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05
noviembre
Del Regallo al Ebro (23)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 9

            Antonio enseñó sus credenciales y siguió al sargento por el oscuro pasillo. Había sido una suerte que estuviera en la comisaría cuando telefonearon diciendo que la Guardia Civil había detenido a Mac.

            – Estaba sentado en la orilla de la carretera -informaba el sargento-. Desde entonces ni se ha movido ni ha hablado.

            Mac estaba sentado en un banco sin respaldo con la mirada perdida en la pared del cuartucho en penumbra, sin otra iluminación que una lóbrega que entraba por un ventanuco.

            – Por favor, déjenos solos.

            El sargento asintió con la cabeza cerrando la puerta.

            Mac permanecía inmóvil, autista, incluso los ojos eran inexpresivos.

            Antonio sintió lástima, apretó los labios sin saber qué hacer. Optó por sentarse al lado de Mac.

            Durante un largo rato semejaron dos estatuas gemelas excepto en el tamaño.

            – ¿Efrén está bien?

            El chico se había percatado de su presencia, aunque no se hubiera movido. La voz sonó baja.

            – Sí. Sólo está asustado.

            Las pestañas de Mac temblaron en un ligero parpadeo. Pareció que iba a llorar pero se recobró. Antonio le puso la mano en el hombro y se lo estrechó. Aquella muestra de afecto terminó con la resistencia del chaval, que no pudo evitar venirse abajo. Las lágrimas corrieron por sus mejillas. Antonio lo atrajo hacia él. Mac hundió el rostro en su pecho llorando incontroladamente, estremeciéndose en espasmos, intercalando gemidos.

            Antonio no dijo nada, no lo consoló, permitió que se desahogara, fraternalmente abrazado, enternecido y no obstante admirándole. El chico había llegado al límite, no podía más, pero muchos adultos no hubieran resistido lo que él.

            Al cabo de un rato el muchacho se serenó. Se dio cuenta que había pasado los brazos por la cintura del policía estrechándose a él. Se separó. Se secó las lágrimas. En otra época se hubiera sentido avergonzado por llorar, ahora ya no le importaba lo que pensara nadie de su debilidad.

            Antonio continuaba en silencio. Sostuvo la mirada de aquellos ojos derrotados cuando se clavaron en los suyos.

            – ¿Podré verle antes de que me lleve a la cárcel?

            – Nadie te llevará a la cárcel.

            – Pero usted me perseguía.

            – Por tu propia seguridad. Ten en cuenta que te busca un asesino.

            Mac tragó saliva.

            – Creí…

            De pronto tenía necesidad de confesarlo todo.

            – Es que yo he robado y…

            – No digas nada que pueda utilizarse en contra tuya -interrumpió el policía.

            – ¿Cómo en las películas?

            – Más o menos. La verdad es que no quiero saber nada. Ya habrá tiempo para que hablemos.

            – ¿Podré verle de todas formas?

            Antonio lo pensó antes de contestar.

            – No. El médico prefiere que de momento no reciba visitas.

            – Pero si sólo está asustado…

            – Hay muchos grados de sustos.

            El color volvió a desaparecer del rostro de Mac.

            – Está ido, ¿no?

            – Se repondrá.

            – Pero está ido.

            Ahora era una afirmación.

            Pareció a punto de derrumbarse nuevamente.

            – Toda la culpa es mía.

            – No, no lo es.

            – Sí lo es. Si no hubiera hablado…

            – Tenías que hablar. Estaba en juego la vida de un inocente.

            Era algo que ya había pensado Mac, pero no le servía.

            Hundió la cabeza en los hombros. Tenía ganas de llorar otra vez, de maldecir, de gritar. Se mordió el labio inferior.

            – Has demostrado una gran valentía y una gran honradez. De lo que ha pasado después no tienes ninguna culpa. Hiciste lo que tuviste que hacer. Fuiste todo un hombre.

            – Si llego a saber todo esto no hubiera hablado.

            – Sí, hombre, sí.

            – No -su rostro era resuelto-. Me habría callado. Después de todo no se habría perdido gran cosa, un borracho que cualquier día lo matará el mismo alcohol. Y así… dos personas muertas, Efrén inválido… No, no hablaría.

            – Estás cansado, por eso opinas así.

            – Es la verdad.

            Antonio permaneció unos minutos en silencio, comprendiéndole.

            – La vida no es fácil. Es una cosa que se va aprendiendo poco a poco. Tú has tenido la mala suerte de comprobarlo de golpe. Hay situaciones en que es difícil tomar una decisión. Tú hiciste lo correcto, seguramente porque eso te dictaba la conciencia…

            – Ha sido peor el remedio que la enfermedad.

            Antonio volvió a guardar silencio. Realmente no sabía qué decir. Externamente era muy fácil hablar, pero poniéndose en la piel del muchacho, no. Mac tenía su lógica. Independientemente que la moral diera una respuesta simple no era así.

            Se puso en pie.

            – Vamos.

            Mac se levantó sumiso. Estaba cansado de luchar.

            – ¿Es muy dura?

            Antonio lo miró sin comprender.

            – ¿El qué?

            – La cárcel.

            – No te llevo a la cárcel.

            – ¿Entonces adónde?

            – De momento a mi casa. De allí telefonearemos a la tuya para tranquilizarlos.

            – ¿Y qué haré en su casa?

            – Quedarte allí hasta que hable con el comisario. Es mejor que de momento no te vea. Tiene un cabreo contigo…

            – Ah, ¿sí?

            – Es un buen tipo, pero a veces se obceca. Y tú has llevado de cabeza a todo el departamento.

            – Lo siento.

            No lo decía por decir.

            – A mi compañero y a mí nos has hecho quedar como unos imbéciles.

            Mac no respondió.

            – No pongas esa cara -sonrió festivamente Antonio-. Lo que ocurre es que a ningún adulto le gusta que nos la pegue un crío.

            Mac respondió con otra sonrisa, tímida. Empezaba a caerle bien aquel hombre.

            Apenas hablaron en el regreso a Zaragoza y Mac agradeció aquel respeto a su intimidad. En alguna ocasión sorprendió al policía mirándole de reojo. La expresión parecía preocupada, como si temiera que el chico volviera a perder los nervios o terminara encerrándose en sí mismo como Efrén.

            – ¿Qué piensa hacer conmigo?

            – Ya te lo he dicho, llevarte a mi casa.

            – Ya, ¿y después?

            Una pregunta simple. Aquel chaval no era ningún simple.

            – ¿A qué te refieres?

            – ¿Piensa ponerme como cebo?

            La voz no sonó como la de un niño.

            – Has visto muchas películas.

            – Yo lo haría.

            – Tienes un bajo concepto de la policía. ¿Crees que nos gusta jugar con la vida de las personas?

            Mac se encogió de hombros al tiempo que dijo:

            – No sé…

            – ¡No sé! -el tono sonó a enfado falso y cómico. Aún a su pesar Mac sonrió. Antonio lo consideró una pequeña victoria.

            Detuvo el coche en una gasolinera.

            – ¿Qué pasa?

            – Llevo poco combustible. ¿Quieres tomar algo?

            Mac dudó.

            – ¿No tienes hambre?

            – Como un caballo. Desde ayer que no he probado bocado.

            Antonio rió. A Mac le recordó vagamente la de su padre. Una risa franca, alegre y confiada.

            Le dieron un bocadillo de jamón y repitió.

            – Siento la putada que te hice -dijo con la boca llena.

            Se interrumpió. Acababa de darse cuenta que lo había tuteado. A Antonio no pareció molestarle. Mac se sintió más cómodo.

            – De verdad, lo siento.

            – ¿A cuál de ellas? -preguntó jovial-, porque me has hecho muchas.

            – Bueno, a todas.

            – Reconozco que en la primera deseé retorcerte el cuello. Pero después me enteré de tu caso y lo comprendí.

            Mac asintió con la cabeza. Comía deprisa. Parte se le quedó detenida en el esófago. Bebió varios tragos de la coca-cola.

            Se sentía a gusto. No. Se sentía protegido y por eso estaba a gusto. La tensión que le había mantenido desde que huyó de casa estaba desapareciendo y la relajación que sentía su cuerpo era apacible. Sin darse cuenta comenzó a narrar su historia encontrándose mejor a medida que hablaba. Estaba acabando cuando se percató de ello. Calló bruscamente.

            – ¿Qué pasa?

            – Quizá he hablado demasiado.

            – Venga hombre, lo has dejado en lo más interesante. ¿Qué pasó cuando te llamó el alcalde?

            Mac arrugó la nariz.

            – ¿El alcalde? ¿Era el alcalde?

            – Sí. Es una de las razones por las que el comisario lleva ese mosqueo contigo.

            – El alcalde -repitió para sí mismo-. ¡Huy, joder!

            – ¿Qué pasó?

            – Supongo que ya sabrás lo demás.

            – Me gustaría conocer tu versión.

            – ¿No tendría que estar mi abogado?

            – No te estoy interrogando.

            – No. Estoy desembuchando como un pardillo.

            Antonio se rió.

            – A mí no me da risa -refunfuñó el chico.

            – No te preocupes. Lo del alcalde está arreglado. Ha retirado la denuncia.

            – Me tomas el pelo.

            – No. Te digo la verdad.

            Mac puso una mueca incrédula.

            – ¿No lo crees?

            – Eres policía.

            – Y no soy de fiar.

            Era una afirmación.

            Mac no contestó, se limitó a hacer un visaje frívolo.

            – ¿Por qué ha retirado la denuncia? -inquirió.

            – Tuve unas palabras con él delante de su esposa.

            – ¿Está casado?

            Su rostro era un poema.

            – Con hijos.

            – ¡Venga ya!

            – Parece increíble, ¿no? Pero es cierto.

            Mac se mantuvo en silencio estudiando aquel rostro. Parecía sincero.

            – Yo pensaba que esa gente no se casaba.

            – Te queda mucho por aprender de la vida.

            El chico se miró pensativamente las uñas, excesivamente cortas por su mala costumbre de mordérselas.

            – La verdad, no sé si vale la pena crecer.

            – ¿Crees que la gente más feliz es la retrasada?

            – Empiezo a estar convencido.

            – Pues te equivocas.

            – Si tú lo dices -respondió dubitativamente.

            – Te estás rindiendo. Eso no va contigo.

            – Qué sabrás tú de mi vida.

            – Lo suficiente.

            – Lo suficiente no es todo.

            – Pero da una idea bastante exacta. Sinceramente, me gustaría que mis hijos fueran como tú.

            – No te quedes conmigo.

            – Hablo en serio.

            Si no era así lo disimulaba muy bien. Mac no supo qué contestar. Sus pupilas empequeñecieron mientras se rascaba el torso, no estaba acostumbrado a que le admiraran.

            – No creo que los muertos opinen lo mismo -respondió con voz ausente.

            – Te estás torturando inútilmente. Te repito que no tienes culpa de nada.

            – ¿Entonces quién la tiene?

            – Nadie.

            – Para ti es muy fácil hablar.

            Tenía salidas de adulto.

            – Sí -reconoció el policía-, también es cierto.

            Estuvieron varios minutos en silencio. Antonio pidió una cerveza para él y otra coca-cola para el muchacho.

            – No te amargues más -insistió el policía-. Reconozco que mis palabras suenan estúpidas. No tengo ni la capacidad ni la sabiduría ni la labia para demostrarte que estás equivocado y que has hecho lo correcto. Tú no podías saber lo que iba a ocurrir después. Imagínate que callas y condenan a un inocente. Con el corazón en la mano, Mac, ¿cómo te habrías sentido?

            Mac, que gustosamente se habría comido dos bocadillos más, había ido perdiendo el apetito a medida que se prolongaba la conversación. Dejó el trozo que le quedaba en el plato. Ahora sentía un peso en el estómago, como si la comida estuviera sentándole mal.

            – Supongo que me sentiría como ahora -respondió con lentitud.

            Le entraron ganas de golpear con rabia la mesa, pero no hizo nada. No habría servido para nada. Una simple rabieta.

            – ¿Cómo te va la pierna?

            – Aún duele -contestó distraídamente. Volvió a sumirse en sus meditaciones.

            Antonio puso la navaja automática en la mesa. Mac trasladó la vista de ella al hombre.

            – Guárdala -dijo el policía.

            Estuvo a punto de rechazarla, pero al final la recogió. Se acoplaba perfectamente a su mano; no se había dado cuenta antes. La introdujo en el bolsillo trasero de los vaqueros.

            – ¿Nos vamos?

            Mac asintió con la cabeza.

            El trayecto que faltaba lo hicieron en silencio nuevamente. Antonio introdujo el automóvil por diversas calles. Cuando lo detuvo Mac sólo sabía que estaban por Torrero.

            Siguió al policía que se introdujo por un portal estrecho y tomaron el ascensor hasta el tercer piso. Allí un pasillo largo se introducía nebulosamente con alguna puerta lateral hasta terminar en el comedor. Se oía trajín de cacharros. Alguien estaba en la cocina, conjeturó Mac.

            – Mónica… -llamó el hombre.

            Contestó una voz que al chaval le pareció deliciosa. Asomó una muchacha muy joven, no tendría más de veinte años. Antonio los presentó y comentó a su esposa que Mac se quedaría unos días. Mónica no contestó, pero le hizo señas para que entrara en la cocina. Cerraron tras sí.

            Iban a discutirlo, estaba claro, a Mac no le extrañaba sonriendo a una niña que estaba en lo que al principio le pareció una jaula. Un parque infantil, se dijo haciendo una carantoña. La niña se rió mudamente de oreja a oreja. Hizo un ruido gutural y arrojó el muñeco que llevaba en la mano. Palmoteó.

            Con una pequeña sonrisa Mac se aproximó. Se arrodilló haciéndola simpáticas muecas. La niña rió y extendió los bracitos hacia él. Dudó un instante, pero no pudo resistir la tentación de cogerla. La niña extendió la mano, le cogió el rojizo cabello. Mac seguía jugando ignorando los pequeños tirones de pelo.

            No oyó abrirse la puerta ni sintió la mirada de la madre.

            La niña reía.

            – ¡Ah! -dijo señalando con su diminuto índice unos muñequitos.

            Mac le dio uno.

            – ¡Ah!

            La cría lo tiró al suelo y rió feliz.

            Mónica notó el brazo de su marido rodeándole la cintura. Volvió la cabeza mirándole a los ojos. Sonrió tiernamente. Tornaron a encerrarse en la cocina.

            Antonio le contó toda la historia. No pudo evitar las lágrimas. Pero, ¿no sería peligroso para ellos? Era difícil que Gabriel se enterase dónde estaba. Además sólo serían unos días.

***

            – Te gustan los niños.

            Mac se giró con un sobresalto. De pronto tuvo la sensación de haber metido la pata cogiendo a la niña. Se quedó sin saber qué decir, rojo como un tomate.

            – Dámela -sonrió Mónica-, si le das confianza se pone muy pesada.

            Mac le pasó la cría tímidamente.

            – Tendrás hambre.

            – Ahora no mucha.

            – Se ha comido dos bocadillos.

            – Eso no es nada para un chico. ¿Quieres algo más?

            – No, gracias, señora.

            Mónica no pudo evitar reírse. La tenía fuerte, escandalosa. Mac se quedó corrido.

            – Es la primera vez que me llaman señora. No vuelvas a hacerlo. ¿Sabes la edad que tengo?

            Mac negó con la cabeza.

            – Diecinueve. Así que no te llevo tantos años.

            – No, señ… no.

            Le habilitaron el sofá como cama, era más incómodo que su lecho, pero después de aquellos días tuvo la sensación de estar en un colchón de plumas. Durmió profundamente, no tanto por el cansancio que llevaba encima como la relajación que tenía ahora. Por primera vez en aquellos meses y sobre todo desde la huída de casa se sentía seguro. Le gustaban Antonio y también Mónica. Se sorprendió pensando en lo bonita que era. Tenía un rostro ovalado con una ligera entonación tostada, la nariz recta, ojos profundos, oscuros, ligeramente grandes, las cejas delgadas y espesas, los labios carnosos. Lo que más le gustaba era su cabello, largo hasta los hombros y suelto. El talle estrecho y senos generosos. Las piernas rectas y atléticas. Y tan dulce que había conseguido que se sintiera como en casa. Ella misma había telefoneado a su madre y había hablado con Eulalia antes de pasarle el auricular. No lo pudo asegurar, pero habría dicho que sintió medio en sueños aquellos preciosos labios posarse en su frente un leve instante, sonrió inconscientemente.

            – Te ha caído bien- murmuró Antonio al ver inclinarse a su esposa para darle el beso de buenas noches.

            – Parece muy buen chico.

            – Lo es.

            Mónica le besó. Sus labios tardaron en separarse. Antonio la estrechó con fuerza.

            – Menudo arrebato -bromeó cuando sus bocas se separaron- ¿A qué se debe?

            – A que estoy orgullosa de mi marido.

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