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26
septiembre
POLVO AL VIENTO (33)

TERCERA PARTE

FORAJIDO

CAPÍTULO 3

Baile en Fort Sumner

Billy había cepillado su ropa casi hasta desgastarla para hacerla lo más presentable posible. En cuanto pudiera tenía que comprarse algo más decente, le gustaba vestir con elegancia y habían tenido que huir de San Patricio tan deprisa que sólo poseía la puesta. Una levita negra y pantalones oscuros habrían sido perfectos aquel día, pensó mientras se dirigía al baile.

Paseó la mirada por el salón. Quizá los bailes de Fort Sumner no fueran los mejores del mundo, pero sin duda eran divertidos. Las chicas llevaban vestidos sencillos, cosidos por ellas mismas. Billy se preguntó si habría algún motivo especial para que unas llevaran una rosa roja en el cabello y otras un ramo de flores en la cintura. Tampoco importaba; se veían seductoras, con una gracia sutil en sus embaucadores ojos negros.

Observaba a las parejas oscilar al ritmo de violines, guitarras, clarinetes y un tambor indio.

Desvió la vista hacia las paredes, allí sentadas se encontraban las amas, madres y abuelas velando por las jovencitas.

Sonrió atrayente al tiempo que solicitó con cortesía un baile a una joven en un perfecto español.

Sorprendió a todos sus compañeros con sus dotes de bailarín; tenía intención de danzar con todas las muchachas disponibles que encontrara.

***

-¿Quiénes son todos estos cowboys? –preguntó Paulita Maxwell a su hermano Pete.

Estaba recién llegada. Había vuelto a casa de vacaciones de la escuela del convento de Santa María en Trinidad.

-Es la banda de Billy Bonney –informó Pete.

Iban junto con su madre camino del baile.

Paulita se santiguó ¿Es que no llegaban los periódicos a Fort Sumner? Aquel hombre había matado a quienes asesinaron a su patrón. Se decía que en el entierro de John Tunstall, delante de todos, juró que mataría a quienes tuvieron o hubieran tenido que ver con la muerte del ranchero.

Aparecía todo en los diarios, insistía Paulita. Kid Bonney había sido un forajido de poca monta que John Tunstall intentó reformar tratándolo como a un hijo. Al ser asesinado, Billy enloqueció convirtiéndose en un sanguinario que no dejaba títere con cabeza, pues pocos quedaban vivos a su paso.

Pete no pudo menos que reírse. Su hermana se enfadó.

-¿Tienes a Kid y su gente en el pueblo y te da risa?

-Trabajó unos días para mí el año pasado, cuando tú estabas en el internado, no es nada de lo que cuentas.

-Habrá cambiado, ya te digo que enloqueció…

Se interrumpió. Enfrente el prometido de su hermana discutía borracho con un mexicano, quien de improviso desenfundó el revólver.

-¿Qué ocurre? –detuvo Pete.

-Este pendejo –contestó el mexicano -. Es Telesforo Jaramillo, ¿no es cierto?

-Así es.

-Yo soy José Chávez, así que no hay error. Le digo que somos primos y…

-Te lo repito: ningún ladrón es primo mío.

-¿Otra vez? ¡Ahora sí que te mato!

La señora Luz cogió a Telesforo del brazo interponiéndose entre ambos e intentó arrastrarlo lejos.

-No le dispare-dijo a Chávez-, está borracho. Espere a que se despeje y hablen entre ustedes.

-No me importa que esté borracho o sobrio. No puede insultarme.

Paulita contemplaba paralizada la escena sin saber cómo actuar, temiéndose lo peor mientras Chávez exigía a su madre que se apartara.

Pete había desaparecido.

Chávez amartilló el arma, perdida ya toda paciencia.

-¡Ahí viene Bilito! –murmuró una voz.

Paulita vio a un muchacho poco mayor que ella caminando raudo; detrás, intentando seguir su ritmo, Pete que había ido a pedir ayuda.

-Sí, es el chavito –confirmó otra voz del corrillo que se había ido formando.

¿Kid? Paulita se aterró. Estaban perdidos, ¡los iba a masacrar a todos!

-No dejes que este hombre le mate, Billy –suplicó Luz Maxwell cuando el chico llegó a su altura.

Kid se descubrió el sombrero a modo de saludo.

-No tenga miedo, señora –su voz suave sonaba tranquilizadora -. Voy a aclarar esto.

La muchacha le vio decirle algo en español a Chávez, que pareció dudar. El mexicano miró un momento a los ojos de Billy y guardó la pistola. Billy le tomó del brazo, se alejaron mientras le hablaba quedo ante una atónita Paulita.

Siguió a su madre y hermano que acompañaban a Telesforo a casa. Nunca hubiera esperado lo que acababa de contemplar, no coincidía con lo que decía la prensa.

Telesforo dio un traspié, cada vez más afectado por el alcohol.

-¿Sabías que ayudaría? –preguntó a Pete.

-Lo esperaba.

-¿Tú también, mamá?

-Sí, como ha dicho tu hermano trabajó para nosotros unos días. Tenía malas referencias.

-¿Ya era bandido?

-No –jadeó Pete, porque cada vez más Telesforo, con paso inseguro, se apoyaba cargando todo su peso -, Chisum lo sorprendió fornicando con su sobrina.

-¡Jesús! –Paulita se santiguó.

-Algo escabroso, por lo que se dice.

-Harías bien en alejarte de él –aconsejó Pete.

-Creí que era tu amigo.

-Me cae bien, pero no es mi amigo. Y aunque lo llegáramos a ser, no quiero que te relaciones con él. Mira… -explicó al ver un mohín de obstinación caprichosa en su hermana -. No creo nada de las muertes que le atribuyen, pero sí es un malhechor. Por muy bien que me caiga, hermanita, no lo quiero en la familia y menos si es cierto lo suyo con Sally Chisum.

***

Sólo llevaban unas horas en Fort Sumner y Billy estaba encantado con el lugar. Aunque ya lo conocía de cuando trabajó para los Maxwell apenas lo había visto, porque estuvo siempre con el ganado y terminado el trabajo, que no llegó ni a la semana, se fue tan rápido como vino.

La gente era agradable, amistosa y las chicas guapísimas, sobre todo tres con las que no se cansaba de bailar, Abrana García, Nasaria Yerby y Celsa Gutiérrez. La última tenía una belleza de morena andaluza, heredada de alguna antepasada española, que encandilaba al muchacho. Sus largas pestañas, su olor a adelfa, la rosa roja destacando coquetamente en su oscuro cabello, sus ojos azabaches en los que se sumergió Billy…

Deseó besarla. No lo hizo porque sentía en la nuca la áspera mirada de un joven con grandes bigotes.

-¿Tu marido? –preguntó señalándolo con un ladeo de cabeza.

-No. Mi hermano, Saval.

Pronto supo Billy que vivía con Saval, su hermana mayor Apolinaria y su madre viuda.

-Es aquella, la que habla con Juanita Martínez.

Billy la descubrió, porque se parecía mucho a Celsa y no porque conociera a la tal Juanita.

***

No lo quiero en la familia. Pero, ¿qué se pensaba? ¿Qué se enamoraba del primer chico guapo que veía?

-¿No le parece encantador, amita? –interrumpió su pensamiento Deluvina Maxwell, la criada apache que había adoptado el apellido de la familia.

Paulita sabía a quién se refería. Habían estado hablando de él mientras regresaban al salón. Su madre se había quedado cuidando a Telesforo, por eso la acompañaba la fámula; no estaba bien que una adolescente de quince años fuera sola al baile.

Estaba aturdida. La imagen que se había forjado de él no se correspondía con lo que veía. Desde que había entrado en el local que lo estudiaba y en todo momento lo veía cortés, respetuoso y comportándose como un caballero.

Ahora estaba bailando otra vez con Celsa Gutiérrez y tuvo que reconocer que era un bailarín elegante.

Tampoco vestía como había leído. No recordaba qué periódico lo representaba mudado como una especie de guerrillero mexicano lleno de encajes, florituras y bordados de oro. En cambio, allí estaba con ropa modesta y muy usada.

Terminó el baile.

Se acercó decidida.

-Quisiera agradecerle… -se interrumpió cuando Billy la miró.

Kid la reconoció. Era la jovencita que estaba con la señora Maxwell cuando solucionó el conflicto de José Chávez.

-¿Decía usted? –animó.

-Que fue muy amable… -volvió a callar. Se sentía estúpida, hasta le temblaba la voz. No entendía lo que le sucedía, porque no era miedo.

Billy sonrió. Era una sonrisa cálida, amistosa, pero para Paulita fue seductora y desvió los ojos encontrando los grises azulados de Kid que, con aquella iluminación, no eran albinos como otras veces sino el horizonte al nublarse. Se perdió en ellos como Billy en los moros de Celsa.

-Lamento lo ocurrido –le oyó decir lejanamente. Billy sospechaba a qué se refería -. Le prometo que no volverá a ocurrir, y tampoco tiene que agradecerme nada, señorita…

-Paula.

-Mucho gusto…

Comenzaba un nuevo baile.

-… ¿me concede el honor?

-Míralo, está en su salsa –oyó decir Deluvina a Tom Folliard, que no se había quedado atrás en las danzas.

Ambos contemplaron a la pareja dando vueltas.

El ambiente se había distendido desde que los locales se convencieron de que los reguladores se comportaban sin embriaguez ni alboroto y más desde que vieron a Billy calmar a Chávez.

La velada estaba resultando sumamente alegre.

-¿Me permite este baile? –preguntó Folliard a la criada.

Deluvina lo miró asombrada. Tenía 35 años, menuda, con una ligera obesidad que con los años iría a más. Rostro atractivo, redondo, de nariz corta y labios carnosos, con alguna arruga en su piel quemada por el sol y la vida dura.

-Ya soy mayor, niño –respondió a aquel joven, que tenía pocos años más que su hijo de doce.

-Insisto, mami.

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