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29
octubre
Del Regallo al Ebro (22)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 7

            – Todos los plomos fundidos -explicaba el comisario-. Todos los aparatos detenidos, la respiración artificial, la UVI, en el quirófano estaban realizando una operación de urgencias…

            Antonio y Jiménez escuchaban sin atreverse a pestañear. Al segundo le asombraba lo que estaba oyendo y más que responsabilizaran de aquello a un chiquillo. Al primero no le extrañaba nada, conocía mejor que Jiménez a aquel chiquillo.

            – Fue él -proseguía torquemadamente el comisario García-. Huyó durante la confusión.

            – Comisario -intercedió Jiménez; era algo que no le entraba en la cabeza-, eso es una especulación. El que huyera no significa…

            Antonio no estaba tan seguro.

            – ¡No necesito pruebas! -los ojos de García fundían el hierro-. Reconozco a un criminal desde lejos. Como fuera se las arregló para provocar un cortocircuito.

            – Es un niño, no James Bond.

            – ¡Mida sus palabras!

            Jiménez comprendió que era más prudente callar.

            – Encuéntrenlo -dijo el comisario con los dientes apretados-. Ese chico es un peligro público.

            – Venga, comisario -intervino Antonio-. Tampoco es para eso.

            – Cállese -murmuró amenazadoramente-. No diga una sola palabra. No sé cómo se las arregló para que el señor alcalde retirara la denuncia, pero no juegue conmigo -golpeó con el índice el pecho de Antonio-. Quiero a ese crío entre rejas. Se está riendo de ustedes, de la justicia y de mí. Deténganlo.

            Podía meterse el dedito…

            Cuando habló la voz de Antonio fue suave.

            – Comisario, ese chico simplemente está asustado.

            – ¡Asustado! ¿Él está asustado? ¿Sabe que casi fallece el tipo de la operación? ¿Sabe lo que es el homicidio?

            Aquello pasaba de castaño oscuro.

            – Está usted exagerando. Es un crío, no pensó en las consecuencias, sino dudo que se hubiera atrevido. Tiene buen fondo. Además, tampoco pudo ser tan grave, los hospitales tienen un sistema auxiliar de iluminación.

            – ¡Usted es un imbécil!

            Antonio guardó silencio.

            El comisario se encaró con Jiménez.

            – ¿Usted piensa como éste?

            – El chico es testigo de un asesinato y el homicida lo persigue. Creo que está muy asustado. Sí, opino como mi compañero.

            El comisario puso cara de chiste.

            – Ustedes son increíbles. El chico está dándoles por el culo continuamente y encima les gusta. ¡Lárguense! -añadió-. No quiero verles en una buena temporada. Encargaré el asunto a otros.

            – ¿En serio crees que ese chaval ha sido quien ha dejado el hospital a oscuras? -preguntó Jiménez a Antonio al salir de despacho.

            – No lo creo, lo sé.

            – ¿Con qué medios? No pudo salir de su habitación, lo habrían visto, y tú mismo lo habías cacheado.

            – No necesitaba salir de la habitación. Seguramente hallaría el medio de comunicar los dos polos del enchufe y con las instalaciones actuales saltan los plomos echando leches. Esto ha sido cosa suya, ya llegarás a conocerle.

            – ¿Sabes lo que estás diciendo? Un niño no tiene capacidad para…

            – Las personas desesperadas son más ingeniosas que las que llevan una vida tranquila, y Macario no tiene un pelo de tonto.

            – No tenía nada con qué provocar el cortocircuito y no creo que en las habitaciones de los hospitales lo haya. No, te equivocas.

            – Alguien se lo daría.

            – ¿Quién, una enfermera? -sonrió sarcástico.

            – Ese amigo suyo lisiado. Está en la misma planta. Tuvo que ser él porque no hay otro. Debemos interrogarle.

            – Nos han retirado del caso.

            – No intervengas entonces.

            – Te las vas a cargar, Toni, y no vale la pena.

            – Necesita ayuda, no que se le detenga.

            Era inútil discutir con él, Jiménez lo comprendió.

            – De todas formas -continuó Antonio-, necesitaré que me eches una mano. Es posible que nos equivoquemos buscando al chico, quizá consiguiéramos mejores resultados persiguiendo al asesino.

            Jiménez dudó un instante. Luego hizo un mohín.

            – De acuerdo, miraré en los archivos a ver qué tenemos de él -sacudió la cabeza-. No sé por qué hago esto, me juego el puesto. Supongo que es porque me cae bien.

            – ¿El chico?

            – No, el comisario.

            – Te falta un tornillo.

CAPÍTULO 8

            A la enfermera no le extrañó aquel médico a pesar de que tomó las fichas y rebuscó hasta hallar la de Mac averiguando su habitación, después de todo era imposible conocer a todos los doctores del hospital. Respondió cortésmente a su saludo sin apenas levantar la vista de sus quehaceres.

            Gabriel, enfundado en una bata médica, recorrió el pasillo, que se alargaba como un desfiladero, hasta detenerse en la habitación de Mac. Acechó disimuladamente a ambos lados. Nadie se fijaba en él. Entró.

            La cama estaba levantada, el armario abierto y vacío. Se arrodilló cogiendo de un rincón un trozo de cable semifundido, el enchufe de la pared estaba negro de un terrible fogonazo.

            Murmuró una maldición.

            Regresó a recepción y le preguntó a la enfermera.

            – Huyó esta noche -notificó admirada de que no lo supiera-. Aprovechó un apagón que hubo.

            Con un supremo esfuerzo Gabriel consiguió que en su rostro no se reflejara ninguna emoción sospechosa, pero sus ojos brillaron como el hielo bajo un tenue sol de invierno.

            – Tienen aquí otro paciente mío, pero he olvidado la habitación.

            – ¿Cómo se llama?

            La enfermera buscó en las fichas. Dijo el número.

            – Gracias, muy amable.

            – No hay de qué, doctor.

            Lo vio alejarse. Su comportamiento era correcto, pero había algo en él. Se le representaba como un actor que no se siente a gusto con su papel. Encogió los hombros ¡Qué tontería!

            Gabriel entró en la habitación.

            Efrén estaba leyendo un tebeo del Mortadelo. En la otra cama un paciente, que habían ingresado aquella mañana, roncaba apaciblemente.

            Efrén alzó la vista al oír la puerta. Sus labios se tornaron violáceos, abrió la boca.

            – Tch, tch, ni una palabra -murmuró Gabriel-. No queremos despertarle, ¿verdad?

            Efrén permaneció con la boca abierta, sin pronunciar sonido, respirando por ella.

            Gabriel se sentó en la cama. A su lado. Le acarició el cuello como quien acaricia a una bella mujer.

            – Me estáis dando muchos problemas. Por culpa vuestra me persigue la policía.

            Efrén no reaccionaba. Sentía cómo la mano apretaba ligeramente el cuello, pero se sentía incapaz de moverse, de defenderse.

            – No pudisteis quedaos en la cama como unos buenos chicos, no. Tuvisteis que salir a fisgonear.

            La mano apretaba un poco más.

            – Por favor -sollozó Efrén avergonzado, no tanto por el miedo que sentía como por su poco valor para luchar.

            – ¿Dónde está tu amigo?

            – No lo sé.

            – ¿Dónde?

            – No me lo ha dicho.

            – Sólo pueden ajusticiarme una vez, igual me da que sea por un muerto que por muchos.

            – Por favor -moqueó-, no sé nada, por favor.

            Dos manos apretaron con fuerza su cuello. Su respiración se detuvo. Puso las suyas encima para intentar liberarse. Su rostro estaba congestionado. Sus ojos fijos en los otros grises. Trató de gritar. Boqueó como un pez fuera del agua.

            Una tierna sonrisa alegró el rostro de Gabriel a medida que lo estrangulaba.

***

            La pierna le dolía a cada paso que daba. Había pasado la noche en un banco y al despertar casi no pudo moverla. Ahora el dolor se iba amortiguando, aunque aún seguía intenso. No podía evitar la cojera mientras se encaminaba hacia el Coso. Tenía intención de cruzar al otro lado del Ebro y hacer  auto-stop. Seguía sin gustarle la idea después de su experiencia, pero no hallaba otra solución mejor.

            Se rascó el mentón.

            Esperaba que se detuvieran; con el rostro magullado y aquella pierna daba lástima. Un pobre niño desvalido. Su mente empezó a divagar en busca de una historia creíble con la cual enternecer a quien parara.

            Sin embargo no estaba tranquilo. Corría el riesgo de que alguien lo reconociera o que, en el colmo de la mala suerte, fuera Gabriel quien abriera la portezuela del coche.

            No quiso pensar en aquello. Se negó a hacerlo.

            Una historia.

            Eso es.

            Lo había hecho con éxito con el psiquiatra.

            Una historia como la de aquellos autores griegos que les hacían estudiar en la clase de literatura.

            Se detuvo. Buscó un banco donde sentarse. A medida que se fatigaba la pierna le dolía más. Suspiró de alivio cuando la pierna dejó de soportar su peso. Menos mal que no era gordo.

            Echó una ojeada alrededor. Estaba en una plaza, lo suficientemente temprano como para que no hubiera niños jugando. Apenas había gente, tan sólo mujeres que cruzaban a paso rápido llevando a sus hijos al colegio o con bolsas y carros de compras. El cielo estaba gris a pesar de que hacía calor. Hacia el oeste las nubes estaban despejándose. Venían hacia él. Antes de una hora el cielo estaría completamente azul y el sol atacaría con fuerza. Estaban en julio, a finales de mes, para el veintidós haría siete meses que comenzó todo. Siete meses, ¿no eran siete años?

            Un chapoteo encima de sus bambas le llamó la atención. Una paloma, se estaba cagando. Dio un manotazo a la rama del árbol maldiciendo. La paloma emprendió el vuelo.

            Se acordó de cuando le detuvieron. Sonrió. Se rió abiertamente y se sintió emocionalmente mejor. Una abuela que pasaba con su nietecito lo contempló como a un pobre idiota.

            – Yaya, ¿por qué se ríe? -murmuró el niño señalándole con el chupa-chup. Una mancha de caramelo le surcaba los labios.

            Mac seguía riendo. De pronto no podía parar. Cuando lo consiguió escondió la cara entre las manos sollozando.

            Acabaré por volverme loco.

            Pensó nuevamente en su padre. En los años que murió no lo había echado tanto de menos como en aquellos pocos meses. El era un adulto, él sabría qué hacer.

            El llanto se hacía más quejumbroso. Se abandonó a él.

            – ¿Te pasa algo, muchacho?

            Un guardia urbano.

            El miedo cortó las lágrimas. Se secó con una mano.

            – No, nada, es que… me duele la pierna.

            – ¿Algún golpe?

            – Sí.

            – ¿Te ha visto el médico?

            – Sí, me -pensó muy rápidamente- ha recetado unas pastillas verdes y azules. Dice que son para el dolor.

            – ¿Vives lejos?

            – No. En aquellos bloques. Hoy es el primer día que salgo y me he cansado, por eso me duele más.

            Podría labrar su porvenir como actor.

            – Bien. Pero el dolor fortalece.

            – Sí, señor.

            – Recuérdalo. Y no llores, no es de hombres.

            – Sí, señor. No lloraré.

            – Eso está bien. Vamos sonríe.

            Mac lo hizo torpemente procurando que resultara cortés.

            – Así me gusta -sonrió a su vez el policía. Le caía bien aquel muchacho, se le veía educado, no como otros que parecían tomar como una cuestión de honor mostrarse descarados ante la autoridad para demostrar valentía.

            Se marchó con pasos lentos, satisfecho por su buena obra, la espalda recta, las manos enlazadas en los riñones, la calva, cubierta por el casco, coronando su redonda cabeza de ojos búhos y mostacho enorme; seguido por la mirada chuzona de Mac.

            – Gilipollas -murmuró el chico.

***

            El juez ordenó levantar el cadáver. La camilla con el cuerpo cubierto por una sábana se cruzó con el agente Jiménez al salir del ascensor. Se encaminó, después de echarle un breve vistazo, con paso rápido hasta la habitación de Efrén. Antonio estaba con las manos en los bolsillos y rostro nublado.

            – Acabo de enterarme -anunció Jiménez.

            – Un poco antes que hubiese llegado…

            Una asistente estaba limpiando la sangre del suelo. En el pasillo algunos policías de uniforme impedían las miradas curiosas del personal sanitario. Los enfermos en las habitaciones con prohibición de salir de ellas.

            – ¿Cómo está el chico?

            – Físicamente bien, pero sufre un shock emocional del que aún no ha salido.

            – Era de esperar. ¿Cómo ha sido?

            Antonio no miraba a su compañero. Tenía la mirada ausente en sus propios pensamientos, aunque no perdiera detalle de lo que le decían.

            – Por las señales del cuello debieron intentar estrangularlo. En eso que entró la enfermera que iba tomando las temperaturas, gritó y trató de impedirlo. El asesino se olvidó del muchacho y la disparó a quemarropa huyendo a continuación.

            – ¿Gabriel? -aventuró Jiménez.

            – ¿Quién sino? Están tomando declaración a los testigos, pero tiene que ser él.

            La lengua de Jiménez abultó en sus labios al pasarla entre éstos y los dientes, pensativo.

            – No tiene sentido -murmuró-. ¿Por qué va tras estos chicos? Lo lógico es que intentara huir. ¿Por qué se arriesga?

            – Para mí que está loco.

            – ¿Un psicópata? Podría ser. Loco no, porque un loco no sabe lo que se hace y éste parece saberlo muy bien.

            – ¿Has averiguado algo?

            – En los archivos no hay nada. Espero que se pueda hacer un retrato robot con las descripciones de los testigos, porque va a ser lo único que tengamos de él.

            – ¿Es que hasta aquí tengo que encontrarles?

            Se giraron hacia el comisario, que caminaba a buen paso hacía ellos, respirando ruidosamente, de mal humor porque le habían interrumpido el desayuno, justo en el mejor momento. El sonido del teléfono le había sobresaltado y la reluciente mancha de huevo en la pechera de su camisa aún lo enfurecía más.

            – Les dije que no quería volver a verles.

            – Comisario, el que ha hecho esto -comentó Antonio sin inmutarse- es el mismo que persigue al otro muchacho. Devuélvanos el caso.

            – Ya lo he entregado a otros.

            – Pues denos éste -terció Jiménez-. En definitiva se trata del mismo.

            Estaba ya junto a ellos, en actitud de querer comérselos.

            – Les digo lo mismo que esta mañana. Desaparezcan.

            Mientras se alejaban le pareció oír algo parecido como maldito imbécil, pero no pudo asegurarlo. Achicó los ojos peligrosamente.

            Jiménez apretó el botón del ascensor.

            – ¿Te das cuentas -inquirió- que si no llega a huir ahora ese Macario estaría muerto?

            – Sí.

            Antonio tenía el rostro tenso.

            – No me importa lo que diga García. Voy a detener a ese tipo.

            – Te repito que te la cargarás.

            – No me importa -Antonio señaló la habitación de Efrén con la mano abierta y el brazo extendido en un gesto rudo-. Ese chico está inválido. El tío le rompió la columna y aún así ha querido matarlo. Está vivo porque Dios no ha sabido qué hacer con él. Un crío, Jiménez, un crío totalmente inofensivo. Y el otro está sometido a una presión que no deseo a nadie. Todo por culpa del mismo. No, no me importa, que me hagan lo que quieran, pero voy a detenerlo.

***

            Mac subió al automóvil. Al final había parado uno. Dos horas esperando. El conductor dijo que iba hacia Huesca.

            – Yo también.

            Se acomodó en el asiento.

            No pudo menos que estudiar sigilosamente al hombre; seguía escarmentado de la otra vez. Era algo bajo de estatura, uno sesenta y tantos, recio, cabeza grande, ancha, cuadrangular. Cabello gris peinado hacia atrás, ojos marrones. No parecía poseer aspecto preocupante.

            – ¿Qué haces aquí?

            – Me escapé de casa -dijo lastimeramente-, pero estoy harto, quiero regresar.

            – La aventura no ha salido bien, ¿eh?

            – No -murmuró tímidamente.

            – ¿En qué calle vives?

            – En el Coso -contestó cautamente rezando para que existiera aquella calle. La había dicho pensando en la de Zaragoza.

            El conductor no respondió. Mac respiró tranquilo.

            No volvieron a hablar. El muchacho no parecía muy comunicativo y el hombre decidió no importunarle. Se veía bien claro que lo había pasado mal. Aquella cara… luego la cojera. Bueno, si no le había pasado nada más le estaba bien empleado. Quizá hubiera aprendido la lección y no intentara más tonterías.

            Mac cerró los ojos agradeciendo el silencio. No tenía ganas de hablar, ni de mentir, ni de discurrir más embustes. Estaba cansado, agotado de tener los nervios a flor de piel. Se relajó lo que pudo sin dormir escuchando la radio.

            Durante media hora se entretuvo oyendo una canción tras otra, intercaladas con los comentarios del locutor y el público que telefoneaba a la emisora.

            El seiscientos avanzaba a una velocidad constante, tomando las curvas sin vaivenes.

            Las noticias.

            Decían algo sobre un asesinato en el hospital Miguel Servet.

            Abrió los ojos.

            El asesino había intentado estrangular a un chico inválido. No dijo nombres.

            Mac palideció. Su mano derecha se crispó en la manivela de la puerta.

            Se daba la circunstancia de que otro menor de edad había huido aquella noche del mismo centro hospitalario. Rumores no confirmados aventuraban la posibilidad de que el criminal lo buscara a él.

            – Por favor, pare.

            Le vino justo oír su propia voz.

            Ahora hablaban de la enfermera.

            – ¿Eh?

            – Detenga el coche.

            – ¿Por qué?

            – ¡Detenga el coche!

            El grito le salió del alma.

            El conductor miró por el retrovisor y obedeció.

            – ¿Te ocurre algo?

            Mac ya se había apeado.

            El hombre movió la cabeza y siguió su camino. Hasta pasados unos minutos no se le ocurrió relacionar la reacción del chico con la noticia.

            En el siguiente pueblo se detuvo en el puesto de la Guardia Civil.

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