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18
junio
Del Regallo al Ebro (3)

CAPÍTULO 2

            Que no le caía bien a Juan era una cosa que no pasaba desapercibida a Efrén. El padre había sido uno de tantos que vino a Andorra, en los años cuarenta y cincuenta, cuando la Empresa Nacional Calvo Sotelo se hizo cargo de las minas. Muchos habían ido sin nada más que lo puesto, algunos como máximo con una especie de poncho para protegerse del frío. Sin embargo, los inviernos andorranos de aquella época no eran como los posteriores. El frío era gélido, las nieves de noviembre no desaparecían hasta la primavera y los hielos ocasionaban muchas fracturas de miembros.

            Rafael Heredia tenía diecisiete años cuando llegó a Andorra y a pesar de las penalidades que sufrió aquel primer invierno decidió que era mejor morir congelado que de hambre en su tierra. Su cabello espeso y negro, su rostro enjuto y anguloso y su piel cedrina, le valió el apodo de gitano, aunque no lo era, y su participación en las muchas peleas, que ocurrieron en aquel entonces, la mayor de todas en el bar Central, donde cerraron las puertas para que no escapara nadie, contra unos vascos, le ocasionó fama de pendenciero, aunque no lo era más que cualquier otro.

            A medida que pasaron los años la situación en Andorra fue calmándose y las peleas desaparecieron hasta convertirse en el tranquilo pueblo que siempre fue. Pero estaba marcado. A partir de entonces si alguna noticia de la localidad trascendía al exterior y llegaba a los periódicos siempre era mala y nunca buena, cuando, quitando aquellos hechos aislados, la localidad no era ni mejor ni peor que las demás poblaciones, que crecen bruscamente como consecuencia de la inmigración y después se normaliza cuando ésta se estabiliza.

            Otro tanto ocurrió con el padre de Efrén. Al igual que Andorra, se ganó una fama inmerecida que transmitió por herencia a su hijo, el cual, sin comerlo ni beberlo, se vio convertido en un ser amoral, violento y peligroso, de la misma manera que tenía el cabello de su padre, los ojos de su madre y el mentón de su tío abuelo Paco.

            Su amistad con Mac venía desde los tres años, cuando coincidieron en los párvulos de la calle Escuelas y su primer contacto, una riña en la que no hubo vencedores sino un castigo por parte de la maestra. Aquel día se quedaron sin su parte de la leche en polvo americana del Plan Marshall, que hervían en la estufa de carbón. Fue tal su desconsuelo, al no poder probar aquella asquerosidad, que decidieron de mutuo acuerdo organizar una contienda cada día evitándose de tomarla. La siguiente vez se ganaron una zurra, pero recibieron la leche. La aventura había sido un fracaso y no volvieron a pelear.

            Fruncían el ceño cuando la maestra, en aquel año de gracia de 1963, colocaba el puchero en la estufa que se hallaba en medio de la clase. La encendía y, mientras el inconfundible aroma a carbón quemado invadía la estancia, divagaba sobre las bendiciones de los americanos, los cuales les ofrecían la leche con que los alimentaban. Aquella sí que era buena y sobre todo, natural, no la que sus padres ordeñaban a las cabras y vacas. Qué lástima que ellos, a diferencia de sus hermanos mayores, no hubieran conocido las delicias de la mantequilla de ultramar, tan cremosa que… Mac asentía y le decía a su nuevo amigo que Juan, como otros muchos, la había utilizado para hacer prácticas con el tirachinas; acto vandálico por el que sin duda hallarían cerradas las puertas del cielo, aseguraba patética la maestra, que conocía los casos. Y a continuación llenaba los vasos con aquel líquido blanco-amarillento, espeso, pestilente y burbujeante que, por cierto, ella nunca probó.

            Efrén se traía Colacao para hacer más digerible aquella apestosidad y Mac copió la idea. Terminaron por tomarse el Colacao a palo seco, entre risas y toses, mientras la leche volaba por la ventana cuando nadie miraba. No los detuvo ni el hecho que le cayera en una ocasión a un anciano que pasaba por debajo. Subió con un genio de mil demonios blandiendo el bastón y curiosamente nadie había sido. Por costumbre la maestra los castigó a ellos. Según comentó las posibilidades de error eran mínimas.

            Se vengaron huyendo, en dos ocasiones, durante la clase delante de sus narices, semicubiertas por unas aparatosas gafas de concha, sin que se percatara, para irse a vagabundear y jugar a la Piedra del Bolo, una roca en suspensión, que sería dinamitada años más tarde ante la amenaza de que se derrumbara sobre las casas del pueblo, a pesar de que había estado en aquella ladera desde tiempos geológicos.

            Cuando pasaron al Grupo Escolar eran ya inseparables y seguían con la misma tónica cuando pasaron a los Salesianos cinco años después.

            Efrén, cuyo nombre había sido dado por su madre, cuya familia había estado en Andorra desde que los aragoneses la conquistaron a los musulmanes en 1149, no tenía otra perspectiva de futuro que ser minero como su padre, y ni siquiera el accidente que ocasionó la muerte de varios, entre ellos el padre de su amigo Mac, le hizo cambiar de idea. Además, no le gustaba estudiar, así que se pasaba el día en la calle, después de clase, y Mac no tardaba mucho en unírsele. Juan los había visto en varias ocasiones a las tantas de la noche cuando regresaba de la mina. Las diez y pico no eran horas para que dos mocosos fueran tranquilamente por la calle y menos en invierno. En esto Eulalia, la madre de Mac, estaba de acuerdo. La familia de Efrén era permisiva y no le favorecía en nada el mal concepto que tenía el pueblo de ella. ¡La María, pero en qué cabeza cabía casarse con aquel hombre! ¡Con lo buena familia que era! Pues ahora se ha vuelto como él. ¡No me digas! Y el chico hasta las mil por la calle, como un pordiosero. Pues ése es amigo de mi sobrino. Pues que se ande con ojo tu hermana, porque, no voy a decir nada, Dios me libre, pero quien con un cojo va… Conversaciones frecuentes después que las piadosas mujeres salieran de confesarse y comulgar en la iglesia mientras guardaban los misales en los bolsos y otra farfullaba porque no lograba desenredar la toquilla de su cabello; al final lo conseguía y se acordaba mentalmente de algún santo, porque el pelo le había quedado, con el forcejeo, hecho un churro ¡al precio que le había costado la peluquería!

            La familia de Efrén no era un modelo, pero tampoco peor que cualquier otra. El amor que se tenían sus padres en la juventud había caído en la monotonía y el muchacho notaba unas relaciones amables, pero tensas, lo que le ocasionaba sensación de malestar, principalmente porque la madre había volcado en él todo el cariño que en tiempos había sentido por Rafael, hasta el punto que Efrén se agobiaba, marchaba de casa y no regresaba hasta que Mac volvía a la suya delante de su hermano. De regreso su madre se lamentaba, emitía lagrimitas y le llamaba perdido. Su padre no intervenía. Nunca osó quitar autoridad a su esposa en la educación del hijo, cosa que ella no podía evitar si consideraba que su marido estaba siendo excesivamente duro con el muchacho.

            Llegaba Efrén a clase con un humor de perros y no atendía distrayendo a Mac, que necesitaba poco para ello, y el maestro terminaba separándolos. En el recreo peleaba con el primero que le importunara. Castigo, bronca, lagrimitas en casa y el padre moviendo la cabeza preguntándose qué mosca le picaba a su hijo. En ocasiones eran varios chicos los que decidían bajarle los humos al hijo del gitano y Mac automáticamente se ponía al lado de su amigo. Si tantos eran, hablaban las piedras, con lo que los otros llevaban las de perder. El 21 de enero de aquel año de 1972, Mac le abrió a uno la cabeza de un peñazo. Intervino la Guardia Civil y los dos amigos querían ser el responsable, no se pusieron de acuerdo, riñeron allí mismo y tuvieron que ser separados entre tres. El cabo dio un carpetazo al asunto. Cosas de críos, que se fueran a casa, no quería ver a ninguno de los dos, y que no se enterara él que volvían a jugar con piedras. Venga, a darse la mano. Ambos amigos se miraron torvos ¡La mano! Un tímido estrechón. El uno murmuró algo del padre, el otro le mentó la madre.

            Mac no supo lo que le hicieron a Efrén en casa, él en la suya tuvo una refriega con Juan. Cuando la madre los separó Juan tenía un diente bailando; su hermano cada día era más ágil y le había sorprendido. Más extrañado quedó cuando la madre no castigó a Mac. La explicación era sencilla, la abuela del que recibió la pedrada lo había visto todo y no lo había impedido, seguramente esperaba que el resultado fuera al revés.

            – No Juan, no pienso castigar a tu hermano.

            Aquello era darle alas, protestó. Quizá, pero si había un verdadero culpable, éste era la abuela, porque él en el caso qué habría hecho.

            – Detener la pelea -reconoció Juan de mala gana-. Pero Mac debería dejar de frecuentar la compañía de Efrén.

            – ¿Quién me lo va a impedir?

            – Mamá, díselo tú.

            – Estás exagerando, Juan.

            – Tú no conoces a ese chico, mamá.

            – Es cierto, sólo lo conozco de cuando viene a casa, y creo que es más educado que tus propios amigos.

            Juan desistió con un gesto de desaliento.

            En momentos como aquellos se preguntaba si Mac no sería el ojico derecho de su madre. Era cierto que a los tres trataba por igual, pero en ocasiones…

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