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01
octubre
Del Regallo al Ebro (18)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 3

            El balar de las ovejas hizo que se escondiera y echara un vistazo a las ropas. Sería difícil que las vieran, pero no obstante se preocupó.

            Al despertar se había alejado aún más de Zaragoza hasta hallar un sitio junto al Ebro y aspecto de no estar frecuentado. Se desnudó completamente, se introdujo en el agua y al tiempo que se bañaba había lavado sus ropas. Seguían en buen estado, pero sucias dándole aspecto de vagabundo. Lo que menos le interesaba para llevar a cabo su plan.

            Uno de los perros se apartó del rebaño dirigiéndose hacia él. El pastor silbó. El perro se detuvo olfateando. El pastor volvió a silbar. El perro regresó. Mac exhaló un suspiro.

            No podía quedarse en Zaragoza. No era pequeña, pero tampoco lo suficientemente grande. Un día u otro tropezaría nuevamente con Gabriel. Además no le gustaba la marcha que llevaba. Nunca creyó ser capaz de amenazar a nadie con un arma y aquella noche… Lo mejor abandonar Zaragoza, irse a una gran ciudad, como Madrid. Sí, Madrid estaría bien. Allí podría buscar trabajo. Era alto para su edad, podría pasar fácilmente por catorceañero, la edad mínima, y tendría que espabilarse para hallar un sitio donde vivir pasando desapercibido.

            Se rascó el delgado abdomen. Le mordía. Tan pronto como estuvieran secas sus ropas compraría un bocadillo. Llevaba muchas horas sin probar bocado. Y después de comer, el billete del tren. No. Comprando uno sospecharían. Pediría tres, dos para los padres y otro para él. Que comprara los billetes de la familia era más realista que uno sólo. Maldita edad. La cantidad de cosas que podría realizar fácilmente si fuera más viejo.

            El pastor ya no se veía.

            Salió con precaución. Se sentó en el suelo, al resol de un chopo. Hacía calor. Volvió a tirarse de cabeza al Ebro, nadando y jugueteando en el río, buceando. Le encantaba sentir el agua por su piel desnuda. Cuando se cansó volvió a salir después de comprobar que no había nadie. Se tumbó en una roca. Lástima no tener toalla.

            Recordó cuando iba a la piscina con Efrén y su hermano pequeño. Quique daba tantos pasos como daba él y no sabía cómo quitárselo de encima. Efrén no hacía más que reír, el cabrón, y al final Mac se enfadaba y acababa ahuyentado a Quique con gritos y pedradas que nunca lo alcanzaban, tan sólo para que al cabo de un rato el niño estuviera nuevamente junto a él. Efrén se destornillaba.

            Mac suspiró.

            Echaba de menos a su hermano pequeño y a su madre.

            No podía regresar a casa. No, estando Gabriel.

            Era increíble lo que había cambiado su vida en pocos meses.

            La Semana Santa.

            Sí, ella había sido decisiva.

            Había empezado a madurarlo aquel Jueves Santo mientras preparaba el tambor. El de su padre, pensó con cariño. Juan tenía uno nuevo de parches de plástico y Quique lo mismo. El suyo era de piel y las había preparado días atrás humedeciéndolas, montándolas, y mientras apretaba las llaves de palometa se le ocurrió pensar que su padre, en su caso, habría hablado. Sí, su padre sí, era un hombre, en toda la extensión que aquella palabra significaba. No le habría importado morir si salvaba así a un inocente. Su padre…

            El no era su padre.

            Ni era un hombre.

            Ni tenía su valor.

            A las ocho ya había gente en la plaza de la iglesia vestidos de penitentes para la procesión, solo que en Andorra éstos no se llamaban penitentes, no tenían un nombre concreto. Los penitentes, o pelitentes, eran en Andorra, los romanos.

            Mac ascendía la cuesta con la túnica de San Juan, una blanca con falsos botones verdes y gabetes para cerrarla y un cordón de terciopelo verde en la cintura. La capa, de raso, era también verde, brillante por fuera, mate por dentro, con una banda colorada que se extendía, en sus extremos laterales internos, desde la cabeza a los pies. El capirucho, también verde, tenía por delante el escudo de la cofradía, las tres cruces en el Calvario, por detrás una borla blanca. Al llegar a la plaza saludó a Efrén, que pertenecía al Ángel y se encaminó hacia su paso.

            Inició la procesión la Entrada de Jesús en Jerusalén, la Burra, como la conocían familiarmente, porque cada paso tenía su nombre propio, pronunciado con cariño, que no se correspondía con el real. La Oración del Huerto era el Ángel; Jesús atado a la Columna, los Azotes o el Melero, porque la columna antigua recordaba a un vaso de miel…

            Ya no se llevaban a hombros como los pasos antiguos, sino que iban en peanas de ruedas y en ocasiones oíase alguna saeta por parte de los emigrantes andaluces, aunque escasas, porque mosén Carmelo, poco amante de este tipo de manifestaciones piadosas, impidió que la procesión se detuviera cuando cantaban, costumbre que seguía don Ángel.

            Mac se conocía el recorrido de memoria. La calle San Blas, Mosén Francisco, Escuelas, cuesta del Mesón, Dos de Mayo, Avenida del Generalísimo, Aragón, Subida de la Fuente y nuevamente la Iglesia. No era el mismo recorrido que los primeros santos, puesto que los actuales ya no pasaban por aquellas estrechas calles.

            Mac volvió la cabeza en un alto. Vio su paso. La levantó para ver a Jesucristo, San Juan y la Virgen estaban a sus pies, se preguntó lo que habría hecho Él en su lugar.

            Se estremeció.

            No podía ser.

            Se estaba volviendo loco.

            No podía ser cierto lo que veía.

            El Cristo no se había movido. No había hecho nada. Y sin embargo su expresión era diferente, lo era a sus ojos.

            Sintió un golpe con un cirio.

            – Sigue andando.

            No se había dado cuenta que la procesión proseguía.

            En el siguiente alto volvió a mirar.

            Nada.

            Fuera lo que fuera, falso o real, había desaparecido.

            Llegó a casa hecho un lío y aún pensaba en ello cuando cogió el tambor.

            No era real.

            Era su imaginación.

            Su mala conciencia.

            Pero, ¿y si fuera cierto?

            En la plaza de la Iglesia se encontró con Efrén, pero no hablaron, aunque de haberlo hecho no le habría comentado nada de aquello.

            Estuvieron tocando diez o doce minutos tras romper la hora luego se disgregaron en grupos diseminándose por todo el pueblo. El grupo de Mac descendió por la Subida de la Fuente hasta la carretera, allí se detuvo tocando bastante rato, después carretera arriba hacia el cine, se encontraron con otro que venía y aceptaron su toque, la palillera. Tocaron juntos varios minutos antes de separarse. Efrén tenía el semblante alegre, satisfecho y despreocupado ante la sorpresa de Mac que no entendía aquella tranquilidad, él estaba temblando.

            Quique pasó junto a su hermano. Llevaba el tambor al hombro. Se iba a casa a dormir, le pidió que le despertara a las cuatro y media para subir a San Macario. Mac asintió con la cabeza.

            Las horas fueron pasando acompañadas del cansancio, deteniéndose para tomar una cerveza o recenar. Se sucedían las palilleras, la raspa, las imágenes, a rondar por to’l pueblo… cada cual con su estilo y ritmo y después, lentamente, los diversos grupos fueron convergiendo en la plaza de la Iglesia desde todos los rincones de Andorra.

            Mac se detuvo un instante en casa. Dejó el tambor en el suelo y subió a la habitación. Cuando entraba sonó el despertador, lo paró y vio que Quique no hacía el menor movimiento. Lo llamó, lo zarandeó. Nada. Salió un momento regresando con el botijo. Le echó agua por una oreja. Estaba fría. Quique despertó con sobresalto. Miro a su hermano furioso secándose con la sábana.

            – ¡Gracias, hombre! ¡Por este precio…!

            – ¡Encima! Otro año te despertará tu tía.

            – ¡Mi tía no sé, tú…!

            – No grites. Despertarás a mamá.

            El grupo de Quique estaba ya todo durmiendo. El benjamín se quedó con su hermano.

            El Vía Crucis a San Macario debía ser serio, deteniéndose el toque en cada estación, pero era imposible mantener el orden en la población que poseía más tambores y bombos de todo el Bajo Aragón. Fue una juerga. Muchos iban excesivamente bebidos y cada cual hacía lo que le venía en gana. Se solicitó como cada año orden y que no fumaran, pero había demasiado gentío para poderse controlar. Cuando el párroco llegaba a la primera estación los últimos tambores permanecían aún en la plaza, sin saber, por culpa de las distintas callejuelas, que habían iniciado el rezo y que los tambores debían enmudecer. Los primeros, con los que estaban Mac y su hermano, habían llegado ya a la cumbre, cien metros de altura vertical, que se convertían en más de un kilómetro de camino en zig-zag.

            Mac se encontró con Efrén y junto con Quique entraron en la ermita sentándose en un banco a esperar a que llegara el cura. Eran las cinco cuando comenzó la procesión, las siete cuando don Ángel entraba en la ermita. Dio a todos las gracias por el silencio. Mac creyó detectar un deje irónico.

            Regresaron al pueblo, las cuadrillas seguían tocando yendo casa por casa de los amigos donde les sacaban torteles, roscas, almendrados, huevos duros, vino y tortas de alma para desayunar. Era la hora de comer cuando los últimos tambores dejaron de sonar, para continuar poco antes de la procesión de la tarde. Quedaba la noche y la procesión de la Soledad del sábado, en la cual los tambores sonarían por última vez hasta el siguiente año.

            El lunes de Pascua era fiesta desde siempre en Andorra y los grupos de amigos se reunían para ir a comer al campo. Aquel año Mac no fue con ellos. Cuando Efrén fue a casa a buscarlo hacía una hora que se había ido. Eulalia quedó sorprendida, su hijo le había dicho que iba en busca de su amigo. Efrén no respondió, preocupado. Mac planeaba algo.

            Lo buscó durante toda la mañana por los sitios habituales que solían recorrer. Al final, por la tarde, dirigió la bicicleta por el camino del Estrecho hacia los pinares de Val de Cabrón. Allí estaba, sentado en un claro del bosque con la enorme y robusta BH de los años cincuenta apoyada en un árbol.

            El ruido de los pedales llamó la atención a Mac. Volvió la vista. Efrén se detuvo a los pocos pasos, dejó caer la bicicleta al suelo. Su actitud no podía ser más belicosa.

            – Piensas hablar, ¿verdad?

            Su mirada era tormentosa.

            – Sí, Efrén, voy a hablar -respondió con voz pausada.

            – ¡No te dejaré, no dirás ni una palabra!

            Su misma furia le hizo olvidar que las amenazas sólo conseguían que su amigo se empecinase más en sus propósitos.

            – ¿Que no me dejarás? Inténtalo.

            Se estudiaban como si se hubieran odiado toda la vida.

            Efrén se abalanzó sobre él, rodaron por el suelo golpeándose con ensañamiento, enfureciéndose a cada puñetazo, enloqueciéndose y perdiendo el control, hasta que Mac consiguió agarrarle por la cabeza golpeando con ella el duro suelo una, dos, tres veces, cuatro…

            Se detuvo.

            Efrén yacía inerte.

            Los ojos de Mac desorbitados, el corazón a toda velocidad.

            ¿Qué estaba haciendo?

            – Efrén -murmuró-, Dios mío, Efrén.

            Dejó reposar suavemente aquella cabeza que décimas antes deseaba romper.

            – Efrén.

            Le dio unos leves golpes en el rostro.

            – ¡Vuelve, maldita sea!

            Efrén abrió torpemente los ojos. Lo miró con expresión perdida. Mac estaba sentado encima de él. Se levantó. Efrén se tocó el occipital, sus dedos se pringaron de sangre.

            Se irguió.

            Una última mirada a su amigo.

            Se dirigió a su bicicleta.

            – Efrén.

            No detuvo sus pasos.

            – Perdona, yo… Efrén.

            Se paró. Se volvió. Mac sudaba.

            – No puedo callar, ¿no lo comprendes?

            Un hilillo de sangre bajaba por la nuca de su amigo deslizándose después hacia el pecho.

            – No diré que estabas tú.

            – Qué consuelo.

            – No diré nada, te lo juro.

            – Haz lo que te salga de los huevos.

            – Efrén, somos amigos.

            – Un amigo no condena a otro a muerte.

            Mac no supo qué responder, ni qué decirle en los siguientes días en los que incluso se evitaron.

            Sí, la Semana Santa había sido trascendental. Había decidido salvar a un hombre perdiendo a su mejor amigo.

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