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24
septiembre
Del Regallo al Ebro (17)

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO 2

            – Sí, mi marido está en casa. Pase.

            – Gracias, señora.

            Antonio esperó en el hall, porque no era ningún recibidor, éstos eran pequeños y estrechos, el del alcalde ocupaba tanto espacio como el comedor de la casa del policía. Grandes jarrones que deberían haber costado cada uno su paga de un año o quizá más, de Sèvres, chinos o vete a saber, no poseía tanta cultura como para distinguirlos. El tapiz era una maravilla, el espejo mural reflejaba su imagen enfundada en su mejor traje, un cateto en un palacio, pensó. Le recordaba los halls de las películas proyectadas en el cine del barrio cuando era chaval.

            Se arregló el nudo de la corbata recordando aquellos tiempos. Había dejado los estudios porque no le gustaban, pero después de trabajar en varias ocupaciones, decidió que era mejor reemprenderlos y mejorar de vida. Había entrado en la policía soñando con labrarse un buen porvenir, y por culpa de aquel crío posiblemente lo perdería todo, pero ya no podía volverse atrás. El futuro de aquel chico, Mac, le tenía preocupado. Sus compañeros tenían razón, había entrado en un camino peligroso; no tenía ninguna culpa, desde luego, pero tampoco era excusa y la acusación del alcalde le perjudicaba.

            Oyó pasos. El alcalde apareció acompañado de su mujer; llevaba una bata de seda con una discreta corbata y aspecto honorable.

            – ¿Sucede algo, agente?

            El corazón de Antonio palpitó. Si abría la boca su carrera peligraría.

            – Quisiera hacerle algunas preguntas sobre lo que le han robado esta madrugada en la calle…

            Los ojos de D. Urbano chispearon peligrosos.

            – ¿Qué dice usted?

            – Mi esposo estaba en el Ayuntamiento, no le han robado…

            – Sí, señora -interrumpió tontamente Antonio-. A las tres y media su esposo estaba en la calle, según la denuncia que él mismo ha firmado. Lea, lea -extendió los papeles. D. Urbano intentó cogerlos, pero la mujer fue más ágil-. Verá, señor -se esforzó porque la voz no le temblara-. Quisiera algunos detalles más, porque esa calle acostumbra a estar frecuentada por chaperos y pederastas.

            – ¿Pederastas?

            La mujer taladró con la mirada al esposo recordando algunas murmuraciones entre sus amigas y allegados. Nunca se lo habían dicho claramente, pero había deducido a quién se referían por ciertos hechos extraños que no cuadraban en un padre de seis hijos.

            – Es un error, querida. Una confusión. Venga usted conmigo y lo aclararemos.

            Antonio siguió al alcalde, con la boca seca, al despacho. El político cerró la puerta.

            – ¿Qué se propone?

            Ya no había remedio.

            Que fuera lo que Dios quisiera.

            Antonio se lanzó a fondo.

            – Que retire la denuncia. Ningún chico le ha robado. Usted perdió el dinero.

            El rostro de D. Urbano se contrajo en un pasmo.

            – ¿Destroza mi vida por un miserable pordiosero? ¿Qué clase de policía es usted? ¿Sabe que le puedo arruinar por difamación? Cuando acabe con usted…

            – ¿Sabe que solemos retratar a los pederastas y que tenemos una colección completa de usted? -mintió con convicción-. Si no retira la denuncia, le juro por Dios que la utilizaré. ¿Imagina la cara que pondrá Franco si las recibe, con lo puritano que es?

            El político palideció.

            Era inconcebible.

            Un chantaje.

            Eso era.

            El joven aquel era un canalla que quería aprovecharse.

            – ¿Cuánto dinero quiere?

            – No quiero dinero, quiero que retire la denuncia.

            – ¿Algún cargo? Puedo ascenderle.

            – La denuncia.

            – Aparte de eso.

            Aquello iba mejor de lo que pensaba. Antonio se envalentonó. ¿Por qué no? González era un buen policía, ¿y qué había conseguido? Seguía en el mismo puesto que cuando empezó.

            – Bueno -sonrió cínico-, si además de retirar la denuncia es usted tan amable, casi sería un feo decirle que no.

            – Ahora se descubre

            Se interrumpió al abrirse la puerta. La esposa entró con el gesto torvo.

            – No hay error. Estas hojas están firmadas por ti. ¿Qué hacías a esas horas en la calle? ¿Por qué decías que estabas en el Ayuntamiento? ¿Qué doble vida llevas?

            – Están… -tartamudeó falto de reflejos.

            – Podrían estar falsificadas -aseguró el policía.

            – ¿Falsificadas? ¿Yendo él a comisaría?

            – Dijeron que era él. Yo no estaba presente.

            – Es una trampa -añadió D. Urbano- una…

            – Una maniobra de los rojos -ayudó Antonio.

            – Eso es.

            – Su marido me acompañará ahora a comisaría y lo aclararemos todo.

            – Muy bien, pero hablaremos cuando vuelvas -la estupidez de los rojos sólo había conseguido que sospechara más.

            – Quiero los negativos -murmuró el alcalde cuando subió al coche del policía.

            – No será fácil -respondió cautamente.

            – Los quiero.

            – Los tendrá.

            Se estaba complicando. ¿De dónde sacar algo inexistente?

            – Pero después que se arregle todo el asunto de ese crío.

            – Antes.

            – No. Después. Retirará usted la denuncia y cuando lo crea yo conveniente se los daré. No se preocupe. No haré nada con ellos hasta que usted no me consiga ese ascenso.

            – Puede obtenerlo mañana.

            – No corra tanto. Ya le avisaré cuando me interese ascender. De momento me conformo con que retire la denuncia.

            – ¿Por qué tanto empeño por un mocoso?

            Buena pregunta.

            Antonio no respondió. No sabía realmente por qué lo hacía. Excepto que el chico le caía bien y no se merecía lo que le ocurría. Pero, ¿valía tanto como para que él, Antonio López, que siempre había deseado una vida sin complicaciones, se metiera en aquel lío?

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