cebo. Sí, ya lo he pensado.

            – No es eso.

            – ¿Qué es entonces? ¿Cómo lo llamarías?

            Juan no supo contestar.

            – Sólo queremos que vuelvas…

            – ¿Vas a obligarme? -interrumpió.

            Juan tensó la mandíbula, vencido.

            – No, Mac. No voy a obligarte.

            El pequeño comenzó a alejarse.

            – ¿Nos vemos luego? Cuando estés más tranquilo.

            Mac no respondió.

            – Habla con ese Antonio que dices, creo que te aprecia.

            – Sí, claro -musitó. A Juan le costó oír su respuesta. Se quedó allí, viendo alejarse a su hermano. Era una equivocación. Tenía que haberlo obligado a regresar, sólo tenía doce años. Pero no era el mismo, y tenía miedo de que obligarle a ello fuera contraproducente. Tenía miedo de equivocarse con su hermano, de tomar una decisión que aún le perjudicara más. Así que optó por la inactividad confiando en que Mac reaccionara.

            Ya no lo veía, había desaparecido por una callejuela.

            Se preguntó si dejarle suelto no sería aún peor solución.

            Necesito estar solo.

            Era como decir que necesitaba pensar.

            Se levantó.

            Las consumiciones sin tocar.

            Buscaría una pensión. No podía abandonar a su hermano. Lo buscaría nuevamente y al menos tendría un techo donde dormir aunque no quisiera saber nada de él. Le dolió esta posibilidad, pero la aceptó. Tampoco podía esperar que se arreglaran en un minuto los años de desavenencias.

            Juan volvió a pasar por la misma calle del asesinato. La reconoció nada más verla. El cuerpo ya no estaba, mientras conversaba con su hermano el juez había levantado el cadáver; el coche de los policías sí. Se apoyó en él esperando que aparecieran.

            Cada minuto que pasaba le gustaba menos haber permitido que Mac volviera a marchar, pero estaba tan desconcertado con el cambio de su hermano que no había sabido actuar. Así se lo dijo al policía más joven cuando éste salió después de interrogar a todos los testigos.

            Antonio frunció el ceño. Lo menos que se merecía era un puñetazo por zote.

            Juan no contestó.

            – ¿Pero a quién se le ocurre? -estaba que mordía-. Has visto lo que ha hecho ese hombre y lo dejas libre.

            El muchacho siguió sin replicar. Lo único que comentó fue que seguiría en Zaragoza y que buscaría una pensión. Antonio le dio la dirección de una barata.

            – Toma también mi teléfono. Si lo vuelves a ver retenlo y llámame.

CAPÍTULO 22

            Atardecía. El sol apenas llegaba ya al suelo en los callejones estrechos y Mac seguía caminando sin rumbo, absorto en sus pensamientos, una marabunta de ellos que iban y venían y mezclaban sin llegar a nada concreto, un amasijo de ideas que al final ya no se podían distinguir angustiándole y enfureciéndole. Habría seguido así muchas horas más si no lo hubiera detenido aquella voz. Alzó la vista. Un chaval de trece o catorce años le observaba con chulería acompañado de dos más.

            – ¿Qué haces aquí?

            – A ti que te importa.

            Se le acercaba. Le llevaba la cabeza. Mac echó la suya un poco hacia atrás para verle los ojos. No le gustaba aquella actitud.

            Pelea.

            Había estado en tantas que le era fácil reconocer a un camorrista. Lo prudente era huir. Tres chicos contra uno era demasiado, pero estaba harto de huir, harto de todo, hasta de la vida. Tenía la sensación de haber estado huyendo desde que nació.

            – ¿Por qué no te vas tú y tu gente a que te den por el culo y me dejas en paz?

            El otro detuvo sus pasos. Se había esperado cualquier reacción menos aquella.

            Sus propias palabras actuaron como revulsivo en Mac. Su corazón latía apresuradamente, impaciente por la pelea. Sus músculos se contraían ansiosos de entrar en acción e incluso su mente lo deseaba. Algo interno despertaba y le hacía sentir mejor y le decía que riñendo se acabarían todos sus problemas. Era como una histeria que cegara toda cordura, que le hacía desear, que ya no atendía a razones.

            Tenía los ojos inyectados en sangre, clavados en los de su adversario, el cual ya no parecía tan dispuesto, valorando las posibilidades de éxito en una contienda con aquel chico, más pequeño que él y ojos de loco enfurecido.

            – Dale una hostia, Nando.

            Mac hacía grandes esfuerzos para contenerse y no saltar ya sobre Fernando, su rostro contraído inconscientemente y el brillo de aquellos ojos que le taladraban hacían que el pandillero empezara a sentir miedo. Leía en ellos que aquel chico era capaz de matar.

            Tenía la navaja en el bolsillo trasero, pero ni siquiera pensaba en ella. Mac sólo hallaría la paz agarrando aquella cabeza y haciéndola añicos contra el suelo mientras gritaba. No era la pelea en sí, es que necesitaba romper, hacer pedazos algo, aquella cabeza principalmente.

            – Vámonos -comentó Fernando.

            – ¿Pero tienes miedo de este alfeñique?

            Su amigo no lo podía creer. El tercer chico se limitaba a observar a Mac.

            – ¡Vámonos! -repitió Fernando.

            Mac los vio alejarse. Cuando doblaban la esquina explotó. El tercero de la pandilla detuvo sus pasos contemplándole. Mac la había emprendido contra la pared soltándole patadas histéricamente, puñetazos bajo la mirada preocupada del otro chico. Acabó con un tremendo cabezazo. Se quedó así, con la frente unida al cemento, sus hombros empezaron a sacudirse.

            – ¿Estás bien?

            Los hombros se detuvieron y Mac se giró con intención de atacar. El aspecto pacífico del otro muchacho lo contuvo. Los ojos eran preocupados, no pendencieros. Tenía su misma estatura, más atlético; el cabello, el más oscuro que había visto nunca, rostro ovalado, ojos honestos que cerraba espasmódicamente en tics y en ocasiones lanzaba la cabeza hacia atrás.

            – ¿Estás bien? -repitió el chico.

            La cabeza le dolía del enfrontonazo.

            – Sí -murmuró.

            – ¿Necesitas ayuda? No eres de aquí, ¿verdad?

            Le habría gustado gritar ¡no necesito nada!, pero no lo hizo, sentía que se desmoronaba otra vez. No comprendía lo que le ocurría. Tan pronto sentía que se comía el mundo como tenía ganas de pegarse un tiro y acabar con todo. Además aquel chico le caía bien, tenía una sonrisa simpática y amigable.

            El otro no se desanimó por el silencio.

            – Me llamo Germán, pero me puedes llamar Negro -se señaló el cabello-, es por el pelo, ¿sabes?

            – Yo soy Macario.

            – ¿Macario? -no pudo evitar una sonrisa.

            – ¿Pasa algo con el nombre? -gruñó.

            – No, nada. No me extraña que gastes mal genio con ese nom… perdona -rectificó al ver que le brillaban los ojos.

            – Tampoco me gusta a mí, así que cállate.

            – Entonces te llamaré Royo.

            – Puedes llamarme Mac.

            Germán asintió. Lo miraba con curiosidad.

            – ¿Seguro que no necesitas ayuda? El mono es muy malo. Conozco a uno que podría proporcionarte algo.

            Mac le miró perplejo.

            – No estoy drogado.

            – No disimules, se ve bien claro que lo necesitas. Si no tienes dinero, por una vez te fiará.

            Iba a rechazarlo nuevamente pero se lo replanteó. Aquel chico quería ayudarle. Sin conocerlo, sin saber nada de él, le tendía una mano, equivocadamente, porque lo tomaba por un drogadicto, pero se la tendía. Probablemente era un delincuente, pero lo prefería al comisario. El recto y buen comisario, que le acusaba de Dios sabe qué y le había encerrado una noche.

            – ¿También tú te drogas? -preguntó.

            Germán ladeó la cabeza con un gesto.

            – A veces fumo, pero nada más. Lo tuyo, en cambio, es un record, tío, es caballo, ¿no? Nunca había visto uno de tu edad, ¿cuántos años tienes?

            – Voy a cumplir trece, ¿y tú?

            – Trece también. Bueno, ¿qué dices?

            ¿Drogarse?

            En 1972 apenas había problemas de drogadicción en España y Mac desconocía casi todo. Sus conocimientos se limitaban a lo poco que había visto en algunas películas.

            ¿Drogarse?

            Si supiera que con ello se solucionaba todo aceptaría con los ojos cerrados. Algunos morían. Debía ser como quedarse dormido. Dormir, morir, tal vez soñar, ¿dónde había oído aquellas palabras? Morir, dormir, descansar y con el descanso la paz, y con la paz la desaparición de todos sus problemas y sufrimientos. El no sabía prepararla, pero seguro que Germán sí, quizá él mismo se la inyectaría si se lo pedía. No la había probado nunca. Una dosis alta. Debía ser como quedarse dormido.

            – Vamos -pronunció con voz insegura. Aún no tenía nada decidido, pero no iban a quedarse allí todo el día.

            Siguió a Germán. Si encontrara la solución, pero sentía que se deslizaba cada vez más hacia un pozo negro y estaba dejando de luchar para salir de él. Estaba empezando a convencerse que lo suyo no tenía solución, que la búsqueda era inútil, que ni siquiera valía la pena seguir luchando, que lo mejor era dejarse llevar por los acontecimientos. Total, ¿qué más daba todo? en cualquier esquina Gabriel lo mataría.

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