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14
agosto
POLVO AL VIENTO (27)

SEGUNDA PARTE

LA GUERRA DEL CONDADO DE LINCOLN

CAPÍTULO 5

La ratonera

McSween nunca se había planteado su valor, aunque siempre supuso que lo tenía. Sin embargo, los acontecimientos de los últimos meses le habían convencido que era un cobarde, porque no había hecho más que esconderse dejando que otros lucharan por él. No podía evitar el sentimiento de vergüenza cada vez que hablaba con alguien, sobre todo si era muy joven, como aquel mexicanito que había visto con Billy la última vez que estuvieron en el rancho, Yginio, creía que se llamaba. Aquel crío tenía más valor en un meñique que él en todo el cuerpo.

Sus conversaciones con Doc Scurlock no mejoraban su estado de ánimo ni la sensación de estar en un círculo vicioso del que no podía salir.

Parecía imposible que, con todo en contra, llevaran resistiendo cinco meses, que incluso se les estuviera añadiendo gente.

Aquello no podía prolongarse eternamente.

Estaba harto de la guerra, de sentir asco cada vez que se miraba al espejo; del eres abogado, no pistolero, que sentenciaba su esposa cada vez que tocaba el tema. ¿Es que lo eran los vaqueros de Tunstall, que en paz descansara; lo eran quienes se les unían, aquel niño, Yginio?

Además, quería volver a su casa en Lincoln, no seguir viviendo en la de otros por muy amigos que fueran y exponerlos a que los atacaran los secuaces de Murphy. Alguno, como George Coe, se había visto obligado a unirse a los reguladores para poder defenderse.

De nada valieron las súplicas de su esposa ni la afirmación de Doc Scurlock de que Lincoln era el feudo de Dolan con el sheriff Peppin a la cabeza. Quería ir y punto. Estaba hastiado, quería terminar de una vez.

Era una maniobra pésima, sin contar que no disponían de suficientes hombres para conquistar la ciudad. Doc no las tenía todas consigo, por lo que de camino a Lincoln se detuvieron en Picacho para hablar con Martín Chaves, un miembro muy influyente y respetado de la comunidad hispana, que también guardaba rencor a Dolan. Como esperaba Doc, Martín Chaves se les unió arrastrando consigo bastantes mexicanos.

Entre todos sumaban alrededor de cincuenta hombres cuando entraron, la madrugada del 15 de julio, en la ciudad de Lincoln, silenciosos para no llamar la atención y perfectamente visibles bajo la luna llena.

McSween se dirigió a su domicilio. Estaba habitado en aquel tiempo por su cuñada Elizabeth Shield, sus cinco sobrinos de corta edad y un estudiante de Derecho, Harvey Morris, a modo de realquilado, el cual había emigrado a Nuevo México para curarse de la tuberculosis gracias al clima.

Doc distribuyó a los reguladores en lugares estratégicos. A la derecha de la casa del abogado, según se miraba de frente y con un gran espacio entre ambas estaba la tienda de Tunstall; allí instaló a George Coe con unos cuantos. En el lado opuesto de la calle, en la tienda de Montano, estaba Billy con su amigo Tom y una treintena de hispanos. Hacia el este, en el edificio más alejado, se quedó Doc Scurlock con los más veteranos. Estaba convencido de que la ciudad iba a convertirse en una encerrona, por eso se había reservado para sí a los más fogueados. Le habría gustado retener a Billy, pero dado que estaba en el grupo de mexicanos no tuvo más remedio que sacrificarlo.

Tampoco éste veía muy claras las intenciones de McSween. Si se trataba de apoderarse de la ciudad no tenía sentido atrincherarse a verlas venir, porque eso era lo que estaban haciendo al apilar sacos de arena contra las puertas y ventanas, tallando buhederas para sus armas en las paredes de adobe.

Al amanecer el sheriff Peppin descubrió que los reguladores habían tomado la ciudad aprovechando que las huestes de Dolan, tres cuadrillas de forajidos, concretamente las de Kinney, Powell y Turner, estaban buscándolos por otras comarcas y de paso robando ganado por todo el condado aprovechando el tiempo. Peppin envió un jinete a buscarlos mientras él y los hombres que le quedaban se hacían fuertes en el Hotel Wortley y en un torreón al otro lado de la tienda de Montano.

Las horas fueron pasando lentamente sin que nadie hiciera un movimiento salvo de lengua. Corrían rumores de que McSween había instado a los del torreón a que se rindieran so pena de pegarle fuego. Otros decían que habían venido militares del fuerte Stanton a mediar en el conflicto. Este que McSween había ordenado a Saturnino Baca que echara a los del torreón, que era propiedad suya y que él, como inquilino, no debía haber permitido su ocupación; que los echara o tomaría medidas legales contra Baca. Aquel, que habían venido observadores extranjeros.

El tedio se terminó cuando aparecieron las tres bandas de atracadores por el oeste y comenzaron a disparar contra la casa de McSween.

-Mal lo tienen –dijo José Chávez -. Creo que sólo hay seis de los nuestros.

-Mal del todo –respondió Billy saliendo a la calle corriendo hacia el domicilio del abogado disparando al mismo tiempo. Tras él fueron Tom, Yginio, Chávez y tres más.

Consiguieron los siete refugiarse sin bajas en la casa de McSween, que se reforzaba así con un total de trece reguladores.

-Nos has metido en una ratonera –refunfuñó Tom Folliard al ver que los bandoleros se olvidaban de los demás concentrándose en el domicilio de McSween.

-Tonto tú, por seguirme –cloqueó Billy.

-Mejor no te respondo… ¡mira quien llega!

Apuntó con el winchester. Billy le bajó el cañón con la mano.

-¿Qué haces? –protestó -. ¡Es Jesse Evans!

-Ya lo sé. Déjalo en paz, si alguien le dispara seré yo.

-No tienes intención, no me mientas.

-No tengo intención, ¿contento?

Tom se encogió de hombros.

-Como quieras. Dices que es tu amigo, pero si yo fuera Billy no me fiaría mucho de su amistad.

-Tampoco yo, si fuera Tom.

Folliard soltó un exabrupto y no le prestó más atención vigilando por la ventana.

Ahora son cuatro bandas, se dijo Kid, más los hombres de Peppin. Se preguntó cuántos serían en número. Tampoco tenía importancia, Tom llevaba razón al asegurar que estaban en una ratonera. Dolan iba a concentrar todas sus fuerzas contra aquella casa, porque muerto el perro, vamos McSween, se acabó la rabia.

-¡Escuchen! –gritó una voz, la del ayudante del sheriff Jack Long, que avanzaba por la calle. Se detuvo a una prudente distancia -. ¿Me oye, McSween?

-¿Qué quieres?

-Tengo órdenes de arresto para usted y otros de la casa.

No le hacía gracia estar expuesto, pero Peppin le había ordenado aquella conversación. Jack Long llevaba consigo órdenes federales del gran jurado promovido por el juez Bristol, para Frank y George Coe, Doc Scurlock, Charlie Bowdre, Henry Brow y Billy Bonney, acusados de asesinato; tenía además una orden de arresto territorial para McSween.

-También nosotros tenemos órdenes para ti –respondió McSween.

Pudiera ser, pensó Jack, las del juez Wilson, pero habían quedado anuladas al convertir el Gobernador a los reguladores en proscritos. Jack sonrió burlón.

-Muéstrame tus órdenes –gritó -, ¿dónde están?

-¡En nuestras pistolas, malditos hijos de puta! –aulló Jim French.

-¿Le disparo? –preguntó Yginio.

-Por encima de su cabeza, sí –contestó Billy.

Al disparo de Yginio siguieron otros. Jack se refugió corriendo en el Hotel Wortley asombrado y dando gracias a Dios de salir ileso.

Tras un intercambio de disparos con la banda de Kinney, en donde los únicos fallecidos fueron un caballo y una mula, reinó la paz.

Billy aprovechó el descanso para mirar alrededor. En un rincón, asustados, estaban los sobrinos de McSween. Frunció el ceño. ¡Eran niños! La mayor sólo tenía diez años. ¿Cómo podía aquel hombre haberlos involucrado en la pelea?

Durante el tiempo que llevaba peleando por él, McSween no se había ganado el respeto del chico, mucho menos su estima. En realidad, si no hubiera sido por Tunstall a quien todos apreciaban, el abogado posiblemente se hubiera visto solo. Billy no le reprochaba su aparente cobardía; lo normal, si uno no sabía disparar un arma, es que no se expusiera. No. Lo que no aceptaba eran actos como aquel: poner a su familia en peligro pudiendo evitarlo. Si McSween hubiera hecho lo mismo, pero colocando en lugar seguro a su cuñada, a los niños e incluso al realquilado, que nada tenía que ver con aquello, Billy se habría descubierto ante él. Así sólo sintió desprecio. La esposa era otro cantar, estaría con su marido hasta el final.

Kid se preguntó, en caso de salir de ésta, si continuaría al lado del abogado o abandonaría la lucha.

Sacudió la cabeza; aquello aún estaba lejos. Mejor no pensar y concentrarse en el ahora.

Hizo un comentario jocoso a los niños guiñando un ojo. Uno le sonrió. Se sintió más reconfortado.

La inactividad se prolongó a lo largo de la tarde sólo rota por algún disparo suelto. Para entretenerse Yginio estuvo fisgoneando por la casa. Era enorme, en forma de herradura, con una valla de madera que la circundaba completamente. La parte plana de la U daba al sur, a la calle, estando en ella la puerta principal. Las puntas estaban dirigidas al río Bonito, en el norte. Allí adosada estaba la cocina en el lateral izquierdo, mientras que en el derecho se encontraba la pila de leña. Entre la casa y el río, Yginio descubrió un corral al lado del establo, un gallinero y el retrete. Al oeste podía ver el arroyo que desembocaba en el Bonito. Al este, la tienda de Tunstall; vio a George Coe observando por una ventana. Una hilera de árboles seguía el curso del río.

Registraba ahora las habitaciones con curiosidad infantil. Era el edificio particular más grande que había conocido en su corta vida, nada que ver con la chabola donde había nacido, excepto que ambas eran de adobe.

Estaba oscureciendo cuando encontró un violín.

-Mirad lo que he descubierto –comentó risueño entrando en la sala principal.

-¿Sabes tocarlo? –preguntó Folliard.

-Claro que sí.

-Entonces, tócanos algo –terció Billy.

-¿Te parece el momento…? –comenzó Yginio. Se interrumpió al ver el movimiento de cejas de Billy. Lo siguió con los ojos.

Los niños.

Seguían asustados, no habiendo salido de su rincón como si de una madriguera se tratase.

Nadie disparaba ya, parecía que iban a tener tregua durante la noche.

-Que sea alegre.

-Por supuesto –sonrió el quinceañero.

Entonó una melodía animada.

-¡Esa está bien! –exclamó Billy marcándose unos pasos de baile -. Eh, niños, ¿sabéis bailar?

-No –respondió la mayor.

Billy se puso en jarras.

-¿No? Venid, os enseñaré.

Le tendía la mano con la más alegre de sus sonrisas.

No tardó en tener a todos los críos alborotados. McSween se sentía incómodo ante la frivolidad de Billy, pero su cuñada estaba encantada; sus hijos habían perdido el brillo de terror, no dudó en unirse a la fiesta.

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