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26
noviembre
Del Regallo al Ebro (26)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 14

            – Así que cree que me he extralimitado.

            García sonreía a Antonio paterno-cínicamente.

            – Sí, señor comisario. Es un chico. Es menor de edad.

            García echó con petulancia el asiento hacia atrás inclinándose turbulentamente sobre las corroídas patas traseras.

            – Sepa usted -el tono de suficiencia enfermaba a Antonio-, que no le ha pasado nada. Una noche en la cárcel no daña a nadie y sí suelta la lengua a esas edades.

            Jiménez, que había entrado con Antonio, para apoyar su iniciativa, parpadeó ligeramente.

            – ¿Qué quiere decir?

            – Que ha confesado -sonrió despreciativamente-. Huyó de Andorra por ese asesino, que, por cierto, a ver si espabilan y me lo cogen -ordenó olvidándose que les había prohibido toda intervención en el caso de Mac-. Pero una vez aquí se juntó con un arrapiezo que lo llevó a una casona. En ella viven varios niños con un viejo. El nombre no lo sabe, dice que los chicos le llaman Fajín, porque aún lleva la faja en la cintura como principios de siglo, una negra. No sonría, Jiménez. Esto es cierto, conozco a varios que aún la llevan.

            – Disculpe mi ignorancia.

            No pudo evitar un tono levemente jocoso. El comisario frunció el ceño.

            – No se pase de listo conmigo -García esperó una contrarréplica, pero Jiménez guardó silencio-. Ha dado una descripción muy buena, he de reconocer que el chico es observador, lo cogeremos enseguida. Flaco, de piel apergaminada, nariz en gancho, sobre su rostro caen unos pelos gruesos de un rojo rabioso y sucio, entre otras cosas, ya les daré a leer la confesión. El caso es que este Fajín les enseña a robar e incluso a prostituirse. A este chico lo habían cogido dos conocidos del viejo para entrar en una casa. Se ve que tenía que pasar por una ventana donde únicamente cabía un niño. El alcalde tuvo la mala suerte de tropezarse con él cuando el chico iba de camino para reunirse con los otros dos.

            Antonio escuchaba circunspecto. Jiménez, más serio que un ajo, parecía en cambio pasárselo en grande.

            – Como puede ver, agente López, su protegido no es trigo limpio y don Urbano Güémez ningún pederasta. Tiene, como ve, mucho que aprender y le agradecería que en lo sucesivo no intente darme lecciones, ¿entendido? -habló con lentitud en una amabilidad bélica.

            Antonio no se amilanó.

            – Entonces lo pondrá en manos del Tribunal Tutelar de Menores.

            El comisario se había puesto a juguetear con un bolígrafo Bic, pasándolo de un dedo a otro como los bastones de las majorettes. Gozaba humillando a aquellos dos, especialmente a López, que se había puesto muy gallito con todo aquel asunto.

            – Por supuesto -sonrió enseñando los dientes como en un anuncio de dentífrico. Antonio no pudo evitar enrojecer. García acentuó la sonrisa con satisfacción-. Por supuesto. En cuanto regrese. Está llevando a los agentes Guillermo y  Barcelona al garito. Dice que sabe ir, pero no el nombre de la calle, y el atontado no sabe leer un plano callejero. Y ahora, coja, vístase el uniforme y patrulle la calle. Usted, Jiménez, a los archivos.

            – Es absurdo -comentó Antonio al salir. Le temblaba la voz por el berrinche-. No me lo puedo creer.

            – Ha confesado.

            Estaba tan alterado que no se fijó en el tono de su compañero.

            – Sí, ha confesado -reconoció-, pero no me lo creo. Y el caso es que la historia me suena de algo.

            – Claro que te suena -Jiménez exhibía una alegre sonrisa-, es la de Oliver Twist. Ese chico le ha contado medio libro de Dickens al comisario y ha picado como un besugo.

            Antonio parpadeó. Sonrió también.

            – Ahora está en la calle.

            – Exacto, justo lo que quería. Piensa escapar.

            – Lo logrará. A los dos que van con él les pesa demasiado el culo.

            Rompieron a reír a carcajadas ante la sorpresa de sus compañeros. En el despacho el comisario frunció el ceño intrigado, ¿de qué se reirían aquellos dos imbéciles? No llegó a profundizar en la incógnita porque entonces sonó el teléfono. Guillermo.

            – ¿Qué, ya los han detenido?

            La voz de Guillermo sonó extraña.

            – Pues no, más bien no.

            El comisario hizo un gesto cansado.

            – Se han escapado -dedujo.

            – No exactamente.

            – ¿Qué quiere decir?

            – La casa a la que nos ha conducido este mocoso.

            – Hable sin miedo. No es ella, ¿verdad?

            – No. Es la Fraternidad de las Hermanitas Solteras de San Antonio.

            – Ya.

            Peste de crío.

            – El caso es que están de obras arreglando la fachada y no hemos visto el letrero.

            Aquella voz compungida…

            – No habrán…

            – Sí, señor comisario. Hemos entrado derribando la puerta dándoles un susto de muerte. A la más anciana se la han tenido que llevar al hospital por una angina de pecho, y al agente Barcelona le están cosiendo una ceja por un sartenazo que le ha propinado la hermana cocinera.

            – Tráigame a ese mamón del cuello.

            – ¿Qué mamón?

            – ¡El chico, cojones!

            – Es que… no está. Ha huido durante la confusión.

            El comisario cerró los ojos.

            Serenidad, Felipe, piensa en tu tensión.

            – Búsquele.

            – Es que hay más, comisario.

            – Más, ¿es que puede haber más?

            – La superiora es hermana de leche del Gobernador Civil…

            El comisario gimió.

            – … y ha dicho que tendrá noticias suyas.

            El comisario colgó el teléfono. Se tapó la cara con las manos. En momentos como aquel pensaba seriamente en su jubilación. ¿Por qué tendría sólo cuarenta y cinco años?

            Un golpeteo en la puerta le hizo mirar cansinamente hacia ella.

            – El Gobernador Civil en la línea dos, señor comisario.

            Le costó una enfermedad descolgar.

            ¡Pero quién creía que era!

            Yo, señor Gob…

            Dos con un ataque de histeria, otra en la UVI, tres más traumatizadas por el terror a ser violadas… ¿Cómo había enviado a aquellos hombres brutales contra unas pobres e indefensas monjas? Se iba a enterar, iba a saber quién era D. César Gómez de Evaristo, Gobernador Civil, marqués de la Esfardacha y Grande de España. Barrería las calles, escupió.

CAPÍTULO 15

            Mac se estudió en el escaparate. Sonrió feliz. No parecía ni él mismo.

            Después de escaparse de aquellos dos agentes, y aprovechando que le quedaba algo de dinero, había entrado en una peluquería. Se había cortado el cabello. Lamentó perder su melena, pero valía la pena. Estaba desconocido con el pelo corto, bien peinado y raya recta. Demasiado bien peinado; parecía un pijo. Se pasó los dedos hasta conseguir un peinado-despeinado. Asintió. Aquello quedaba mejor, más natural para un chico de su edad.

            Se sentó en un banco, ya no cojeaba a no ser que se le sobrecargara la pierna. El rostro cada vez más se parecía al de un boxeador después del combate. Contó el dinero. No era mucho, pero aún tenía intacto el de los bolsillos traseros. Menos mal que no le registraron al entrar al calabozo.

            Rió.

            No pudo evitarlo.

            Los había conducido a aquella casa creyendo que no vivía nadie y había resultado estar llena de monjas.

            Qué cara pusieron.

            ¡Y la que pondría el comisario!

            La risa era ya carcajadas.

***

            ¿Que había vuelto a desaparecer?

            Antonio estuvo a punto de mentir a Eulalia, pero no tuvo valor. Se sinceró con ella narrando que el comisario se había propasado con él. No comentó nada del vapuleo, porque la habría angustiado y enfurecido, pero sí que le había hecho pasar la noche en el calabozo con delincuentes comunes.

            – Pero, ¿por qué? ¿por qué motivo?

            Ni él lo tenía claro, murmuró.

            Cuando tuvo la oportunidad Macario huyó. Volvía a estar en las calles.

            Eulalia colgó el auricular cuando Antonio terminó. Ignoraba qué actitud tomar.

            Quique la miraba con ojos cristalinos y una ligera palidez. No conocía toda la conversación, pero su madre había nombrado la cárcel. No sabía nada de ella excepto lo que había oído, y debía ser algo como el infierno ese que decían en el catecismo. No le hacía gracia. Luego había captado huido; se reconfortó, sólo ligeramente, porque su madre estaba a punto de romper en llanto.

            Eulalia sintió aquella mirada. Empleó un intenso esfuerzo para sobreponerse, pero no pudo evitar que los ojos se pusieran acuosos. Quique se aproximó y le puso la mano en el brazo.

            – No llores, mamá -murmuró con sentimiento.

            Eulalia le abrazó, tan bruscamente que el pequeño sintió el terror que emanaba de su piel. Quique no pudo evitar las lágrimas.

            – No llores, mamá, no llores.

            Aquel verano Juan llevaba turno de mañana, cuando llegó sobre las dos de la tarde se encontró a su madre preparando las maletas. Se iba a Zaragoza, dijo, Quique y él podían comer y cenar en casa de sus tíos aunque durmieran en la suya.

            – No, mamá.

            La expresión de extrañeza de Eulalia era un calco a la que solía poner Mac.

            – ¿Qué quieres decir con no?

            Juan estaba con el ceño fruncido y el rostro gris, en vez del habitual moreno. El cabello era intensamente negro, igual que sus ojos almendrados. Sería más bajo que Mac, aunque bastante más recio, a pesar de que, en aquella edad, era todo huesos y ángulos, después de crecer bruscamente casi quince centímetros.

            – Que iré yo. Pediré unos días de vacaciones y tú te quedas aquí con Quique.

            Eulalia negó con la cabeza.

            – Mamá, quiero ir -insistió antes de que Eulalia expusiera sus razones en contra.

            Eulalia permaneció callada. Sus dos hijos mayores. ¿Cuánto hacía que no se llevaban bien? Comprendió que aquella era la causa. Por algún motivo Juan se consideraba responsable de lo ocurrido, pero él no había hecho nada, ni había intervenido, había permanecido tan ignorante como ella. Quizá fuera aquello. El silencio que mantuvo Mac en el asunto del asesinato era una muestra de desconfianza o, al menos, de falta de confianza. Algo grave en una familia.

            – ¿Y bien, mamá?

            Juan se culpaba del distanciamiento de Mac. Estaba claro. Aquello era algo nuevo. Hasta entonces siempre lo había achacado a su hermano. En caso contrario nunca habría dicho quiero ir, sino debo.

            Eulalia aceptó. Quizá perdiera a ambos hijos si Gabriel se ensañaba con ellos, pero quizá volvieran a estar tan unidos como cuando eran niños. Valía la pena correr el riesgo, aunque significara estar con el corazón en vilo.

***

            En el mismo tugurio del otro día adquirió una nueva navaja automática. Si el otro le reconoció no preguntó por la nueva compra, aparte que con el pelo corto, acento pasota y ceño ligeramente fruncido, Mac era otra persona. Hasta sus andares cambió al entrar en la tienda.

            Volvía a estar armado. Seguro que no le serviría de nada, pero al menos se sentía más tranquilo. Ahora el problema consistía en qué hacer.

            Se introdujo en un cine para no estar dando vueltas. Sólo vio la mitad, la otra mitad la durmió. Apenas había pegado ojo aquella noche y la película resultó ser un tostón. Despertó cuando echaron las luces. Torció el gesto; le dolía el cuello por la mala postura. Durante media hora caminó como si tuviera tortícolis.

            ¿Qué hacer?

            No podía regresar a casa de Antonio, estaba escarmentado de la policía, aunque él concretamente no tuviera culpa, y mucho menos Mónica, pero sería mejor no arriesgarse.

            ¿Abandonar Zaragoza? ¿Emprender la huída?

            La verdad es que estaba harto.

            Aún no hacía una semana que estaba huyendo y si toda la vida iba a ser igual, más valía estar muerto.

            No. Huir no era solución.

            Pensaba fríamente. Con una serenidad que nunca había tenido en Andorra.

            Que detuvieran a Gabriel.

            Aquello sí.

            Pero no podía quedarse como un idiota esperando a que le echaran el guante, porque hasta la fecha la policía ni siquiera lo había intentado. Él lo haría. Averiguaría dónde vivía y lo entregaría a los grises.

            Ni siquiera se sorprendía de tener aquellos pensamientos. Había traspasado un límite. El intento de asesinato de Efrén, el apoyo de Antonio y su esposa, la actitud del comisario e incluso aquella noche entre rejas, lo habían endurecido hasta el punto de transformar el miedo a Gabriel en odio.

            ¿Dónde estaría?

            Se sentó en el parque.

            ¿Dónde estaría?

            Buscándole. La respuesta era obvia. Igual que la policía, pero ésta tenía medios y personal para hallarlo; Gabriel estaba solo. Era difícil que ambos coincidieran recorriendo la ciudad.

            Se mordisqueaba la uña del pulgar izquierdo soñadoramente, los ojos en el infinito.

            ¿Qué podía hacer Gabriel para encontrarlo?

            …

            El hospital.

            Claro. Allí era donde lo halló la primera vez, y estando Efrén ingresado podría sospechar que lo visitaría nuevamente. Sólo era preciso montar guardia y esperar a que apareciera.

            Tenía que ser así.

            Gabriel estaba enfrente del hospital, escondido, aguardándole, como un perro de caza que sabe que la pieza ha de pasar tarde o temprano por aquella zona. Nunca había tenido prisa, nunca había ido detrás de él desde que llegaron a Zaragoza, no lo necesitaba. Sabía que Mac acudiría al hospital en más de una ocasión. Pero aquello tenía un fallo. Y es que Mac también sabría encontrarle a él. Otro error, era probable que nunca sospechara que el muchacho pasara al ataque.

            El rostro de Mac pareció el de un golfillo redomado al sonreír. Le encantaba la idea de cazar a Gabriel. Lo acecharía, lo seguiría, averiguaría dónde se escondía y lo denunciaría. Rió por lo bajo. Sentía un placer maligno en devolver una por una todas las putadas que Gabriel le había hecho.

***

            Ya nada sería igual. Posiblemente fue la aceptación de esto lo que ayudó a superar el shock a Efrén del intento de asesinato. No. Nada sería igual. En lo suyo quedaba claro con la columna rota, pero es que a Mac le pasaría lo mismo. Era imposible que volviera a ser el mismo de antes. Él al menos ya no lo era. Se había resignado a su invalidez; estaba ahí y no podía cerrar los ojos, pero tampoco valía lamentarse ya. Fue algo de lo que se dio cuenta mientras Gabriel lo estrangulaba; que a pesar de su lesión tenía una vida por delante y no quería morir, no así, no sin antes realizar la más pequeña de sus ilusiones. Amargándose tampoco las obtendría. Rindiéndose menos. No volvería a andar, de acuerdo, no podría hacer muchas de las cosas que le gustarían, vale, pero después de ver la muerte cara a cara, era lo de menos. Otras encontraría. Estaba vivo, su cerebro estaba sano, sus manos también, saldría adelante, no iba a ser ningún paria.

***

            Allí estaba.

            Sabía que donde mejor podía vigilar Gabriel el hospital sin ser visto era en el interior de un automóvil.

            Lo había reconocido enseguida. El cabrón había cambiado el cristal, pero era el mismo coche, lo habría identificado entre un millón.

            Se acercó cautelosamente. Al comprobar que Gabriel no estaba caminó más deprisa. Seguramente había salido para algo y no estaría lejos. Abrió la navaja. Le pinchó dos ruedas. Se alejó. Ahora se escondería y a espiar.

            Gabriel no tardó mucho. Apareció a los dos minutos con un bocadillo en una mano y una bebida en la otra. Entró en el coche. Ni siquiera se fijó en las ruedas.

            Mac se acordó de su padre. ¡Estaba comiendo el muy…! Su estómago le mordió. Ver a Gabriel atiborrarse como un cerdo le abrió el apetito. Desde la noche anterior que no había comido. Miró por el suelo a ver si había alguna piedra, de encontrarla se la habría arrojado, tan enfurecido estaba.

            Las horas nunca fueron tan lentas, vigilando pacientemente. Mac ya no sabía cómo ponerse, de pie, sentado, paseando, y el otro fumaba pausadamente, escuchando la radio sin apartar la vista del hospital ¡Así se quedase ciego! Mac estaba harto, aburrido, y un cabreo encima como nunca lo había tenido. El estómago le dolía, los intestinos protestaban, la vejiga la había tenido que aliviar dos veces en una esquina. ¡Guarro! / ¡Que la zurzan, señora! / ¡Mal hablado! / ¡Piérdase!

            Gabriel ni se había movido. ¿Es que se hacía sus necesidades encima?

            Mac se apretaba con el pañuelo la hemorragia que se había provocado en un dedo de tanto morderse las uñas. Gabriel canturreaba. A Mac le dolían los pies.

            ¡Y la policía sin aparecer!

            ¡Si es que estaban en la higuera!

            El atontado de Antonio, ¡tanto perseguirle! ¿Dónde estaba ahora? Si apareciera lo llevaría del brazo hasta el coche, cogería a Gabriel de la oreja y diría: ¡este es el asesino!

            Dio un puñetazo en la pared.

            Sacudió la mano maldiciendo. Movió los dedos mientras el dolor desaparecía.

            Gabriel tan feliz.

            Le odió.

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