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10
diciembre
Del Regallo al Ebro (28)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 17

            Juan descendió del coche de línea. Había conseguido unos días libres por asunto de familia, pero aunque no se los hubieran concedido se los habría cogido igual; tenía que encontrar a su hermano. Ya debería haberlo hecho antes, pero había considerado que unos días suelto por el mundo real no le vendría mal a Mac. Nunca pensó que los acontecimientos iban a seguir aquel rumbo, ni mucho menos que su hermano corriera realmente peligro. Pero el intento de asesinato de Efrén en el hospital le había asustado, por primera vez se dio cuenta que podía perder a su hermano. Después, aquellos coches ardiendo en las noticias de la noche. El locutor había comentado algo sobre un testigo y un niño. Justo enfrente del hospital donde estaba Efrén. Aquel chaval tenía que ser Mac. Ojalá se equivocara, pero seguro que era él.

            Debía encontrarlo.

            No sería fácil. Si la policía, con todos sus medios, no lo conseguía él aún menos. Comparada con el pueblo Zaragoza era enorme, con escondrijos para que un elemento como su hermano pudiera ocultarse.

            Se encaminó hacia el Miguel Servet. Si alguien tenía una pista éste era Efrén. Es posible que no la dijera a la policía, pero con él hablaría.

***

            El comisario en funciones, el inspector Saturio leía atentamente el voluminoso informe que había redactado aquella noche Antonio. Era muy completo. Rezaba el asesinato de Nicolás, la declaración de Mac en el juicio, la huída de casa y todas las peripecias del muchacho.

            – Un informe que da pena -comentó Saturio cuando terminó. Era un hombre de cincuenta y tres años, cara ancha, abundantes canas mezcladas con el cabello rojo, las cejas eran tan espesas que se unían asomando largos pelos de ellas a modo de antenas. La nariz la tenía torcida desde que se la rompió en la infancia, asomando por las fosas una algaba de pelos; boca grande, labios carnosos, incisivos separados y molares montantes que sujetaban fuertemente un chupado caliqueño desde la mañana a la noche. De complexión robusta era más bajo que Antonio-. Pura pena -repitió-. Ha sido usted excesivamente parcial en favor de ese muchacho.

            – He analizado concienzudamente los hechos -dijo seriamente Antonio.

            Saturio sonrió con sorna. Aparecieron los incisivos. Antonio estuvo seguro que cabía el dedo entre ellos.

            – Eso no quiere decir que deba usted ponerse de parte de ese chico y disculparle.

            Le devolvió el informe.

            – No tendré en cuenta este escrito. Quémelo y redácteme otro como Dios manda en cuanto tenga un rato de tiempo.

            Hablaba muy pausado, regalándose en sus palabras.

            – Sí, señor inspector.

            – No emplee ese tono conmigo -Saturio frunció las cejas y por raro que pareciera Antonio estuvo convencido que aquel rostro adquiría aspecto de perro pachón-, no lo necesita. Encuéntreme a ese chaval, emplee a los hombres que quiera, pero encuéntrelo antes de que se meta en más líos u organice alguna de la que nos arrepintamos todos. Emplee la mitad de los hombres que escoja en buscar al chico y la otra mitad para el hombre que le persigue. ¿Tienen ya un retrato robot?

            – Sí, ya está acabado.

            – Bien, que hagan copias y lo distribuyan por todos los medios informativos. Vamos a acorralarle.

            – Así sabrá que vamos detrás de él y huirá.

            – Dejando en paz a su joven protegido. Muévase.

            Antonio asintió, pero no se movió. Dejando en paz…

            – ¿A qué espera?

            El joven pareció dudar.

            – Inspector, ¿qué piensa hacer con Macario?

            – ¿Hacer? Tiene méritos como para alcanzar la jubilación entre rejas. Pero si tiene la suerte, sólo la suerte, de no armar ninguna más antes de que se solucione todo, quizá no presentemos cargos, quizá el testigo se equivocó, quizá en vez de un niño fue un enano. Ya buscaríamos alguna solución.

            Antonio sonrió.

            – No se alegre tan deprisa -gruñó su superior-. Si sigue haciendo de las suyas no quedará más remedio que condenarle.

            – De todas formas gracias por darle una oportunidad.

            – No me las dé a mí -señaló el manojo de folios mecanografiados-, sino a ese escrito. Como informe es una mierda, pero como novela ha sabido sacarle su jugo. No he llorado por vergüenza. ¡Ahora no pierda más tiempo! ¡Búsquele!

            – Quizá si no lo buscamos a él y nos dedicamos sólo a Gabriel venga el muchacho por sí mismo -conjeturó Antonio-. Incluso podríamos responsabilizarle de los actos de Macario, así el chico quedaría libre de cargos.

            La mirada de Suturio fue fría.

            – ¿Qué clase de policía es usted?

            Antonio no se atrevió a responder. El momento fue tenso.

            – Haga usted lo que le salga de los cojones, yo no quiero saber nada, sólo quiero resultados, a Gabriel entre rejas y al chico en su casa sin moverse.

***

            El hombre negó con la cabeza antes de alejarse. Juan se guardó la foto de su hermano con una mueca. ¿Qué podía esperar? Zaragoza no era Andorra.

            Efrén había sido un fracaso; no sabía nada.

            No pudo evitar recordar la entrevista; no había sido agradable. En cierto modo, reconoció de mala gana, era la primera vez que habían hablado, las otras veces todo se había limitado a Juan gritando y Efrén o se ponía gallito o desaparecía, según estuviera su estado de ánimo. En esta ocasión fue diferente. Bastante mal estaba el muchacho como para emprenderle a gritos. Así que Juan habló. Efrén lo escuchaba esforzándose para admitir que aquel era Juan, el hermano de Mac, que le hablaba como a una persona por primera vez en su vida.

            Le doy lástima, pensó con desagrado. Le hablaba educadamente, casi con conmiseración, porque era un lisiado.

            La voz de Juan languideció al verle la mirada, tenía una expresión que era una mezcla de dolor, rencor y amargura.

            – No necesito tu compasión, Juan.

            Lo dijo en voz baja, pero cada palabra era puro hielo.

            Fue tan inesperado que Juan no supo responder.

            – No sé dónde está Mac. Aunque de saberlo no te lo diría, necesita ayuda y tú no eres capaz de dársela.

            No varió un ápice el tono.

            – Soy su hermano…

            – ¿No lo eras antes?

            No era el Efrén que él conocía. El accidente… bueno, accidente no, lo que le había pasado, lo había hecho cambiar. Se preguntó si a Mac le habría ocurrido lo mismo.

            – No sabes nada absolutamente de Mac, nunca te has preocupado de escucharle ni de entenderle. Ahora quieres ayudarlo, ¿sabrás cómo? Sólo conoces de él lo que tú has querido ver, pero ése no es tu hermano, Juan, no lo ha sido nunca.

            Hubo un instante en que tuvo que hacer un esfuerzo para no olvidar que aquel chico sólo tenía doce años.

            No le gustaron en absoluto aquellas palabras y le costó digerirlas, pero eran ciertas.

            Sí, ciertas.

            Había sido muy duro para él aceptar la muerte de su padre y la posibilidad de que Mac…

            La familia estaba desquiciada. Su madre parecía muy tranquila, pero sólo era fachada, como quedó bien claro la última vez que habló con aquel policía de Zaragoza; había envejecido diez años. Quique no hacía más que llamar a su hermano en sueños. Y él… Todas las discusiones que habían tenido parecían ahora tan estúpidas.

            Cuando murió papá su vida saltó en pedazos. Tuvo que abandonar el colegio y sus sueños de arquitectura. Deseó que sus hermanos menores alcanzaran aquello que él no podía, y puesto que Quique aún era demasiado pequeño concentró sus esfuerzos en Mac, transfiriéndole todos sus anhelos. Ni se le ocurrió pensar que Mac tuviera otros planes. Peor aún no los quiso ver, como no quiso comprender que el carácter de Mac era muy distinto al suyo.

            Efrén tenía toda la razón, no conocía a su hermano.

            Había demostrado una hombría que él nunca hubiera esperado en Mac denunciando a aquel hombre. Aquello fue una grata sorpresa, nunca lo creyó capaz.

            Pero, ¿qué había conseguido?

            Una persecución constante y tal vez…

            No quiso pensarlo.

            Se obligó a ello.

            Sí, tal vez estuviera muerto. Aunque no le agradara tenía que admitir la posibilidad.

            Más hubiera valido que no abriera la boca. ¿Qué había ganado siendo honrado? ¿Qué había ganado salvando a un inocente; un borracho?

            Sí, de acuerdo, le agradó que lo salvara, aunque le recriminase que hubiera tardado tanto en decidirse permitiendo que Fermín pasara aquellos meses en la cárcel. Pero aquello fue antes. Ahora en cambio…

            Su hermano valía más que aquel desecho humano. Su hermano no merecía morir por él.

            Se apoyó en la barandilla de un puente. Tenía ganas de llorar por la impotencia. Rezó a su padre para que intercediera por su hermano ante Dios.

            Debajo, camuflado entre el follaje y el puente, Mac dormía en posición fetal.

CAPÍTULO 18

            Se habían repartido retratos-robot de Gabriel, gracias a las descripciones de Efrén y otros testigos del hospital, por todos los rincones de Zaragoza, y el “Heraldo de Aragón” le había dedicado la portada, en la que hablaba del asesino andorrano con todo lujo de detalles truculentos. En la página 3 había una foto panorámica del pueblo y otra robot de Mac, como presunta víctima del criminal.

            El que viera a alguno de los dos llamara al teléfono…

            La colaboración ciudadana era importante. Fuentes oficiales confirmaban que tanto el apagón del Hospital Miguel Servet, como las explosiones de automóviles la noche anterior, estaban relacionados con el criminal andorrano. La calificación era como muy peligroso.

***

            ¿Pero qué mochuelo le estaban cargando?

            A sus espaldas yacía el cadáver de la dueña de la pensión, a quien había sorprendido cuando marcaba el teléfono de la policía.

            ¿Explosiones? ¿Apagón?

            El maldito crío. Él era el causante de los estallidos. No lo había visto pero lo sabía; sus ojos…

***

            Efrén escuchaba distraídamente a su madre que leía el artículo. ¿Por qué los periódicos hablaban de Andorra únicamente para lo malo? Aún era la primera vez que él se enterara que decían algo bueno.

            Torció el gesto.

            La descripción del asesinato del que fueron testigos no se correspondía con la realidad ni en sueños, como tampoco existió aquel ensañamiento, ni Mac era el pobre e indefenso muchacho, casi retrasado, que pintaba el periodista. Aunque valía más así, al menos no le acusaban de nada. Incluso el incendio de los automóviles lo atribuían a Gabriel. El tío aquel, el policía, era legal.

            Se apoyó en sus manos para cambiar de posición.

            Hizo una mueca.

            – ¿Te duele?

            La expresión de su madre era ojerosa.

            Era curioso. Ya no le sentaba mal como semana y pico atrás. Sin embargo había algo que le repugnaba en aquella expresión, que tampoco era exactamente la misma de antaño. Su respuesta tampoco fue la de costumbre.

            – No, mamá, no me duele.

            Mentía.

            En las piernas no sentía nada, pero la espalda parecía atravesada por cuchillos.

            – Si no hubieras huido -lloriqueó perdiendo los nervios.

            Estaríamos muertos, pensó el muchacho frunciendo el ceño, porque bruscamente volvió a sentir náuseas ante el patetismo de su madre. No pudo evitar murmurar un exabrupto.

            La madre adquirió una actitud digna.

            – Aún te sabrá mal que me preocupe por ti -protestó-. He hecho todo por ti…

            – Y yo te he decepcionado; que mal hijo.

            Estaba cayendo en su comportamiento anterior y aquello lo enfureció porque no quería. No conseguía nada con aquella actitud, nunca había logrado nada, excepto ser cruel con su madre y crear un círculo vicioso del que nunca habían salido. Ahora se daba cuenta, pero su madre seguía igual, tratándole como si fuera el mismo de siempre, pero ya no lo era, ya no. ¿No se daba cuenta? Su madre era completa y absolutamente obtusa, entonces lo comprendió. Tenía unos esquemas rígidos que no conseguiría romper en su vida. Su hijo era su pequeñín y nunca crecería para ella, siempre lo trataría igual y vería como enemiga cualquier chica que llegara a salir con él. Efrén con sus reacciones, no sólo no conseguía abrirle los ojos, sino que encima hacía que se convenciera más de que estaba en el mundo para sufrir, por culpa de algún remoto pecado, a través de su hijo díscolo. Efrén admitió aquello, pero su interior se rebelaba a resignarse.

            La madre no tuvo en cuenta el aspaviento. Recordó que el médico había aconsejado mucha paciencia. La invalidez en un chico tan activo como Efrén costaba mucho de asumir y su intento de asesinato le había provocado un shock. Se había recuperado increíblemente pronto, pero aquello no significaba que estuviera bien. Podía sufrir depresiones bruscas alternadas con reacciones violentas. Necesitaría tiempo, quizá años, antes de que su personalidad se serenase y los padres, paciencia y comprensión.

            – No se trata de eso, cariño…

            El tono de resignación santificada encolerizó a Efrén. Su rostro se crispó. La madre creyó ver en él una rara mezcla de odio y sufrimiento; no pudo evitar las lágrimas.

            ¡Lagrimitas!

            Efrén estuvo a punto de gritar, pero simplemente murmuró:

            – Mamá, por favor, no llores.

            La voz le temblaba.

            – ¿Por qué tuviste que ir con Macario? ¿Por qué le hiciste caso?

            – Mac no tiene culpa. Todo fue idea mía.

            Estaba logrando tranquilizarse.

            – Parece mentira que aún le defiendas, te deja inútil y…

            Calló.

            Acababa de pronunciar la palabra prohibida, la que ella misma se había juramentado no decir nunca.

            Por un instante Efrén estuvo a punto de palidecer, pero no fue así, se mantuvo sorprendentemente sereno.

            – ¿Eso soy ahora para ti, mamá? ¿Un inútil? -de pronto parecía muy adulto- ¿También para papá lo soy?

            Su mirada era insostenible.

            – No he querido decir eso, es una forma de hablar.

            Había desviado los ojos.

            Efrén no respondió. Sólo miraba.

            Su madre miró el reloj.

            – Debo irme, ya pasa de la hora de visita.

            Efrén, sin responder.

            – Hasta mañana, cariño.

            Un beso en la mejilla. Otro en la frente.

            El chico únicamente miraba.

            Oyó un sollozo ahogado cuando su madre salió por la puerta. Permaneció estático, la mirada fija. Luego los músculos de su cuello se contrajeron, pero no lloró, ni dio un puñetazo en la mesita como era su deseo.

            Cuando le trajeron la cena una hora después preguntó a la enfermera cuándo empezaría la rehabilitación.

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