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23
julio
Del Regallo al Ebro (8)

CAPÍTULO 7

            Nicolás Aznárez lo había reconocido enseguida. Habían estado juntos en la División Azul y habían coincidido cuando ya Gabriel era un lacayo de las SS. No obstante apenas habían conversado y era obvio que Gabriel no se acordaba de él.

            El guardia civil jubilado se preguntó cuánto pagarían los judíos por la información sobre un antiguo criminal de guerra de aquella talla y, acto seguido, cuánto pagaría Gabriel por su silencio. La suma de las dos cantidades sería un buen pico, muy superior al que le correspondía como pensión.

            Habló con Gabriel mediante el estúpido tópico de sé quién eres y éste entendió que se refería a sus crímenes de después de la guerra no durante. ¿Cómo lo había sabido? De todas formas, aunque Gabriel lo hubiese comprendido bien el futuro de Nicolás era igual de negro. Pero en aquellos instantes el ex-guardia civil creía tener todo bien dominado. Tenía casi la misma altura que Gabriel aunque no tan corpulento y su edad también era mayor, motivo por el cual, a la entrevista de aquella noche iría acompañado de su pistola. No era la de reglamento, que había tenido que devolver, sino una de las que escamoteó cuando la guerra civil.

            Burgalés de nacimiento, cabeza despejada, conflictivo y neurótico había llegado a Andorra poco después de ser liberada de los rojos por el ejército nacional en marzo de 1938 y allí se quedó, desterrado, hasta su jubilación. Se la habían jugado bien. Después de su heroísmo en Belchite, en Teruel, incluso en el inmortal Alcázar, después que había despachado a unos cuantos rojos contra las paredes de los cementerios, desterrado a un pueblucho, y qué pueblo, Andorra pedorra… Ni siquiera le habían permitido ajusticiar al alcalde y otros implicados, que fusilaron en agosto del 36 a los mártires andorranos. Que habían de hacer juicio, le dijeron. Incluso los mismos del pueblo estuvieron en contra de sus divinos actos, lo que indicaba que toda Andorra había sido cómplice de aquellos asesinatos. Decidió marcharse y se apuntó voluntario en la División Azul, para nada. Al regresar, otra vez allí, como si le hubieran guardado la plaza. Se tomó la revancha en aquellos miserables lugareños catetos, les hizo la vida imposible a los mozos hasta aquella nefasta noche. No la había olvidado nunca y continuaba siendo una espina clavada en su orgullo. Cuatro de ellos, cuatro jóvenes rufianes ahora casados y con hijos, felices como si nunca hubieran roto un plato, le atacaron de improviso y le arrebataron el arma. Era principios de los cincuenta, el reglamento era muy riguroso y cumplíase a rajatabla. Un guardia civil no podía dejarse desarmar y se lo habían hecho a él. Los mozos se reían satisfechos de sí mismos. Iban a llevar el arma al puesto, se la entregarían al teniente. Ahora sabría él lo que era hacer putadicas.

            ¡No, eso no!

            Él, Nicolás Aznárez, suplicó lloriqueando que se la devolvieran. Se hubiera arrastrado por el suelo si así se compadecían. Los mozos ya no reían, lo contemplaban con asco. Se miraron entre sí. Le devolvieron el arma. Tan pronto la sintió entre sus dedos sintió ganas de descargarla contra ellos, pero no se atrevió, ni siguió con la actitud de antes, dejó de amargar la existencia a la juventud andorrana. Todo el pueblo era una ralea de forajidos, sólo había que mirar las peleas en el bar Central y otros, y él estaba solo, sus propios compañeros no le apoyaban en su lucha por civilizar aquel pueblucho dejado de la mano de Dios. Así que dejó todo, allá se las entendieran.

            Tenía fichados a aquellos cuatro miserables, rezaba cada noche para que cometieran alguna fechoría y poder detenerles, sin que le acusaran de venganza, y hacerles pasar el mal rato que pasó él. Pero hasta Dios le había abandonado.

            Los hijos iban por el mismo camino que los padres. Uno era aquel que el día de antes había roto la cabeza a un chico. El cabo no hizo ni puñetero caso. ¡Si lo llega a pillar él! El padre escapó porque murió en la mina, ¡pero el hijo…!

            Se había podrido en aquel maldito pueblo donde lo habían encarcelado desterrándolo, donde aquellos palurdos lo habían humillado y le habían hecho perder la hombría y de donde no podía huir a causa de lo poco que le pagaban como pensión.

            Y entonces vino Gabriel.

            Parecía irle bien las cosas.

            Dinero, un buen dinero que le permitiría abandonar aquel lugarón sin ley.

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