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19
noviembre
Del Regallo al Ebro (25)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 12

            Aquellos ojos sosteniéndole la mirada lo enfurecían.

            – ¿Es que no tienes miedo, muchacho?

            Desde luego era un broncas.

            Y un chuleta.

            Vaya pregunta para un policía.

            – No.

            La negativa ya no pudo ser más sincera.

            Había entrado en la comisaría con el miedo en el cuerpo, dando gracias a Dios por tener la ocurrencia de dejar las dos navajas en casa de Antonio. Este lo saludó al entrar e intercambió unas palabras con Jiménez. El comisario echaba pestes por su tardanza y por el fracaso con Antonio que no había dicho ni mu de su conversación con el alcalde.

            – Hemos ido al hospital.

            – Algo así me esperaba -contestó Antonio-. ¿Cómo está tu amigo?

            Mac encogió los hombros.

            – De aquella manera.

            – No. Está mejor -puntualizó Jiménez.

            Joder. Mac se estremeció. Pues cómo estaría antes.

            No se entretuvieron más. Ambos policías condujeron al zagal como quienes escoltan a un peligroso maleante. El único que se percató fue Mac, pero no se preocupó. Empezaba a conocerlos y sospechó que lo hacían por pura costumbre.

            Jiménez golpeó la puerta del despacho. Una voz ogruna ordenó que pasaran.

            El despacho se hallaba medio en penumbra a causa del atardecer. Los retratos de Franco y José Antonio detrás del escritorio. La Inmaculada Concepción, a la derecha. Un archivador con dos cajones medio abiertos por los cuales asomaban unas fichas. Más fichas y manojos de papeles llenaban la mesa, en donde reposaban descuidadamente unas esposas. Paredes blancas, sucias, manoseadas, oliendo a cerrado. Una silla giratoria enorme, desvencijada y otra normal, no mucho mejor, enfrente del escritorio.

            Y un tío…

            Mac se vio obligado a doblar el cuello hacia atrás todo lo que pudo para poderlo ver en toda su altura. No le extrañaba que la voz sonara a ogro. Estaba seguro que necesitaría varios días para ver aquella humanidad en su totalidad. Era gigantesco, gordo. Y le miraba de arriba abajo; seguramente le veía como una hormiga, un insecto que podía aplastar con sus piezazos sudorosos, de olor inconfundible. Llevaba la camisa, una de rayas antigua, abierta con manchas amarillas de sudor en el pecho y sobacos; por la abertura asomaba una pelambrera negra, espesa, una jungla enredada. Desde su posición en contrapicado Mac creía que no tenía fin. Daba la espalda a la ventana y el rostro quedaba oscuro pareciendo nacer directamente de los hombros, una cosa voluminosa y redonda.

            Mac era un alfiler al pie de un mamut. Mónica le había comprado una camiseta nueva con que reponer la sucia y unos tejanos a los que cosió rápidamente el doble haciendo esperar a Jiménez, el cual tampoco impuso ninguna prisa, prefería conocer, antes de llevárselo, a aquel demonio de chico que había sacado dinero de una bamba para abonarle a Mónica las ropas, quien, después de un tira y afloja, decidió cogerlo comprendiendo que el muchacho tenía su orgullo. Aceptaba su ayuda, el lecho y la comida que le había dado, pero las ropas habrían sido caridad a su modo de ver, y eso no.

            Mac no pestañeó ni desvió los ojos del rostro del comisario. Quería intimidarle, comprendió. Era un hombre que gustaba de amedrentar a los demás, como esos matones de la escuela. El había conocido a dos en su pueblo. Con ambos había peleado y habían resultado ser unos caguetas.

            – Siéntate.

            Mac obedeció.

            Ahora se sentó él. La carcomida silla aulló, gimoteó y se estremeció a punto de resquebrajarse. La mente de Mac vio, en pantalla panorámica, cómo se rompía y aquella masa humana caer torpemente, brazos y piernas en alto, el ruido de la costalada y su expresión estúpida al verse en el suelo.

            Sin querer sonrió divertido.

            El comisario fulminó con la mirada a aquel chiquillo pelirrojo y piel agitanada.

            – ¿Es que no tienes miedo, muchacho?

            Y él había respondido:

            – No.

            Y era cierto.

            No podía tenerle miedo. Su imaginación aún lo veía patas arriba en una pose ridícula y cómica. En realidad estaba haciendo esfuerzos para sujetar la carcajada. Los músculos de su cuello se contraían espasmódicamente en pugna con sus cuerdas bucales y su rostro se mantenía en un rictus para mantener la boca no más abierta de lo que mandaba la educación.

            El comisario estaba más perplejo que enfurecido. ¿Qué clase de bicho era aquel? No sólo no estaba asustado, sino que él mismo, él, era objeto de mofa. Lo veía morderse el labio inferior en un esfuerzo inútil para contenerse.

            La mente de Mac se había desbocado y no podía sujetarla. Iba viendo una imagen tras otra.

            – ¡QUÉ TE HACE TANTA GRAC…! -vociferó colérico. Se atragantó a media frase. Tosió. Un acceso de tos que no podía contener. Tuvo que levantarse y salir del despacho para beber un poco de agua a ver.

            Mac aprovechó para desahogarse.

            – ¡Ay! -gimió de puro gusto cuando paró de reír.

            Le caían las lágrimas. Se las secó entre risas más tranquilas.

            Por la puerta entreabierta lo contemplaban divertidos algunos policías. Antonio frunció el ceño; enfurecer a García no iba a beneficiar al muchacho. Jiménez le dio un codazo riendo.

            – No lo había visto tan sofocado en la vida.

            El comisario regresaba.

            Rostro serio por parte de Jiménez.

            – ¿Se encuentra mejor? -interesóse por su salud.

            – ¡Váyase a la mierda!

            El comisario cerró violentamente la puerta. Se sentó. Mac ya había recobrado la compostura y estaba tranquilo. Sostuvieron la mirada. Había perdido puntos; el comisario se daba perfecta cuenta. Entre la risa que le daba, Dios sabe qué, y el ataque de tos, aquel chico le había perdido el respeto. La mano le cosquilleó; con qué placer le soltaría un bofetón.

            Empezó a interrogarle. Lo que menos le interesaba era la persecución de la que era objeto el adolescente por parte de Gabriel. Quería saber con qué fundió los plomos del hospital, le contó los problemas que había generado con ello acusándole de homicidio frustrado, de robo con intimidación al señor alcalde, de…

            Mac no podía creer lo que oía. En cuatro días en Zaragoza… ¡Joder, pues de llevar un mes habría sido!

            No quería hablar, ¿eh?

            Le estiró con fuerza los pelos de las sienes. Mac se levantó inconscientemente siguiendo el movimiento ascendente del brazo. García lo elevó más, Mac se puso de puntillas cerrando los ojos por el daño.

            – Te voy a afeitar en seco estas melenas que llevas, ¿no sabes que son de mariquitas?

            Zarandeaba al chico siempre agarrándolo por las sienes. Mac no pudo evitar un quejido.

            – ¿Tanto se me nota? -alardeó.

            La bofetada lo derribó arrastrando con él la silla. Un hilillo de sangre se escurrió de la nariz hacia los labios.

            – No me vengas con chulerías -advirtió García.

            Mac se obligó a sostener la mirada. Sólo se ganó otro golpe. La hemorragia de la nariz era ya franca.

            Siguió sin soltar prenda. Siguió sosteniendo la mirada. Ahora era cuestión de amor propio.

            – Muy bien. Tú lo has querido.

            Mac vio aquella mano alzarse por encima de la cabeza del hombre. Pero esta vez estaba preparado, pasó sin tocarle chocando contra el mueble. El comisario ahogó un grito sacudiendo los dedos. El primer pensamiento del muchacho fue aprovechar golpeando los testículos con un buen puntapié, pero se contuvo, aquello no sería prudente dado que el policía llevaba las de ganar.

            Ninguno oyó abrirse la puerta. García había sujetado a Mac del brazo y volvía a levantar la manaza.

            – ¡Comisario, por el amor de Dios!

            Antonio se había preocupado al oír el estrépito cuando cayó al suelo Mac arrastrando la silla, y cuando oyó el golpetazo del comisario contra el mueble sonando como un pistoletazo no pudo resistir más.

            García pareció recobrar el juicio al oír la voz. Contempló a Mac con la mirada extraviada, sudando, jadeante. Empujó al chico contra Antonio.

            – Enciérrelo con los presos comunes.

            – ¿Con los presos…? Comisario, es un crío. Es menor de edad.

            – ¡Haga lo que le digo!

            – Está perdiendo la chaveta -murmuró Antonio conduciendo a Mac al calabozo.

            – Es un cabrón -respondió el chaval limpiándose la sangre con el pañuelo.

CAPÍTULO 13

            – Tú eres tonto, con la cantidad de granujas que hay y tenías que perseguir a ese pobre chico.

            Las palabras de su esposa le dolían por intransigentes; como si toda la culpa hubiera sido suya. Él nunca habría creído posible la reacción del comisario. La había visto con otros presos, pero nunca pensó que con un niño… La ignorancia tampoco le hacía sentir mejor.

            – Había que hacerlo -se justificó-. Le persigue un asesino.

            Lo cual también era cierto, aunque tampoco mitigaba la sensación de culpabilidad que sentía.

            – Y lo mejor es meterlo en la cárcel y molerlo a palos.

            – Es el comisario. La ha tomado con él.

            – ¿Y tú no podías impedirlo?

            Antonio hizo una mueca de desespero.

            – ¿En qué mundo vives? No tengo autoridad. Sólo soy un simple policía. Ni siquiera tengo derecho para ir de paisano. Si lo hice fue para coger a Mac.

            – Más valía que no lo hubieras encontrado.

            Antonio no respondió.

            Sí, más valía, pensó mustio.

            Mónica movió la cabeza. Un pobre niño… Se había puesto definitivamente de parte suya aunque eso significara ir en contra de su marido.

            – Tenéis un trabajito que se las trae -espetó venenosamente.

            Quizá hablando con el Tribunal Tutelar…

            Antonio rechazó la idea tan pronto la pensó. Amaba su trabajo y tenía miedo a perderlo. El comisario, por pronto, le haría la vida imposible. Claro que mantenerlo a ese precio… Se había encariñado con el chico. Mónica también e incluso la pequeña Marta parecía echarlo a faltar y eso que sólo lo conocían desde hacía un día.

            – ¿Qué piensas decirle a su familia?

            – Nada.

            – ¡Olé, mi marido!

            – Estás siendo injusta -murmuró.

            – No. Lo estáis siendo con él. Pues óyeme bien…

             La voz sonó amenazadora. Antonio conocía aquel tono.

            – … o lo soltáis mañana o denuncio el caso.

            Era capaz.

            – Caiga quien caiga.

            Era una afirmación.

            – Sí, señor -respondió Mónica-, caiga quien caiga.

            – ¿Sabes -dijo lentamente- que oficialmente tú no sabes nada, que no te puedo comentar ningún caso y que el primero que caeré seré yo?

            Mónica se lo pensó antes de responder.

            – ¿Crees que nuestra vida será la misma si nos callamos? -musitó-. Imagínate que un día le pasa a nuestra hija, ¿también callarías?

            La pequeña estaba jugando.

            Antonio la contempló largo rato, perdido en meditaciones. Luego volvió el rostro hacia su esposa.

            – Te prometo -y era sincero-, que si no lo suelta mañana yo mismo denunciaré el caso.

            El rostro de Mónica se suavizó. Aquel sí era su marido.

            – ¿Cómo estaba cuando lo encerrasteis?

            – Bastante sereno.

            – Será por fuera.

            – Me tiene preocupado -prosiguió sin oírla-. No es normal en él tanta pasividad. Me temo que haga una tontería.

            – ¿Cómo qué?

            – Que se escape. Ese chico es un puro nervio.

            – No os estaría mal.

            – Para él sí. No volverá a confiar en nosotros, aunque no se lo reprocho, y somos los únicos que podemos protegerle.

            – Bonita protección, la cárcel.

            – Es peor que esté en la calle y lo encuentre el asesino. El comisario es un cretino, lo reconozco, pero no toda la policía es así. Lo malo que Mac no pensará igual.

***

            Sus ojos observaban saltando de un individuo a otro silenciosamente en aquella estancia canija y maloliente. Las paredes estaban rayadas con escrituras obscenas y dibujos elementales de todas clases, desde el ahorcamiento del comisario (una virguería, pensó Mac ante aquella caricatura en la que predominaban unas facciones simiescas de García) hasta dibujos de penes y frases al consonante. Olía a sudor, mugre y algunos se rascaban las cabezas como si fueran nidos de parásitos. Por sugestión a Mac empezó a picarle todo el cuerpo.

            La cárcel no podía ser igual que aquello, se dijo. El calabozo de Andorra no era así. Aquello era el reflejo del negro corazón del comisario.

            Debajo del único catre que existía, de maderas roñosas y resquebrajadas, le pareció ver el brillo maligno de los ojos de una rata, pero pudo ser su imaginación, porque cuando se fijó mejor ya no vio nada.

            Las paredes estaban cubiertas de grandes manchas de humedad, en algunas partes con moho y mucílago, las había visto al entrar, ahora era imposible bajo la penumbra y sólo percibía el olor. A su izquierda percibía otro de orines indicándole que allí se hallaba el retrete. No lo podía saber, pero de existir suficiente luz habría visto que no poseía tapa y la taza estaba recubierta por una gruesa costra negra.

            Aunque se había hecho el propósito de no mostrar temor no podía evitar sentirse encogido en aquel rincón. Algún preso lo contemplaba con curiosidad, otros conversaban tranquilamente y uno a su derecha dormía la mona. Mac sentía las manos sudorosas y un nudo en el estómago parecido al peso del otro día cuando conversaba con Antonio. No iba a pasarle nada, se obligaba a pensar, nada. Aquella gente no era peor que Gabriel o el comisario. Pero permanecía hecho un ovillo en aquel rincón entre la letrina y el beodo, con los muslos tocándole el pecho y abrazado a sus pantorrillas, procurando que sus ojos no mostraran altanería ni miedo, fracasando en lo último.

            – ¿Por qué te han detenido?

            La voz le sobresaltó. Sus músculos se contrajeron y en el estómago sintió como un latigazo. Miró a quien había hablado.

            – Ojalá lo supiera.

            Los que le oyeron rieron; las hubo de todas clases, desde divertidas a cínicas.

            – Éste no dice que es inocente.

            – Quizá no lo sea, quizá sea un chorbito que nos regala el comisario, tantos días sin mujer…

            Mac sintió un escalofrío, el estómago empezó a dolerle de verdad.

            – No os metáis con él. Está asustado.

            – No estoy asustado.

            Tenía la boca seca y en el estómago una especie de fuego que iba en aumento y que le desconcertaba y asustaba al mismo tiempo, porque nunca había sentido nada así.

            – Fanfarroncete.

            – Está en la edad.

            – ¿Cuántos años tienes?

            Quien había preguntado tenía una voz fina, desproporcionada a su morfología gruesa, exuberante; ojos en llamaradas, barba espesa como el Mato Grosso y tanto cabello como árboles en el Sahara. A Mac le hizo gracia aquella voz delicada, pero se cuidó muy mucho de sonreír.

            – Doce.

            – No deberías estar aquí -aseguró el hombre.

            – Esto en Europa no ocurre -tenía el rostro con cicatrices de acné-. Allí hasta los presos tienen derechos.

            Mac escuchaba en silencio.

            – Aquí también -respondió otro-, a que te jodan.

            Les hizo gracia. Rieron. Mac les acompañó.

            – ¿Fumas?

            – No.

            – Eso está bien.

            – ¿Quién te ha acariciado la cara?

            – El comisario.

            – Te la ha dejado como un mapa.

            La voz sonó compasiva.

            Mac no desmintió que parte de los cardenales ya los tenía. Mejor inspirarles lástima.

            Estaba más tranquilo. No se lo iban a comer.

            Pasada la novedad los presos iniciaron una conversación entre ellos. Mac se limitó a escucharlos. Uno estaba por asunto de drogas, otro por robo… hablando como si fueran proezas, comentando sus aventuras y riéndose en casos de anécdotas. Mac también reía, así se olvidaba de todo y hasta el dolor de estómago parecía mitigar, pero cuando la conversación derivó hacia los años que podía caerles a cada uno, se sumió en sí mismo y no quiso escuchar. Se arrugó en el suelo procurando dormir.

            Tuvo un sueño intranquilo. El comisario le interrogaba, pero poseía el rostro de Gabriel. En el calabozo los presos eran Gabriel, unos calvos, otros con pelo, otros con cicatrices, pero siempre Gabriel. El juez de su juicio era Gabriel. Y el verdugo.

            Despertó de madrugada. Estaba sudando. Sus compañeros habían creado una filarmónica de ronquidos, bajos, violentos, resoplidos, una galerna tumultuosa que le impidió volver a pegar ojo.

            Se sentó donde estaba. Se enlazó las rodillas con los brazos. De haber servido de algo habría emprendido a aquellos hombres a patadas. Aquel ruido le ponía histérico.

            Uno se convulsionó en sueños. Otro daba algo, toma, toma, murmuraba restregando el pubis contra el suelo.

            Mac se rascó la cabeza.

            La echó hacia atrás apoyándola en la pared. Suspiró.

            – ¿Un cigarrillo?

            Dudó un instante.

            – ¡Que joder! -murmuró-. Trae.

            Tosió al inspirar el humo.

            – ¿Es la primera vez?

            – Sí. Nunca había fumado antes.

            – Digo que si te han detenido anteriormente.

            – Ah, no.

            El otro sonrió. Tenía los dientes blancos, aún en la oscuridad pudo verlos. No sabía por qué se los había esperado amarillentos.

            – ¿Por qué te han detenido?

            – Ya os he dicho que no lo sé.

            – Bien, si no quieres decirlo, no te obligaré.

            Tenía el pelo ralo, rostro chupado, mal afeitado, tatuajes en ambos brazos. Amor de madre, había leído Mac cuando lo encerraron.

            – ¿Y a ti?

            – Le di una paliza a un gris.

            – ¿Por qué?

            – Iba borracho y me tocó los huevos. Ya ves, una tontería comparado contigo.

            Mac unió las cejas.

            – ¿Por qué lo dices?

            – Porque tienes que haber hecho algo grave para que te encierren aquí.

            – Robé a punta de navaja a un tío que quería relaciones conmigo. Luego resultó que era el alcalde.

            El otro rió a media voz, para no despertar a nadie.

            – ¡Que chiste más bueno!

            – Pues vale -rezongó Mac encogiéndose de hombros.

            – ¡Hostia que cachondo! Y no lo parecías. Si no quieres decírmelo no lo digas, pero no me vengas con esos embustes.

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