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15
octubre
Del Regallo al Ebro (20)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 5

            – Aquí no está -aseguró Jiménez al reunirse de nuevo después de inspeccionar el andén. Antonio había hecho lo mismo con el resto de la estación.

            – Pero vendrá. Desde que ha comprado el billete no ha pasado ningún tren. Sigue en Zaragoza. Vendrá.

            Jiménez no contestó paseando la vista por el andén. Padres que buscaban a sus chiquillos, que correteaban peligrosamente entre las piernas y equipajes, apilados algunos y descuidadamente en el suelo otros en espera de alguna mano ligera que liberase de su peso al propietario. Extranjeros con aspecto estrafalario, jóvenes autóctonos que empezaban a imitarlos ante el escándalo de los mayores. ¿Adónde irían a parar? Voces en distintas lenguas que iban y venían en espera del tren. Olores a sudor, colonia o a mezcla de ambos. Una pareja que se besaba apasionadamente ante la mirada atónita de una abuela, restregando el pubis y la pierna derecha de la chica enlazada en la de él que, ¿dónde tenía las manos? La abuela dio un manotazo al marido que los contemplaba con expresión soñadora. Un balón cruzó peligrosamente entre varias personas, el niño lloraba por el cachete de la madre en el culo. Te he dicho que no juegues aquí.

            Jiménez contó con los dedos los días que le faltaban para coger vacaciones.

***

            Su foto en el periódico. Mac dejó el diario en la papelera con una mueca. Si el tío de las taquillas la veía…

            Se dirigió a la estación con la sensación de que le vigilaban. ¡Su foto! La idea de marcharse en tren ya no le seducía. Una vez en marcha ya no podría bajar y podría detenerle el revisor si lo reconocían. Hacer auto-stop después de la experiencia que había tenido, tampoco.

            Se detuvo un instante dudando.

            ¿Un autocar? ¿Dónde habría estaciones?, sólo conocía la del coche de línea hacia Andorra.

            Negó con la cabeza.

            Tampoco.

            También allí había periódicos.

            ¿Andar? Era una salida, quizá la única. Pero no se encontraba con ánimos.

            Continuó hacia la estación meditando qué sería mejor.

***

            – El comisario es estúpido con ganas -comentó Antonio con la vista fija en el diario que leía un veraniego. La fotografía de Mac era mala, pero se le reconocía fácilmente.

            – Facilitará que lo encontremos.

            Antonio negó.

            – Hará que se esconda. Ese chico no tiene un pelo de tonto.

            – Se diría que le admiras.

            – La verdad es que sí.

            Narró a Jiménez todo lo que sabía de Mac, aunque éste ya conocía la historia.

            – A quien deberíamos buscar es al asesino. Teniéndole a buen recaudo el chaval volvería solo a casa. Pero así no lo cogeremos, te lo digo yo.

            Jiménez estaba con la vista fija en una muchacha de pantalones tipo pata de elefante y camiseta ceñida. Estaba ladeada. Los ojos del policía iban del busto al culo.

            – Sobreestimas a ese granujilla.

***

            Mac detuvo sus pasos. Al uno no lo conocía, pero el otro… ¿Dónde había visto aquella cara? No lo recordaba, pero algo le decía que había peligro. Se quedó quieto unos segundos indeciso. Sus ojos se encontraron. Entonces recordó. Echó a correr.

            Antonio fue detrás y Jiménez lo mismo por inercia.

            Mac salió a la calle disparado, como si en vez de la policía fuera Gabriel quien iba detrás.

            Al principio nadie hizo caso, era normal que a un chiquillo le diera por galopar en las calles. Luego oyó algo así como ¡detengan a ese chico!, y a algún probo ciudadano le dio por cumplir el deber cívico. Mac se vio obligado a esquivarlos. Su velocidad disminuyó y la distancia entre sus perseguidores también. Estaban a punto de cogerle. Se arriesgó a cruzar la calle. Su misma excitación impidió que oyera el chirrido de los frenazos, menos uno que apenas le dio tiempo. Mac acababa de eludir un auto y no vio aquel. A pesar que ya estaba casi parado alcanzó al muchacho en una pierna derribándolo. Mac fue rodando unos metros. El automóvil que venía en dirección contraria frenó justo a diez centímetros. Intentó levantarse, aturdido, la pierna le dolía. Cuatro manos cayeron sobre él.

            Jiménez fue a buscar el coche mientras Antonio lo inspeccionaba. La pierna empezaba a inflamarse.

            – Me duele -gimoteó.

            El policía la examinó. Tiró de ella. Mac apretó los dientes.

            – No la tienes rota. ¿Puedes ponerte en pie?

            – No lo sé.

            – Inténtalo.

            Un taxi paró. Bajó una mujer.

            Lo pensó tarde, cuando el taxi ya había marchado. Podía haber dado un empujón al policía y aprovechar el vehículo para huir amenazándolo con la navaja.

            La pierna le dolía, pero se mantenía en pie fácilmente.

            Antonio lo cacheó, encontró la navaja.

            – Olvidaremos que la tenías, ¿eh? -sonrió amigablemente guardándosela.

            Mac no contestó. La pierna le dolía más y aunque no se quejaba no podía evitar un rictus de dolor en su rostro. Su cabeza estaba despejada de nuevo.

            – Ahí está el coche. ¿Podrás caminar?

            Lo intentó. La pierna le punzó. Se dejó caer con un grito de dolor.

            – Me duele mucho -lloriqueó.

            Antonio frunció el ceño. Indeciso.

            – No hagas comedia.

            Mac se acordó de su padre en una exclamación espontánea.

            – No es comedia -se quejó- Me duele, seguro que la tengo rota.

            – Y mientras estabas de pie no te dolía -Antonio estaba de cuclillas junto a él-. Tú no me la vuelves a pegar.

            Mac seguía quejumbroso. Algunos transeúntes se fueron deteniendo uniéndose a los que ya estaban desde el accidente.

            – ¡Vamos, circulen! -ordenó Jiménez llegando a ellos-. Aquí no hay nada que ver.

            Antonio cogió del brazo a Mac.

            – Venga, levántate.

            Mac no se movió. El policía tiró de él. El chico no ayudó, un peso muerto que hizo que el brazo terminara escurriéndose entre los dedos de Antonio. Mac cayó sobre la pierna.

            – ¡Aaah! -gritó agónicamente.

            Jiménez sudaba.

            – ¿Estás seguro que no la tiene rota?

            Se levantaba un murmullo entre los mirones.

            – ¡He dicho que circulen!

            – Está fingiendo -insistió Antonio.

            Mac lloraba aparatosamente, sorbiendo los mocos y quejándose.

            – Pobre crío -dijo una voz enternecida.

            – Llevémoslo al hospital -Jiménez estaba preocupado-, que le hagan una radiografía.

            – Te repito que es todo cuento.

            – ¿Qué podemos perder? No podrá escapar.

            – ¿No ven que el chico sufre? -voceó alguien entre el gentío.

            – ¡¿No tienen otra cosa que hacer?! ¡CIRCULEN!

            Antonio estudiaba a Mac, que decía algo sobre su pierna entre pucheros y lamentos.

            – De acuerdo -murmuró entre dientes.

            Entre los dos cogieron al chaval. El alarido que soltó cuando Jiménez le cogió las piernas asustó a éste que las dejó caer. Mac aulló.

            Salvajes era lo más suave que se oía ya entre el corro que crecía imparable. Muchos estiraban el cuello para ver qué había en medio que llamaba tanto la atención, otros preguntaban lo que ocurría y los más sensibles lloraban compadecidos por los sufrimientos del muchachito. ¡Más le valía a la policía perseguir a los criminales! Una criatura indefensa. ¡Si le habían golpeado y todo! ¿Sí? Que mala sangre, esto en Europa no pasaba. Unos chulos, eso es lo que eran. Pobre muchacho. ¿Muchacho? ¡Un niño! Una mujer se santiguó. Le habían puesto el rostro como el de un Santo Cristo.

            Los abucheos iban creciendo y los más audaces soliviantaban a los demás para que agredieran a aquellos policías, que la habían tomado con un inocente niñito. Desde los más cercanos a los últimos que se unían al corro la edad de Mac había descendido de doce a cinco años.

            – Llamemos a una ambulancia -comentó Jiménez dándose cuenta que era más conveniente no enfrentarse a la horda de ciudadanos.

            – ¡Está fingiendo! ¡Cógelo!

            – ¡No! llamemos a una ambulancia.

            Antonio nunca había tenido tantos deseos de acogotar a alguien como aquel día. Su mirada podría haber matado a Mac si éste se hubiera percatado de ella, pero estaba tan pendiente de su actuación que no veía nada.

            Pareció que la ambulancia no llegaba nunca. Mac seguía quejándose, llorando, cogiendo su maltrecha pierna con trémulos dedos. La gente vociferando y los policías sin atreverse a hacer ningún movimiento sospechoso o emplear palabras altisonantes. Al final se presentó. El sanitario y el conductor se abrieron paso con la camilla. Lo pusieron en ella delicadamente.

            Antonio quiso subir a la ambulancia, pero el enfermero se lo impidió.

            – Pero, ¿quién se c…?

            – Venga detrás con su coche. No se preocupe, no podrá escapar.

            De mal humor Antonio accedió.

***

            – ¡Está fingiendo!

            Conducía con rabia.

            Parecía no saber decir otra cosa.

            – Vamos, Toni, sólo tiene doce años.

***

            En la ambulancia Mac parecía más tranquilo. El enfermero le sonrió fraternalmente después de ponerle un analgésico inyectado.

            – Parece que sólo es una contusión.

            Mac no contestó. Cerró los ojos.

            De momento había conseguido retrasar que lo llevaran a comisaría, pero ¿qué hacer ahora?

            Sintió un golpe en la mejilla. Abrió los ojos. El enfermero le miraba preocupado.

            – ¿Te has golpeado en la cabeza?

            ¿La cabeza?

            – N… sí -rectificó.

            Por eso había cerrado los ojos. Era fácil alguna lesión interna.

            – ¿Has perdido el conocimiento?

            – No lo sé… no me acuerdo, quizá sí, ¿por qué?

            – ¿Te duele?

            – No mucho, ¿por qué, es grave?

            – No -quiso tranquilizar-, pero quizá debas quedarte un día o dos hospitalizado.

            Cuando llegaron al hospital el dolor de cabeza era espantoso.

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