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27
agosto
Del Regallo al Ebro (13)

CAPÍTULO 13

            El asesinato había alterado a todo el pueblo. Los comentarios que ocasionaba el asesinato de Nicolás eran incesantes porque no entraba en la cabeza que el homicida fuera Fermín. Incluso en sus peores melopeas cuando había peleado lo hizo limpiamente con los puños. Deducían pues que tenía que haber algo más. Por otra parte habían oído que la nieve estaba removida, como si alguien hubiera estado borrando huellas. Seguro que existía un tercero. No hablaban de ningún testigo; Gabriel había borrado el rastro de los chicos.

            El crimen de la Umbría no era tan claro como parecía en un principio, y a los periódicos les faltó tiempo para hablar del caso, sacando a la palestra al Balas, un antiguo andorrano enorme, de cerca de cien kilos, arriero, y personalidad contradictoria. Agradable, dicharachero, tenía una oculta inclinación a la violencia con reacciones imprevisibles y peligrosas.

            La noticia fue bien ventilada por un periodista morboso, llenando la falta de datos con imaginación, comparando las crónicas que desenterraba con la actual y sosteniendo que el pueblo era una especie de Far West y torre de Londres juntos exhumando todos los tipos macabros, históricos o no, que pudieran adornar sus artículos y hablando de un tal Benedikte, notario de Andorra, judío converso que fue quemado vivo por la Inquisición en Zaragoza en 1491, elaborando una teoría judeo-masónica la mar de curiosa.

            Mac que había empezado a acostumbrarse a comprar los diarios en espera de noticias nuevas en el caso de Fermín y la secreta esperanza de que mentaran a Gabriel como sospechoso, se desconcertaba ante aquellos artículos en los cuales no encontraba ni pies ni cabeza.

            Por lo demás una cosa estaba clara: Se sospechaba de un tercero, pero el acto material era cosa de Fermín. Aquello le consumía. En aquellos tres meses transcurridos las cosas habían ido de mal en peor para el muchacho. Su rostro había ido adelgazándose adquiriendo aspecto demacrado, la ropa descuidada, sin conciliar el sueño y el curso un desastre. Eulalia acabó llamando al médico, uno nuevo, que sustituía a D. Casimiro, fallecido recientemente. Era inconcebible, algo le pasaba, quizá un cáncer. En la cama daba vueltas y vueltas en terne insomnio, mustio, cabizbajo, en la luna; le habían sorprendido varias veces llorando solo en un rincón aislado de la casa.

            Efrén estaba más entero, aferrado ciegamente en la eficacia de la policía, convencido de que aún en el último minuto ésta averiguaría la verdad salvando a Fermín, una fe que Mac no poseía, soñando, las pocas ocasiones que conseguía dormir, pesadillas en las que Fermín era colgado, decapitado, torturado en aras de la justicia hasta que despertaba con un grito, sudando, sobresaltando a sus hermanos que consideraban seriamente cambiar de dormitorio.

            El médico ordenó una serie de radiografías y analíticas, aunque afirmó antes de conocer los resultados, que todo eran nervios, fuera lo que fuera le venía de la cabeza, una crisis psicosomática. Afirmación que corroboró tan pronto vio que los resultados de las pruebas eran normales. Les dio hora para el psiquiatra.

***

            Gabriel estaba empezando a cansarse de espiar chicuelos. Nunca creyó que en Andorra abundara tanta chiquillería. Sólo había uno que podría ser. Lo había visto palidecer abriendo los ojos cuando él clavaba los suyos en el chico. Una noche intentó sorprenderle en un callejón oscuro, pero se le escabulló. Desde entonces el crío evitaba su presencia y pareció caer enfermo, con un rostro ceniciento y grandes ojeras grises.

***

            Todo era producto del arrepentimiento. El padre Javier estaba convencido. Habló con el muchacho. Debía reponerse, Dios le había perdonado su grave pecado de sodomía. Mac tuvo que buscar en el diccionario escolar la palabreja. Sólo halló sodomita, natural de Sodoma. Frunció el ceño, aquello no le decía nada. Ponía algo sobre la depravación de sus habitantes. Depravar, tr. y r. Corromper, viciar. ¿Sodomía era pecado de vicio?

            – No, imbécil, es cuando te dan por el culo -masculló Efrén.

            ¡Joder, pues podía hablar claro!

            ¡Pues anda que el diccionario!

            Su alma estaba limpia después de confesarse. Sólo debía no realizarlo nunca más, no debía amargarse por el hecho. Absuelto, borrón y cuenta nueva…

            – Sí, padre -murmuraba pacientemente.

            ¡Pelmazo!

***

            Alguna enfermedad de esas, seguro. Ellas le habían oído gritar con don Ángel en el confesionario y conocían muy bien el tema. La madre lo negaba, claro, ¿qué iba a decir, la pobre? Un hijo… A Dios gracias que no les había tocado a ellas. Que desgracia, niña.

            Una enfermedad. Siempre se coge alguna con esas cosas.

            ¿Quién lo iba a decir? Porque no lo parecía, ¿verdad? No, no lo parecía. Señor, Señor.

***

            El único que lo entendía era Efrén, pero parecían hablar dos idiomas distintos. Mac incluso le rehuía, prefería estar solo y otras veces buscaba su compañía porque no lo soportaba.

            No hablaba con Silverio cuando se encontraban casualmente, ni le saludaba, ni se atrevía a mirarle a la cara.

            Silverio apretaba la mandíbula luchando contra las lágrimas. No sabía qué le hacía más daño, si los crueles comentarios de los compañeros o el desprecio de aquel chaval que parecía culparle de tener por padre a Fermín. Qué diferente con Efrén, que le apoyaba y daba ánimos.

***

            Lo ajusticiarían y sería culpa suya, sería otro asesino como Gabriel, pero si hablaba…

            Casi estuvo a punto de cogerle aquella noche.

            Los dedazos le habían rozado la ropa como garfios.

            Se sentó en las escaleras adyacentes a la iglesia. Hundió el rostro en sus rodillas.

            ¿Qué podía hacer?

            Sollozó.

            La iglesia.

            Su rostro se elevó, recorrió el retablo de piedra de la fachada hasta llegar al Cristo, en lo alto, incompleto por los siglos y la historia, tallado en roca, vértice de los tres órdenes griegos que componían el retablo, y a su izquierda, la torre, parte en piedra parte en ladrillo, poligonal, con reminiscencias mudéjares, deteriorada, temblequeando cada vez que los andorranos rompían la hora en la plaza.

            Los ojos descendieron buceando en el infinito, pensativos.

            La puerta estaba abierta.

            Le esperaba.

            Entró.

            La iglesia estaba desierta en aquel instante. Constaba de una sola nave con capillas laterales. Al fondo, un altar de piedra y suspendido un gran Cristo Resucitado de madera, con los brazos abiertos, como queriendo acoger a aquel muchachito que no separaba sus ojos de los suyos.

            Mac humedeció sus dedos en agua bendita y se santiguó. Caminó por el pasillo central que formaban los bancos, se arrodilló en el primero y amagó el rostro en sus manos, sin saber qué decir ni pensar. De repente estaba solo, mecido en aquel silencio agradable.

            A lo lejos alguien empezó a tañer la campana de la ermita de San Macario, un chiquillo sin duda, siguiendo la ancestral costumbre de chicos y grandes andorranos, que alegraban los sentidos en una música ritual.

            Sin saber por qué aquel sonido le reconfortó, era familiar, sonoro, parecía decirle que estaba allí, velándole, como había velado durante siglos y generaciones el sueño y el despertar de sus mayores. La lengua de bronce de San Macario hablaba constantemente en las horas, en las tormentas e incluso en la guerra advertía con sus tañidos la proximidad de los aviones. Había estado siempre allí, en la ermita, como aquella huella de pie infantil en una de las baldosas de la entrada que la devoción popular atribuía al niño Jesús.

            Se dejó llevar por aquel sonido atávico. También la iglesia tenía sus campanas, un hermoso juego, la mayor de las cuales se había fundido a principios de siglo participando todo el pueblo echando, quien más quien menos, alguna que otra moneda de bronce que llamaban petacos. Pero no era lo mismo. No tenía el carácter ancestral e íntimo de la de San Macario, centro espiritual de Andorra, primero que saludaba a los ausentes cuando tomaban la recta de los ventorrillos o coronaban el Collao y, sin embargo, la paz que existía en la iglesia no existía en la ermita.

            Allí, sumido en el silencio, acompañado de la campana, hubo un instante en que su mente se desbloqueó y halló una rara sensación de felicidad que no deseó abandonar. Hubiera gustado que aquello durara siempre.

            El niño dejó de tocar.

            El hechizo se rompió.

            Estaba en la iglesia sin saber qué partido tomar.

            Oyó pasos, pero no reaccionó hasta que no sintió una mano acariciándole la cabeza. Elevó la vista. Don Ángel sonreía bondadosamente.

            – ¿Qué ocurre, Macario?

            – No me ocurre nada.

            La voz quiso ser enérgica, pero se desmembraba por todos los sitios.

            – Vamos, hijo, algo te pasa. ¿No crees que ya es hora de que descargues tu conciencia?

            – No puedo decirle nada.

            – ¿Es que tienes miedo de algo?

            – De algo no, de alguien.

            – ¿De quién?

            Mutismo.

            – Hijo, yo quiero ayudarte. ¿Por qué no me explicas lo que pasa?

            Mac se mordió el labio inferior.

            – Padre, si usted supiera una cosa junto con otra persona, pero que no puede decirlo por culpa de una tercera y una cuarta estuviera en peligro, ¿usted lo diría?

            Don Ángel parpadeó. Lo miró raro.

            – No estoy para adivinanzas, Macario, ¿qué sucede?

            – Sucede que no puedo decírselo.

            – ¿Entonces cómo voy a ayudarte?

            Mac tenía la mirada perdida, los labios temblorosos.

            – No puede.

            Se dirigió hacia la puerta.

            – ¿Sabes lo que es el secreto de confesión?

            Se detuvo.

            – Cualquier cosa que digas en confesión, sólo lo conoce el Señor y tú, yo no lo puedo revelar.

            Mac se volvió. En aquella parte las sombras lo envolvían casi totalmente, sólo se veían los ojos, brillantes, enfermizos.

            – Ya le dije que no es pecado.

            – Quizá sientas alivio diciéndolo a alguien. Es un asunto de conciencia, ¿verdad?

            El silencio del chico fue por sí mismo afirmativo.

            – ¿Quieres hablar en confesión? Tu secreto no correría ningún peligro.

            Mac desvió los ojos pensativos, luego los encaró hacia el sacerdote. Don Ángel sintió un estremecimiento, aquellos ojos no eran los de un niño.

            – Sería poner en peligro una vida más. No, padre, es mejor así.

            Don Ángel no supo reaccionar. Tampoco la respuesta era la de un niño.

            Lo vio alejarse, las manos en los bolsillos, la cabeza hundida en los hombros, lento, como un viejo cochambroso que necesitara del bastón para poder caminar, quejumbroso, artrítico, pasado por los años.

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