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08
octubre
Del Regallo al Ebro (19)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 4

            Antonio torció el gesto paseando la vista alrededor. Si estaba por allí no iba a ser fácil encontrarlo. No hacía ni media hora que el comisario les había dicho que Mac había sido visto en la estación del Portillo. Sacudió la cabeza. De haber sido un día normal no habría habido tantos problemas, pero los primeros días de vacaciones la estación se atiborraba con una multitud desmadrada.

            Jiménez puso cara de chiste.

            – ¿Empezamos a mirar chico por chico? -bromeó.

            Se encaminaron a las taquillas y mostraron la foto del muchacho.

            – Sí, ha estado aquí.

            Miraba la foto con interés.

            – Creo recordar que sacó tres billetes.

            ¿Tres billetes? ¿De quién iba acompañado?

            – ¿Para dónde?

            El empleado permaneció en silencio, pensando.

            – La verdad es que no lo recuerdo. Estos días viene mucha gente. Su cara sí, me llamaron la atención los moratones. Puede que no haga ni una hora que ha estado. Oiga, ¿ha hecho algo?

            – Robar el Banco de España.

            El empleado puso cara de alelado. Antonio envió una mirada criminal a su compañero.

            – Las preguntas las hacemos nosotros -comentó-. ¿Recuerda si dijo algo? ¿Alguna cosa que le pueda hacer recordar la dirección?

            El hombre movió la cabeza.

            – No, nada. Bueno… sí, preguntó dónde había unos teléfonos.

            Allí no estaba. Antonio frunció el ceño.

            – ¿A quién podría llamar?

            – Tú no sé. Si fuera yo a casa.

            Cabía la posibilidad. Antonio marcó el teléfono de Mac. Contestó Quique.

            – No, aquí no ha llamado nadie.

            – ¿Quién es? -oyó decir a la madre.

            – Nadie, mamá.

            Eulalia no dio tiempo al pequeño a colgar.

            – Diga.

            – Soy el agente López. Estoy en la estación del ferrocarril y quisiera saber si su hijo ha llamado.

            – Sí, hace unos veinte minutos.

            ¡Con que no había telefoneado!

            ¡Crío de las narices!

            Su enfado no duró. Quique protegía a su hermano como pensaba que debía hacerlo.

            – ¿Le ha dicho algo de las intenciones que lleva?

            – Sólo que estaba bien y que no me preocupara.

            Su tono demostraba que sí lo estaba.

            – ¿Lo encontrarán, no es cierto?

            – Estamos haciendo lo que podemos. Pero él no da ningún tipo de facilidades. Huye de nosotros como de la peste.

            – Bocazas -oyó murmurar a Jiménez.

            Se maldijo. Su compañero tenía razón. Ahora la mujer estaba más preocupada. Eulalia no comprendía por qué su hijo huía de la policía.

            – Es que está asustado…

            ¿Cómo podía asustarse de quien lo protegería de Gabriel?

            Jiménez aplaudía levemente. Antonio tuvo ganas de soltarle un sopapo.

            – Bueno, es un niño, quizá piense…

            – Dile que ha robado al alcalde -murmuró Jiménez.

            – ¡Cállate! No, no es a usted… Un imbécil que tiene prisa por hablar por teléfono. Bueno, mire, si vuelve a llamarla averigüe dónde se encuentra y notifíquenoslo. ¿Lo hará?

            ¿Cómo no iba a hacerlo? ¿Por qué no le decía lo de la huida…?

            – Está asustado, ya le digo. Bueno, oiga, he de colgar -dijo rápidamente.

            – Hazme un favor -dijo Jiménez-. Si un día me ocurre algo no llames a casa a tranquilizarlos.

***

            Mac iba por el segundo bocadillo y había comprado un tercero para el viaje. Preguntó la hora mientras esperaba en un semáforo. Todavía tenía tiempo. Lo mejor habría sido esperar en la estación, pero había vuelto a tener hambre y carecía de paciencia para estarse quieto en un sitio.

            Verde.

            Cruzó preguntándose dónde estaría Gabriel. En la siguiente travesía dejó que pasara el tranvía. Se detuvo en un kiosco. Ver su foto en los periódicos hizo que se le nublara la vista. El corazón palpitó. Lo reconocerían, pero sintió la necesidad de saber qué decían de él. Lo cogió. Lo pagó. El quiosquero extendió la mano sin mirarle, pendiente de los resultados de la quiniela. Contó el dinero distraídamente. Asintió con la cabeza como si Mac aún permaneciera allí.

            El muchacho se sentó en un banco. En la portada sólo ponía desaparecido. Miró las páginas internas. No decía nada que no supiera, excepto que no parecía la misma historia. Tan sólo coincidía en que era un testigo de homicidio que había huido de casa perseguido por el criminal. En lo demás parecía el protagonista de una película policíaca, ni un asomo de verdad. El no era aquel chiquillo valiente que había desafiado las iras del maligno asesino pese a sus amenazas de muerte, no era ningún 007…

***

            Había poca gente de Andorra que se encaminara a Teruel aquella mañana de finales de junio, para asistir al juicio de Fermín, en realidad, cuatro, la suegra con los dos nietos y Mac, un poco apartado, sin ganas de conversar aunque respondió al saludo de Silverio e intercambió algunas palabras.

            Subió el último al coche de línea descubriendo que el único asiento libre era el de Silverio. Con una mueca se sentó. Isabel le lanzó una mirada furibunda, aún no había olvidado la pedrada.

            Durante bastante rato Mac permaneció callado ni Silverio intentó crear conversación, se había acostumbrado ya a aquella nueva forma de ser tan extraña en Mac. Sin embargo, después de pasar el puerto de San Just Mac se dio cuenta que debía hablar con Silverio. No conocía al abogado de Fermín y era fácil que no quisiera hablar con él ante el ajetreo del juicio.

            – ¿Conoces al abogado de tu padre? -preguntó bruscamente.

            Silverio se sorprendió, tanto por la estúpida pregunta como por lo abrupto del tono.

            – Pues claro.

            – Quisiera hablar con él.

            ¿Hablar?

            Silverio frunció las cejas.

            Mac estaba pálido, con gotitas de sudor frío en la frente y ojos de angustia.

            – ¿Por qué?

            A Silverio se la había puesto piel de gallina. Mac sabía algo, lo que fuera, pero algo.

            – Tu padre no mató a Nicolás -susurró-. Lo sé porque lo vi todo, él no lo mató, estaba allí, pero no lo mató.

            Terminó contando todo excepto que Efrén era otro testigo, se calló esto y el motivo que explicaba qué hacía él por aquella zona. Tampoco Silverio se fijó en aquella falta de datos, únicamente en que Mac lo había visto y que su padre era inocente.

            – ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¡Cabrón! Lo sabías todo y has dejado que mi padre se pudriera en la cárcel todo este tiempo.

            Había hablado en voz baja, pero a Mac le hizo el efecto como si hubiera sido a grito pelado.

            – Tenía miedo -farfulló- No. Tengo miedo. Tú no conoces a ese tío, no lo conoces -repitió como un idiota-, no lo conoces.

            El abogado se quedó de piedra como todos los asistentes al juicio ante la declaración de Mac, que sentía en la nuca los instintos asesinos de Gabriel.

            El fiscal atacó. ¿Qué hacía un chico de su edad en las afueras del pueblo a aquellas horas de la madrugada? La respuesta no satisfizo a ninguno. Le recordaron que estaba bajo juramento. ¿Sabía lo que era perjurio? Con los labios violáceos Mac asintió. ¿Qué hacía entonces? ¿O estaba mintiendo?

            – No miento.

            – Habla entonces, vamos, ¿acaso tienes miedo?

            – ¡Cojones, pues claro!

            La respuesta hizo reír a los asistentes y desconcertó a fiscal.

            No debía tener miedo si decía la verdad. La Justicia…

            – Si usted lo dice -no pudo evitar interrumpir.

            – Pero, ¿a qué tienes miedo?

            – ¡Al asesino! ¿A quién sino?

            ¡Aquel tío parecía imbécil! Mac no sabía para qué había estado tantos años estudiando una carrera.

            – ¿Está ese hombre en esta sala? -preguntó el juez.

            Mac se tranquilizó al no verle. Negó; aunque el miedo no desapareció.

            La acosaron hasta el punto que comprendió que no conseguiría demostrar la inocencia de Fermín sino involucraba a Efrén. Su declaración, sin explicar claramente qué hacía allí él, se venía abajo a pesar de todos los detalles que daba.

            Se interrumpió el juicio hasta la tarde. En aquellas horas dos agentes se presentaron en casa de Efrén con la citación como testigo. La madre se desmayó. El muchacho no negó nada. Todo estaba perdido. Reconociera el hecho como cierto o dejara embustero a Mac ya nada tenía solución de cara a Gabriel, así que de perdidos al río. Los dos amigos no se habían visto en todo el día y los mantuvieron en habitaciones separadas impidiendo el contacto. Las declaraciones coincidieron y los detalles que le faltaban al uno los complementaba el otro. No había engaño. Fermín fue declarado inocente.

            Inocente.

            Mac pensó que era para sentirse orgulloso, pero no era así. Aún no había ido a casa desde su regreso aquel anochecer, pero su familia ya debía saberlo. No tenía valor para ir ni de afrontar sus caras.

            En la oscuridad de la calle algo le golpeó, cayó al suelo antes de ver nada, recibió dos enloquecidos puntapiés en el abdomen que acabaron con toda su resistencia. Gabriel. Iba a matarle.

            Pero el otro ya no atacaba.

            Se movió en el suelo con un quejido. Vio unas zapatillas deportivas. Aquel no era Gabriel, pensó vagamente. Alzó con lentitud la vista.

            Efrén.

            Tenía expresión de hielo ardiendo.

            – ¡Maldito hijo de puta! ¡Con que no me comprometerías!

            – No pude hacer otra cosa -respondió débilmente. Tenía un sabor amargo en la boca.

            – ¿Te das cuenta de lo que has hecho? -aulló.

            – No pude…

            Seguía sin fuerzas para ponerse en pie.

            – ¡Sí pudiste! ¡Pudiste callar! ¿Qué te importa un borracho?

            Levantó el pie para soltar otra patada. Se contuvo. La expresión de Mac era de indefensión. Se tranquilizó. ¿Qué les estaba ocurriendo? Eran amigos, lo habían sido toda la vida. ¿Cómo era posible que todo terminara así? Se sintió sin valor para sostener aquellos ojos.

            – Va a matarnos, ¿no te das cuenta? -gimió.

            Mac intentaba levantarse torpemente. Le ayudó con la sensación de ser un miserable. Las piernas de Mac falsearon, lo sostuvo para que no cayera al suelo.

            – ¿Estás bien?

            Mac asintió con la cabeza. Le dolía el abdomen terriblemente.

            Se pedían perdón el uno al otro con la vista en una expresión curiosa.

            – Tengo razón -murmuró Mac no dando su brazo a torcer.

            – Va a matarnos.

            Ya podía sostenerse él solo. Efrén lo soltó.

            – Tengo razón.

            – ¿Y de qué te sirve si te matan? -la voz de Efrén sonó pausada y desesperada- ¿Qué bien hay en eso? -abrió los brazos- ¿Lo que diga la gente? El Fulanico, qué bueno era, se dejó matar por salvar a un hombre, qué buen chico -se pasó la mano por el cabello en un gesto furioso, pero no tenía ganas de agredir sino de llorar- ¿Es que no te das cuenta? ¿De qué sirve lo que has hecho?

            – No me dejaré matar.

            – Yo al menos no. Me marcho esta madrugada, si quieres venir…

***

            ¿De qué sirve lo que has hecho?

            ¿De qué?

            Ojalá se hubiera mordido la lengua.

            Ojalá…

            Toda su vida había saltado en pedazos.

            ¿De qué sirve lo que has hecho?

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