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04
septiembre
Del Regallo al Ebro (14)

CAPÍTULO 14

            No había resultado fácil los primeros días, no tanto por el hecho de estar detenido por un asesinato del que no recordaba nada como por suprimir el alcohol bruscamente. Había sentido angustia, desasosiego, había perdido el apetito, sufrido temblores, veía borrosamente y con lucecitas… Todo desapareció cuando el teniente permitió que le dejaran una botella de coñac. Luego se lo habían vuelto a suprimir, pero lentamente y aunque también había sufrido molestias no fueron tan intensas. Entonces empezaron los interrogatorios. Pero él no recordaba nada. No sabía lo que hacía en la Umbría, no sabía por qué habían discutido ni mucho menos matado. Debía estar muy borracho, sí, eso era, porque sólo entonces podía ser tan violento. Y entonces le preguntaron por el tercer hombre. El cabo fue. La nieve estaba muy removida, como si alguien hubiera estado borrando huellas. Querían saber quién era el tercer hombre. ¿Por qué le protegía? El no protegía a nadie. Al final había lloriqueado. No recordaba nada. Asesinato. ¡No recordaba nada! ¿Por qué no le dejaban en paz? Sus hijos… ¿Ahora pensaba en sus hijos? ¿No le gustaba que fueran señalados por las gentes como los hijos de un criminal? El no era un criminal ¿Cómo llamaba pues a su crimen?

            Lo trasladaron a Teruel. Siguió el interrogatorio sin apenas dejarle dormir, una hora al día, a los sumo dos, un par de días sin pegar ojo, despertándole cuando parecía que iba a conciliar el sueño. Estaba ansioso, agitado, irritado, pero paulatinamente fue convirtiéndose en un pelele suplicante, con el cerebro ofuscado, lento de reacciones. ¿Por qué le había matado? No lo sabía, no recordaba nada. Ansiaba una buena botella.

            ¿Por qué?

            Dormir.

            Ya no le preguntaban por el tercer hombre. En Teruel consideraban la teoría como una necedad de los inexpertos guardias de pueblo.

***

            ¿Por qué le esquivaba?

            Su padre le había contado que había ido a visitarle, y él mismo lo vio, a las siete de la mañana, un poco apartado del cuartel cuando sacaron a su padre para conducirlo a Teruel. Estaba sufriendo, lo había visto en sus ojos, en su rostro, en su cuerpo delgado, casi esquelético, demacrado, como una enfermedad que le correera las entrañas. No estaba allí para burlarse de su padre. Tenía los ojos brillantes, acuosos, marchitos los rojizos cabellos, las cuencas hundidas. Él le había llamado cuando el coche se alejó con su padre y Mac le había mirado, en silencio, espectral en su delgadez insana y se había alejado.

***

            Era escurridizo como él solo. No había forma de cogerlo. Pero quizá no haría falta matarlo, estaba tan aterrorizado que había caído enfermo. No hablaría. El otro le preocupaba más. Aún no sabía quién era, pero estaba claro que poseía una sangre fría que no tenía Mac. Había espiado a éste a ver con qué críos se juntaba y sospechar quién era el otro curioso, pero el muchacho rehuía a todos y no había manera.

***

            Marcharse de casa. No sería mala idea. Estaba harto. Su madre todo el día detrás suyo, empeñada en que lo visitara el médico, que algo le pasaba, que no comía, que iba a caer enfermo como su amigo Macario, anorexia nerviosa, así la llamaban.

            ¡Que le dejara en paz, que no le pasaba nada!

            Cariñín.

            ¡QUE SE FUERA A LA MIERDA!

            El silencio que siguió fue sepulcral.

            La madre le miraba, sin reaccionar y él a ella con ojos descoloridos.

            Lagrimitas.

            Tuvo que salir de casa.

            Su madre sollozaba.

            Por primera vez en mucho tiempo estuvo a punto de regresar, de albergarla entre sus brazos, de pedirle perdón… Ella aprovecharía, insistiría, lo tomaría como debilidad y querría saber qué le pasaba.

            Dio un puñetazo a la pared.

            Se mordió los nudillos que palpitaban dolorosos, pero no era dolor físico lo que sentía.

***

            Un psiquiatra.

            Aquello no ayudaba nada a tranquilizar a Mac. Siempre había creído que los psiquiatras leían la mente, descubriría su secreto, lo daría a conocer a la policía y Gabriel lo mataría. Tenía que evitar por todos los medios que se descubriera la verdad. Y sin embargo lo deseaba. No se borraba de su cabeza el agradecimiento que sintió Fermín cuando fue a visitarlo. Agradecimiento. ¿Qué diría si supiera que era él quien tenía en las manos su salvación y no lo hacía?

            Si pudiera decirlo a alguien, a uno sólo, pero, ¿a quién? Gabriel lo sabría, siempre estaba detrás de él al acecho, lo veía en cualquier esquina.

            Y cuando no era Gabriel era Fermín.

            Fermín oyendo la sentencia de muerte.

            Fermín cogiendo el tabaco que le llevó.

            Saliendo del calabozo para ir a Teruel.

            En el garrote.

            Y Gabriel.

            Y Silverio.

***

            ¿Qué había confesado? Fermín no lo sabía bien, pero sí que se había declarado culpable. Ahora podría dormir y quizá ver a sus hijos si su suegra los subía a Teruel. No había visto a nadie, excepto a aquel chico cuando aún estaba en Andorra. ¿Cómo se llamaba? Su memoria cada día fallaba más. El padre del muchacho y él habían sido amigos de chavales. Que buen hombre era, lástima que muriera tan joven en la mina. El chico era igual. Había ido allí, al calabozo, le había llevado tabaco. No recordaba lo que habían conversado ni siquiera si el muchacho había hablado, tan pálido, con aquel rostro de sentimiento. El único que se acordó de él, que le visitó aparte de sus hijos, que tuvo un gesto bondadoso, el tabaco, un paquete de Celtas porque seguro que el dinero no le daba para más, pero el gesto… lo vio llorar cuando se fue, no lo hizo delante suyo, se portó como un hombre, pero sí al salir, él lo vio y aquellas lágrimas le llegaron al corazón, eran silenciosas, dolorosas.

***

            Una personalidad distímica, evitativo-fóbica, pasivo-agresivo, irritable a ratos, antisocial e histérico con rasgos esquizoides.

            ¿Todo eso tenía su hijo?

            El psiquiatra asintió con convencimiento. No podía equivocarse, había nombrado casi todos los trastornos de personalidad conocidos. El muchacho tenía todos aquellos síntomas por sus respuestas habladas y por los tests. Además tenía gran tendencia a la mentira y era un hijo de p…

            En los tests había contestado como le daba la gana sin fijarse en las preguntas, así habían salido, hasta que se le ocurrió hacerle uno de sinceridad. Mac lo contestó como era ya habitual. Conclusión, un embustero.

            Lo psicoanalizó.

            No le gustaba el método, pero quizá en aquel muchacho era lo mejor.

            La historia de Mac casi le hizo llorar. Pobre muchacho, cuantas desgracias juntas, que triste, lo raro es que no estuviera peor. Le impuso un tratamiento, que fracasó. ¿Lo había seguido bien? Sí, sí. Mentira cochina, Mac no había hecho el menor caso. Volvióle a psicoanalizar. Aparecieron más datos. Escribió un importante y sesudo artículo médico sobre este raro caso, lo remitió para publicarlo en The Lancet, de tirada mundial, y entonces vio en el cine la infancia de Mac reproducida en imágenes de un soberbio melodrama. El artículo ya estaba de camino, no había forma de detenerlo, lo vio mentalmente publicado, visualizó el descrédito profesional y la rechifla. Se sorprendió a sí mismo al percatarse de que estaba discurriendo diversas modalidades de rebanar el pescuezo a aquel arrapiezo. Rechazó la idea. Lo sometió a la prueba de Rorschach. La información que obtuvo fue de lo más anodina. Mac refirió un mundo normalucho en el que no aparecían las imágenes tétricas, de muerte e incluso el rostro de Gabriel que contempló en aquellas manchas. Habló de paisajes de los mares de sur, de niños jugando e incluso de una escena porno, porque conjeturó que un chico de su edad debía ver algo así, aunque realmente lo que veía en aquel instante en la tarjeta era justo el momento en que Gabriel clavaba el cuchillo a Nicolás.

            – Un tío follando a una tía -fue lo que respondió.

            – ¿Crees que están casados?

            – No sé, ¿qué opina usted? -murmuró tendiéndole la tarjeta.

            El psiquiatra la contempló unos minutos dándole vueltas.

            De pronto la dejó bruscamente en la mesa.

            ¿Quién estaba estudiando a quién?

            No se fiaba de las respuestas. El chico mentía más que hablaba. De lo que sí estaba seguro es que tenía una imaginación que ni Julio Verne ¡Pues no había acabado diciendo que era testigo de un asesinato!

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