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25
julio
POLVO AL VIENTO (24)

SEGUNDA PARTE

LA GUERRA DEL CONDADO DE LINCOLN

CAPÍTULO 2

Balas en el barro

Había comenzado a llover poco antes de que Alexander McSween, acompañado de su esposa y cuatro reguladores que debían declarar como testigos, abandonaran el rancho de Chisum en dirección a Lincoln. Iban con el tiempo justo, pues costaba dos días recorrer la distancia que separaba el rancho de la ciudad.

Con lo que ninguno contó fue el tiempo. Recién entrada la primavera el invierno se negaba a retirarse como evidenciaba el ambiente frío y lluvioso de aquel día que iba empeorando dificultando el viaje, sobre todo con la calesa en la que iban McSween y señora cuyas ruedas se hundían en el barro.

Cada vez más lentos llegaron tarde al punto de reunión donde debían encontrarse con el destacamento que debía servirles de escolta. Aún así estuvieron esperando cerca de una hora pero no apareció ningún militar. McSween concluyó que se habían cansado de esperar.

Ante el temor de ser declarado prófugo decidió acudir directamente al juzgado.

-Usted manda –dijo McNab -, pero no hace tiempo para acampar por el camino y menos acompañados de su señora.

-Es cierto. Mi mujer y yo iremos a Río Hondo, el ranchero es amigo mío, a pasar la noche, pero nos hemos de desviar y queda demasiado lejos como para llegar puntuales al juzgado y…

-Iremos nosotros –se ofreció McNab antes de que McSween se le pidiera.

-¿No os importa?

-En absoluto. Después de todo, también tenemos que declarar.

McSween accedió. Su esposa Susan era una mujer animosa que no habría tenido inconveniente en acampar con aquel tiempo, pero cada vez la lluvia arreciaba más, en aquellos momentos había ventisca, y el carruaje podía quedar atascado en el lodo. De hecho tuvieron que empujarlo para que pudiera arrancar, porque el caballo por sí solo no tenía fuerzas.

McNab los vio alejarse antes de encararse con sus hombres. Billy tenía el sombrero mexicano calado casi hasta los ojos para protegerse inútilmente de la lluvia; Jim French echaba el aliento a las manos para calentarlas y Fred Wayte estaba abrazado a sí mismo por el frío. Ninguno de los tres dijo nada, sólo lo miraban esperando sus órdenes; por la edad y experiencia lo aceptaban como su jefe natural después de Brewer.

-No pararemos hasta llegar a Lincoln, así que si os entra sueño dormid en el caballo.

El viaje se hizo interminable, sobre todo una vez anochecido, con el cielo cubierto de nubarrones que oscurecían la luna, el viento helador que soplaba a ráfagas, las posaderas doloridas, el agotamiento de las piernas cuando caminaban luchando contra el barro, para que las monturas descansaran de su peso. En numerosas ocasiones iban en fila india confiando en la orientación de McNab, porque hubo momentos en que no sabían dónde estaban.

En la madrugada, bajo una intensa tormenta de agua y nieve, entraban en la ciudad de Lincoln dirigiéndose a un corral con un cubierto cercano a la tienda de Tunstall.

Desensillaron los caballos y se refugiaron como pudieron en el techado, sin paredes y con el suelo casi tan embarrado como el resto del corral. Estaban calados hasta los huesos, ateridos de frío y todo tan mojado que no podían hacer fuego.

-Mal sitio para pasar la noche –comentó Billy.

-Mejor que a la intemperie –respondió McNab -. Además a estas horas, ¿dónde vamos a ir? Sin contar que no hay nadie en Lincoln en quien confíe.

-Entonces, ¿cuál es el plan? –preguntó Wayte.

-Esperaremos aquí…

-¿Aquí? –se escandalizó Jim French.

-Sí, aquí, ¿algún problema? Si estuviéramos trabajando no tendríamos ni techo y ninguno protestaríamos.

French no contestó. Una nueva ráfaga los mojó a todos a pesar del techado.

-Servicio completo –se rió Billy, que fue quien llevó la peor parte -: ducha y lavado de ropa.

-¿Y después de esperar? –preguntó Wayte.

-Cuando abran el juzgado iremos a él, informaremos del retraso de McSween y entre tanto que nos tomen declaración.


William Brady tenía unos cincuenta años, bigote espeso en herradura; barba de chivo; grueso, por no decir gordo y una buena posición social desde que actuaba como sheriff tutelado por Murphy y, salvo cuando defendía los intereses de su patrón, bastante honesto en su oficio.

No le había agradado que hombres bajo sus órdenes asesinaran a Tunstall, pero tuvo que aceptarlo, porque no podía permitir que los encarcelaran. Si tal ocurría, en el juicio no sólo podían salir perjudicados Murphy y Dolan si no él mismo como superior responsable.

Nunca esperó la reacción de los reguladores cuando el Gobernador anuló su legalidad. En lugar de disolverse habían plantado batalla defendiendo a McSween. El abogado era peligroso puesto que sabía demasiadas cosas de Murphy. No convenía que llegara a juicio, pero tampoco podían eliminarle descaradamente como hicieron con Tunstall, sería demasiado visto.

Bueno, por lo menos sería encarcelado. Aquello ya era un paso, después ya se vería. Sonrió al recordar que el teniente se había llevado todos los militares consigo al fuerte faltando a su palabra.

Miró por la ventana, aún estaba oscuro y proseguía la tormenta. Cogió un abrigo grueso, su pesado colt del .45 y el winchester. Caminó hacia la puerta con las espuelas haciendo un ruido rítmico. Ensilló el caballo y se dispuso a recorrer las cinco millas que separaban su domicilio de Lincoln.

Guiaba al animal con prudencia por el camino resbaladizo y fangoso mientras el temporal iba disminuyendo. Cuando llegó a la población había cesado, pero seguía nublado y con bastante frío.

En el Palacio de Justicia el secretario le notificó que la sesión del Tribunal se había atrasado al día ocho, con lo que aquel día no había juez.

Justo cuando tenía que declarar McSween. Brady masculló.

-Bueno –gruñó -, prepara unos avisos para ponerlos por las calles informando a la gente. Yo me voy a desayunar.

Salió al exterior. Montó a caballo y se acercó por la calle fangosa hasta el Hotel Wortley pasando por delante del cubierto ante la atónita mirada de Billy.

-Mirad quien está pasando –cuchicheó.

-Se dirige al hotel –dijo Wayte.

-¿Nos acercamos también para tomar algo caliente? –preguntó Billy que no sentía los dedos de los pies.

-Ni hablar –respondió McNab -. No tengo ganas de que nos vean. Cuando abran el juzgado iremos directamente a él. Hasta entonces no nos moveremos.

Billy se acurrucó más de lo que estaba con gesto resignado, si de aquella no cogía una pulmonía no la cogería nunca.


Brady salió del Hotel Wortley, volvió a montar y cruzó la calle hasta la tienda de Murphy – Dolan donde le esperaban cuatro de sus hombres. Si no hubiera estado la calle tan embarrada y llena de charcos podría haber ido andando, puesto que la distancia era corta, pero así prefería ir a caballo; en algunos puntos el barro llegaba más arriba de los tobillos.


-¿Habéis oído a esos dos negros que han pasado? –preguntó Fred Wayte.

-¿Algo interesante?

-Que el juzgado está cerrado. No hay juez hasta la semana que viene.

McNab palideció frunciendo el ceño. El día anterior los soldados no habían aparecido; ahora esto.

Empezó a temerse una trampa.


-McSween no se presentará –comentó Bill Mathews.

-Lo hará –respondió Brady -, es hombre de honor. Lástima que no haya juzgado, lo habría detenido allí. Mucho más fácil. En fin, coged los rifles y armaos bien. He visto a ese crío, Billy, en el corral junto a la tienda de Tunstall, con que supongo que McSween debe estar allí esperando a que abra el juzgado. Sin duda tendrá a más gente.

-¿Vamos a detenerlos? –preguntó George Peppin.

-Desde luego, antes de que se entere que no hay juez y se vuelva a escapar.


-Se ha levantado biruje.

-Creo que estaríamos mejor en la cantina como ha dicho el chico –terció French.

-He dicho que no. No quiero provocaciones.

-¿Quién va a provocar?

-Pueden tomarlo así.

-¡Eh, mirad! –interrumpió Wayte -. Vienen Brady y cuatro más.

Los cinco iban a caballo avanzando al paso casi uno detrás de otro por el barrizal de la calle.

-Irá al juzgado –conjeturó French -, ya casi es la hora.

-¿Armado hasta los dientes?

-Son cinco, todos bien armados –añadió Billy.

-Viene hacia aquí. El juzgado está en otra dirección.

-Entonces viene a recibir a McSween. De haber ido todo bien estaría a punto de llegar y habría entrado por esta calle.

-No se ve ningún militar. Se acordó que se entregaría a ellos y que le escoltarían, ¿no?

-Sí –McNab endureció la mirada, ahora ya estaba seguro -. Es una trampa. Detendrán a McSween ellos, no los militares. Van a matarlo como a Tunstall.

-No, si lo impedimos –aseveró French.

Todos estuvieron de acuerdo.

La leyenda posterior vino a decir que se habían presentado en Lincoln con la intención de asesinar a Brady, incluso alguno llegó a afirmar que McSween le había dicho a Billy the Kid, que iban a matarlo con la excusa de la detención y que la única forma de evitarlo era matando al sheriff Brady, dando así una preponderancia al muchacho que nunca tuvo.

Eso dice la leyenda.

Lo que no dice es que, de ser esa la intención, era una estupidez hacerlo en Lincoln a plena luz del día, para que los vieran todos cuando tenían mejor escenario en las cinco millas de distancia desde la casa de Brady hasta la ciudad, en un terreno deshabitado sin testigos. Sin contar que tampoco dispararon cuando pasó él solo delante del corral camino del hotel.

No. La decisión fue un acto emocional, pensarlo y hacerlo, al darse cuenta o pensar que preparaban una emboscada a McSween.

Sin perder tiempo salieron del cubierto y esperaron tras las vallas del corral a que se pusieran a su altura.

-Recordad, nos interesa Brady –recalcó McNab.

A mí no, pensó Billy al ver que Bill Mathews era uno del grupo. Se la tenía jurada desde el encarcelamiento.

Apuntó cuidadosamente. Mathews iba un poco detrás y a la izquierda de Brady; no ofrecía buen blanco.

-¡Ahora! –dijo McNab.

Dispararon todos menos Billy, que vio como el caballo de Brady se encabritaba ocultando su objetivo. Kid se maldijo, había querido afinar tanto el tiro que no había hecho nada. En la confusión del tiroteo Mathews se había escabullido.

En la calle había dos cuerpos. El de Brady había quedado sentado en el suelo al caer del caballo, al otro Billy no le veía la cara.

Brady terminó desplomándose contra el barro. No se movía, sin duda estaba muerto.

¿Si llevaría encima el revólver que le robó?

Kid salió corriendo hacia el sheriff en un impulso para recuperar lo que era suyo. Wayte le siguió.

Al llegar a la altura de Brady se agachó a buscar su seis tiros, pero aquel no tenía el mango nacarado, no era el suyo, no lo tocó.

-Mira a ver si lleva la orden de arresto de McSween –decía Wayte cuando sonó un tiro.

No todos los hombres del sheriff habían huido. Bill Mathews tan solo se había parapetado y aprovechó para disparar a Kid. La bala le atravesó el muslo izquierdo, cerca de la cadera, e hirió en la pierna a Wayte.

Kid había cometido una estupidez para recuperar un arma que no existía. Ahora estaban sin cobertura.

El caballo.

La montura de Brady no se había movido del lado de su dueño.

Billy la cogió rápidamente cubriéndose con el animal y ayudó a su amigo a llegar hasta el corral.

Mathews disparó una vez más cuando Kid cogía las riendas, pero erró el tiro, ahora ya no tenía un blanco claro.

Era necesario huir, pero la herida de Wayte era peor que la suya y Billy se negó a abandonarlo. Al final se fueron los demás y en la huida French fue herido de gravedad. Mientras tanto Billy y Wayte escapaban de los perseguidores escondiéndose bajo las tablas del piso de la tienda de Tunstall. Pasado el peligro acudieron a casa de un médico amigo y no abandonarían la población hasta el día siguiente.

Billy se quedó con el caballo de Brady. En la confusión todos se habían olvidado del animal y el muchacho pensó que, puesto que el sheriff le había robado su pistola favorita, bien podía robarle él el caballo; lo uno por lo otro, en paz.

La noticia del asesinato del sheriff Brady llegó pronto a los diarios. Había que crear morbo para vender más y poner cara a los criminales, pero al único que se le había visto bien había sido el jovencito que intentó saquearle. Algunos de la ciudad conocían su nombre, William Bonney, aunque habían oído a los vaqueros de Tunstall llamarlo chico por ser el más joven de todos ellos.

El periodista de turno pensó que era más llamativo escribir que el sheriff había sido asesinado por William Bonney, alias Chico (Kid), que no decir que entre los asesinos estaba un muchacho.

Sin que lo supiera todavía, el acto irreflexivo de querer recuperar su revólver había sellado el destino de Billy.

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