Sin Comentarios
03
diciembre
Del Regallo al Ebro (27)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 16

            – ¿El qué, el qué?

            Antonio no había oído bien. No podía haber oído bien.

            – Que sí, que ha dimitido, que he visto la carta, aún no la había metido en el sobre.

            Antonio movió la cabeza. Pisó ligeramente el freno para permitir que le adelantara un camión.

            – No tiene sentido -pronunció.

            – Mira, esta mañana le ha telefoneado el Gobernador Civil y el teléfono echaba humo. Parece ser que por algo que ha hecho tu amiguito.

            – ¿Mac?

            Jiménez asintió.

            – ¿Te acuerdas la declaración que hizo?

            – Sí.

            – La dirección que dio resultó ser un convento… No te rías que es muy serio.

            – ¡Demonio de chico! -farfulló Antonio entre risas.

            – Sospecho que la llamadita del Gobernador tiene algo que ver con esto. ¿Quieres dejar de reírte? Te repito que es muy serio.

            Antonio detuvo el auto en un semáforo.

            – ¡Hostia, que putadica!

            Aún se reía.

            – Hemos de pararle los pies -dijo seriamente Jiménez.

            Antonio lo miró intrigado.

            – ¿A qué viene ese tono? -preguntó.

            – Cuando nos hemos encontrado en la puerta de la comisaría iba a buscarte. Habían telefoneado porque unos coches, en la acera de enfrente del Miguel Servet, estaban ardiendo. Los bomberos están allí ahora. Uno de ellos hizo explosión incendiando los vecinos. El estallido ha provocado dos heridos.

            Antonio frunció el ceño.

            – ¿Qué tiene que ver eso con esto? Será cosa de la ETA.

            – No.

            El rostro de Jiménez era grave, lo cual podía considerarse como preocupante, porque en el tiempo que lo conocía nunca le había visto aquella expresión.

            – No. Ha habido un testigo, uno de los heridos. Un chico, que coincide con Macario, ha metido un pañuelo, un trapo o lo que sea, en el depósito de un coche y le ha pegado fuego… Arranca el coche, está verde ¡Mira para delante! ¿Qué te pasa? ¡Frena!

            El auto se detuvo bruscamente evitando la colisión con otro que entraba en el carril.

            – ¿Mac…?

            Antonio tenía la boca seca.

            – Sí, él.

            Antonio no reaccionaba.

            – La culpa es del comisario, le hemos perseguido como si fuera…

            – Eso ya no importa -a Jiménez le costaba hablar, Mac le caía bien, pero no se dejaría seducir como su compañero-. Hemos de pararle los pies -repitió.

            – ¡Maldita sea! Es un crío y está desesperado. Se supone que la policía estamos para proteger a los inocentes, ¿y qué hemos hecho? En vez de buscar al asesino que lo persigue vamos detrás del chico para encerrarlo. ¿Qué habrías hecho tú en su lugar?

            – No estoy en su lugar. Ha provocado dos heridos y no hubo ninguna muerte en el hospital, cuando lo dejó a oscuras, porque Dios no quiso.

            – No hay pruebas de eso.

            – Fue él. Tu mismo lo afirmaste.

            – No hay pruebas. Es especulación, tú mismo lo dijiste.

            – Sabes que fue él.

            – No hay pruebas.

            – ¿Qué te pasa? ¿Por qué lo defiendes?

            – ¿Por qué lo perseguimos?

            – Porque es un delincuente.

            – ¡Venga, hombre! Pareces Guillermo o el comisario.

            – Desgraciadamente tenían razón.

            – Nunca creí que te oiría decir eso.

            Jiménez suspiró.

            – Es la verdad, Toni, a mí tampoco me gusta, pero es así. Por muy bien que nos caiga alguien e incluso le apreciemos, si comete un delito hemos de detenerlo.

            – Estoy de acuerdo.

            – Entonces, ¿por qué sigues defendiéndole?

            – ¿Quién le ha llevado a ese extremo? Vino voluntariamente, tú lo trajiste, ¿intentó escapar desde mi casa?

            Jiménez admitió que no.

            – Ahí lo tienes. ¿Y qué hizo nuestro buen comisario? No digas que no te acuerdas.

            – Me acuerdo perfectamente. Pero no olvides que eres policía, que tu deber es una cosa y tus sentimientos otra.

            – No lo olvido y si lo veo lo detendré. Pero no es un delincuente, aún no.

            – Eso tendrá que decidirlo el juez.

***

            Mac con rostro de cera contemplaba las llamaradas desde lejos. Los bomberos trataban de evitar que se extendieran a los otros automóviles al tiempo que luchaban por apagarlos.

            Otra explosión.

            Tragó saliva.

            Alguien había volado por los aires.

            ¿O era su imaginación?

            No lloraba.

            No reaccionaba.

            No pensaba.

            Los ojos fijos.

            Las pupilas dilatadas.

            Otra explosión. Más llamas. Más incendios.

            Nunca esperó aquello. Nunca creyó que iba a provocar una reacción en cadena. Sólo quiso destruir aquel maldito auto cuando Gabriel salió a Dios sabe qué. Sólo destrozarlo, convencido de que con ello se sentiría mejor, de que el asesino comprendería que no se dejaría matar tan fácilmente, que sabía defenderse.

            Otra explosión.

            Otro auto.

            Más llamas.

            Estático; la mirada fija, perdida en el fuego.

***

            Estaban tomando declaración a otros testigos del incendio. Salvo el herido nadie había visto nada, pero la declaración de éste no admitía dudas.

            – ¿Le va a encerrar?

            ¿Por qué había ido a ver a Efrén? ¿Porque era el único que comprendía a Mac como él? ¿Por qué?

            Aquella mirada le hacía sentir incómodo.

            Efrén había salido del shock emocional muy rápidamente, pero los ojos ya no parecían los de un muchacho. La noticia del acto de Mac no parecía sorprenderle demasiado.

            ¿Le va a encerrar?

            – No nos deja muchas opciones -murmuró el policía.

            – El no es así.

            Aquello no solucionaba mucho.

            – Lo que cuenta son los hechos. Hay gente herida.

            – Pero no es así.

            Antonio no respondió.

            No. Nada iba a ser igual.

            El rostro de Efrén pareció absurdamente maduro para su edad cuando lo intentó de nuevo.

            – Usted quiere ayudarle, ¿verdad? Sino no estaría aquí.

            Antonio sostuvo la mirada. Conocía a Mac bastante bien, con Efrén no había tenido la oportunidad, pero en otro estilo era tan entero como su amigo. No pudo evitar volver a sentir admiración hacia ellos.

            – El problema es que no sé cómo hacerlo.

            – Detenga a Gabriel.

            Aquella simpleza demostraba que aún quedaba algo, muy poco, de inocencia. Se alegró de ello, porque ambos muchachos aún precisaban de ella, sobre todo Efrén. Era quien más había madurado, también quien más había sufrido. Su vida había quedado completamente rota al mismo tiempo que su columna y había estado más cerca de la muerte de lo que Mac pudiera estar. Mac había madurado menos, o quizá lo había hecho en otra dirección. También sus circunstancias eran distintas.

            – No es tan fácil -respondió-. Lo detengo, ¿y qué? He de detener también a Mac -¿cuándo había empezado a usar el diminutivo?-, y ponerlo bajo el Tutelar de Menores.

            El rostro de Efrén se oscureció.

            – ¿La cárcel?

            – Si quieres llamarlo así.

            – Mac no ha hecho nada…

            Su seguridad resultaba abrumadora.

            – … Sólo salvó una vida. La de un inocente. ¿Así se lo pagan?

            – También tú la salvaste.

            – ¡No! Fue él. Yo habría dejado que lo condenaran. Fue Mac. Bonita justicia -hablaba ponzoñosamente-. Salva una vida, les pone en bandeja al asesino y ustedes le persiguen como si el criminal fuera él.

            Antonio no respondió, no tenía argumentos, porque en su fuero interno opinaba como aquel chico.

            Tenéis un trabajito que se las trae.

            Las palabras de su esposa inundaron su cerebro. Pero también Jiménez tenía razón, una cosa no quitaba la otra.

            – Dices que no ha hecho nada. Sí ha hecho, y mucho. Que no es culpa suya; de acuerdo. Pero eso no quita responsabilidades.

            Había amargura en su voz.

            Efrén sintió lástima por aquel hombre. Apreciaba a Mac, no había duda, pero estaba maniatado al deber. Se veía bien claro que el policía lo estaba pasando mal, pero también que no se detendría.

            – Piensa detenerle.

            No era una pregunta.

            Antonio no contestó.

            – Es listo; no se dejará -había orgullo en la voz, el mismo que había mostrado Quique. Incluso la expresión de su rostro había cambiado.

            El policía lo miró sorprendido.

            – ¿Apruebas lo que ha hecho?

            Efrén observaba sus piernas muertas.

            Su rostro había vuelto a transformarse.

            – Lástima que Gabriel no estuviera dentro del coche.

***

            Gabriel volvió un instante la vista.

            Nadie.

            Le había parecido…

            ¡Maldito crío!

            Había intentado matarle.

            A él.

            Si no hubiera salido del auto habría estallado con él.

            Aún sudaba.

            Se habían visto un segundo antes de estallar el segundo coche.

            Aquellos ojos…

            Giró bruscamente la vista.

… no eran humanos. No eran…

            Le habían asustado. Los ojos le habían asustado. El fuego…

            Entonces explotó el segundo coche y ya no vio más a Mac.

            Los ojos…

            Era un crío. Un muchacho famélico, un esmirriado que podía partir en dos sólo con sus manos.

            Los ojos…

            ¿De qué tenía miedo?

            Era un crío.

            Se giró totalmente.

            Pasos. Había oído pasos.

            No veía a nadie.

            ¿Por qué no encendían las malditas luces? Ya era de noche.

***

            El río no olía muy bien en aquella parte, pero  el follaje y los árboles le protegían de miradas indiscretas, aunque era difícil que en aquellas horas avanzadas de la madrugada pasara alguien por la calle. El Huerva se deslizaba por una garganta relativamente profunda de vegetación espesa. Mac había llegado a él después de deslizarse por la ladera sin preocuparse siquiera de averiguar si existían escaleras en algún punto.

            Había estado caminando, sin rumbo fijo, durante horas como un autómata, un golem que hubiera perdido el rumbo, hasta que sus piernas quedaron tan cansadas que se negaron a dar ningún paso más.

            Todo era oscuridad y las aguas negras, encajonadas en la estrecha ribera, semicubiertas por la vegetación, no llegaban a reflejar la luna; hediondas, sucias, con algún zapato y cajas flotando, con latas y bolsas de basura de quien las tomaba como vertedero clandestino, avanzaban quedamente a sus pies, humedeciendo las suelas de las ya mugrientas zapatillas deportivas, pero Mac no se daba cuenta, estaba con la frente apoyada en el talón de sus manos, los codos en las rodillas y las lágrimas se deslizaban silenciosas por su rostro. Desde que había robado a aquel hombre días atrás…

            (¿días? ¿no eran años?)

… no se había sentido así. ¿Qué le estaba ocurriendo? Pasaba todo tan deprisa, no tenía tiempo ni para pensar, actuaba por instinto.

            Se pasó el dorso de la mano izquierda sorbiendo los mocos.

            No podía más.

            Seguía llorando.

            Había matado a alguien, seguro; aquellas explosiones…

            Gimió en un quejido.

            Si pudiera volver atrás, si pudiera hacer retroceder el tiempo…

            Se limpió las mucosidades con el antebrazo.

… pero no era así. Ya nada tenía remedio. El tiempo nunca iba marcha atrás. Efrén no volvería a caminar, los muertos no revivirían. Ya nada tenía solución.

            Su mente sí voló hacia el pasado, se acordó de cuando era más niño, entonces aún vivía papá, entonces no había problemas, ni vivían en la calle Baja, se trasladarían dos años después, al morir los abuelos y dejarla vacía, ¿se acordaba? sí, claro que se acordaba, entonces era feliz. Sonrió inconscientemente al recordar aquellos años; el llanto remitió con lentitud. El corría con sus cortas pernezuelas subiendo aquella calle en cuesta, que ni siquiera estaba asfaltada y la lluvia, al correr, había creado pequeñas barranqueras en donde se colaban las ruedas de las bicicletas derribando a los chavales. Arriba, entre tanto, había llegado su padre en una Guzzi de corta cilindrada, con el cambio de marchas en el manillar. Papá lo montaba en ella, entre su pecho y el depósito, y descendían la calle evitando los canales hasta casa.

            El recuerdo de su padre nunca había sido tan vívido.

            Súbitamente deseó regresar a aquel tiempo, volver a aquel periodo de su existencia en el que vivía su padre, en el que había sido realmente feliz, en el que los problemas no existían. Tornar a él, establecerse en él, no crecer nunca.

            Estaba tan cansado.

            En el bolsillo trasero sentía la navaja contra sus nalgas. Cortar las perneras. Ese sería el primer paso; en aquel entonces llevaba pantalones cortos. Pero, aunque la tuvo en la mano, no abrió el arma. Algo, no supo el qué, lo detuvo.

            Aquel era un acto de cobardía y él no era ningún cobarde.

            Fue como si despertara de un sueño. Había ansiado retroceder a aquella época confortable, volver a ser un niño. Si no podía hacer retroceder el tiempo, sería su mente quien retrocediera.

            Tenía la navaja en la mano, dispuesto a cortarse los vaqueros para ir vestido al consonante de su nueva mentalidad.

            Pero no podía.

            Algo dentro de él se rebelaba. Y ese algo hacía que lo de aquella noche ya no le pareciera tan horrible. Las explosiones, los heridos, los… Sí, también los muertos.

            Gabriel.

            El tenía toda la culpa.

            Y seguía libre. Volvería a la carga, iría a por él.

            ¿Volver al pasado? ¿Convertirse en un idiota de doce años con mentalidad de tres? ¿Darle ese gustazo?

            Tenía el rostro crispado.

            Nunca.

            Antes lo mataba.

            Parpadeó.

            ¿Qué había pensado?

            Sí. Eso había pensado. Que antes lo mataba. ¿Por qué no se horrorizaba? ¿Por qué no le parecía descabellada la idea? Aquello no era lo que le habían enseñado.

            ¿Qué le ocurría?

            ¿Era capaz de matar a un hombre?

            En tal caso, ¿qué diferencia existía entre Gabriel y él?

            No veía la navaja, los rayos lunares no llegaban a ella, pero la sentía, tenía un peso leve. Accionó el resorte. La hoja saltó con un chasquido. Deslizó el dedo suavemente, tenía un filo incisivo, una punta criminal. Mentalmente la vio hundirse en la barriga de Gabriel, la vio retorcerse, la vio empujar hacia arriba… Gabriel chillaba como un cerdo… Y él sintió placer.

            Inconscientemente estaba haciéndola rodar en su mano, hurgando en aquel vientre imaginario con una sonrisa de felicidad. Cuando se percató de ello la cerró y guardó como si fuera un sacrilegio.

            ¡Aquello no era lo que le habían enseñado!

            Pasaba la mano por el estómago sintiendo que le ardía.

            ¿Prefieres poner la otra mejilla?, dijo cínicamente un rincón de su mente.

            ¡Él no era Gabriel! ¡Él…!

            Aquel rincón le recondujo a la fuerza a la imagen mental en la que apuñalaba al asesino, a Efrén inválido cuando Gabriel lo estrangulaba, a él mismo cuando lo tiroteaba… y nuevamente a la escena mental. ¿Que aquello no era lo que le habían enseñado? Sólo así quedaría libre de aquel hombre.

            Sólo así alcanzaría la paz.

            La paz.

            Sólo así.

            Acabar con todo de una puta vez.

            Con todo.

            Se había cargado a gente inocente. Mejor hacerlo con el culpable. Ahora ya, ¿qué más daba?

            Una muerte más o menos después de las que había provocado…

            Él no quería eso. Él…

            Ahora ya estaba.

            Sí.

            Estaba.

            Pero fue un accidente. Lo otro…

            ¿Y qué?

            No estaba bien.

            ¿Estaba bien que Efrén no volviera a caminar, que estuviera en shock, que su propia madre sufriera sin saber nada de él…?

            No, tampoco estaba bien.

            ¿Entonces?

            Era un niño.

            ¿Acaso Gabriel miraba su edad? ¿La miró cuando intentó atropellarle, cuando le disparó, cuando…?

            – ¡Basta! -aulló.

            – Basta -gimió. Se tapó los oídos como si así pudiera impedir oír aquel debate de su mente. Cayó sin fuerzas al suelo, encogido, sollozando.

***

            Soñó con Gabriel. No en que le perseguía, como antaño, sino que él lo mataba a navajazos. Para su desconcierto, en el sueño no sentía remordimientos. Tampoco felicidad. Únicamente descanso.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *