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05
septiembre
POLVO AL VIENTO (30)

SEGUNDA PARTE

LA GUERRA DEL CONDADO DE LINCOLN

CAPÍTULO 8

A degüello

Al atardecer sólo un par de habitaciones seguían libres del fuego. Estaban refugiados en una de ellas.

Los soldados se habían tenido que retirar acuciados por el calor del incendio.

Susan McSween pidió clemencia por los sitiados al coronel Dudley.

-Yo no puedo hacer nada –se lamentó el militar -. Está fuera de mis competencias. ¿No sabe usted que hay una ley que prohíbe al Ejército inmiscuirse en conflictos civiles?


Habían vuelto los disparos desde que los soldados se apartaron de la casa. En la última hora se habían producido más de dos mil según algunos historiadores.

-Diría que estamos en una situación desesperada –bromeó Billy.

-¿Sólo lo dirías? –gruñó José Chávez.

Kid rió; una clara risa de tuno.

-¿Qué se te ha ocurrido? –preguntó Tom, que ya lo conocía muy bien.

-Tenemos tres opciones –analizó Billy -. Una, entregarnos; dos, morir entre las llamas, y tres, intentar escapar. Yo voto por la tercera.

French rió amargamente.

-Moriremos todos con tu elección ¡Pero qué diablos! Yo también la voto, la prefiero a las otras dos.

-No moriremos todos –adujo Billy.

-¿Crees que la ametralladora nos hará cosquillas?

-Y si no es ella, los bandidos de Dolan.

-Sin contar con los soldados.

-¿Qué dices a eso, Billy?

-Que os olvidáis del cañón.

-¡Graciosillo, el chico!

-Cuando os canséis de decir tonterías, ya me dejaréis hablar –respondió.

-¡Tonterías! ¡Te…!

-Dejad que hable –terció José Chávez.

Silencio.

Todos miraban a Kid, que se mantenía en un mutismo desesperante.

-¿Puedo ya?

-¡Sí, maldita sea! ¿Qué ibas a decir?

-Están aguardando que nos rindamos o hagamos una salida, y puesto que el único punto sin fuego es este están convencidos que lo intentaremos por la puerta principal. Por eso están la ametralladora y los hombres de Dolan concentrados enfrente, esperándonos.

-Esperarán en vano –adivinó Yginio.

-Sí. Iremos por detrás.

-¿A través del fuego?

-Por donde no lo esperan –insistió Billy -. Iremos en dos grupos. El primero hará de señuelo, porque seguro que aún quedará gente vigilando la zona, pero bastantes menos que aquí delante. Este grupo irá hacia la tienda de Tunstall y mientras atrae el tiroteo hacia él, el segundo grupo irá al río a través del establo.

-¿Y quiénes serán los suicidas? –preguntó Tom -. Quiero decir, ¿quién formará el primer grupo?

-Yo seré uno –contestó Billy. Ignoraba si saldría bien el plan, pero era consciente de la necesidad del ejemplo si no querían fracasar.

-Yo saldré el primero –se ofreció Harvey Morris.

Kid miró al estudiante de Derecho.

-Tienes poca experiencia disparando, ¿no crees que sería mejor…?

-No, Billy. Tengo una enfermedad que me está matando. Si he de morir prefiero que sea rápido y no de consunción.

El chico no insistió recordando a su tía.

-Esperemos que no caiga nadie –dijo José Chávez tocando madera con dos dedos.

-No está bien mentar la soga en casa del ahorcado –añadió Yginio.

-¡Ya dejen de evocar a la comadre Sebastiana, pendejos supersticiosos! ¿Qué no saben que trae mala suerte?

El que más y el que menos sonrió con la salida de Billy, luego rompieron a reír.


-Estad preparados –dijo Dudley -. No podrán resistir mucho más.


McSween seguía como un pelele. Billy lo abofeteó para hacerle reaccionar. El abogado lo miró extraviadamente mientras el muchacho le informaba del plan de huida.

-Has perdido la cabeza –musitó McSween.

Lo que perdió Billy fue la paciencia. Lo jaló del cabello.

-¡Levántese si quiere vivir!


Las llamas ascendían altas haciendo juegos, culebreando, chisporroteando, creando figuras mientras que las purnas y pavesas flotaban en el aire antes de caer al suelo.

Susan contemplaba hipnótica lo que quedaba de su antiguo domicilio mientras era conducida, con su hermana y sobrinos, en carro al hogar de Juan Patrón. Iban con ella la dueña de la casa, donde el coronel había ubicado el cañón, con sus hijas.

Dudley paseaba ahora más pedante que orgulloso, olvidado el temor anterior, porque estaba cumpliendo con su afán de proteger a mujeres y niños.


El resto de componentes de los grupos lo habían echado a suertes.

Billy recomendó que todos llevaran las armas completamente cargadas.

McSween sólo cogió una Biblia. Billy le tendió una pistola.

-Coja este seis tiros y corra por su vida –aconsejó.

McSween le sostuvo la mirada. Apartó el revólver con la mano y se aferró firmemente a la Biblia.


-¿Veis algún movimiento? –preguntó Dudley.

-Ninguno, mi coronel.

Dudley estaba asombrado; aquellos fanáticos preferían achicharrarse antes que rendirse. Ni siquiera intentaban una salida, que era lo decente y heroico. ¿Qué se podía esperar de rufianes sin temple ni honor?


Habían conseguido cruzar al ala este con alguna que otra quemadura sin importancia, con bolisas que les caían encima y que espolvoreaban de un manotazo. Los maderos, ahora brasas, y parte del techo estaban derruidos. La cocina, en cambio, se mantenía en pie en algunas secciones.

Billy estudió el escenario un momento. Había una ventana en el lado este de la cocina. La puerta trasera se abría en la esquina noreste. Entre la casa y el corral había una valla que corría de norte a sur con una puerta en la esquina noreste del patio. La tienda de Tunstall estaba al este del cercado, al otro lado del corral.

Debían ser las nueve de la noche, calculó, puesto que hacía poco que había oscurecido, aunque el fuego iluminaba el área que rodeaba el edificio como si fuera de día. Aún así, mientras no abandonaran la barda estarían protegidos.

Se volvió hacia sus compañeros con expresión animada. Dio las últimas órdenes como un veterano, con calma fría y sin señal de miedo.

Se quitó las botas.

-Haced lo mismo –aconsejó.

-Creí que íbamos a salir a lo bruto –comentó Tom.

-Y nos acribillarían. Hemos de llegar lo más lejos posible antes de que se den cuenta. Así que nada de ruido.

Con una pistola en cada mano Billy se asomó cautamente a través de la puerta de la cocina. Cuando estuvo seguro que nadie miraba hizo una seña a Morris, que salió el primero. Billy fue detrás de él seguido de José Chávez, McSween, Romero y Zamora.

Se deslizaron agachados y en silencio hasta la puerta de la valla. Se detuvieron un instante; cuando la cruzaran se terminó la cobertura. Morris respiró hondo y salió corriendo, pero enseguida caía con la cabeza atravesada de un balazo. Billy saltó por encima del cadáver disparando los dos revólveres. José Chávez estaba justo detrás de él. Ambos corrieron hacia la tienda de Tunstall a través de una lluvia de balas.

Corriendo en zigzag, cruzándose entre sí para dificultar la puntería del enemigo y disparando sin cesar consiguieron acercarse a la tienda, pero el edificio estaba ocupado por los hombres de Dolan. Billy, que iba el primero, lo supo al ver asomar el cañón de un rifle y una cabeza. Cambió de rumbo al tiempo que disparaba contra ella volándole el labio superior y el bigote.

Corrían ahora hacia el norte, al río, sin percatarse de que iban los dos solos, porque McSween, Zamora y Romero habían sido rechazados por las balas al llegar a la puerta y habían retrocedido dirigiéndose hacia el establo.


-Ahora nosotros –dijo Folliard encabezando el segundo grupo.

Salieron por detrás atravesando el cobertizo, encontrándose delante a los otros tres que llevaban la misma dirección.

-¿Qué ha podido pasar? –murmuró Yginio.

Tom se encogió de hombros, ignorante.

Las paredes arrojaban sus sombras sobre el espacio de tierra entre la puerta y la casa.

-¡Alto! –gritó una voz – ¡Tirad las armas y levantad los brazos!

McSween obedeció sintiendo que le dominaba el pánico.

-¡Me rindo! –chilló.

-¡Acércate! –la voz de antes, la del alguacil Beckwith – ¡Que te vea las manos!

Zamora aulló disparando contra el alguacil:

-¡Rendirse nunca!

En el intercambio de balas cinco alcanzaron el pecho de McSween, que cayó muerto sobre el cadáver de Beckwith. Aún tenía la Biblia en la mano.

Zamora y Romero, gravemente heridos, intentaron refugiarse sin conseguirlo en el gallinero, que no tardó en ser pasto de las llamas al ser de madera.

Yginio Salazar cayó atravesado por tres balazos.


Kid perdió el sombrero y un revólver al cruzar el río, por lo demás estaba sin un rasguño, lo que no dejaba de asombrarle. José Chávez también estaba indemne.

-Esperemos que no seamos los únicos –comentó el mexicano.

-Esperemos –repitió el muchacho preocupado.

Los minutos que pasaron hasta que vieron al primer compañero se les hicieron eternos. Lentamente los supervivientes se fueron reuniendo en la otra orilla del río, allí podían hacerse fuertes si los perseguían; no ocurrió.

-¿Yginio? –preguntó Billy a Folliard cuando lo vio aparecer.

Tom negó con la cabeza.

Lástima, era demasiado joven, pero así es la vida, se resignó.

-¿Qué hacemos ahora? –oyó preguntar a su espalda.

No respondió nadie.

Kid miraba hacia el pueblo, se oían disparos.

-¿Billy?

Salió de su abstracción, se giró. Todos le miraban.

-¿Qué hacemos ahora? –volvió a preguntar el de antes.

Kid se sintió incómodo, parecía que le habían aceptado como su jefe a pesar de su extrema juventud. De acuerdo, había liderado la huida, pero sólo porque en aquel momento se habían conjuntado su instinto de supervivencia y su sangre fría. Había sido un momento puntual.

-Eso debería decirlo McSween –se salió por la tangente.

-McSween está muerto, lo vi caer –respondió Tom Folliard.

-En ese caso, la guerra ha terminado –sentenció Billy -. Quisimos llevar a los asesinos de Tunstall a la justicia, actuábamos a las órdenes de McSween, pero con él muerto no tenemos nada por lo que luchar.

-Está su viuda –dijo French -. Debemos protegerla.

-Eso es un caso aparte, algo derivado de la guerra, no la guerra en sí. Si quieres protegerla es asunto tuyo, no mío.

-Como quieras, ¿quién viene conmigo?

-Yo –dijo Charlie Bowdre.

No salió nadie más.

-¿Los demás qué hacemos?

-Cada cual a su casa –respondió Billy -. Como digo, la guerra ha terminado.

Ninguno habló más, no tenían ánimos y empezaban a sentirse exhaustos ahora que la tensión desaparecía y la adrenalina que les había mantenido alerta disminuía.

De la ciudad seguían llegando ruido de disparos.

Billy se recostó en el suelo. Le pesaban los párpados, apenas había descansado aquellos cinco días; ninguno lo había hecho.

Tenían todos una sensación agridulce. La alegría de haber salido con vida y el desaliento de perder a compañeros y amigos.

Escondidos en aquellas colinas se fueron dejando vencer por el sueño.


McSween estaba muerto, finalmente habían ganado. Los vencedores se emborrachaban para celebrarlo, disparaban sus armas al aire, obligaban a los vecinos a tocar sus violines, bailaban, saqueaban la tienda de Tunstall, atemorizaban a los habitantes de Lincoln mientras que los oficiales y soldados de Dudley acampados les dejaban hacer a sus anchas. Tenían derecho a divertirse, defendió el coronel, después de una semana de lucha; la ciudad tenía que comprenderlo. Así que ni un intento de protestar, de intervenir, de comprobar si alguien necesitaba asistencia médica, ninguna palabra de desaprobación.


El dolor fue lo primero de lo que tuvo consciencia, luego música, cantos, risas… comprendió que la lucha había terminado.

Tenía heridos la mano, el hombro y el costado izquierdo.

Debía irse, pero se sentía sin fuerzas.

Alguien se acercaba. Los pasos se detuvieron. Yginio oyó como bebía whisky ruidosamente. Un eructo. Un disparo.

¿Remataban a los heridos?

Se hizo el muerto.

El hombre se detuvo a su lado.

El quinceañero se mantuvo tan inmóvil como pudo.

El hombre le dio una patada para comprobar si estaba muerto. Las pesadas botas golpearon el costado herido de Yginio y la tortura fue tan terrible que no pudo evitar gemir de dolor.

Descubierto abrió los ojos, miró al hombre, lo conocía, ambos se conocían.

Andy Boyle apoyó el cañón de su rifle contra el corazón del muchacho, que cerró los párpados esperando el momento.

-¿Se puede saber qué haces? –preguntó una voz.

-¿Tú que crees?

-Ese chico está muerto. No malgastes una bala con él.

Yginio había abierto los ojos. También conocía a aquel hombre.

Boyle dudaba.

Yginio lo vio alejarse uniéndose a otros que tenían linternas encendidas y examinaban los cadáveres. Riendo señalaban los agujeros de bala, bebían whisky, cantaban canciones obscenas, bailaban alrededor de los cadáveres de McSween, Morris, Romero y Zamora.

El quinceañero se sumergió en una nueva inconsciencia.

Despertó poco después. Estaba solo. Seguían la bulla y las celebraciones, ahora en el pueblo. Débil por la pérdida de sangre comenzó a arrastrarse a lo largo de la orilla del río hacia la casa de su hermano a media milla de distancia.

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