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10
septiembre
Del Regallo al Ebro (15)

CAPÍTULO 15

            A medida que se aproximaba la Semana Santa, de ida o vuelta al colegio, pasaba por delante del cuartel de la Guardia Civil desviándose de su camino habitual. Ya no iba con Efrén, había dejado de hacerlo, desde que Gabriel lo descubrió, por un elemental sentido de prudencia. Además, algo le decía que mientras Efrén permaneciera en la sombra su propia vida estaría a salvo, Gabriel no se arriesgaría a asesinarle sin saber primero quién era el otro chico. Así que le rehuía, pero no era este el único motivo. Las pocas veces que coincidían la conversación siempre era la misma, al término de la cual se encontraba peor que cuando la iniciaban. Efrén lo mismo, pero sabía disimularlo y dominarse, sin darse cuenta que aquella actitud dañaba aún más a Mac y que les estaba empezando a distanciar.

            El cuartel.

            Había empezado a obsesionarle casi tanto como el asesinato. Un día sin otro al salir de casa o regresar del colegio se encaminaba hacia él con el firme propósito de confesar lo que vio y tener paz. Le daba igual ya todo, sólo quería paz. Pero al ver el edificio el miedo a Gabriel renacía y pasaba de largo.

            Un anónimo.

            Sí, ¿por qué no?

            No servía. No valía para nada si no daba la cara, ni siquiera servía para una pequeña investigación; en los periódicos de aquellos días había leído que Fermín había confesado.

            Lo comentó con Efrén. Su amigo palideció, pero no dijo nada ni expuso una idea. El único camino era hablar. No, él no diría nada y si Mac era inteligente tampoco.

            El tiempo que transcurrió hasta Semana Santa ni se vieron, incluso en clase se sentaban en pupitres separados.

            El padre Javier estaba satisfecho. Evitaban las tentaciones. Pero no debían seguir con el sentimiento de culpabilidad. Ambos muchachos lo dejaban hablar sin decir nada, aunque la expresión del rostro de Efrén dejaba bien claro que lo mandaba a freír churros.

***

            Mac acabaría haciendo una tontería, se lo olía. Estaba con una tensión de nervios que no podría resistir mucho más. Hablaría y sellaría su sentencia de muerte, y la suya.

            Al principio Mac se había agarrado a la débil esperanza de que la policía lo descubriera todo, pero la confesión de Fermín la había hecho añicos. Mac se estaba viniendo abajo. Incluso él estaba hundiéndose, pero no dejaría que la vida de un borracho supeditara la suya, ni permitiría que lo hiciera Mac.

            Cuando entró a lavarse las manos para comer no tuvo valor para mirarse al espejo.

***

            – No me pasa nada.

            La frase de siempre.

            – Mac, somos hermanos…

            ¿Qué tuvo aquel tono que casi le hizo llorar?

            Mac hizo un esfuerzo para no confiarse.

            – Quiero ayudarte. ¿Qué problema tienes?

            Mac se alejó sin responder.

            Estaba en un lío. Algo había hecho, no existía otra explicación. Juan estaba convencido. Algún robo, lo que fuera, pero un delito. Aquel Efrén ¡Con las veces que le aconsejó que dejara su amistad!

            Lo pillaría por banda. A su hermano no lo forzaría, pero al otro…

***

            Mac se refugiaba en la antigua Piedra del Bolo de su infancia. Allí se pasaba las horas, sentado en la ladera, en la soledad del crepúsculo, acompañado en ocasiones por la familiar campana de San Macario, logrando el milagro de relajar su mente al pensar en cosas que nunca antes le habían llamado la atención, de imaginarse el bosque, que cien años antes se hallaba en pleno esplendor y que llegaba hasta las mismas puertas del pueblo, una espesa selva de pinos, encinas y robles, tupidos y llenos de vida, de varios kilómetros de grosor, un tiempo en que los lobos entraban en el pueblo a beber de la fuente. Nada quedaba de él, a sus ojos sólo existían yermos. El bosque había desaparecido rápidamente en menos de veinte años. Su padre no lo había conocido, su abuelo tampoco, su bisabuelo había visto, en su infancia, talar la última encina, trabajando años después en la repoblación de la ladera de San Macario, unos pinos escuálidos, que apenas habían crecido en un siglo.

            Descubrió que le gustaba imaginar cómo era Andorra en el pasado. Su cuerpo se relajaba y su preocupación pasaba a un segundo plano, como si hubiera tomado algún estupefaciente para olvidar.

            Andorra, la Muy Noble.

            ¿Qué tenía su pueblo para que lo sintiera dentro de sus venas? Porque lo sentía en su interior igual que sentía su corazón, sus pulmones, su esqueleto… como si sus huesos estuvieran constituidos por las piedras que eran los cimientos de las casas más antiguas de Andorra, y su sangre, el agua del Regallo, y su carne, la tierra rojiza y arcillosa que se extendía ante sus ojos.

            Andorra.

            En la soledad de aquellas horas se sentía unido a ella y anhelaba quitarse el calzado y las ropas para que el aire de su pueblo le abrazara larga y profundamente, para que penetrara en él a través de sus pulmones y poros, porque estaba convencido que si su alma provenía de Dios, su cuerpo provenía de aquella tierra, que si el uno era el Padre, la otra era la Madre y pertenecía a ella.

            Luego todo desaparecía y no sentía nada excepto a él mismo, ni ya su mente podía frenar la rápida carrera hacia los remordimientos, la luz se iba de sus ojos, el corazón palpitaba herido de muerte y el tormento renacía.

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