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12
julio
POLVO AL VIENTO - Primera Parte

LA FORJA DE UN CUATRERO

PRÓLOGO

Diciembre, 1880

El periodista observaba con atención al muchacho. Le costaba creer, por su aspecto, que fuera el criminal más buscado de Nuevo México. Su apariencia no era muy varonil, porque parecía y actuaba como un simple adolescente. Medía entre 1,73 y 1,75 metros con un peso de unos 63 kilos, delgado, esbelto, con un semblante franco, abierto, de maneras agradables y encantadoras. El chaquetón desabrochado dejaba ver un suéter de colores, algo que debía gustarle, porque no era la primera vez que lo llevaba, y colgando del cuello una bufanda de pelo de cabra, con la que, de vez en cuando, lo veía juguetear con los dedos. El chico parecía pensativo.

Koogler intentaba retener en su memoria el aspecto del reo para plasmarlo después en “Las Vegas Gazette”. Por algún motivo le parecía importante que el público supiera que el preso tenía aspecto de un escolar, con el tradicional bozo en el labio superior; aquella pelusa indicaba que ni siquiera tenía edad para afeitarse. Su rostro imberbe estaba ligeramente amoratado por el gris que entraba por la ventana del vagón. Los ojos eran entre grises y azules con diminutas manchas marrones sólo perceptibles si uno se fijaba con atención. En ocasiones, según como les daba la luz, parecían albinos por el predominio de los colores primarios. El cutis era claro; el cabello tenía una tonalidad de arena, que posiblemente se tornaría más oscura si le daban la oportunidad de envejecer, cosa improbable puesto que tenía todos los números para ser ahorcado.

En general el joven era bastante bien parecido, guapo, excepto por los incisivos, dos palas prominentes que sobresalían ligeramente como los dientes de una ardilla cuando tenía la boca entreabierta.

-¿Cuántos años tienes, Billy?

El muchacho salió de su ensoñación. Exhibió media sonrisa.

-¿Por qué lo pregunta?

-Al público le interesará saberlo. Todo lo tuyo es noticia.

La sonrisa se tornó un ceño desdeñoso.

-Han escrito ustedes tantas mentiras sobre mí que nadie me creerá si digo la verdad, aunque tampoco le culpo, supongo que se trata de vender periódicos.

Calló un instante mientras miraba por la ventanilla del tren que lo conducía a Santa Fe; hasta allí llegaba parte de la carbonilla del humo de la locomotora. Sus cabellos ondearon por una brusca ráfaga de viento. Posó la vista en sus muñecas, grandes en comparación con sus manos, y dado que las esposas no eran regulables Kid sabía muy bien como liberarse de ellas aprovechando la desproporción de tamaños. Pero no era tiempo ni lugar, pensó antes de centrarse en el reportero consciente de que los alguaciles no le perdían de vista, mientras acariciaba sin percatarse la punta de la bufanda, un regalo de Deluvina Maxwell; él había correspondido entregándole un daguerrotipo en el que aparecía con sus armas y un sombrero de copa alta.

-Dicen que has nacido en Nueva York, ¿es cierto?

Los ojos de Billy brillaron pícaros cuando los posó en los de Koogler.

-Sí – respondió chuzón.

El brillo de sus pupilas se acentuó, como un crío que planea una travesura.

Koogler desconfió.

-Nos lo dijo Pat Garrett; según él se lo habías dicho tú.

-Pues si se lo he dicho, verdad será.

Pero la sonrisa maliciosa que exhibía escamó aún más al periodista.

-¿Seguro que es cierto?

-Claro que es cierto – cloqueó -. Es lo que dicen los periódicos. ¿No han escrito ustedes mi vida en ellos?

-Pero dices que todo son mentiras.

-¿Y quién me va a creer?

El periodista no respondió. Ambos sostuvieron la mirada. La recelosa del reportero contra la tuna del muchacho.

-De acuerdo – suspiró Koogler -, según tú, ¿dónde hemos mentido?

-Por lo pronto en el nombre. Nunca nadie me ha llamado Billy the Kid, eso es cosa de ustedes.

De hecho no hacía ni un mes que “Las Vegas Gazette” le había bautizado con semejante alias, pero había tenido tanto éxito que ahora todos lo conocían así y con él pasaría a la historia.

-¿Y cómo te llamaban?

Chavito, decían cariñosamente los mexicanos, pero no fue eso lo que respondió.

-Kid Antrim. Después solo Billy o Kid.

Algunos chivato, se dijo recordando cuando delató a los asesinos del abogado Chapman a cambio de conseguir el perdón prometido por el Gobernador de Nuevo México, Lew Wallace. Perdón que el autor de “Ben-Hur” no le concedió rompiendo su palabra.

-Tampoco he sido el líder de ninguna banda de forajidos – prosiguió amargamente -. Nunca he robado bancos ni asaltado diligencias. Ni he matado a… ¿cuántos, quince, veinte?

-Veintiuno, uno por cada año de tu vida, sin contar los mexicanos ni pieles rojas, porque dicen que no los consideras hombres. Pero ni siquiera tienes esa edad, ¿verdad?

De hecho, el periodista no le daba más de diecisiete. Quizá tenía el crecimiento atrasado, quizá mentía sobre su edad.

-Lo importante – respondió Billy con voz metálica -, es que solo he matado a dos y en defensa propia.

Acaso alguno más, recapacitó, porque había estado en numerosos tiroteos multitudinarios; pero era imposible saber si había matado él o alguno de sus compañeros.

-Y nunca he matado a un mexicano ni a un indio – añadió.

-Eso no es cierto y lo sabes.

-¡Vaya! – no pudo evitar una sonrisa.

-Tú y Jesse Evans, cuando todavía erais amigos, estuvisteis con un grupo de emigrantes que os alimentaron y trataron bien. Unos días después, cuando fueron asaltados por una banda de apaches, acudisteis los dos a la carga…

-A la carga.

-Sí, los dos.

-Contra una bandada de apaches.

-Exacto.

-Y yo sin enterarme – murmuró.

-¿Decías?

-Nada, siga usted.

-Con vuestros winchesters y colts salvasteis la vida de los caravaneros, matasteis no menos de una veintena de indios.

-¡Toda una hazaña! – sonrió orgulloso.

-¡Algo grandioso! ¡Dos críos abalanzándose valientemente contra la horda apache…!

-¿De cuántas balas eran los seis tiros? – interrumpió.

Koogler volvió a la Tierra. La expresión de Billy no podía ser más socarrona.

-¿Me estás diciendo que no es cierto?

-Solo digo que utilice el sentido común. Además, no puedo haber matado a tantos indios, alguno habré dejado a la Caballería; para eso les pagan.

El periodista carraspeó, el tono de cachondeo de Kid era insultante.

-Pero – volvió a la carga -, la muerte del sheriff Brady no fue en defensa propia.

Billy inspiró hondo antes de suspirar levantando los ojos al techo. ¡Qué harto estaba de aquel tema!

-Ellos eran cinco y nosotros cuatro – su voz tenía tonalidad de cansancio -. Participé en el tiroteo, pero no lo maté. Yo no disparé contra él.

-¿Quién fue?

-No lo sé. No estaba pendiente contra quien disparaban mis compañeros.

-Eso no te exime. Participaste en su muerte.

-¡Pero ha eximido a los otros tres! O los cuatro somos culpables o no lo somos ninguno.

De hecho, al único que perseguían por aquella muerte era a él.

-¿Y Carlyle?

-Lo mataron sus propios hombres.

-No es lo que dicen ellos.

-¿Es que cree que lo admitirían?

Calló en un gesto desesperado que no pudo evitar. Lo tenía todo en contra, solo podía confiar en que, en el último momento, el Gobernador cumpliese su promesa del perdón.

El paisaje pasaba raudo por la ventanilla ante su vista mientras el traqueteo del tren invadía su cerebro como un mantra.

Sus ojos brillaban como si fuera a llorar de desesperación. Aún no tenía los 21 años y ya era, según los periodistas, más famoso que Jerónimo, el jefe apache. Soltó una carcajada cuando se lo dijeron; era para reírse, reírse por no llorar de lo amargo. Él no era el forajido sediento de sangre que describían los papeles.

William Henry Bonney no había cometido ni el 95 % de los crímenes que se le imputaban.

Los periódicos habían escrito que había robado caballos, pero hablar era muy fácil. El ganado que robó durante la Guerra del condado de Lincoln no fue más que otra forma de guerrear: dañar la economía del enemigo. Los robos actuales tampoco lo eran. John Chisum les había prometido un dinero si luchaban por él en aquella contienda, a Billy concretamente le debía 500 dólares que no quería pagar.

¿Qué harás, matarme?, alardeó el ganadero cuando Kid le reclamó la deuda. El muchacho torció el gesto. Pese a su mala fama no se tomaba la muerte a la ligera. Decidió que si no quería pagar en metálico, lo haría en especies. Así que desde su punto de vista no estaba robando, solo se cobraba lo que era suyo. Claro que igual se había pasado; robarle ganado valorado en más de nueve mil dólares era cobrarle un tantico caro los intereses de los quinientos que le debía.

Chisum reaccionó como un energúmeno acusándole de cuatrero y se puso del lado del Círculo de Santa Fe, del que había sido hasta entonces acérrimo enemigo. A éste le faltó tiempo para buscar un sheriff afín a sus intereses, Garrett, para que pusiera coto y terminara con aquel grano en el culo en que se había convertido William H. Bonney.

Kid sabía demasiado sobre ellos y se había ofrecido al gobernador del Territorio para declarar. Era preciso silenciarlo de alguna manera y habían comenzado con quitarle valor a su declaración. ¿Quién creería al mayor maleante de Nuevo México?

Y así fue como un insignificante vaquero, que había destacado en un par de acciones en la guerra entre ganaderos del condado de Lincoln, se convirtió, lo convirtieron, en un forajido sanguinario  que había asesinado a tantas personas como años tenía.

Pero la difamación y las mentiras vertidas en los periódicos tuvo el efecto secundario de convertirlo en famoso. Hasta en el último rincón de Nuevo México sabían de sus correrías y algunos escritores del Este habían comenzado a incluirlo como héroe en sus novelas baratas. Allí donde faltaban datos sobraba imaginación. No tardaron en aparecer hazañas, asaltos, tiroteos y muertes. Se había escrito incluso que asesinaba a todo cowboy que trabajase para Chisum mientras éste no le pagase.

Era cierto que había matado, pero ¿quién no lo había hecho en aquel país? Era una tierra salvaje y sin ley donde el valor de un hombre residía en el cañón de su pistola. Allí la vida tenía poco valor y había habido una guerra, pequeña en comparación con la civil, pero guerra al fin y al cabo. ¿Quién no había matado? O matabas o te mataban. Pero fuera de eso solo había disparado en defensa propia.

El Oeste no era como el civilizado Este. Era una tierra de hombres rudos, violentos, pistoleros, que tan pronto actuaban dentro de la Ley como fuera de ella, porque los límites no estaban definidos, eran difusos, turbios, difíciles de distinguir. Pat Garrett, el sheriff que lo había detenido, sin ir más lejos había sido ladrón de caballos y había matado al menos a un hombre antes de defender la Ley. Incluso él la había defendido hasta que un Gobernador corrupto lo convirtió en proscrito.

¿Pero importaba esto a alguien?

La nación entera solo sabía lo que el Círculo de Santa Fe había hecho plasmar en los periódicos.

Enfrente Koogler estaba escribiendo algo en su libreta. Era un hombre de cara cuadrangular, ojos de pitiminí, sonrisa presuntuosa y un grano en el pómulo izquierdo. Llevaba el sombrero ladeado hacia atrás mostrando un cabello espeso mal cortado con raya en medio, que le caía sobre los ojos.

Billy se preguntó si estaría escribiendo alguna noticia o tan sólo la verdad.

Cerró los ojos en un intento de aislarse. Apoyó la cabeza en la pared del tren y oscilo con el movimiento de éste. El traqueteo se fue haciendo más amorfo a medida que su mente retrocedía en su azarosa y corta vida.

CAPÍTULO 1

Henry McCarthy

Había nacido en un rancho próximo a Buffalo Gap, en el condado de Taylor, Texas, según le había dicho su tía. Él no lo recordaba; de hecho, hasta que no se lo contó, siempre creyó que Catherine era su madre.

Sus padres eran de Kentucky y habían emigrado a Texas buscando un lugar mejor. En aquel tiempo Buffalo Gap era poco más que un asentamiento de tres o cuatro familias, acudidero de los viajeros que atravesaban el territorio y se detenían allí para refrescarse en el rico manantial que poseía.

Catherine nunca entendió cómo su hermana se había unido a aquel hombre violento e infame, no teniendo ningún reparo de definirlo así ante su sobrino; si tenía derecho a conocer la verdad, que la supiera entera.

James Henry Roberts era temperamental, cruel, se dejaba llevar por una violencia innata, y no dudó en abandonar a su familia al estallar la guerra civil, para terminar formando parte de la banda de Quantrill, una pandilla de facinerosos, que se hacían pasar por soldados, pero que utilizaban la guerra como excusa para saquear y robar a sangre y fuego a supuestos simpatizantes de la Unión. ¡Y cómo sería, que hasta sus propios compañeros lo apodaban Wild James por lo sádico!

Su madre, en cambio, era otra cosa. El tono de Catherine dejaba de destilar veneno para tornarse dulzura y nostalgia. Mary Adeline Dunn había sido grácil, delgada, de una belleza etérea, que nunca se había repuesto del todo del parto del pequeño Billy ni de las palizas del marido.

Con un hijo recién nacido y sintiéndose débil fueron los vecinos quienes cuidaron de ella y escribieron a Catherine informándole de la gravedad de su estado. En aquel entonces estaba casada con Michael McCarthy y esperaba a su primer hijo, pero no dudó en reunirse con su hermana. Por otra parte, también su marido estaba en el frente y se sentía sola.

Hijas de una india cheroki, pero de distinto padre, Catherine se parecía poco a su hermana pequeña, con un rostro ovalado; nariz larga, ligeramente aquilina y el cabello con raya en medio recogido en un moño a la altura de la nuca.

Nunca esperó que Mary hubiera fallecido cuando llegó a Buffalo Gap. De nada sirvieron las explicaciones de los vecinos. Adeline estaba muerta por culpa del marido, ¡bien lo sabía ella! Él la había golpeado, él la había abandonado, él la había dejado morir. Por su hermana no había podido hacer nada, pero aquel miserable no le pondría la mano encima a su sobrino.

A los pocos días abandonó la población llevándose al niño a Territorio Indio con la clara intención de borrar sus huellas en caso de que Wild James intentara seguirles.

Al haber contraído matrimonio al poco de estallar la guerra tenía la ventaja de que el cuñado ignoraba su nombre de casada, así que no tuvo ningún reparo de llamar a su sobrino con el apellido de su esposo haciéndole pasar como hijo propio. De esta forma William Henry Roberts se convirtió en William Henry McCarthy.

Para más seguridad, aprovechando descaradamente el fallecimiento de su consorte en la guerra, falsificó también la edad, haciéndolo dos años más viejo de lo que era realmente y dado que desconocía la fecha se inventó un 31 de diciembre, a última hora por más señas.

Billy, a quien llamó Henry tan pronto se fueron de Buffalo Gap, para ocultar mejor su rastro, creció creyendo que McCarthy era su verdadero nombre, Catherine su madre y el pequeño Joseph (Josie lo llamaban familiarmente) su hermano.

Sin embargo, a pesar de lograr hacer creer a todos que Henry era su hijo mayor, nacido en 1859, en lugar de 1861, Catherine no se sentía tranquila. Desconfiada, se detenían poco tiempo en las diversas localidades en que se asentaban, emigrando siempre antes de consolidar amistades.

Imposibilitados de ir al colegio con tanta peregrinación, ella misma se convirtió en la maestra de ambos infantes, enseñándoles las primeras letras, a cantar y bailar, demostrando Henry que lo último le encantaba al convertirse en un consumado bailarín.

Uno puede pensar que, al estar incesantemente de un lado para otro, en un éxodo interminable, el temperamento de Henry pudo haberse resentido o al menos que fuera apartadizo. Al parecer no fue así. Su carácter era alegre, bromista. Testimonios de quienes lo conocieron en su infancia señalan que no era más problemático que cualquier niño de su edad, incluso sus travesuras eran escasas. Cuando se dirigía a una mujer, fuera mayor o joven, siempre lo vieron descubrirse la cabeza hablado educadamente. Nunca abusó de niños más pequeños o débiles que él sino que los defendía de los matones siendo él igualmente bajo de talla y peso cuando se comparaba con otros niños de su supuesta edad.

En 1868 estaban en Indiana, aquí Catherine conoció a un aventurero llamado William Antrim, quien, sin ser nada del otro mundo con su cráneo pequeño, frágil, calvicie casi completa excepto por unos cabellos ralos semitransparentes (sólo poseía de espeso el bigote en herradura) la sedujo de tal manera que la arrastró allí donde iba. Jugador, borracho y vividor, Henry pronto lo aborreció y si bien aprendió a jugar a las cartas con él, al alcohol le cogió tal asco que apenas llegó a probarlo alguna vez.

Al año de haberse conocido, mientras la nación celebraba el término del primer ferrocarril transcontinental, la pareja se trasladó a Kansas donde Catherine enfermó de tuberculosis, lo cual les obligó, por consejo médico, buscar un clima más benigno en Colorado, aunque un año más tarde estaban en Santa Fe, Nuevo México, ciudad en la que finalmente se casaban tras tres años de vivir amancebados. Fueron testigos del acto ambos niños que adquirían así el apellido Antrim.

Fue en la víspera de la boda cuando Catherine se sintió en la obligación de decirle la verdad a Henry y cómo éste descubrió que toda su vida era una mentira. A medida que escuchaba su expresión fue pasando del desconcierto a la incredulidad, a la rabia contenida y al dolor.

-¿Por qué? –musitó -, ¿por qué me apartaste de mi padre?

-Te lo he dicho, cariño, es un mal hombre, y muerta Adeline yo tenía que regresar con mi marido, que en paz descanse. No podía abandonarte.

La respuesta no le convenció.

-¿Se lo has dicho a él? –no pudo evitar un tono de rencor. Quería a su mad… a su tía, pero todo lo que le había dicho… no lo asimilaba, no aceptaba que su vida fuera una quimera, que su padre fuera un granuja, que…

-No, William no lo sabe.

Aquello le reconfortó; no le gustaba su futuro padrastro. No entendía a su tía; despotricaba constantemente de su padre y se casaba con uno que era a todas luces igual.

CAPÍTULO 2

De la sartén al fuego

Tras la boda se establecieron en Silver City, ciudad de nuevo cuño, también en Nuevo México, a más de 300 millas de donde se casaron. Aquí es donde terminaron asentándose. La familia dio buena impresión a los vecinos. Catherine trabajaba de lavandera, ofreciendo cama y comida a nuevos inmigrantes y vendía pasteles recién horneados. Antrim se dedicaba, entre trago y trago, a la prospección de mineral y a los juegos de azar soñando con hacerse rico, pero como esto no ocurría no le quedaba más remedio que trabajar ocasionalmente en la carpintería o en la carnicería.

Silver City había sido fundada solo cuatro años antes y a pesar de la constante presencia y amenaza de los apaches floreció con rapidez; al año de fundarse ya se habían erigido un centenar de viviendas. Para la época en que la familia se instaló la población se había convertido en un hervidero de etnias humanas atraídas por sus minas de plata y plomo. Abundaban los anglosajones, tenía cierto número de chinos y muchos mexicanos. Con estos últimos Henry hizo muy buenas migas. Era un niño sociable, agradable en el trato y simpático; no tardó en tener buenos amigos entre los spicks, como los llamaban los gringos por su piel oscura. Pronto chapurreaba el español de Nuevo México y antes de darse cuenta lo hablaba casi a la perfección. Aunque no todos sus amigos eran chicanos; su carácter abierto lo empujaba a llevarse bien con todos, encontrándose un poco a caballo entre las dos etnias. Rudyard Kipling lo habría definido como amigo de todo el mundo. De hecho Henry se encontraba más a gusto en la calle que en su casa, en donde sólo aparecía a las horas de comer y dormir, por los conflictos que el alcoholismo del padrastro comenzaba a originar.

Desde la boda, pero sobre todo desde que se afincaron en Silver City, la actitud de William Antrim había ido empeorando. Había pasado de estar en el monte con la prospección de mineral y en la taberna al regreso a pasarse horas y horas en la cantina olvidándose de prospectar. Allí bebía y jugaba invitando a todos para celebrar que había ganado y ahogándose en alcohol para lamentarse si perdía.

Llegaba a casa con un humor de mil demonios y si alguno se le enfrentaba era Henry; Joseph se escondía atemorizado y Catherine se sentía desbordada, William había dejado de ser el hombre risueño, expansivo y locuaz, del que se enamoró, para convertirse en un sujeto hosco, sombrío, taciturno, insultante y odioso.

Antrim no entendía a su mujer, ¿qué esperaba de él? Llevaba dinero a casa, la mantenía, mantenía a sus hijos, era un buen marido… ¿qué más quería? Empezó a creer que se había vuelto loca, estaba convencido, ante sus nervios alterados, sus tensiones y ansiedades.

No.

Catherine sólo se comportaba así con él, con sus hijos era distinta y con los vecinos y con cualquiera. No, no estaba loca, es que le odiaba, es que… ¿había otro? Quizá fuera eso. Su esposa se comportaba así porque había otro hombre. Sí, eso era; hasta se negaba a tener relaciones sexuales con él.

¡Estás loca!, esta frase había sido la típica en todas las discusiones antiguas, y en algún momento Catherine llegó a creérselo antes de que desapareciera ante los celos. ¿Quién es el otro?, era la frase actual. No había ninguno, simplemente no tenía ganas de acostarse con William después de discutir, de gritar, de disgustarse, de verse vejada, agobiada, anulada, amenazada, con su marido apestando a alcohol.

Entonces llegaron los golpes.

Si no quería decirlo por las buenas, él la haría confesar su adulterio por las malas.

Catherine terminó rindiéndose. Los malos tratos, las humillaciones, la impotencia acabaron eliminando su voluntad. Negaba a sus hijos que William bebiera en exceso cuando no se lo negaba a sí misma, después de todo era normal que un hombre se echara un par de tragos tras estar todo el día trabajando.

No conseguía engañar a sus hijos y menos a Henry que había terminando enfrentándose a William solo por defender a su tía. Su carácter risueño se transformaba y si no le pegaba una paliza a su padrastro era porque no resultaba rival para un adulto. Pronto aprendió cuándo abrir la boca y cuándo callarse, a no dejarse llevar por el impulso y conservar la sangre fría aguardando su momento, al tiempo que aborrecía más a Antrim. Comenzó a madurar la idea de irse de casa para buscar a su verdadero padre. Lo detenían su tía y Joseph; irse significaba dejarlos a merced de aquel hombre.

En aquel tiempo Silver City todavía no tenía escuela, con lo que la chiquillería se criaba en las calles jugando, vagabundeando y haciendo bribonadas, y aunque Henry no destacaba en nada tampoco era de los que se estuvieran quietos, lo que fue un motivo más para chocar con su padrastro, que se creyó en la obligación de meterlo en cintura a golpes si era necesario.

Fue la gota que derramó el vaso. Aquella madrugada se fue de casa tras dejar una nota a su tía informándole de su intención de reunirse con su padre.

-¿Se ha ido? Ya volverá –dijo William cuando Catherine le informó de que el muchacho se había fugado -. Y no se te ocurra denunciar su desaparición. Cuando vea la realidad del mundo ya regresará con las orejas gachas; tiene demasiados pájaros en la cabeza ese hijo tuyo.

Catherine no respondió. No le dijo las intenciones de Henry ni que era en realidad su sobrino. Nunca se lo dijo. Existe una documentación de muchos años después en la que William Antrim decía que su esposa había tenido dos hijos, pero que el mayor había muerto joven a principios de los años ochenta.

En Buffalo Gap, tras algunas indagaciones preguntando por James Henry Roberts averiguó que hacía años que había abandonado la población.

Wild James había intentado localizarlos, pero al no hallar ninguna pista había desistido. No tardó en echarse otra novia y volver a casarse. A poco de nacerle el segundo hijo vendió el rancho y se fue.

-¿Por qué preguntas por él? –quiso saber el que le había dado la información.

-Soy su hijo.

-¿El pequeño Billy?

El otro lo estudió atentamente. Sí, pudiera ser, le recordaba vagamente a Adeline ahora que sabía quién era y se fijaba bien.

-Si no se ha vuelto a trasladar lo encontrarás en Carlton, a unas sesenta millas al sudeste de aquí.

El muchacho se lo agradeció con una sonrisa.

Encontró a su padre reparando una valla. Lo contempló dudando que fuera él. Frente a su estilizada figura aquel hombre era fornido, con tendencia a la obesidad, cabeza redonda, barba mal arreglada…

James se giró al sentirse observado. Tenía una mirada dura y en aquellos momentos cruel, que no se suavizó, aunque sí brilló extrañada, al percatarse que quien lo espiaba era un niño que no aparentaba más de diez años.

-¿Se puede saber qué miras?

-¿Es usted James Henry Roberts?

-¿Por qué quieres saberlo?

-Porque soy su hijo, Billy.

El asombro de la revelación no fue mayor que su desengaño. No solía pensar mucho en su primer hijo, pero cuando lo hacía lo imaginaba a su imagen y semejanza. En cambio era poco desarrollado, delgado, con un rostro grácil y delicado; el de Adeline, cayó en cuenta. Físicamente aquel crío había salido a su madre, sólo el color del cabello era suyo.

Se acercó a aquel mocoso escuchimizado de voz suave, que sostenía su mirada sin miedo. Billy tuvo la sensación de que lo sometía a prueba, pero estaba demasiado acostumbrado a William Antrim como para retroceder guardando las distancias.

-Hijo de Adeline, sin duda –el tono era despectivo – pero, ¿cómo sé que eres mío?

El corazón de Billy palpitó con fuerza, el rostro se tensó, sus ojos relampaguearon, pero cuando habló lo hizo pausadamente, marcando bien las palabras.

-¿Y cómo sabe que su hijo actual es suyo realmente?

Wild enrojeció, sus dientes amarillos rechinaron, por un instante pareció que iba a golpearle.

Billy no desviaba los ojos clavados en los de él.

-Te creo –dijo finalmente James conteniéndose a duras penas con una sonrisa que no lo era -. Esa respuesta nunca la habría dado tu madre, yo sí.

Dejó caer pesadamente la mano en el hombro del chico, que sintió como un mazazo.

-Vamos a casa, tienes mucho que contarme.

A medida que pasaron los días James se fue convenciendo de su paternidad. Billy, a quien los vecinos, una vez lo conocieron, comenzaron a llamar Kid Roberts, solo tenía de Adeline el físico. El carácter era más parecido al suyo. Su simpatía sería la de su primera esposa, pero bajo aquella cordialidad Billy poseía una dureza no menor que la su padre, solo que más modulada, más controlada, una sangre fría impropia de sus años, sabiendo contenerse en las provocaciones. James, a su edad, había sido más colérico, incluso ahora explotaba con facilidad.

La madrastra era distinta. Elizabeth era similar a tía Catherine, ¿acaso a su madre? ¿Había buscado su padre una segunda mujer que le recordara a la primera? Billy no lo sabía, pero se llevaba mejor con ella y con su medio hermano que con su padre. Tampoco es que se llevara mal con Wild, pero tenía un temperamento tempestuoso, que surgía al menor contratiempo, pasando de la quietud a la violencia desenfrenada en una fracción de segundo. Esto, unido a su corpulencia hacía que la gente se pensara dos veces importunar a Wild James Roberts.

Sin embargo, en contra de las palabras de Catherine, Billy descubrió una familia feliz, más por Elizabeth, que sabía manejar el pésimo humor de su marido, que por él mismo. Su madrastra era una mujer inteligente, tierna, una lengua afilada que sujetaba la irascibilidad de Wild con una lisonja, una broma, un despunte irónico, cínico, cariñoso… parecía saber qué tono emplear en cada situación sólo por la expresión del rostro de James, e invariablemente Wild se calmaba y al poco había olvidado el motivo del enfado.

Billy se adaptó rápidamente a su nueva familia y no tardó en admirar a Elizabeth. No era una gran belleza, pero tampoco fea; aparentemente delicada era fuerte para el trabajo e igual elaboraba una deliciosa tarta como se remangaba y se ponía a cortar leña con más pericia que su esposo.

Estaban a pocas millas de la población acudiendo a ella los domingos (Elizabeth les hacía asistir a misa, Wild incluido) o si tenían que comprar algo, pero tampoco estaban aislados. Los vecinos se detenían a charlar un momento si pasaban por allí o recibían la visita de algún amigo. Fue así como Billy conoció a Jesse James.

Tenía Jesse en aquel tiempo entre 23 y 24 años, de complexión delgada, pero firme. Los ojos eran azules, duros y penetrantes con un peculiar parpadeo. El rostro afeitado y en uno de los dedos de la mano izquierda le faltaba la última falange. Agradable en el trato era también un buen conversador.

En 1862, a los 15 años, se había alistado en la guerrilla sudista de William L. Quantrill, en donde conoció y se hizo amigo de Wild James.

Cuando terminó la guerra se rindió, pero un año más tarde, en 1866, retomó las armas creando, junto con su hermano Frank y los también hermanos Younger, lo que hoy se conoce como la banda de James – Younger, a la que se unieron simpatizantes de la causa sudista, que no terminaban de reintegrarse a la paz.

La banda pronto se hizo popular y tuvo un amplio apoyo en el territorio. No era extraño que algún granjero acompañara al grupo para realizar alguna que otra fechoría y ganar así dinero con el que pagar a los recaudadores de impuestos, pues no escaseaban los buitres que querían hacer leña del árbol caído que era el Sur.

Aunque no hubo un cabecilla inicialmente Jesse se convirtió al poco en el líder natural, siendo muy querido en el condado donde residía al ayudar a los vecinos con dinero, ropa, o defendía a quienes eran asediados por los terratenientes. En correspondencia, su entorno vecinal procuraba desviar o despistar a los investigadores que se allegaban para buscar información o detenerlo. Fue este comportamiento lo que dio popularidad a la pandilla y convirtieron a Jesse James en una especie de Robin Hood del Far West.

A mediados del año anterior la vigilancia de los bancos se había endurecido, por lo que la cuadrilla decidió tomarse un descanso mientras rumiaba el camino a seguir, debatiendo si asaltaba diligencias, trenes o continuaba con los bancos. Como no se ponían de acuerdo Jesse decidió aprovechar este período sabático para despejar la mente cambiando de escenario y se acercó a pasar unos días en el rancho de su amigo Wild en Texas.

Escuchaba Billy con la boca abierta las hazañas de Jesse y su padre durante la guerra en las veladas y su imaginación visualizaba las batallas sin preocuparse en discernir qué era verdad o simple exageración. Todavía era lo suficientemente niño para ver la guerra como una aventura y prestaba especial atención a cómo se escabullían y cómo conservaban la sangre fría en las peores refriegas. En ocasiones les interrumpía preguntando sobre algo que le había llamado la atención o no terminaba de ver claro y, halagados en su vanidad, respondían dando toda clase de detalles mientras Billy absorbía sus explicaciones como si fuera una esponja.

La vida proscrita le interesaba menos, excepto cuando Jesse James hablaba de cómo ayudaba a sus parroquianos frente a la voracidad yanqui. Aquello estaba bien, se decía el mozalbete mientras los párpados se le cerraban de sueño; ayudar a los débiles ante los abusones era algo que él mismo había practicado.

-Wild dice que te está enseñando a disparar –le dijo Jesse una mañana.

Billy, que estaba cargando el winchester, se detuvo un momento. Asintió.

-Padre dice que es necesario, que en esta tierra el peligro acecha en cada mata.

-¿Puedes hacerme una demostración?

Le sorprendió ver que, siendo Billy diestro en algunas cosas, era zurdo con el rifle: apuntaba con la derecha y disparaba el gatillo con la izquierda. Le sorprendió, pero no le extrañó, conocía a uno que también era diestro, pero que era zurdo para tocar el banjo. Con las pistolas vio que Billy, en cambio, era ambidiestro, capaz de disparar con ambas manos con una puntería similar. No obstante, debido a su corta edad, el muchacho se defendía mejor manejando el rifle y ya siempre sería así.

-Veo que utilizas pistolas pequeñas.

-Las otras son muy grandes para mí.

-Cierto, ya crecerás. Un consejo: utiliza rifles y seis tiros del mismo calibre.

Billy asintió pensativo. Jesse sonrió con picardía.

-¿Sabes por qué te lo digo?

-Para llevar un solo tipo de munición.

La sonrisa de Jesse James se acentuó, el chico era avispado.

-Exacto. Utilizar calibres distintos implica tener que llevar el doble de munición y el doble de peso.

-¿Cuál me aconsejas?

-El más cómodo para ti, no hay regla fija.

Billy valoró el consejo antes de decir:

-Gracias, Jesse.

-No hay de qué. Tu padre es un buen maestro, te ha enseñado bien.

Eso no lo negaba Billy. Tendría el carácter de Satanás, pero como profesor era realmente competente; no sólo le enseñaba a disparar, también a cabalgar, a domar potros y todo lo que conllevaba el trabajo en un rancho, algo que, por la vida errante y el tiempo que estuvo en Silver City, ignoraba y que, gracias a su padre, había descubierto que le encantaba.

De mayor quiero ser vaquero, se dijo la primera vez que acompañó a Wild James con el ganado por el viejo sendero de Chisholm, al ver miles de reses en un momento en que confluyeron tres ganaderos. Contemplaba con la boca abierta aquel mar de cornamentas perdiéndose en el horizonte, algunas brillaban al sol, otras oscilaban como pequeños oleajes, mientras el polvo que levantaban las vacas era una patina que cubría el cielo.

La ruta de Chisholm, que su padre pronunciaba Chidam, era el camino que seguían los rancheros para conducir el ganado de Texas a Kansas. Nacía en San Antonio, seguía por el Río Rojo, en la frontera entre Texas y el Territorio Indio, que más tarde se llamaría Oklahoma, para terminar en el ferrocarril de Abilene, Kansas, en donde vendían las reses.

El camino era peligroso, duraba hasta dos meses, en un terreno hostil rico en dificultades. Tenían que cruzar grandes ríos como el Arkansas y el propio Río Rojo, e innumerables arroyos más pequeños, cañones, yermos,  cordilleras… A esto había que añadir el mal tiempo y los forajidos; raro era el rebaño que no fuera atacado o el viaje en que se saliera ileso, habiendo de defenderlo a tiros. De ahí el interés de Wild de que su hijo aprendiera a disparar; era esencial para sobrevivir en el brutal Oeste. Los indios eran el menor de los problemas; las tribus locales se conformaban con cobrar 10 centavos por cabeza como peaje para cruzar sus tierras.

En los dos años que transcurrieron desde que Billy llegó a casa de su padre se endureció. Seguía siendo tan amante de la diversión, alborotapueblos, gentil y servicial como siempre, pero tan despiadado como Wild si la ocasión lo requería, disparando fríamente en las ocasiones en que atacaban el ganado, conservando la calma y la cabeza despejada en aquellos tiroteos como si hubiera sido un soldado más de la pandilla de Quantrill. En esto tuvo también un buen maestro en su padre, pues en la primera escaramuza en que se vio envuelto, disparó poco y observó mucho. A cubierto, superado el miedo inicial vio in situ lo que había oído a Jesse y Wild en sus batallitas, tomando buena nota de la forma de actuar de su padre antes de empezar a defenderse él mismo. Ahora, dos años después, se podía decir que era un pequeño veterano en aquellas contiendas.

Como jinete también había evolucionado, no tardó en atreverse a desbravar caballos de dos años, agarrándose como una lapa para no ser arrojado mientras el caballo daba coces y corcoveaba bajo la atenta mirada de su padre, quien estaba convencido de que el chico no tardaría a aprender a domar bravos si no se rompía el cuello antes.

Actualmente Billy se atrevía con cualquier potro y eso generó un grave problema.

A Billy le ocurrió lo mismo que les sucede a muchos hijos que trabajan en una empresa familiar: no tenía sueldo. A medida que crecía empezó a anhelar tener algún dinero que gastar, pero su padre consideraba que con cama y comida ya estaba bien pagado. Así que el muchacho decidió cobrarse en especies.

Ocurrió un domingo en que domó catorce caballos seguidos decidiendo quedarse para sí un hermoso bruto negro de cuatro años. Pero aquella noche James le dijo que el corcel ya tenía dueño, pues se lo había vendido al médico del pueblo.

-Y deja los otros trece en paz –advirtió al concluir.

Billy apretó los labios hasta convertirlos en una delgada línea.

-He domado catorce caballos hoy y he perdido la cuenta de los que he arrendado en estos dos años, ¿no tengo derecho a tener uno propio?

-No. El dueño soy yo. Puedes montar el que te apetezca, porque trabajas para mí, pero el amo soy yo.

El rostro de Billy se tensó.

-Usted es el dueño, es cierto –la voz le salió inusualmente ronca, brusca, lo suficiente para que James empezara a perder el poco control que solía tener -. ¡Quédese con sus caballos! Yo me iré a otro  rancho, al menos me pagarán por mi trabajo.

No era Wild James hombre que tolerara insolencias y menos de su hijo.

-No irás a ningún sitio, no te he enseñado para seas un cowboy errante si no para emplearte en mi rancho. Tu hermano es muy niño aún para…

-¡Usted lo ha dicho! –interrumpió -. Su rancho, no el mío. Me tiene de sol a sol como un esclavo…

-¡Basta! –Wild había perdido ya toda paciencia -. ¡Harás lo que yo te diga! ¡Eres menor de edad! ¡Atrévete a abandonar este rancho y lanzaré a los rangers a por ti!

Tampoco era Billy quien se acobardara antes las amenazas. No pronunció palabra, pero la mirada que lanzó a su padre fue de por sí expresiva.

Abandonó la casa de un portazo con claras intenciones de ensillar un caballo y largarse cuando, a mitad de camino, un tremendo latigazo en la espalda lo derribó.

Desde el suelo, con ojos llorosos de dolor, vio a su padre con el arreador de piel, que empleaba con las reses, abatiéndolo nuevamente contra él; no tuvo tiempo a esquivarlo. Todavía intentó Billy luchar para arrebatarle la zurriaga, pero los latigazos expertos de James terminaron por someterle y durante unos interminables minutos Wild fue azotando con el flagelo a su hijo mayor, incluso después que Billy hubiera dejado de defenderse y perdido el conocimiento.

El muchacho tardó algo más de un mes en recuperarse y durante los primeros días la alta fiebre hizo temer lo peor a Elizabeth, pero Billy tenía más fortaleza interna de lo que hacía aparentar su arguellada figura y los desvelos de su madrastra acabaron recompensados. Lentamente el chico fue mejorando.

Si alguna vez, en aquellos dos años, había llegado a tener afecto a su padre, desapareció reconociendo a las malas que su tía había tenido razón siempre. Había huido de Silver City para encontrar a su padre y ahora, dos años después de conocerlo, lo había encontrado realmente.

CAPÍTULO 3

Belle Reed

En la madrugada del 2 de mayo de 1874, apenas repuesto de la paliza paterna, Billy huyó del rancho sin tener muy claro el camino a seguir. De aquel país lo único que conocía era la ruta Chisholm y fue la que eligió con la intención de adentrarse en Territorio Indio. Después de todo, pensó, si su tía había tenido éxito allí para borrar sus huellas también podía tenerlo él.

Wild le había amenazado con lanzarle a los rangers si se fugaba de casa para obligarle a regresar y no dudaba de que lo haría, incluso podía acusarle de haberle robado un caballo del rancho, lo cual era cierto. Así que el muchacho no estaba tranquilo. Tenía la sensación de que todos con los que se encontraba conocían el potro y que no tardarían en informar a su padre. Debía desembarazarse del animal tan pronto pudiera y quizá no estuviera de más utilizar también un nombre falso.

Hacia el mediodía se cruzó con un rebaño. Saludó a los vaqueros mientras dejaba que se alejaran. Como en toda trashumancia llevaban un par de carromatos con las provisiones. Con un brillo de pillín en los ojos siguió un rato una dirección distinta antes de dar media vuelta y seguir sus huellas a distancia. Al anochecer, cuando todos dormían, dejó suelta la montura y entró furtivamente en el campamento. Con precaución para no despertar a nadie, refugiándose en las sombras, se introdujo en una de las carretas y se escondió.

Repasó las provisiones que había cogido de casa junto con un cuchillo, la única arma que llevaba. Tendría que alargar los víveres lo más posible, acaso quedarse algún día sin comer, lo que fuera con tal de no robar comida; sin duda el cocinero se daría cuenta e investigaría buscando al ladrón, no tenía malditas las ganas de que lo descubrieran.

Permaneció dentro del carro mientras atravesaban las poblaciones. Mentalmente las iba repasando, calculando la distancia hasta el rancho de su padre. Cuando estimó que estaba suficientemente lejos aprovechó para abandonar la galera. Iba en aquel momento la última y no se veía ningún vaquero por las inmediaciones. Pero primero se cambió de ropas. Había descubierto algunas prendas abalumbadas en el carro y tuvo la idea, para dificultar más su identificación por los rangers, de disfrazarse. Eran de adulto y le venían grandes, pero el cuchillo demostró que igual servía para cortar carne que ropa y pronto los pantalones terminaban en sus tobillos con dedo y medio de desnivel en las perneras. Hasta las botas cambió por albarcas.

Descendió, cayó al suelo y se levantó murmurando un improperio. No espolvoreó la ropa tras el revolcón, pensando que ambos hacían juego. Miró hacia atrás. En la lejanía se veía la última ciudad que habían atravesado, Briartown si no estaba equivocado. Un poco más adelante había una bifurcación hacia el norte. Se encaminó cara allí.

Llevaría entre una hora u hora y media andando cuando oyó el trote de una alfana. Se pasó la lengua por los labios resecos preguntándose si sería un ranger; se hizo a un lado del camino esperando que pasara de largo, pero el hombre se detuvo a su lado. Tan alto como ancho, de facciones renegridas, nariz chata, boca grande, carnosa; barba cana y pelambrera aborrascada asomando por la camisa abierta, contempló al chamaco con curiosidad. Ante él tenía un chicuelo que no debía pasar de los doce años, rostro enjuto con una palidez insana bajo el polvo de sus facciones. Blusa apolillada, bisunta, tirando a negra, sudada bajo aquel sol primaveral, enorme, que llevaba arremangada y ceñida a la cintura con un nudo; sombrero corto de copa y ancho de falda al estilo mexicano; pantalones avejentados con más rotos que descosidos, sujetos con una cuerda, y albarcas desconchadas tan traídas como llevadas. Al cinto un cuchillo que llaman de cabritero.

-¿Adónde vas, hijo?

Lo preguntó en español, acaso porque lo confundió con un mexicano. El chavo evaluó rápidamente la situación antes de responder, llegando a la conclusión de que sacaría más partido diciendo la verdad.

Sorry? –preguntó en inglés considerando prudente que el otro no supiera que sabía el idioma.

El hombrón repitió la pregunta.

-Me he escapado de casa.

-Ya, ¿y consideras eso inteligente?

-En mi caso, sí.

Se levantó la ropa y le mostró la espalda. Aún tenía heridas sin terminar de curar.

-Entiendo –musitó el desconocido recorriendo con los ojos los vergazos -. No puedes ir a pie por esta tierra, es muy peligroso. Sube a mi caballo, tengo el rancho cerca, puedes pasar la noche allí.

Sentado detrás del hombre, que dijo llamarse Basil Stone, Billy fue respondiendo a sus preguntas cada vez más desmoralizado. ¿Quién era? ¿Dónde estaba el rancho de su padre?… A todo contestó con la verdad, un tanto exageradilla. Había recurrido a ella para justificar su fuga, pero también quería dar lástima para que Basil no avisara a las autoridades.

Stone se calló al entrar en el rancho. Una de las cosas que le había sorprendido de aquel muchacho es que había comentado tener cierta experiencia como vaquero, parecía demasiado crío para tales menesteres. Bueno, antes se cogía a un mentiroso que a un cojo.

-Ve a ese corral, ensilla un caballo y tráemelo.

Billy saltó de la montura y cumplió la orden bajo la atenta mirada de Basil, que asintió con la cabeza. El arrapiezo había dicho la verdad, al menos en lo básico. A ver en lo demás.

-Acompáñame –dijo cuando Billy estuvo a su altura.

Cabalgaron hasta la pradera y condujeron cuatro vacas lecheras hasta el rancho. Basil dejó que fuera Billy quien las guiara sin cesar de estudiarlo mientras las arredilaba.

-Guarda los caballos –dijo satisfecho -. Hablaremos mañana.

El zagal obedeció temiéndose lo peor y si bien cenó, porque su edad no perdonaba la comida, apenas durmió. La aventura no podía haber resultado más corta. Aquel hombre parecía que respetaba la Ley, con lo cual sin duda lo llevaría hasta el sheriff y éste a su padre. Tenía que huir, pero el trajín que oía indicaba que Basil aún no se había acostado, como si lo vigilara.

Finalmente el cansancio pudo más y Billy terminó durmiéndose, poco, tarde y mal. Despertó muy temprano. Ahora oía voces. ¿Es que aquel hombre no dormía nunca?

Se levantó de mal humor.

Bajando las escaleras encontró a Basil hablando animadamente con una mujer. Atractiva sin ser hermosa, de estatura media, recia. Vestía de amazona con coquetería y su voz tenía un timbre que podía pasar de la dulzura a la dureza en un pestañeo, pero lo que más le aturdió fue su aroma a azahar. Se detuvo en seco, respirando entrecortadamente consciente de aquella fragancia que parecía hechizarle.

-¡Ah, Billy! ¿Ya despierto? Te presento a Belle Reed.

El muchacho entreabrió la boca asombrado dejando ver los incisivos.

Hi, Bunny –saludó Belle -. Veo que has oído hablar de mí.

-¿Conejito? –musitó molesto por la alusión a sus palas.

-Es que lo pareces, tan tierno y jovencito. Pero veo que no te gusta.

-Pues no, señora –intentando ser educado pese a su enfado por el mote.

-Tendremos que pensar en otro apodo. Ninguno de mis hombres utiliza el nombre real. Quizá Bonny, ya que pareces muy agradable; o Bonnie, que es más familiar.

-¿Sus hombres? –interrumpió mirando al ranchero intrigado.

-Verás, no puedes volver a casa de tu padre y tampoco es solución que te quedes aquí, es seguro que los rangers darán batidas por los ranchos por si hubieras pensado refugiarte en alguno. Belle está dispuesta a recogerte.

-El tiempo que tú quieras –puntualizó la mujer -. No voy a obligarte.

Myra Maybelle Shirley tenía en aquel tiempo 26 años y ya era una famosa forajida. Viuda desde hacía unas semanas al morir su marido Jim Reed, tras ser acorralado después de un atraco, había tomado la dirección de la banda.

Billy solo sabía lo que se decía de aquella temperamental mujer, implicada desde hacía años, junto a su esposo, en el robo de ganado, la venta ilegal de whisky, dinero falso…

Bueno, ¿por qué no? Su padre nunca pensaría buscarlo entre bandoleros.

-¿Hay trato? –preguntó Belle extendiendo el brazo tras escupir en su palma.

-Hay trato –respondió escupiendo en la suya y estrechando la mano de quien años después pasaría a la leyenda con el nombre de Belle Starr.

Al salir del rancho Billy vio una carreta preparada. Por la hora en que Basil y él habían llegado al rancho, la hora en que se había levantado y la presencia de Belle conjeturó que el campamento de los bandidos no debía estar muy lejos.

-Conduce tú –le dijo Belle entregándole las riendas.

Durante un trecho ambos permanecieron callados; el chico preguntándose qué pasaría ahora.

-¿Qué te parece Texas Kid?

-¿Quién, el ranchero? Se ha portado bien conmigo.

-No. Tu apodo. ¿Te gusta Texas Kid?

-Porque soy de Texas y un crío.

-No se te escapa una, ¿eh? –bromeó Belle.

Billy rió, le caía bien aquella mujer.

Al final ni Bunny, ni Bonny, ni Bonnie, Texas Kid.

-Lo prefiero a conejito.

-Pero lo seguirás siendo, querido. Al menos entre nosotros.

El campamento de los bandoleros era enorme. Billy no esperaba que la banda de Belle Reed fuera tan numerosa.

-Es que no lo es –respondió la mujer con una alegre carcajada.

En realidad su campamento servía de refugio para los bandoleros de la zona. Ella se limitaba a cobrarles un tanto por el hospedaje y en ocasiones su propia tienda era utilizada en el reparto del botín.

-En estos momentos están con nosotros Joe Shaw y su gente, pero también suelen venir Jesse James, los Younger, Rube y Jim Burrow… -comentó descendiendo de la carreta y llamando a todos para que se aproximaran.

Billy permaneció a su lado sin saber muy bien qué actitud tomar.

-Muchachos, este es Texas Kid. Estará con nosotros un tiempo.

-Eso es bueno. Necesito un mocoso que me ensille el caballo –dijo uno.

-¡Ensíllatelo tú! –Billy se sobresaltó por el tono gélido de Belle tan distinto al del viaje -. Blackie, mantente alejado de este chico o te volaré los sesos. Es mi niño y yo le protejo.

Hasta unos cuantos días después el muchacho no entendió la brusca reacción de Belle ante lo que a él le pareció una broma. Blackie era el tipo de persona al que un marido podía dejar a su mujer con total seguridad, pero nunca a su hija pequeña y menos si era niño.

En las semanas que siguieron Billy se acomodó al campamento. Poseía una serie de casas de adobe diseminadas, una antigua iglesia en ruinas, una cocina, una despensa y lo que debió ser un jardín ahora convertido en patio. Alrededor algunas tiendas de lona, siendo la mayor la de Belle. El agua se recogía en un balsete que, con lo que costaba llenarlo, parecía más de sangre que de agua y del que bebían tanto personas como animales.

Una de las primeras cosas que advirtió Billy es que allí no había nadie ocioso. Su tarea consistía en subir a la colina que daba al campo circundante con unos prismáticos de campaña y una corneta. Allí hacía de centinela con la orden de dar tantos toques como hombres se aproximaran.

Cuando no era el vigía era el chico de los recados o se acercaba a la población más cercana con la carreta a buscar provisiones.

Aprovechaba las veces que se iba toda la banda dejándolos solos en el campamento a la cocinera, negra, obesa, con cabeza redonda y pómulos prominentes cuando sonreía, y a él, para practicar con las armas, lo que le obligaba a comprar municiones, para reponerlas, con la paga que le daba Belle. Esta es tu parte, dijo la primera vez que le dio el dinero considerándolo un miembro más del grupo.

Procuraba siempre haber terminado antes de que regresaran por la duda de cómo se lo tomarían, pero en una ocasión Belle lo sorprendió.

-Y te tengo de vigía, ¡qué desperdicio!

Kid interrumpió el entrenamiento.

-Tendré que ascenderte, querido, necesito hombres que sepan disparar.

El muchacho carraspeó.

-Dijiste que sólo estaría un tiempo.

-¿Quieres irte? Podrías llegar a ser mi mano derecha.

-Belle, no te lo tomes a mal, pero no me gusta esta vida. Me lo paso bien aquí, es cierto, pero una cosa es lo que hago y otra atracar bancos. Y supongo… -se interrumpió un instante; la expresión de Belle no le decía nada. Inspiró hondo -, supongo que de continuar contigo al final tendría que participar. Así que sí, quisiera irme. Llevo aquí tres meses y…

-No sigas. Te dije que estarías el tiempo que quisieras y siempre mantengo mi palabra.

Una semana más tarde la propia Belle lo acompañaba en carretón hasta una milla de la ciudad. Billy se sentía desconocido con la ropa nueva con que Belle le había vestido y cincuenta dólares en el bolsillo.

-Cógelos, te los has ganado –dijo cuando vio que Kid los rechazaba.

Luego lo había hecho subir al carro y se habían ido los dos solos, igual a como llegaron.

-Texas Kid –le decía ahora -, si algún día quieres regresar tienes un hogar conmigo.

-Gracias, Belle –respondió con una sonrisa.

-¿Qué harás ahora?

-Había pensado regresar a Silver City, con mi tía.

-Buena elección. Cuídate, conejito.

Un casto beso.

Billy la vio alejarse. La echaría de menos.

CAPÍTULO 4

Primer robo

Había habido cambios durante su ausencia en Silver City, que había crecido y poseía ahora un sheriff y una cárcel recién construida de adobe con puertas de hierro. Había también una escuela que se había inaugurado aquel invierno, el peor que se había conocido en la ciudad. Pero el principal cambio lo halló en casa: su tía se estaba muriendo de consunción. Finalmente la tuberculosis había ganado la batalla.

-Henry –sonrió en un susurro Catherine cuando lo vio.

El muchacho se había detenido en el umbral del dormitorio. Josie le había comentado algo cuando entró en la casa, pero aún así no estaba preparado para aquello. Su tía estaba consumida, con grandes ojeras grises y piel translúcida, respirando en un gañido que no auguraba nada bueno. Tuvo que obligarse a entrar en la habitación, porque sus piernas se negaban a dar un paso. Musitó un torpe saludo sin saber si sentarse o salir corriendo.

-¡Cuánto has crecido!

La voz de Catherine llegaba deformada a su cerebro por la sencilla razón de que no la escuchaba perdido en el impacto causado por aquel espectro que había sido su tía. De pronto hasta la imagen se volvió turbia antes de que las lágrimas rebosaran sus ojos y se deslizaran por sus mejillas. En ese instante Billy se derrumbó y cayó abrazándola llorando, después de todo sólo tenía doce años.

Catherine le acariciaba el cabello.

-Mi niño, mi dulce niño –murmuraba con voz disfónica.

En los meses que siguieron Billy no le dijo la verdad de lo que había vivido, no quería entristecerla. Sólo le comentó que su padre era duro, pero que había aprendido mucho con él y siempre le había tratado bien. Si Catherine llegó a creerle o no nunca lo supo, porque se lo guardó para ella.

Otro cambio que nunca esperó lo halló en William Antrim. Hacía poco menos de un año que su supuesto padrastro, tras una descomunal intoxicación alcohólica, creyó que iba a morir y prometió a Dios que si le perdonaba la vida nunca más bebería. Puesto que el Altísimo había cumplido él debía hacer otro tanto. Llevaba diez meses que ni bebía ni jugaba, entreteniendo sus veladas con lecturas de la Biblia. En ella buscaba consuelo, ya que si bien el Señor le había repuesto no lo había curado del todo. Existían episodios de su vida, en aquellos dos últimos años, que se habían perdido para siempre, no los recordaba, pero sí le venían a la memoria la rabia destructora que le dominaba tras la ingesta de alcohol, sus gritos roncos, sus blasfemias, sus rugidos mal articulados antes de caer desvanecido; los ojos vidriosos; la piel fría bañada en un sudor viscoso; las pupilas dilatadas; la respiración estertorosa y los latidos apenas perceptibles.

La última vez había consumido grandes cantidades de vino mezclado con aguardiente, que le provocó una embriaguez apoplética con una hipotermia tan fría como la de un cadáver. Sólo la rápida actuación del médico logró salvarle la vida, aunque para William había sido Dios. ¡Ah, pero no había sido gratis! Durante su convalecencia el Señor le había mostrado cómo serían las penas del Infierno si incumplía su palabra, eran visiones terroríficas. Fieras inexistentes en la Tierra, pero exuberantes en el Averno, él las veía claramente, amenazantes, con las fauces abiertas y las garras intentando hacerle presa y William aullaba confundiendo un mueble con una persona, un objeto con un animal, una ventana con una puerta.

Cuando el delirio remitió William Antrim se refugió en la religión. Ella le daba fuerzas para no tomar nunca más una gota del veneno alcohol.

Era otro hombre.

Era el mismo cafre sólo que antes bebido y ahora en seco, pensó Billy a la semana de regresar.

No le faltaba razón al muchacho. El cruel carácter, los malos modos, las maneras ofensivas, bruscas y egoístas que había adquirido cuando el alcohol se apoderó de su alma perduraban, no se habían extinguido. En la calle acaso fuera un santo, pero de puertas adentro seguía siendo el tipejo injuriante, bacín, despectivo y rencoroso de siempre, que encima alardeaba por la hombrada que hacía conteniéndose para no beber.

Fanatizado tras haber visto la luz y las pesadillas de la Gehena, le leía a su mujer el Libro Sagrado con la esperanza que confesara su pecado mortal de infidelidad. Hacía énfasis en el pasaje reservado a los adúlteros, la muerte, ¡LAPIDACIÓN! ¡PERDICIÓN DEL ALMA! Chillaba entre bramidos como un profeta histérico del fin de los tiempos amargándola y empeorándola con su verbo santificado.

-¿Quién es el otro? –berreaba en baladros escupiendo babas antes de ponerse a rezar como un bendito por la salud de su esposa.

Pocos días antes de que llegara el otoño Catherine fallecía de tisis echando a perder los esfuerzos santurrones de William, que vio desesperado cómo su esposa prefería a Belcebú antes que confesar con quién le puso los cuernos.

Antrim quizá hubiera amado a su mujer, pero no estaba dispuesto a cargar con sus hijos. A los pocos días del entierro emigraba a Arizona dejando a los chiquillos a cargo de la familia Truesdell, con la que había hecho amistad Catherine, ya que al poseer un hotel les lavaba las sábanas y otras prendas.

El joven Billy tenía demasiado pundonor como para aceptar caridad, así que a cambio les ayudaba preparando mesas y lavando los platos.

Sin embargo, con casi trece años y ningún adulto que lo supervisara Billy comenzó a callejear.

Había comenzado a ir a la escuela a petición de su tía sólo para darle alguna alegría de las que le privaba su marido y continuaba en ella por respeto a su memoria. Era la primera vez que asistía, pero pronto quedó constancia de que las enseñanzas de Catherine habían caído en terreno abonado no sólo tenía una letra medianamente aceptable, también sabía leer, aunque con lentitud por la falta de práctica, y se defendía con las cuentas. En fin, la enseñanza primaria de aquel tiempo.

Tras las clases las horas libres las ocupaba uniéndose a otros arrapiezos tan desocupados como él y que terminaban ideando trastadas cuando no gamberradas sólo para divertirse.

Silver City no era una ciudad pacífica. En sus pocos años de existencia habían acudido a ella mineros, colonos, aventureros, vividores y buscavidas. Unos para explotar la tierra; otros, los minerales, y los avispados, al personal. Hasta el nombre de la población, “Silver”, significaba “Plata”. A esto hay que añadir que los pieles rojas seguían recorriendo aquel territorio que antaño había sido suyo, que la guerra con  los apaches se desarrollaba en el vecino Territorio de Arizona, a pocas millas de allí, y que aunque aquel año había muerto el jefe Cochise la paz seguía sin llegar.

Sin tener la fama de otras ciudades fronterizas la tasa de delitos violentos en Silver City era bastante alta, con algunas familias que se dedicaban al crimen como los Evans (en aquellas fechas, se hacían llamar Davis), que abandonaron la ciudad por aquel tiempo, no sin antes Billy hiciera algo de relación con uno de sus hijos, Jesse, aunque los amigos lo llamaban Jessie. Cuando se fueron ambos chavales lo lamentaron, se llevaban bastante bien, quién sabe si no hubieran terminado haciéndose amigos.

No es de extrañar que habiendo familias hubiera también bandas juveniles, que se habían originado en el período en que Silver City no tenía escuela y habían terminado evolucionando a la delincuencia.

Fue en una de éstas que se integró Billy tras la marcha de Jessie. Pronto se hizo amigo del cabecilla, George Schaefer, un belitre apodado Sombrero Jack.

La intimidad con sus nuevos amigos le originó conflictos con la familia de acogida. Por desgracia Billy tenía una edad en la que la influencia de los amigos pesa más que la de los adultos. Su tía había muerto, de su padre mejor no hablar, William Antrim lo había abandonado, la familia de acogida… reconocía que eran buenas personas, pero no se sentía identificado con ellas. Estaba más a gusto en la cuadrilla, más próximos a su edad y que le entendían.

No obstante seguía asistiendo al colegio, no le desagradaba estudiar y la señorita Richards, la maestra, era muy simpática. Estaba tan implicado que no dudó en aparecer con otros niños aquel diciembre en un espectáculo de trovadores para recaudar dinero para la escuela.

Dicen que por aquel entonces alguien le regaló un cuchillo y la leyenda negra posterior que con él mató al gato del vecino; otros, que fue a un hombre por insultar a su madre.

Todo mentira.

Quienes lo trataron negaron siempre que fuera un sádico o un asesino. El propio sheriff de Silver City negó el homicidio cuando se lo preguntó un periodista en 1882 durante las elecciones al cargo. Curiosamente competía contra él Pat Garrett, el hombre que había asesinado a Billy the Kid un año antes.

El elemento se presentaba como el agente de la Ley que había acabado con el sanguinario forajido, convencido que esta fama le abriría las puertas a sus ambiciones políticas, pero sólo se ganó el desprecio de cuantos conocieron al muchacho y fue derrotado en la elección a sheriff.

En 1874 Billy, o Henry como se le conocía en Silver City, sólo era un crío al inicio de la adolescencia, donde la relación con los amigos es primordial, esencial si te sientes solo. A nadie debería extrañar que se fuera integrando cada vez más en la pandilla, aunque ésta pasara de tirar piedras a los chinos locales a robar.

Fueron varios kilos de mantequilla y queso los que hurtaron al ganadero Abel L. Webb.

En una comunidad pequeña como Silver City, entre 1500 y 2000 habitantes, el sheriff Harvey Whitehill tenía a todos fichados en su cabeza, lo cual ayudaba a controlar los problemas de la ciudad. No tardó, por tanto, en descubrir la culpabilidad de Billy.

Solos en la oficina el muchacho tenía la boca seca; aquel hombre tenía fama de duro. Por su parte el sheriff tampoco apartaba la vista del chaval. Lo conocía bien, de la forma como en un pueblo se conocen todos. El chico se había escapado de casa dos años antes, era un secreto a voces aunque sus padres no hubieran denunciado su desaparición, sólo para regresar meses antes del fallecimiento de su madre. No se había metido en ningún lío desde entonces (tampoco le constaba que lo hubiera hecho durante la fuga) asistiendo al colegio y trabajando en el hotel de los Truesdell. En definitiva, un buen zagal que había hecho una tontería.

Billy se sentía incómodo ante la mirada del sheriff, que parecía diseccionarlo para ver en su interior.

-¿Cuánto hace que murió tu madre, Henry? –preguntó al final Harvey.

El chico parpadeó extrañado, ¿a qué venía esa pregunta?

-Ocho meses.

-Estarás orgulloso.

Billy respiró entrecortadamente. Aquello era un golpe bajo. Desvió la vista al suelo.

-¿No dices nada?

El adolescente elevó los ojos hasta los del sheriff. Era serios, pero no severos. Se sintió avergonzado ante lo que leyó en ellos.

-No hay nada que decir –respondió resignado -. He robado, me ha cogido. ¿Qué hay que decir?

No rehuía la culpa ni buscaba excusas. Aquello le gustó a Whitehill, el mozalbete tenía buena madera. Vio como volvía a agachar la cabeza.

-Mírame.

Sus ojos se encontraron de nuevo. Los de Billy eran una rara mezcla de gris claro y azul bajo la luz de la estancia. Honestos. Eso fue lo que leyó Whitehill. El chico no era un delincuente, aquel robo era más debido a las malas compañías y a la necesidad, que a la criminalidad. Además le caía bien, siempre le había parecido muy agradable y simpático.

También Billy lo estudiaba ahora. Nunca había hablado con él, aunque lo conocía de vista naturalmente, de antes incluso de huir de casa. Como sheriff solo sabía de su fama, íntegro, recto, con una notoria habilidad para mantener el orden en la ciudad dentro de sus posibilidades. Debía rondar los 40 años, calculó el chico, bigote espeso que cubría el labio superior, nariz aguileña, grande, mirada franca, seria, que no toleraba tonterías.

-¿Volverás a hacerlo?

Billy interrumpió su examen. Entreabrió la boca asombrado.

-¿Me va a soltar?

-Responde, ¿volverás a hacerlo?

-No –parecía aliviado -. Le doy mi palabra.

El sheriff enarcó una ceja con un significado que se le escapó a Billy.

-Espero que sepas el alcance de lo que has dicho –le oyó decir.

-No le entiendo.

-Hijo, la valía de un hombre reside en su palabra no en su dinero. Puedes poseer las mayores riquezas, que si no tienes palabra te despreciarán a tu espalda. Pero hazle honor y hasta tus enemigos te respetarán.

Calló un instante dejando que lo dicho madurara en la mente del muchacho.

-¿Cuál de ellos eres tú?

-No lo sé –respondió sinceramente -. Es la primera vez que la doy.

Harvey Whitehill se encogió de hombros.

-Entonces tendré que confiar en ti. No me falles.

-No lo haré, se lo prometo.

CAPÍTULO 5

Fugitivo

Pronto descubrió Billy que era más fácil dar la palabra que mantenerla. Se dio cuenta que para evitar problemas y poder cumplirla no le quedaba más remedio que apartarse de la cuadrilla.

No le hizo ninguna gracia, pero tras las aventuras desde que se fugó, la muerte de su tía, el abandono de William y creyendo tener quince años, en lugar de los trece reales, se veía a sí mismo como un hombre. Así que si debía apartarse de sus amigos, lo haría.

Siguió con sus estudios y ayudando en el hotel de los Truesdell. En marzo terminó el primer semestre de la escuela. Con ésta cerrada Billy, con otros estudiantes, participó en una serie de obras de teatro y musicales en donde hizo gala de sus dotes de bailarín.

Nada auguraba que aquel verano, debido a dificultades económicas, los Truesdell se vieron impotentes para mantenerlos. Ambos primos fueron separados. Joseph fue recogido por Joe Dyer, dueño del Orleans Club. Billy se trasladó a la pensión de los Brown, trabajando después de clase en la carnicería del señor Knight, matando, despellejando, destripando y preparando animales para su venta, o manchando el barquín de la fragua de la herrería, para poder pagar su alojamiento. Nunca tuve un trabajador como él, diría años más tarde el señor Knight, fue el único de mis empleados que nunca intentó robar.

Es difícil saber si fue coincidencia o se instaló en aquella pensión al caso, porque se dio la circunstancia que allí se alojaba también Sombrero Jack. La relación que había quedado suspendida unos meses atrás volvió a reanudarse.

Jack era su amigo, pero había prometido no volver a hurtar y no deseaba que lo relacionaran con él. Con sentimientos contrapuestos decidió finalmente no renunciar a su amistad y puesto que a ambos jóvenes les gustaban los naipes, ellos fueron la excusa para reanudar su relación. Empezaron en las propias habitaciones con una baraja tan sucia y sobada que cortaron las puntas para hacerla más manejable, aunque no tardaron en trasnochar en el Orleans Club, donde trabajaba su primo y que les facilitó la entrada, alargando el póquer mientras la palabra dada caía en el olvido. Allí, jugando contra otros y cartas de la cantina, se combinaban de tal manera que más parecían jugar al mus que al póquer, pues con leves gestos e inaparentes ademanes conocían el juego de cada uno arruinando a sus contrarios. Luego o se repartían las ganancias o seguían jugando entre ellos, viendo desolado Jack como su pecunia terminaba en los bolsillos de Billy.

Regresando a la pensión después de una de aquellas partidas Jack le habló de la lavandería de unos chinos. Los pelos de la nuca se le erizaron en señal de alarma, hasta creyó oír la voz de Whitehill, ¿de qué clase es tu palabra?

-Mira, Jack –interrumpió-, no sé lo que me vas a decir, pero no quiero oírlo.

-¿Qué te pasa? Desde que te cogió el sheriff estás cambiado.

-Porque quiero cambiar.

-Ya.

Retintín en el tono.

-Ponte como quieras –rezongó Billy.

-Te pasas horas trabajando en la carnicería y ¿sabes para qué? Para enriquecer a esa bruja de Sarah, la dueña de la pensión. Todo tu dinero se lo queda ella. Si llevas algo encima es el que me robas a mí, porque haces trampas, Henry, no sé cómo, pero me haces trampas.

-No hago trampas, juego mejor que tú.

Había tenido un buen maestro con William.

-Vamos a dejarlo –Jack no creía ni una palabra, pero no quería discutir -. Volviendo al tema, ese chino…

-¡No quiero oírlo!

Aceleró el paso dejándolo atrás y no se detuvo hasta llegar a su habitación.

Durante los siguientes días lo evitó, lo conocía bien y sabía de su insistencia. A partir de entonces acudió al Orleans Club solo, donde se mejoró en el póquer y aprendió a jugar al monte. Era agudo, brillante y aprendía rápido no perdiendo detalle de lo que ocurría en la mesa siempre con unos ojos que no sabían estar quietos.

Era un buen sitio para enriquecerse o arruinarse. Existían tres salones en Silver City, el Orleans Club, el Blue Goose y el Real Onion, en los cuales se producían grandes apuestas con el oro y la plata apilados enfrente de los jugadores, lo que evidenciaba la riqueza de las minas de la localidad.

Billy no participaba en estas partidas, ni tenía el dinero ni la edad, estándole vedada la entrada en los salones, excepto en el Orleans gracias a Joseph, con jugadas más modestas.

En ocasiones se unía Josie, pero éste no lo hacía por ocio ni por el dinero fácil. Desde que trabajaba para Joe Dyer, el propietario, era peón y jugador de la casa apostando o haciendo trabajos extraños de los que no le gustaba hablar.

De no conocerlos los del pueblo habrían dudado que fueran hermanos. No se daban ningún aire. Mientras que Billy no parecía mayor de doce años, delgado y modales suaves, Joseph era alto, corpulento, de cabello rubio, ojos azules y rudo, aparentando ser el más viejo de los dos.

Debido a que Josie jugaba por motivos laborales Billy nunca estuvo confabulado con él para no comprometerlo. En ocasiones ni jugaba limitándose a estudiar cómo lo hacían los tahúres por si podía sacar algo de provecho en sus propias partidas.

Había olvidado ya el tema del robo cuando llamaron a la puerta de su habitación una madrugada.

Jack.

Entró en la habitación casi empujándole.

-¿Qué ocurre?

-Necesito que me hagas un favor.

Llevaba un paquete en los brazos: ropa y dos pistolas. Lo sustraído superaba los 200 dólares.

-Guárdame esto.

-¿Estás chiflado? No puedo hacerlo, le prometí al sheriff que no volvería a robar.

Tú no has robado. Sólo  te pido que me lo guardes.

-Jack…

-Por favor, no pueden cogerme con esto.

Billy se mordió el labio inferior. Por un lado quería ayudarle, por otro… De todas formas era cierto, él no había robado. No rompía su palabra.

-De acuerdo –cedió -, pero recógelo cuanto antes.

Pese a toda su inteligencia sólo tenía 13 años y no se le ocurrió nada mejor que ocultarlo en su propia habitación. Allí lo encontró Sarah Brown veinte días después. Enseguida lo puso en conocimiento del sheriff.

El robo de las pistolas era bastante más grave que el de un queso. Fue directo al calabozo. Unas horas más tarde lo visitaba Whitehill que aplaudió lentamente antes de decir con sorna:

-Sabes mantener tu palabra.

-Yo no he robado –se defendió Billy -, sólo lo guardaba.

-¡No te salgas por la tangente! ¡Eres cómplice y por tanto tan culpable como Jack!

-¡Usted sabe que yo no he sido!

-¡¿Sabes lo que es ser cómplice?!

El muchacho no respondió.

-Te van a juzgar por robo, Henry, por todo lo robado mientras Jack está libre y riéndose. Dime dónde está.

De mala gana Billy reconoció que el sheriff tenía razón. El granuja de Jack había abusado de su amistad y él había sido un idiota.

-No lo sé –respondió.

Era cierto.

-En ese caso tú pagarás por los dos. Deberías felicitarte, chico.

Durante dos días estuvo aislado en la cárcel sumido en pensamientos cada vez más negros.

Dos detenciones en sólo cinco meses. La una por ladrón, la otra por imbécil. Sí, debería darse la enhorabuena.

También el sheriff estaba convencido de que Henry se había metido en aquel lío por pura estupidez. Se vanagloriaba de conocer a la gente y seguía creyendo que el chaval tenía buen fondo. Pero él no podía hacer nada, tendría que ser el jurado. Quizá si hablase con el juez para que fuera indulgente… Mal asunto para él si Henry volvía a delinquir. A menos que le metiera tal miedo en el cuerpo que se le quitaran las ganas para siempre. Podía intentarlo. Primero asustarlo y dependiendo de su reacción hablar con el juez para que fuera clemente con la condena. Tenía que hacerlo bien; si Henry volvía a las andadas el perjudicado sería él por haber hablado en su favor.

Tenerlo dos días aislado en la prisión formó parte de esta estrategia. Tuvo éxito, la imaginación del crío hizo casi todo el trabajo. Cuando el 25 de septiembre lo hizo llevar a su despacho Billy era incapaz de tener más miedo.

Whitehill se sonrió interiormente aunque sus facciones permanecieron serias. El chico estaba a punto. Ahora el toque final. La descripción de la pena que podía caerle y lo que a un adolescente de su edad podía ocurrirle en presidio con hombres que hacía años que no conocían mujer no pudieron ser más dantescas.

Billy tenía el rostro crispado en un esfuerzo inútil de mostrar entereza. Tenía ganas de llorar, de arrastrarse a los pies de aquel hombre, de suplicar…

La puerta se abrió bruscamente.

-¡Sheriff venga a la taberna, hay un altercado!

-Voy.

Miró a Billy.

-Luego volveré y terminaré de explicarte lo que te espera por tu mala cabeza.

Cerró la puerta con llave.

No necesitaba hablar más. La expresión cenicienta del muchacho lo decía todo, sólo necesitaba tiempo para que se aposentaran sus palabras.

Whitehill se demoró más de lo necesario siguiendo su plan sin darse cuenta que había tensado tanto la cuerda que la había roto, porque Billy al verse solo dedujo que la única forma que tenía para evitar aquel negro futuro era huyendo.

La puerta estaba cerrada.

Sus ojos recorrieron la estancia, ¿las ventanas? Atrancadas. Podía romper un cristal, pero el ruido alertaría a la gente. Paseó por la habitación buscando otra salida, ¿la chimenea? Se acercó a ella, la examinó. Era estrecha para un hombre, pero un chiquillo podía deslizarse y él era bastante delgado. Apoyando su espalda en una de las paredes y los pies en la opuesta para hacer presión fue ascendiendo lentamente por su interior. Le pareció una eternidad, pero cuando consiguió salir por la parte superior nadie se había percatado de la fuga, porque eso era ahora: un fugitivo, que con ello había empeorado su delito de robo.

Billy comprendió que no podía quedarse en Silver City.

Abandonó la ciudad aquella misma noche en un penco mangado pensando que donde más seguro estaría sería en Territorio Indio.

Con el tiempo la leyenda generó muchas versiones de su evasión y fueron varios los que se colgaron la medalla de haberlo ayudado. Fueron los Truesdell, que dijeron que había dormido en el suelo con sus hijos y se escapó con la diligencia al día siguiente. Fue Manuel Taylor, que dijo que pernoctó en su rancho y que le entregó un revólver, con el cual mató a un soldado negro para robarle el caballo. Hasta la casera Sarah Brown, que fue quien le denunció, juró haberlo ayudado en su huída años después.

También se rumoreó que acudió a su padrastro, William Antrim, a pedirle ayuda y que éste se la negó sin contemplaciones abominando del muchacho.

Grant County Herald.

26 de septiembre de 1875. Henry McCarthy, que fue arrestado el jueves y encarcelado en espera de juicio, acusado de robar ropa a Charli Sun y Sam Chung, escapó ayer de prisión por la chimenea. Se cree que Henry simplemente era el cómplice de Sombrero Jack, el cual efectuó el robo mientras Henry lo escondía. Jack ha desaparecido.

CAPÍTULO 6

Kid Antrim

Su vida había cambiado para siempre, aunque lo cierto es que la situación de Billy no era tan extraña en aquel tiempo y lugar. El pony express, un servicio de correo rápido que cruzaba los Estados Unidos en sólo diez días, atravesando praderas, planicies, desiertos y montañas, desde la costa Atlántica a la del Pacífico, utilizaba a adolescentes como jinetes porque pesaban poco y cansaban menos a los caballos. La oferta de empleo de 1859 los pedía menores de 18 años, delgados, resistentes, que supieran cabalgar y dispuestos a arriesgar su vida; preferiblemente huérfanos. Muchos habían tenido la misma edad que él.

No podía seguir siendo un niño si quería desenvolverse con éxito, así que para parecer mayor mentía sobre su edad, añadiendo dos años a la edad que creía tener, diciendo que tenía 17 cuando en realidad tenía 13. Pero esto no era suficiente, tenía que pensar muy bien los siguientes pasos a seguir. El nombre de Henry McCarthy seguro que sería conocido, mejor llamarse Antrim, como el marido de su tía, Henry Antrim.

Y necesitaría un arma.

En Territorio Indio siempre había peligro, pumas, forajidos, pieles rojas… Había jopado de Silver City sin nada más que lo puesto y el jamelgo robado. Claro que siempre podía venderlo si conseguía engordarlo primero, porque tal como estaba tendría que dar dinero en lugar de recibir si quería quitárselo de encima; pero tampoco era buena idea, porque en aquellas tierras un hombre a pie tenía poco de varón y más valía matalón huesudo que lechuguino de infantería.

Mejor probar suerte en alguna partida y con el dinero ganado comprar un seis tiros. Si conseguía hacerles creer que tenía 17 años le permitirían entrar en los salones.

Quienes lo conocieron siempre afirmaron que parecía más joven de lo que realmente era. Es posible que tuviera un desarrollo físico atrasado, pero también es probable que mintiera sobre su edad o una conjunción de ambos. Su cara de niño, no acorde con la edad que decía, le generó el sobrenombre unos meses más tarde y pronto sería conocido como Kid Antrim.

Aunque era prófugo todavía no era el infame homicida que la leyenda dice que fue. Aún albergaba esperanzas de llevar una vida normal y de hecho estaba disfrutando de la libertad recién descubierta. No dependía de nadie excepto de él mismo. Aquel enorme territorio que se perdía en el horizonte, el cielo azul y claro, las estrellas brillantes y titilantes, no amorfas como se veían en la ciudad; el bullicio de ésta y el silencio de ahora, sólo roto por el viento y el sonido de los animales. Era como si allí hubiera otro dios. Sonreía bobamente incapaz de explicarse las sensaciones que sentía. Era algo nuevo, algo para vivirlo y gozarlo, distinto a cuando acompañaba a su padre por el camino Chisholm, porque entonces aún dependía de un adulto. Muchas veces iba andando con el rocín de las riendas, no tanto para que descansara el animal como para disfrutar del paseo, contento de la vida libre.

La ensoñación se espachurró cuando encontró a un grupo de ladrones de ganado que se apropiaron de su montura. Le respetaron la vida por su tierna edad no intentando parecer mayor, al comprender que sólo así la salvaría y la salvó convirtiéndose en su lacayo.

No fue igual a cuando estuvo en la banda de Belle Reed. Existía una gran diferencia, aunque el trabajo de sirviente se pareciera embetunando sus botas, limpiándoles las sillas de montar y cumpliendo lo que le dijeran, porque aquí le golpeaban, pescozonaban y amenazaban con colgarle si no obedecía.

Aquel anochecer, sentado aparte, en el límite entre la penumbra y la oscuridad, sólo sus ojos hablaban brillando con odio a la luz de la hoguera que tenía a unos metros. Rodeándola, bebiendo, charlando, comiendo y riendo estaban los cuatreros.

Había sido el primer día, ¡ni pensar como sería el segundo! Tenía que escapar.

-Si pudieras nos matarías a todos, lo leo en tus ojos.

Kid miró al que le había hablado, barba mal afeitada y peor recortada, nariz rota y cuello inexistente.

-Os creéis muy valientes con un crío desarmado.

-Y si tuvieras una pistola, ¿qué harías?

Abrió la boca para responder, pero cambió de idea con una expresión peculiar. Desvió la vista hacia la fogata.

Algo cayó sobre su regazo, un colt de pequeño calibre. Miró al malhechor intrigado.

-Ahí tienes el arma, a ver de lo que eres capaz.

Billy lo escondió entre sus ropas.

-Ahora descansa y no intentes huir.

-¿Cómo sabes…?

-¿Quién no querría? Duerme, debes estar cansado. Por cierto, me llamo Pete.

Al siguiente día tuvo tranquilidad con la lección aprendida del primero, pero al tercero vio como un energúmeno iba a zurrarle por no dejar las botas a su gusto.

Sacó la pistola.

El otro se rió.

-Ten cuidado no te agujeres el pie –se burló.

-¿Cómo a tu sombrero?

Y disparó.

El chapeo voló de la cabeza del bandido que palideció.

Kid torció el gesto. Había errado el tiro; en lugar de darle limpiamente al sombrero había rozado la sien del facineroso y en su trayecto alcanzado el ala. Tenía que practicar más.

Un arroyuelo de sangre se deslizaba desde la herida a las mejillas.

Acudieron unos cuantos atraídos por el balazo, también quien le entregó el arma. Kid retrocedió apuntándoles para evitar que lo rodearan.

-Guarda el seis tiros, boy –dijo Pete. Llevaba un látigo en la mano.

Kid sostuvo la mirada, luego obedeció lentamente sin perder de vista a ninguno.

Pete se interpuso entre el chiquillo y los demás. Había desplegado el arreador.

-El otro día os enseñasteis con este niño. ¡Intentadlo conmigo!

La pelea atrajo al cabecilla que vio a Pete luchando a latigazos contra cuatro.

Disparó al aire.

Cesó la riña.

-¿Os habéis vuelto locos? ¿Qué ha ocurrido y quién disparó antes?

Puesto al corriente se encaró a Kid. El chico tenía el revólver metido en la cintura del pantalón asomando la empuñadura.

-Veo que vas a ser peor que un mal de muelas.

-Pues déjeme marchar.

La comisura del cuatrero se movió maliciosa.

-Hijo, hagamos un trato.

Una de las cejas de Billy se frunció, ¿dónde estaría la trampa?

-¿Ves ese caballo bayo que está en el corral? Si puedes montarlo te lo daré y también una de las monturas del cobertizo, la que más te guste, y serás libre.

-¿Tengo su palabra?

-¿No quieres saber lo que ocurrirá si fracasas?

-No fracasaré, ¿tengo su palabra?

Antes romperse el cuello que fallar.

-La tienes.

-No lo hagas, boy –advirtió Pete -, ese caballo es un asesino.

-Precisamente. La libertad hay que ganársela, no se regala, ¿te parece bien, hijo?

Kid no respondió, pero la expresión de pícaro que apareció en su rostro fue bastante elocuente.

-Demasiado buen caballo para estos andurriales –le oyeron comentar mientras se dirigía al corral. La fanfarronada arrancó algunas carcajadas.

La pelea entre el bruto y el muchacho fue intensa y desagradable. El bagual brincaba, coceaba, corcoveaba, mientras Billy se había olvidado de todo absorto para no ser arrojado de la silla.

Nadie reía.

Apoyado en la valla del corral el cabecilla no perdía detalle con el rostro serio.

-Ese chico no es la primera vez que desbrava un bronco –dijo Pete.

No respondió.

-¿Cumplirás tu promesa?

-De mala gana –reconoció -, pero sí la cumpliré. Lo cierto es que se la ha ganado.

El bayo sudaba profusamente por los flancos y el vientre.

-Aunque de saber esto –añadió – me habría mordido la lengua.

Finalmente el animal se rindió. A Billy le dolían todos los músculos y en especial las piernas.

Hizo noche en el campamento agotado y se fue al día siguiente. Pete le entregó algunos víveres y un rifle.

Cinco días más tarde llegaba a Dodge City en Kansas. A la entrada había una caballeriza donde decidió guardar el caballo, hacer noche y cazar algo para comer.

Al lado, cuatro hombres habían montado un campamento con una lumbre. Se acercó a saludarles y de paso preguntarles si le dejarían compartir el fuego una vez hubiera cazado. ¡Qué tontería! Tenían comida de sobra, le invitaron a cenar con ellos. Kid aceptó agradecido.

-Tienes un buen caballo –dijo uno – y una bonita silla de montar.

– Sí –sonrió mirando al potro – y un acoceador también.

Al día siguiente cuando sacó el bayo para lavarlo un poco, comenzó a retorcerse al final del ronzal afirmándose sobre sus pies y levantando las manos. Comenzó a piafar, cada vez más encabritado cuando se aproximó el jefe del grupo.

-No puedes montar ese caballo, chico. Está asilvestrado.

-Lo he montado hasta aquí y lo seguiré montando –respondió mientras lo tranquilizaba.

Si no lo hubiera visto llegar el día anterior y como lo calmaba ahora el hombre no le habría creído.

-Bueno –admitió -, si puedes montar este bronco no necesitas buscar trabajo, tienes uno conmigo.

Le entregó diez dólares como adelanto para que comprara lo que necesitase.

-Siéntete como en casa. Saldremos dentro de cuatro días. Vamos a hacer un largo viaje a las Colinas Negras.

Se gastó el dinero en armas; la pistola y el rifle que le entregó Pete eran de distinto calibre. Recordando el consejo de Jesse James los vendió y compró un winchester modelo 1873 y un colt de acción simple, ambos del .44.

Las Colinas Negras (Black Hills) se encontraban entre los ríos Cheyenne y Belle Fourche. Los pieles rojas las consideraban tierra sagrada, tanto para los lakota como para los cheyennes.

En 1868, tras la guerra contra Nube Roja, los Estados Unidos se vieron forzados a firmar la paz al ser derrotados por el jefe sioux, que consiguió la alianza de los cheyennes y arapahoes. El Tratado se llamó de Fort Laramie y en él se creó la Gran Reserva Sioux que incluía las Colinas Negras y garantizaba los derechos de caza en lo que hoy es Dakota del Sur, Wyoming y Montana. El territorio del río Powder quedaba cerrado a partir de entonces a todos los blancos.

El tratado se respetó, mal que bien, hasta 1874, hacía ahora un año, en que se descubrió oro en las Colinas Negras. Atraídos por la fiebre del oro y acuciados por la Gran Depresión de 1873, las tierras indias comenzaron a ser invadidas. Fue un hallazgo tan oportuno que muchos historiadores creen en la posibilidad de una estafa por parte de la Administración americana, para poder colonizar las Colinas Negras y el resto del territorio y salir así de la crisis económica en que se hallaba el país.

El caso es que codiciadores y avariciosos comenzaron a entrar, cada vez más en avalancha, en el territorio de los siouxs lakota con el beneplácito o la incapacidad para detenerlos del Ejército. Cada vez más irritados los aborígenes protestaron y la respuesta del Gobierno fue deportarlos a unas reservas al oeste antes de que llegara el invierno de aquel año de 1875.

Comenzaba a haber ya pequeños altercados entre indígenas e invasores, que eran sofocados por el Séptimo de Caballería al mando del general Custer.

Esta era la situación cuando Kid Antrim acompañó a su patrón a las Colinas Negras, un estado de preguerra con algún que otro tiroteo.

Cuando las contempló se dijo que, de ser indio, él también lucharía por ellas. Eran el paraíso. Gran parte de las Colinas era un bosque de pinos; otras, grandes prados de montaña con exuberantes pastos; había una sabana seca de pinos, arbustos y enebros. En los arroyos abundaban las truchas; en los bosques y praderas, bisontes, venados, berrendos, borregos cimarrones, pumas, martas, ardillas, marmotas y aves que únicamente se encontraban en aquel territorio.

Sí, él también las defendería, porque a pesar de sus pocos años veía claramente el robo del que eran víctimas los siouxs.

Empezó a sentirse incómodo, así que tan pronto pudo pidió la cuenta y se fue. Barloventeando sólo se detenía para ganarse la vida en alguno de los ranchos que empezaban a aparecer, trabajaba por cama y comida y luego proseguía su camino. En uno de ellos, tras domar un potro, se le acercó un hombre que dijo llamarse Mountain Bill y le propuso hacer sociedad y que se ganarían la vida apostando en las domas de caballos y participando en carreras.

Sonaba interesante y a su edad estaba abierto a la aventura. Aceptó, pero no fue un gran negocio. Lograba mantenerse en casi todos los broncos en los que se montaba, pero no así las carreras que se realizaban en arenas, corrales, ranchos y campo abierto.

En ocasiones se cruzaban con pieles rojas, pero excepto con los lakota, que desconfiaban de los blancos, no tuvieron ningún problema con los cheyennes y arapahoes. Mountain Bill se entendía fácilmente con ellos y pronto hicieron buenas migas con el amigable Kid. El muchacho cabalgó con alguno de ellos y durante los cuatro meses que convivieron Billy aprendió de aquellos indios más de lo que hubiera aprendido de seguir con su padre. Montó con una sola vuelta de cincha, con cincha de dos manos, con silla lisa, sin silla, sin cuerda de estrangulación, a pelo… Si hasta entonces se había auto considerado un buen jinete, ahora se veía como un experto gracias a los nativos.

Cuando se despidieron de ellos, entrado ya 1876, la situación estaba mucho peor, de hecho aquel mismo año estallaría la guerra.

Ambos amigos se encaminaron a Arizona a visitar a la hermana de Mountain Bill y consiguieron trabajo en el Rancho Gila, donde conoció a un vaquero que se había llamar Cyclone Denton, el cual dijo en 1929, que había trabajado con Billy the Kid, y que luego habían coincidido en el Espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill, y en el rancho de éste. No le creyeron, porque el  Buffalo Bill’s Wild West Show se creó en 1883, dos años después de que Pat Garrett lo matara.

Cuando dejó el trabajo Kid rompió también la sociedad con Mountain Bill, aspirando a algo más que el dinero fácil de las carreras puesto que perdían más que ganaban.

CAPÍTULO 7

San Carlos

Al tiempo que en el Este Graham Bell patentaba el teléfono Billy seguía el curso del río Gila cara el suroeste hacia unas mesetas desérticas, con lo que apenas se alejaba del cauce. Cuando se detenía a comer o dormir se entretenía mejorando su puntería. Le gustaba disparar contra los objetos desde todos los ángulos, de pie, de rodillas, tumbado, corriendo, galopando… De haber nacido en el siglo XX con seguridad hubiera participado en el Tiro Olímpico.

Sin embargo, su afición conllevaba gasto de balas y costaban dinero. Lo obtenía jugando a las cartas cuando llegaba a alguna localidad o con pequeños trabajos esporádicos y si ambos fallaban hurtaba un caballo que vendía después. No eran grandes robos, porque prefería los naipes para subsistir, pero ahí estaban y si lo capturaban… En una ocasión escapó por los pelos tras quitarle el alazán a un soldado en el campamento Goodwin, cerca de la reserva india de San Carlos. Consiguió huir adentrándose en ella hasta que se cansaron de perseguirle.

En San Carlos habían confinado a los apaches hacía sólo 3 años y hubo problemas desde el principio. Los comandantes militares y agentes civiles competían por el control de la reserva y el dinero a ella asociado, que terminaba en sus bolsillos; trucaban las básculas, vendían a los indios la comida y ropa suministrada por el Gobierno a precios desorbitados o alcohol en lugar de comida.

La guerra con Cochise no mejoraba la situación al negarse el jefe apache recluirse, con toda razón, en San Carlos. Por su parte, el Ejército tampoco ayudaba mostrando animosidad hacia los indios y desdén por los agentes civiles, torturando y matando a los pieles rojas por deporte. Los terceros en discordia, los políticos, metían la pata sin sacarla ignorando las diferencias culturales, costumbres y lenguas indígenas, creyendo que todos los indios eran iguales y aplicando una única estrategia, la misma para todos, convencidos que así hacían frente al problema indio. Si no se solucionaba el asunto era porque los pieles rojas amaban luchar, no eran civilizados ni honestos ni temerosos de Dios. No querían ver que su ineptitud obligaba a convivir juntas a tribus enemigas con todos los conflictos que ello acarreaba; sin contar que tales politicastros no respetaban ninguna alianza militar que se hiciera con los nativos, estallando irremisiblemente la guerra.

La de los apaches había sufrido un duro golpe al morir Cochise en junio de 1874. Un mes más tarde se hacía cargo de la reserva de San Carlos John  Clum. Al día siguiente de su llegada los exploradores apaches le presentaron la cabeza cortada de Cochinay, un renegado que habían rastreado y matado. Clum supo que había heredado un legado de violencia y caos. Si quería salvar la situación y acaso a sí mismo debía dar un golpe de timón.

Clum trató a los apaches como amigos, estableció la primera policía tribal india y una corte tribal formando un sistema limitado de autogobierno, alentándolos a tomar las actividades pacíficas de la agricultura y la cría de ganado.

Se ganó el aprecio de los apaches pero no el de los militares, que vieron que se les impedía echar mano a los fondos que pasaban por la reserva.

La situación con los indios estaba más o menos pacífica, gracias a Clum, cuando Kid Antrim robó el alazán y se adentró en la reserva huyendo de sus perseguidores. En aquellos momentos cientos de apaches se estaban trasladando y estableciendo en la reserva semiárida de San Carlos. Kid se encontró con uno de estos grupos que pacíficamente no se metieron con él a pesar de ver que sólo era un muchacho con dos caballos.

Tras su experiencia con los cheyennes y arapahoes los observaba con curiosidad percatándose de las diferencias de sus ropajes y trenzas, pero cuando se fijó en los rostros su interés cambió; no pudo evitar darse cuenta de la expresión de desarraigo. Era la mirada de quien lo ha perdido todo, expulsados de sus tierras, convictos cuando antes eran libres, porque eso significaba realmente la reserva, una cárcel sin barrotes de la que no podían salir so pena de ser perseguidos, viviendo sometidos al capricho del hombre blanco.

Sin conocerlos y sabiendo que en cualquier momento podían ser un peligro para él Kid sintió lastima por ellos.

Iba a volver grupas cuando vio a un niño de tres o cuatro años arrastrando los pies, con una bolsa al hombro, detrás de su madre que portaba un hijo más pequeño y un saco. Sin saber por qué recordó lo que oía decir por las ciudades sobre los indios: que eran traicioneros, que no se les podía dar la espalda, que al menor descuido te arrancaban el cuero cabelludo, que el mejor indio era el muerto… No veía en aquel niño tan fiero ogro, únicamente un crío palidecido bajo la bronceada piel, sus almendrados ojos parpadeando de angustia y agotamiento.

Billy apretó los dientes y se acercó. Con señas detuvo a la mujer que vio asombrada cómo desensillaba a su amado bayo, cargaba los sacos y al niño en él y le hacía señas para que montara también ella. Luego, con unas frases cariñosas y una caricia se despidió del noble bruto. En los meses que lo cabalgaba lo había pacificado totalmente y le había cogido especial cariño. Con gusto les habría cedido el alazán, pero les habría complicado la vida, ¿cómo explicar la posesión de un caballo del Ejército? La marca del animal señalaba su pertenencia a la milicia y nunca se vendían. Aquella familia habría sido acusada de cuatreros. Mejor entregarles el bayo por mucho que le doliese.

Puso la silla en el alazán y se alejó sin decir palabra. Se cruzó con dos indígenas que vigilaban la inmigración. Les llamó la atención el gesto del muchacho blanco, había regalado el mejor caballo de los dos. A medida que se aproximaba comprobaron que el que montaba era militar y por tanto robado.

Kid se percató que no iban a detenerle. Continuó su camino y al pasar junto a ellos les saludó con una inclinación de cabeza.

Durante unas semanas deambuló por la zona estableciendo campamentos semifijos en el lago de San Carlos. Hizo buenas migas con los apaches descubriendo que la mayoría de las diferentes tribus hablaban español, lo que hizo que se sintiera como en casa y facilitó algún que otro trueque. A esas alturas sabían todos su gesto, pero cuando le quisieron devolver el bayo se negó; lo había dado y dado estaba, tampoco quería nada a cambio. No había tenido segundas intenciones cuando lo hizo y no quería ninguna ganancia ahora, sería como pervertir su arranque de generosidad.

Ya fuera por su natural ya por su experiencia con los siouxs había entrado en buenas relaciones con los apaches, pero seguían viniendo más. En mayo Clum había recibido órdenes del Gobierno para transferir los chiricahuas a San Carlos. Éstos eran los apaches de Cochise. No todos estaban de acuerdo y hubo muertos entre ellos.

Billy escuchaba atentamente a Naiche, el policía indígena con quien había creado cierta amistad. Era uno de los que le habían visto entregar el bayo a la familia.

-¿Crees que habrá problemas aquí también? –preguntó.

-No lo sé, pero si los hay pocas veces se respeta al rostro pálido que pillan en medio.

-Entiendo.

Debía irse.

-El Ejército se ha olvidado de tu robo.

El muchacho enarcó las cejas, pero no hizo ningún comentario, Naiche tenía el semblante serio.

-No es bueno robar caballos, búscate un empleo.

-¿Conoces alguno?

-Siguiendo el río encontrarás una fábrica de quesos. Sé que necesitan personal.

CAPÍTULO 8

Cuatrero

PROPIEDAD DE DOC SCURLOCK

Y CHARLIE BOWDRE

Kid Antrim descabalgó y se dirigió a la puerta donde estaba colgado el letrero; había seguido el consejo de Naiche. Hubo cierta reticencia para contratarle entre los socios. Charlie quería hacerlo, pero Doc no veía la necesidad. Habían venido de Nuevo México creyendo hacer un buen negocio, pero la incertidumbre con los pieles rojas estaba perjudicándolos. Según Doc el balance Riesgo / Beneficio no era rentable. Charlie creía que debían darse más tiempo antes de rendirse.

Finalmente no lo contrataron y Billy buscó trabajo en uno de los ranchos vecinos.

-¿Seguro que tienes dieciocho años?

-Sí, señor.

-Aparentas no tener más de trece.

Era demasiado bajo y débil para la edad que decía.

-El trabajo es más duro de lo que crees. Necesitamos hombres hechos y derechos.

-Tengo experiencia. Póngame a prueba, no le defraudaré.

Encima embustero, ¿qué experiencia podía tener? William Whelam inspiró hondo.

-Lo siento, chico, no me interesa. Regresa cuando termines de crecer y ya veremos.

Kid bufó tan pronto salió a la calle. Se encontraba sin tener dónde ir y sin un centavo.

Fort Grant se encontraba al sur y estaban construyendo una población en las cercanías. McDowell’s Store había oído que se llamaba el asentamiento, una serie de salones de juego y bebida, de baile y prostíbulos, a dos o tres cuartos de milla del fuerte.

Probaría suerte. Seguro que estaría frecuentado por soldados y vaqueros aficionados a las cartas. Aunque no se veía como un tahúr tenía confianza en su habilidad con los naipes. Desechó intentar buscar trabajo en otro rancho.

Fort Grant estaba ubicado en la ladera suroeste de Graham Mountain, tenía como misión proteger a los colonos que estaban constantemente acosados por los apaches. Apenas tenía un año de vida. Su localización anterior había sido en la confluencia de Araivaipa Creek y el río San Pedro. Se llamaba entonces Camp Grant y su nombre se había hecho infame.

En abril de 1871 un grupo de hombres blancos abandonaban Tucson dirigiéndose al poblado indígena aprovechando que todos los hombres se habían ido de caza. Arrasaron la aldea asesinando, mutilando o violando a 150 mujeres y niños apaches. Las noticias de la Masacre de Camp Grant llegaron hasta las civilizadas ciudades del Este. El Presidente de la nación amenazó con poner el Territorio bajo la Ley Marcial si los culpables no eran llevados a un tribunal. Se acusó a un centenar personas. Todas salieron absueltas.

Pero el oficial militar al mando del Territorio de Arizona no tuvo la suerte de los civiles y fue destituido. Su sucesor ordenó cerrar Camp Grant, que fue definitivamente abandonado en 1873 y construir uno nuevo, cambiando tan funesto nombre.

Estratégicamente la nueva localización resultaría beneficiosa para controlar las incursiones apaches y rápidamente empezaron a construirse casas en sus inmediaciones. Una de ellas era el Wood’s Hotel de Luna, donde el joven Antrim encontró trabajo de camarero y ayudante de cocina.

No era el mejor empleo del mundo pero estaba bien, le dejaba horas libres para seguir practicando con las armas, acudir a la cantina, jugar a las cartas y conocer gente curiosa entre los que iban de paso o se alojaban en el hotel Luna. A uno de éstos le quiso vender el caballo; no era prudente tener un animal robado del Ejército con los militares alrededor. Lo eligió a él, porque por la forma de expresarse con un acompañante, dedujo que era otro ladrón de caballos.

John Mackie sonrió burlesco cuando comprobó que el hermoso alazán, que quería venderle aquel crío, era un caballo del Ejército.

-Esto no se encuentra en cualquier sitio, chico.

-Si no preguntas no te tendré que mentir.

John soltó una carcajada. Le caía bien el muchacho. Entonces le propuso un trato, que fuera con él, ganaría más y más rápidamente con el hurto de caballos que trabajando en el hotel. Kid se negó. Sólo había robado ocasionalmente pero sabía que era un delito grave, no judicialmente pues solo eran dos años de cárcel (aunque para su edad, una eternidad) sino porque si los cogían in fraganti los colgaban allí mismo.

Además, él quería ser vaquero no un delincuente. Su plan era trabajar tres o cuatro años en el hotel, crecer lo suficiente y volver a intentarlo en el rancho y si entre tanto hacía algún dinerillo con los naipes, mejor.

No fueron estas las explicaciones que dio a John Mackie, que no le importaba nada, sino que respondió con un escueto no me interesa.

El otro aceptó la negativa con un gesto de cabeza.

-De todas formas, si cambias de opinión, estaré unos días por Cottonwood Spring.

Kid respondió que lo tendría en cuenta, aunque no era esa su intención. Se encontraba a gusto en Fort Grant, que era un rosa con espinas, siendo la espina el herrero del fuerte.

Frank Windy Cahill era un irlandés de casi dos metros de altura, 90 kilos de peso, lanudo como un oso grizzly y con una cicatriz que le cruzaba la cara, pero era también el típico matón que disfrutaba molestando a los débiles. Al mentir sobre su edad el aspecto de Kid Antrim era demasiado aniñado, andrógino y bajo de estatura. Siendo por añadidura bien parecido, cortés y de trato agradable, acaso demasiado refinado para aquellas redoladas, se convirtió en la víctima perfecta para un alarbe como Frank, que no tardó en meterse con él, burlarse, revolverle el pelo e incluso humillarle cada vez que lo veía.

Billy aguantaba con estoicismo los abusos de aquel bravucón. La leyenda dice que Kid tenía un carácter explosivo, que pasaba de la tranquilidad a la más extrema violencia en una fracción de segundo. Nada más alejado de la realidad. Su carácter era tranquilo, bromista y no solía alterarse por nada, a diferencia de su padre.

También se ha dicho, cogido de los escritos de Pat Garrett que el mayor error de sus adversarios era el infravalorarlo creyendo que por su aspecto era inofensivo, lo cual sería cierto si Billy hubiese sido el sádico que dice la leyenda, pero siendo ésta falsa también lo es la afirmación. No. El joven Antrim tenía una gran sangre fría y una mente no menos cálida, aunque Cahill estaba empezando a terminar con su paciencia.

Desahogaba su mal humor disparando a las latas mientras practicaba detrás del hotel. Se daba cuenta que su edad y su físico frágil eran claras desventajas en un enfrentamiento personal y que acaso convertirse en un buen tirador con el rifle y el revólver era la mejor manera de protegerse contra daños corporales.

-Pasas mucho tiempo disparando –interrumpió Miles Wood.

-Sólo en mis ratos libres –respondió a su patrón.

-No me gustan los pistoleros.

-No soy un pistolero, sólo me gusta hacer puntería.

-¿Con qué finalidad?

-Por lo pronto, cazar. Y si un día me voy de aquí, defenderme. ¿No recuerda que no hace un mes los indios mataron a Custer y todos sus hombres? Los lakota y los cheyennes están en pie de guerra y aquí tenemos a Victorio y Jerónimo envalentonados por esa victoria.

¿Cómo no veía algo tan claro?

Los apaches de por allí eran de otra índole que los de San Carlos.

-Kid, no sólo soy el dueño de este establecimiento también soy el juez de paz y no quiero ningún pistolero trabajando para mí –cortó la respuesta de Billy con un ademán -. Estás despedido.

Aquello fue un jarro de agua fría para el chico, que vio que su proyecto de estar tres o cuatro años allí se quedaba en agua de borrajas.

Se terminó de amolar cuando comprobó que nadie quería darle empleo. Se había corrido la voz del motivo por el cual el hostelero y juez lo había dejado cesante y nadie quería ponerse a mal con las autoridades.

Visto el paño la propuesta de John Mackie ya no le pareció tan desagradable. Si no le dejaban más opción que agranujarse, lo haría.

En 1911 Miles Wood declaró sobre Billy the Kid: Trabajó durante unos días para mí, pero se unió a una cuadrilla de ladrones. Este lugar era entonces el cuartel general de la pandilla.

No se puede ser más hipócrita. El cuartel general era el hotel del cual era dueño. Si lo consentía, siendo juez, era porque sacaba sus buenos dividendos, ya que los cuatreros le pagaban un porcentaje de sus ganancias. ¿Qué otra explicación hay si tenía los militares al lado con los que los habría metido en cintura de haber querido? Pero en vez de cortar el latrocinio les daba cama, comida y ejercía de adrollero.

Es ahora cuando se puede fechar la entrada de lleno en la delincuencia del que sería conocido como Billy the Kid. Sus robos anteriores se pueden considerar hechos aislados, pero es en este momento cuando adquieren continuidad. Sin embargo, en vez de asaltar los ranchos vecinos la banda se dedicaba a los caballos y acémilas de los soldados acuartelados en diversas zonas de Arizona. Finalmente el Ejército, harto de perseguirlos sin éxito, solicitó al juez Miles Wood orden de detención. Mas el juez detestaba renunciar al soborno, así que únicamente la extendió al cuatrero más débil, el recién llegado Kid Antrim.

Sabiendo que el muchacho estaba en Globe envió la orden allí, donde fue detenido y trasladado a Cedar Springs, pero el rapaz no estaba por la labor de dejarse encerrar por un capricho y se les escapó sin que sepamos aún cómo, pues a los guardias, vergonzosos ellos, les dio apuro confesar qué mañas empleó.

Un mes más tarde Kid y John Mackie entraban en el cuartel general de la banda en el Wood’s Hotel de Luna para desayunar. El chico ignoraba que su orden de arresto había salido de allí o lo habría comentado a John.

Para estas fechas la insistencia de los militares se había vuelto peligrosa y Miles Wood se había convencido que o traicionaba a los cuatreros o él mismo terminaría en chirona, y puesto que salía más rentable el pillaje dentro de la legalidad que fuera de ella, por aquello de hecha la Ley hecha la trampa, y un hombre honrado debía mirar por sí mismo antes que por facinerosos, vendió a su compadres.

No conocía la habilidad de John Mackie con las armas, pero Kid era un pistolero, así que decidió cogerles por sorpresa y no arriesgarse. Tomó una gran bandeja simulando querer servir la mesa, pero con una pistola oculta debajo de ella.

Estaban distraídos hablando cuando lo tuvieron enfrente y levantó la bandeja, se callaron en seco al ver el arma.

-Las manos en alto.

Obedecieron.

-¿Qué significa esto? –quiso saber John -. ¿Es que quieres más dinero?

-Significa que rompemos el trato. Los militares me están hostigando y comprenderás que prefiero que vayáis vosotros a la cárcel antes que ir yo. Y no os molestéis en delatarme, nadie os creerá; no hay nada escrito, será vuestra palabra contra la mía, contra la del juez que os ha detenido.

Desarmados y esposados fueron llevados a Fort Grant donde les quitaron los grilletes y los encarcelaron.

Mientras John se resignaba a su suerte la mente de Kid maquinaba diversos planes de huida. Una hora más tarde llamaba al carcelero.

-¿Puedo ir al retrete?

El calabozo estaba en un fuerte militar y carecía de escusado, puesto que eran comunes y estaban en un extremo del patio.

El soldado abrió la puerta con desgana y lo acompañó. Una vez fuera, en un momento dado el chaval tropezó cayendo al suelo y mientras el militar esperaba que se levantara Kid se dio la vuelta y le lanzó un puñado de tierra a los ojos. Antes de que el carcelero se diera cuenta el muchacho le había cogido la pistola y echado a correr. Todavía ciego el guardia gritaba pidiendo ayuda y pronto Kid se vio rodeado de varios soldados encañonándole. Dejó caer el revólver al suelo con expresión de fastidio.

El carcelero lo cogió violentamente por la pechera, pero se contuvo; después de todo, aunque lo  había cegado y desarmado ni lo golpeó ni mucho menos le disparó. Lo soltó de un empujón.

De regreso al calabozo se detuvieron en la herrería y Frank Cahill tuvo el placer de ponerle grilletes en las muñecas y en los pies.

-¡A ver si te escapas ahora, niñato de mierda!

Kid no respondió.

Cahill le dio una bofetada.

Billy apretó los dientes. Las sienes le palpitaban.

John supo de su fracaso cuando lo vio aparecer cargado de hierros. No le hizo ningún comentario al verle la expresión de los ojos.

Sentado en el catre el chico procuró olvidarse de Cahill mientras estudiaba los grilletes. Eran de tamaño único. Sus muñecas eran grandes, las manos pequeñas en comparación. Doblando el pulgar hacia el meñique aún las empequeñecía más.

Miró al guardia.

No lo vigilaba.

Repitió la maniobra. El diámetro de la mano era menor que el de la muñeca. Deslizó fácilmente las esposas. Tenía las manos libres. Se las volvió a poner antes que el soldado se diera cuenta.

El problema estaba en los pies. No los podía liberar sin herramientas.

Se tumbó en la piltra, al poco se había dormido.

Cuando despertó era de noche. Se dio cuenta que estaban solos.

-¿Dónde está el guardia?

-Celebran un baile en el fuerte –respondió John -. Están todos en él.

Kid caminó hasta la puerta de la celda. Estudió la cerradura.

-Poco miedo tienen de que nos fuguemos.

-El único que se atrevería eres tú y no estás en condiciones.

-No, sin ayuda –oyeron decir a alguien que entraba.

Un explorador apache.

-¿Y por qué habrías de ayudar? –quiso saber Billy.

-Te conozco. Soy de San Carlos y allí todos te conocen. Nos ayudaste. Ahora quiero hacerlo yo.

John también aprovechó, aunque se separaron y nunca más se unieron. El chico lo prefirió así, desde que los detuvieron John no había resultado de ninguna ayuda. El explorador por su parte acompañó a Kid a la herrería y lo liberó de los grilletes de los pies.

Cuando terminó el baile Billy hacía horas que había abandonado el fuerte. El guardia encontró las celdas vacías y las puertas cerradas.

Estaban atónitos, era indudable que un soldado les había ayudado a huir, pero ¿quién?

Nunca se pudo probar nada.

CAPÍTULO 9

Gestas y Dimas

Kid Antrim se iba adentrando cada vez más en Territorio Indio. Desde que había comenzado a robar caballos había descubierto que era la mejor manera de que desistieran sus perseguidores. Llevaba muchas horas de ventaja, el baile sin duda habría terminado tarde y aún así no habrían comenzado a perseguirle hasta que no se hizo de día. En cuanto comprobaran la dirección que había tomado estaba convencido de que abandonarían, puesto que aquellas colinas estaban infestadas de apaches mescaleros. Tampoco es que estuviera tranquilo, pero por alguna extraña razón tenía esperanzas de salir con bien, acaso porque en aquellos momentos parecía más un bravo que un blanco o porque hasta la fecha no había tenido ningún encuentro serio con los indios.

Desmontó para que descansara el corcel, pero continuó caminando llevándolo del ramal. Los ojos semicerrados para protegerlos del sol a pesar de llevar bien calado el sombrero mexicano con el que resguardaba la cabeza. Hacía meses que se había acostumbrado a él, le parecía más práctico que el de los gringos, porque al ser de ala más ancha le preservaba mejor la cara de los rayos solares, el viento y el polvo, aparte que eran más duraderos.

Se detuvo, delante se aproximaba alguien en diagonal, no se distinguía bien. Cerró los ojos y contó lentamente hasta cien, los abrió. Ahora pudo ver que iba montado en un macho. Vestía un hábito marrón. No había visto nunca ninguno, pero había oído hablar de ellos, los mexicanos los llamaban franciscanos. Montó en el pinto y se aproximó.

-Buenos días –saludó en español.

-Buenos días nos dé Dios.

Aquel hombre iba desarmado. Debía de rondar los 60 años, calvo con el cabello blanco que empalmaba con una barba igualmente cana. Nariz aguileña, rota desde su lejana juventud. Las cejas eran oscuras, arqueadas bajo una arrugada frente y una tez cetrina, seca y requemada. Las manos se veían fuertes, venosas, de dedos gruesos, cortos y palmas anchas.

-¿Adónde se dirige?

-A un poblado mescalero tras aquellos altozanos.

-Es usted valiente viniendo aquí sin armas.

El franciscano se rió.

-Mi arma es la Palabra de Dios.

-Si usted lo dice –no estaba nada convencido.

-Tú en cambio pareces capaz de defendernos a los dos, ¿por qué no me acompañas?

-¿Al poblado indio?

-Eso es.

Su primer impulso fue negarse, pero la curiosidad de sus quince años le ganó.

-Hecho. Me llamo Henry.

-Pedro Lamota. Mis amigos me llaman Perico.

Era un hombre al que le gustaba hablar y pronto supo Billy que era de la lejana España, que llevaba toda una vida en México y que un sobrino suyo, de oficio titiritero, había emigrado a California cuando la fiebre del oro, uno de los pocos que no sólo supo hacer fortuna sino también aprovecharla. Metido en política incrementó su riqueza, se convirtió en alcalde de San Diego y puso en La Jolla, un barrio periférico, nombres a tres calles relacionadas con el lugar donde nació: Alta, Candela y Avenida Andorra.

-Es que nuestro pueblo… -comentó fray Perico en una mezcla de nostalgia y orgullo pasando automáticamente a hablar de sí y de sus aventuras cuando llegó a esta tierra, que ya consideraba suya, aunque su pueblo era mucho pueblo.

Si los franciscanos tenían voto de silencio el fraile lo había dinamitado, pensó Kid.

-¿Y a qué va al poblado? –interrumpió la perorata, harto de batallitas-. Creía que los apaches rechazaban la evangelización.

-No sólo de religión vive el hombre sino de toda cosa creada por Dios. En nuestro caso, medicinas.

-¿Hay alguien enfermo?

-El que enviaron a buscarme dijo epidemia.

El muchacho frenó el caballo instintivamente. Luego, viendo a Perico Lamota alejarse y sintiéndose abochornado por la reacción que consideró cobarde, se puso otra vez a su altura.

-¿Y cómo -sentía la boca seca -, cómo le han avisado a usted y no a un médico?

-Lo ignoro. Quizá es que confían más en un viejo franciscano español que en un médico gringo, ¿y tú?

-¿Yo?

-¿Ibas a Sonora?

-¿Por qué quiere saberlo?

-Soy muy fisgón. Apenas salgo del monasterio a no ser para recoger hierbas medicinales y una vez que salgo me siento… curioso no, cotilla sí, en fin que quiero enterarme de todo y después cascarlo por ahí…

-Nadie le diría –sonrió Kid.

-Se nota, ¿verdad? ¡Ah, pues si me hubieras conocido cuando iba detrás de las mozas…! Antes de hacerme fraile, claro.

-¿Y después, nada? –preguntó con confianza.

-Nada. Paso más hambre que el perro de un señorito.

Billy no pudo evitar reírse por el tono entre arisco y compungido.

-Hazme caso Enrique, si te gustan las mujeres no te metas a cura.

-No lo haré, descuide. Pero, ¿por qué se metió usted?

-Mucho quieres saber tú.

-Usted ha empezado.

-Pero el chismoso soy yo, es normal, no lo seas tú. Como buen feligrés has de hacer lo que te dicen los curas, fraile en este caso, no lo que hacemos.

-Entonces, ¿por qué lo hace?

-Para darte ejemplo de lo que no tienes que hacer.

-Creí que lo de dar ejemplo era otra cosa.

-No me lo pongas difícil. Además, para ejemplo, el tuyo. Pensaba que haría el viaje solo y me encuentro a un mocico que me acompaña sin miedo a la epidemia.

-Eso lo dirá usted –rezongó a media voz.

-¿Decías?

-Que exagera usted.

No volvieron a hablar hasta que llegaron a la aldea india.

Billy siguió al franciscano observando a los apaches que los contemplaban en silencio.

Fray Perico se detuvo en una tienda, entró en ella seguido de Kid, que vio como examinaba al enfermo. Luego lo vio incorporarse suspirando.

-¿Qué es?

-Viruela. Para mí no hay peligro, la pasé de jovenzano y no me volverá a atacar. Si no la has tenido entenderé que te vayas.

También lo entendería yo, pensó Kid deslizando la vista alrededor, no era el único enfermo quien estaba en el tipi, lo que no entiendo es por qué me quedo.

-¿Has tenido la viruela? –insistió fray Perico.

-No lo sé. Si la he pasado debía ser muy niño, porque no me acuerdo.

-Y aún así te quedas –reconoció el monje, lo veía claro en las facciones del muchacho -. Tienes un corazón bondadoso, Enrique.

-No lance las campanas al vuelo –avergonzado por las palabras del franciscano -. ¿En qué puedo ayudarle?

-Iremos primero los demás tipis, quiero saber antes que nada la magnitud de la plaga.

La viruela de abril de 1877 desbastó la población de los apaches mescaleros matando a varios jefes. No sólo estaba afectado aquel poblado sino los de los alrededores, que se infectaron cuando indios enfermos huyeron del mismo transmitiéndola.

Cuando aparecieron los primeros brotes el chamán reconoció la enfermedad como una de las que traían los rostros pálidos y frente a la que estaban indefensos, porque ante ella ninguno de los remedios tradicionales era efectivo y cuando se extendió reconoció que necesitaría ayuda. Fue por eso que envió a buscar a fray Perico dado que se conocían desde muy jóvenes. En aquel tiempo el fraile estaba recién llegado de España, aunque aquellas tierras ya no eran españolas sino mexicanas.

Los apaches habían salido perdiendo con el cambio. Tras siglos de guerras contra los españoles se había llegado a un sistema de soborno por el cual el virrey aprovisionaba a las distintas tribus apaches para detener los ataques. Sin embargo, con la independencia de México los sobornos cesaron, las guerras se reanudaron y empeoraron cuando los estadounidenses se anexionaron todo aquel territorio.

El viejo hombre – medicina solo confiaba en un blanco, fray Perico, otra reliquia como él de los antiguos tiempos.

No había cura para aquel morbo informó el fraile a Kid, había que sufrirlo y el único tratamiento existente consistía en aliviar a los afectados. Solía cebarse más en los niños, pero cuando enfermaban los adultos era más mortal.

Para prevenir nuevos contagios el monje dividió la aldea en dos zonas, una de enfermos y otra de sanos, éstos no podían entrar en la primera y los cuidadores no podían ir a la segunda.

Tras esta administración fray Perico dejó a Billy en el poblado y él se fue a recorrer las otras aldeas para imponer el mismo sistema instruyendo, a quienes dejaba como responsables, de qué manera debían actuar. Tardó dos días en regresar encontrándose a Kid con ojeras de agotamiento y el respeto de los indios hacia el muchacho.

-El último en acostarse y el primero en levantarse –informó el viejo chamán a Perico Lamota.

Una actividad que no disminuyó con el regreso del fraile. Cuando no hacía las funciones de criado para el monje estaba luchando contra la fiebre de los infectados, escuchando sus delirios, siempre con precaución de no romper las vesículas que aparecían por la cara, antebrazos, manos…

Pensó que debía haber pasado la viruela en algún momento de su vida; era imposible no contagiarse.

A la noche estaba exhausto más por la tensión psíquica que por esfuerzo físico. Caía como un leño en la manta durmiendo un sueño intranquilo para despertar bastante antes del alba sin apenas haber descansado.

Se relajó tras el regreso de fray Perico al descubrir que éste dormía menos que él. Su pundonor le había hecho que actuara con excesiva responsabilidad mientras el monje estuvo ausente. Se alegró poder relegar en quien sabía más que él, y no tardó en admirarle. El fraile desarrollaba una actividad inagotable soltando alguna frase que arrancaba sonrisas a los enfermos. Kid, que había comenzado a entender algo el idioma apache se decía que el buen humor de Perico Lamota era más eficaz que los remedios que aplicaba. Humor que se convertía en ironía mordaz si alguno le iba con tonterías, porque si una cosa caracterizaba al fraile es que no tenía ninguna paciencia ante las estupideces. Por lo demás se reía de todo y de todos, empezando por él mismo, siendo más burlón que bromista. Al ser alegre por naturaleza Kid congenió prontamente con fray Perico, riéndose de las historias que le narraba, tan exageradas que hacían gracia. Sin embargo, el carácter del monje cambiaba al concentrarse en el cuidado de los enfermos, aunque lo que más llamaba la atención a Kid era que nunca hablaba de religión; quizá rezase pero si lo hacía era internamente. Al contrario, en una ocasión le oyó hablar a un anciano de Manitú con reverencia.

-¿Qué importa el dios? –le respondió fray Perico cuando se lo comentó -. Sólo hay uno, llámalo como quieras. Tú no dejas de ser el mismo te llames Enrique o Kid. Lo importante, hijo, es no hacer mal a nadie, que El de Arriba ya lo tendrá en cuenta.

No todo consistía en cuidarlos, también había que darles de comer. Sólo unas pocas mujeres se encontraban en condiciones de recolectar plantas mientras que los varones estaban demasiado débiles para cazar, por lo que Billy se encargó de ello. Tuvo algún problemilla, porque los apaches tenían algún que otro tabú que les impedía comer ciertos animales, lo malo es que cada tribu tenía distintos tabúes y Kid se armó un lío hasta que fue conociendo cada particularidad. Al final fue a lo práctico: venados y ciervos parecían que los aceptaban todos y terminaron siendo lo único que cazó.

Cuando comprobó que Billy no se infectaba fray Perico le permitió acudir a los campamentos vecinos a controlar la evolución de la plaga.

Kid había tenido sus dudas con el tratamiento, pero sí parecía que al mantener la separación la viruela se extendía más lentamente, aunque la mortalidad era tremenda, en los días que llevaban allí, habiendo pasado el acmé, se habían producido 34 muertes en el primer poblado, ¿cuántos en el resto?

Había una cosa en todo aquello que asombraba al muchacho: la entereza con que todos, niños y grandes afrontaban la muerte y el sufrimiento. No se le iba de la cabeza un caso en particular, una niña que se moría y que le cogió de la mano como si tuviera miedo de fallecer sola. Billy no supo qué hacer y se quedó allí, sentado sobre sus talones junto a ella sin soltarse en aquella eternidad que duró hasta que dejó de respirar.

Kid sentía que algo se había roto dentro de él desde aquel día y aunque no lo aparentara cuando estaba acompañado, a solas se perdía en sus pensamientos.

El poblado, una veintena de tipis con algún centenar de habitantes reducidos ahora a menos de un tercio, estaba a sus pies. Cualquiera hubiera dicho que lo vigilaba desde la peña en la que se había sentado, pero en realidad miraba al infinito en una amarga meditación.

Ni siquiera oyó a fray Perico acercándose.

-Llevas unos días muy pensativo.

Kid parpadeó como saliendo de un sueño.

El religioso se sentó a su lado.

-¿Qué te preocupa?

Kid hizo un ademán con los hombros dudando.

-Desde que me fui…

¿De casa?

Muerta su tía no tuvo ninguna.

-Hace tiempo que no me sale nada a derechas –rectificó -. No digo que me lamente de mala suerte sino que nada me sale como planeo.

Calló sin saber cómo explicarse.

-Lo que quiero decir es que, por muy mal que me vea, aquí me he dado cuenta que siempre hay quien está peor.

Su nuez de adán se movió cuando tragó saliva. En aquellos días estaba teniendo el estirón de la pubertad y estaba más delgado de lo habitual.

-Pero no me anima. No me sirve de consuelo saber que otros están peor… siento…

-Sientes pena por ellos.

-Sí –sonó como un suspiro.

-Eres un buen muchacho, Enrique.

-No diga eso. Si supiera…

De pronto tuvo necesidad de sincerarse con aquel hombre y comenzó a hablar.

Fray Perico escuchó sin interrumpir sus andanzas por Silver City, su padre, sus robos de ganado, sus encarcelamientos, sus fugas…

Si esperaba hallar algún alivio con la confesión se equivocó.

-Tienes muy baja opinión de ti mismo –comentó el monje.

-¿Puedo tenerla? Soy…

-Dices que eres un ladrón, pero Jesucristo, nuestro Señor, fue crucificado entre dos y uno de ellos está con Él en el Paraíso.

Por primera vez desde el inicio de la conversación se atrevió Billy a mirarle a los ojos.

-Yo –continuó Perico Lamota – no soy un hombre sabio. Sólo soy un viejo fraile que intento hacer lo mejor posible dentro de las cortas entendederas que Dios me ha dado, pero he conocido a varios forajidos y todos, salvo uno, se han guiado por el egoísmo del propio beneficio, de las ganancias que pudieran sacar.

-¿Y eso uno? –interrogó Kid al cabo de unos segundos viendo que no continuaba.

Fray Perico sonrió dulcemente, sus ojos brillaban.

-Ese uno intenta hacer lo que cree que es correcto. Enrique, tienes más de San Dimas que de Gestas. Sigues la Ley de Dios.

Billy frunció el ceño. ¿El uno era él? No se atrevió a preguntar.

-¿No prohíbe esa Ley robar? –tanteó en cambio.

-También dice todo lo que queráis que hagan con vosotros los hombres hacedlo también vosotros a ellos, porque en eso consiste la Ley y los Profetas. Contempla este poblado. No huiste. No lo abandonaste. Consolaste a los enfermos. Con tus propias manos diste de comer al hambriento y de beber al sediento sin pedir nada a cambio.

Fray Perico le revolvió el pelo, pero no fue como con Cahill, no hubo agresividad, era juguetón, cariñoso, el de un padre a un hijo travieso.

-Escrito está el que esté limpio de pecado que lance la primera piedra, y también que lo que hagamos al más pequeño de los desamparados a Él se lo hacemos. Todo el bien que le has hecho a estos humildes apaches también se lo has  hecho a nuestro Señor, y Él no vino a juzgar sino a buscar las ovejas descarriadas y encontrándolas, alegrarse grandemente.

CAPÍTULO 10

Primera víctima

Kid Antrim detuvo un momento el caballo pinto contemplando el fuerte de lejos. Había regresado a Fort Grant sólo medio convencido de que debía hacerlo, obligándose porque una parte de él no quería. Nunca se había planteado la posibilidad de entregarse, pero la epidemia de viruela lo había cambiado todo; aquella niña india al cogerle la mano…

Una cosa era cierta: no quería la vida que había emprendido, sólo quería ser vaquero y vivir honestamente. Los motivos que le impulsaron a unirse a los ladrones de ganado ahora le parecían estúpidos, porque una cosa era robar algún caballo suelto de tarde en tarde para subsistir y otra muy distinta convertirlo en una profesión.

Llevar una vida honrada.

Eso implicaba regresar y entregarse.

No quería.

Robo, fuga… ¿cuánto podía caerle?

No, no quería.

Hacer lo correcto.

Todo el viaje había sido una lucha entre irse y regresar.

Allí estaba.

Seguía luchando.

Hizo avanzar lentamente el pinto, a paso lento, en dirección al fuerte.

No creía que pasara de la puerta y se sorprendió al ver que entraba sin problemas. ¿Tanto había cambiado en cuatro meses que no lo reconocían? Era cierto que había crecido bruscamente unas pulgadas y que su voz estaba más rota, pero nadie era tan irreconocible.

Tampoco se descubrió.

Estaba allí sin querer estar. Necesitaba tiempo para pensarlo. La cantina era el mejor sitio para ello, siempre había una mesa, un rincón en donde se sentaban los que querían permanecer solos con la botella.

Entró en el saloon sin ver a nadie, buscando la proverbial mesa en la que había depositado sus esperanzas. Se sentaría en ella, meditaría, reflexionaría muy bien si debía hacer o no la locura de entregarse y después…

-Mira quién tenemos aquí.

Reconoció la voz de ogro a su espalda.

Frank Cahill.

Tenía que reconocerle precisamente él.

Intentó ignorarlo como otras veces, pero no se encontraba con ánimo y el siguiente comentario acabó con su paciencia.

Se giró lentamente y alzó la cabeza para mirar a Cahill a los ojos. A pesar de lo que había crecido la diferencia de altura era de 30 centímetros.

-Te crees muy chulo viniendo aquí después de haberte escapado.

-Y tú te crees muy hombre cuando te metes con gente más débil que tú.

-Niñato de mierda.

-Que te den.

-¿Hablas de ti, adamado? ¿Cuántas veces has puesto el culo a John Mackie?

Son of a bitch!

La rapidez del puñetazo lo sorprendió y lo envió unos metros atrás cayendo estrepitosamente al suelo. Se había esperado una respuesta por parte de Cahill, porque el insulto se consideraba especialmente grave, pero no una reacción tan repentina y violenta.

Aturdido en el suelo su mente se preguntaba si había sido un puñetazo o una estampida que le había arrollado cuando sintió una opresión en el abdomen que le paralizaba el movimiento torácico y le impedía respirar; Cahill se había sentado encima. El jayán comenzó a abofetearlo violentamente, su cabeza oscilaba de un lado a otro como la de un muñeco roto a cada bofetón. Eso y la asfixia le hizo temer por su vida. Sus 43 kilos poco podían hacer contra los 90 del matón.

Ahogándose sacó el revólver de la funda y apoyó el cañón en el vientre del herrero. ¡Sal de encima mío!, quiso decir, pero los continuos guantazos y la disnea se lo impidió, sólo emitió un gorgojeo incomprensible. Y por su parte, Cahill estaba tan enfurecido que ni siquiera se percató de que tenía el cañón de una pistola apoyado en su barriga.

Kid disparó. El balazo a bocajarro cruzó los intestinos de izquierda a derecha y atravesó el hígado. Frank Cahill cayó hacia atrás como un tronco liberando de su peso al muchacho, que respiró en una bocanada.

Todo había ocurrido muy rápido. Los parroquianos que se habían levantado de las mesas para separarlos no tuvieron tiempo de nada viendo consternados el desenlace. También Billy miraba el cuerpo caído, los ojos dilatados, horrorizado por lo que acababa de hacer.

Su desconcierto duró poco. Reaccionó enseguida, salió corriendo de la cantina, brincó al primer caballo que vio y abandonó Fort Grant al galope. Sólo se detuvo cuando se dio cuenta que no lo perseguían. Entonces paró el potro y descendió sintiendo que le fallaban las piernas.

Sentado en el suelo ocultó la cara entre sus manos. Tenía quince años y acababa de matar a su primer hombre. Pero al recordar cómo había ocurrido lo aceptó. Había sido en defensa propia, si no lo hubiera hecho ahora sería él el muerto.

No se alegraba, no era para alegrarse, pero tampoco se arrepentía. Había sido el uno o el otro; puestos a elegir, mejor el otro.

Cuando se levantó y volvió a montar no habría sabido decir cuánto tiempo había estado sentado. Se dirigió a un rancho cercano y compró, con el poco dinero que le quedaba un rocín. Regresó a Fort Grant y liberó en sus inmediaciones el caballo que había robado en la huida para que regresara con su dueño.

Hacer lo correcto.

La muerte de Frank Cahill había resuelto el dilema. No iba a entregarse. Había sido en defensa propia y no iba a correr el riesgo de que le condenaran por ella.

Cambiaría nuevamente de nombre, Henry Antrim era ya demasiado conocido. Durante un rato estuvo pensando en su nuevo alias sin llegar a decidirse hasta que recordó uno de los que barajó Belle Reed: Bonny. No estaba mal, pero alguno de sus significados no le terminaba de gustar. Su fisonomía y su voz suave habían sido una de las causas por las que Cahill se había metido con él, sólo faltaría que ahora se pusiera por sobrenombre lindo. Lo rechazó. Pero el adjetivo volvía machaconamente una y otra vez a su cabeza. Lo cierto es que le gustaba, era sencillo y fácil de recordar. Al final lo aceptó, pero con una pequeña variación, Bonney. Aquella e rompía el significado de la palabreja. Bonney, sí quedaba bien como apellido, para el nombre propio no se lo pensó, utilizaría el real, William Henry.

Echó un último vistazo a Fort Grant. Volvió grupas y tomó la ruta de Nuevo México.

Al día siguiente Frank Cahill moría. El juez Miles Wood no hizo caso de los alegatos de defensa propia de los testigos; demasiado sabía él que Kid era un pistolero. Además (aunque esto no lo dijo, naturalmente) necesitaba cubrirse las espaldas y romper toda posibilidad que pudiera relacionarle con los ladrones de ganado y qué mejor forma que demostrar que era un ferviente defensor de la Ley.

Arrancó para ello al agonizante Cahill un embeleco por testamento, que escribió el propio Wood, y que le hizo firmar.

…lo llamé chulo y él me llamó hijo de puta. Creo que entonces lo golpeé y él sacó el arma. Intenté quitársela, pero no pude y me disparó en el vientre…

Con el documento en la mano extendió orden de busca y captura por asesinato para Henry Antrim.

Telegrama:

Grant A. T.

23 de agosto de 1877

Osborn, WJ

U. S. Diputy Marshall

Tucson

Cahill no fue asesinado en la Reserva Militar.

Su asesino Antrim, alias Kid, pudo escapar y creo que todavía está prófugo.

C. E. Compton

Mayor, Com’d’g.

CAPÍTULO 11

Guerra de la sal

Aunque regresó al punto de partida, Nuevo México, no volvió a Silver City sino que enfiló hacia el este, al condado de Doña Ana. No llevaba ninguna ruta concreta simplemente quería evitar su antigua ciudad, puesto que allí lo conocían todos y tenía pendiente el robo del cual fue cómplice.

Llegó así a las cercanías del rancho Shedd, próximo a La Mesilla, del que provenían disparos que fueron haciéndose más manifiestos a medida que se aproximaba. Pronto paró cuenta que llevaban un ritmo, lo que era señal de que no se trataba de ningún ataque. A suficiente distancia comprobó que no se había engañado. Se trataba de un hombre joven, pocos años más viejo que él, practicando con un revólver; al lado estaban tres más que se limitaban a observar.

Billy movió la cabeza apreciativamente. El fulano tenía una puntería excelente. No pudo menos que detener el caballo al lado y contemplar la exhibición.

El desconocido se detuvo por enésima vez para cargar la pistola. Giró la cabeza al oír un silbido de admiración.

-¡Menuda puntería, amigo!

-Gracias –vio que el recién llegado tenía un arma al cinto. Lo observó más detenidamente, su rostro le resultaba familiar. También Billy lo estudiaba ahora que le veía la cara pensando lo mismo, pero ninguno de los dos recordaba dónde se habían visto antes -. ¿Le gustaría participar?

-Claro –sonrió.

Demostró que ambos estaban a la altura. Tenía una puntería igual de endiablada, aunque el extraño era mejor con la pistola, no así con el rifle en donde Billy era netamente superior.

Cuando terminaron ambos se contemplaron con respeto.

-Me llamo Jesse Evans –se presentó el desconocido extendiendo la mano -. Mis amigos me llaman Jessie.

Se detuvo un segundo al oír el nombre antes de estrechársela.

-Veo que me conoce.

-Pero no de ahora. Hace años, en Silver City.

Las pupilas de Jessie brillaron de comprensión.

-¡Ya decía que te conocía! -tuteó -. Eres…

-William Bonney, mis amigos me llaman Billy o Kid.

Jessie sonrió ante el falso nombre.

-Seamos amigos, pues.

Ninguno de los dos muchachos sabía, al darse la mano, que nacía una de las contradicciones más llamativas del western: una amistad inquebrantable y la paradoja de convertirse en adversarios irreconciliables.

La leyenda convirtió a Billy the Kid en el forajido más infame de Nuevo México, pero lo cierto es que Jesse Evans era mucho más peligroso y su banda la más temida. Poseía una cabeza redondeada; ojos separados, despiertos bajo unas cejas arqueadas; mentón redondo, nariz recta, mandíbula fuerte, barbiponiente y cabello corto con flequillo que le daba aspecto infantil.

De una edad cercana a la de Kid, Jesse Evans poseía, como él, sangre cheroki y un carácter similar, aunque más pragmático y desencantado de la vida. Provenía de una familia de delincuentes, actividad que, al verla desde su nacimiento, consideraba normal, con lo que los robos, tiroteos, violencia e incluso muertes era algo común a sus ojos, y de la misma manera que un hornero había aprendido el oficio de su padre, él aprendió el suyo de sus progenitores.

A los 14 años fue arrestado en Kansas junto con sus padres por manejar dinero falsificado aunque los liberaron poco después. Un año más tarde estaban en Nuevo México recalando en Silver City, en donde conoció a Henry Antrim, como lo conocían algunos en la ciudad.

Nuevamente perseguidos Jessie decidió cambiar de vida lejos de los conflictos con la Ley. Abandonó a sus padres y buscó trabajo como vaquero en diversos ranchos del Territorio, pero en ninguno estaba a gusto. Desde que nació que no había conocido otra vida que la delincuente y no conseguía adaptarse. El último rancho en el que trabajó fue el de John Chisum con quien tuvo enseguida desavenencias. El ganadero veía en el joven actitudes de poco fiar mientras que Jessie consideraba a su patrón falso y traicionero.

Habiendo fracasado el intento de llevar una vida honrada anduvo de bardanza por el condado de Doña Ana y pasó unos días en Las Cruces antes de dirigirse a La Mesilla. Se rumoreaba que por allí rondaba la banda de John Kinney, el cual había oído hablar de la familia Evans. Jessie supo estar a la altura de las expectativas por lo que fue admitido. Aquello era otra cosa, estaba en su salsa, lo que conocía, se sentía a gusto y sabía manejarse. No tardó en escalar puestos participando en atracos y tiroteos, destacando en el enfrentamiento que tuvieron con los soldados de Fort Seldon en las navidades de 1875.

John Kinney resultó seriamente herido en el combate y Jessie se hizo cargo de la cuadrilla. Lo hizo demasiado bien para contrariedad de Kinney; ahora tenía un rival. Cuando el cabecilla estuvo recuperado se habían creado dos facciones. Jessie comprendió que la mejor solución era abandonar la banda. Podía enfrentarse a Kinney, pero aunque tuviera éxito siempre quedarían sus partidarios acechándole. Era preferible irse.

En el primer trimestre de 1876 Jesse Evans formó su propia pandilla de bandoleros, The Boys (Los Muchachos), llamada así porque todos eran excesivamente jóvenes, con los hombres de Kinney que le habían seguido.

En el año escaso que llevaban de actividad habían anulado a la de John por el número de atracos, robo de ganado y asesinatos, y habían llamado la atención a uno de los caciques de Nuevo México, que los contrató para hostigar a sus enemigos.

Desde que Billy entró en Nuevo México que había oído hablar de ellos, cuya actividad se extendía desde Socorro a Chihuahua y desde el río Gila al Pecos. Nunca esperó que Jessie le invitara a unirse.

-No sé –respondió dudando -. No me conoces, no sabes cómo soy ahora.

-Sé que algo has hecho, porque te has cambiado el nombre y porque he oído que persiguen a un tal Antrim, alias Kid, por asesinato.

Se contemplaron a los ojos. Los de Billy eran fríos; los de Jessie, expectantes.

-No te lo digo como chantaje.

-Pues no lo parece.

-Billy, necesito a alguien con tu puntería.

-Para robar ganado no hace falta ser un as con el seis tiros.

-Para sacar a Mel de la cárcel.

Kid frunció el ceño preguntándose de qué Mel le hablaba.

-¿Melquíades Segura? –inquirió finalmente.

Evans asintió con la cabeza.

Era un antiguo amigo de la infancia, un chico mexicano que había conocido a poco de instalarse en Silver City y compañero de correrías cuando se relacionaba con Jessie.

-Lo tienen preso en la cárcel de San Elizario, en Texas, me llegó una nota suya hace un par de días. Aún no he hecho nada porque no quiero ir con la banda, llamaríamos demasiado la atención, y hacerlo solo es complicado, pero contigo seríamos dos. Lo haríamos perfectamente.

¿Estaba loco o simplemente era caradura?

¡Ni hablar! No iba a asaltar una cárcel para liberar a Mel, ya tenía bastantes líos como para…

Todo lo que queráis que hagan con vosotros los hombres hacedlo también vosotros a ellos.

Y el explorador apache le había ayudado a huir del calabozo de Fort Grant.

-Pinche fraile –murmuró en español.

Hacer lo correcto.

¿Qué era lo correcto, cumplir las leyes por insensatas que fueran o ayudar a un amigo?

-¿Estás dormido?

-¿Eh?

-Que si estás dormido. Te has quedado como en Babia.

-No, sólo recordaba. De acuerdo, te ayudaré a liberar a Mel, ¿de qué le acusan?

-De matar a un hombre.

San Elizario era un pueblecito situado en la frontera entre los Estados Unidos y México, que limitaba al noroeste con el condado de Doña Ana. Perteneciente al condado de El Paso, que se llamaba así por el paso que el río Bravo creaba a través de las montañas en ambos márgenes, era en su totalidad desértico, tan sólo un 0,4 % de su superficie poseía agua. En cambio era rico en minas de sal, lo que hizo que empezase a crecer al explotarlas.

Casi toda la población era mexicana, pero al acabar la guerra civil inmigraron un buen número de afro americanos. Las autoridades anglosajonas trataron a los recién llegados como en los tiempos de la esclavitud, y para que no se sintieran celosos y vieran que todos eran iguales ante la Ley subyugaron a los mexicanos como si el moreno de la piel fuera negro descolorido.

La gota que derramó el vaso la escanció Charles Howard, juez de distrito, que quiso cobrar por recoger la sal de las minas. Abuso de autoridad, humillaciones, semiesclavitud y ahora paga por la sal cuando estaban rodeados de ella.

Hubo una pequeña rebelión y Howard fue encarcelado por lo lugareños, que sólo lo liberaron cuando prometió reinstaurar el libre acceso a las salinas.

Pero el juez, en cuanto se vio en la calle, lo que hizo fue llamar a las rangers para recuperar el control de San Elizario encerrando a los cabecillas.

Jesse Evans sospechaba que el apresamiento de Mel era por esto y no por ningún asesinato.

Después que Jessie le puso al corriente Billy se convenció de que había tomado la decisión apropiada. Como todo adolescente de cualquier época y lugar tenía muy sensible el tema de las injusticias, de la deplorable situación de los desposeídos, de los males, iniquidades, anomalías y absurdos sociales, y más si afectaba a un amigo.

Hacer lo correcto.

Lo estaba haciendo, se dijo. No podía permitirse tales abusos y menos de quienes se decían valedores de la Ley, ¿qué clase de Ley era aquella?

San Elizario estaba sólo a medio día de viaje del rancho Shedd, así que tras cabalgar toda la noche llegaban al alba a su destino.

Encontraron la localidad soliviantada. Jessie buscó a quien le había entregado el mensaje de Mel, que dijo que el pueblo iba a combatir a los rangers.

La traición del juez, la llegada de los agentes y las detenciones arbitrarias habían terminado provocando un alzamiento. Ninguno de los dos amigos dudó en ponerse de su parte.

El enfrentamiento armado pasó a la historia con el nombre de la Guerra de la Sal de San Elizario. Fue una batalla en la que el número de mexicanos y afro americanos contra los rangers, y la ayuda inesperada de dos buenos tiradores terminó con la victoria de los revolucionarios. Se calcula que hubo doce muertos.

Mel Segura fue liberado durante el combate. Se dice que los rangers abrieron la puerta de la cárcel engañados por Kid, que se hizo pasar por uno pidiendo refugiarse en ella. Su perfecto inglés sin acento mexicano ayudó a la trampa. Pero lo cierto es que no se sabe realmente cómo ocurrió, pues esta historia forma parte de la leyenda posterior, en la cual la Guerra de la Sal desaparece y en cambio se dice que Melquíades es encarcelado al matar a un hombre por disputas de apuestas. La misma leyenda afirma que Kid mató a un terrateniente mexicano durante una partida de cartas. Falso, como mucho de lo que se ha dicho de él. Pero sí es cierto que para muchos mexicanos Billy el Niño fue uno de los pocos defensores que tuvieron frente a la rapacidad gringa. Sin duda la batalla de la Guerra de la Sal contribuyó a esta visión.

Tras la liberación los tres amigos pasaron al Viejo México, al estado de Chihuahua, donde el tío de Segura tenía un rancho. Allí se quedaron unos días mientras se calmaba el ambiente, y no era para menos, porque los lugareños de San Elizario balearon al odioso juez Howard, lo despedazaron y arrojaron sus restos a un pozo.

El Gobierno de Texas se encontró en la misma situación de Fuenteovejuna: había sido todo el pueblo, y ante el dilema de qué hacer se hizo lo mismo: la vista gorda. Mas sólo fue a nivel judicial, porque como represalia trasladaron la capital del condado a El Paso y decidieron que las vías del tren no pasarían nunca por el pueblo de San Elizario limitando así su crecimiento.

CAPÍTULO 12

La banda de Jesse Evans

Cuando partieron del rancho del tío de Mel para regresar la amistad entre Jesse Evans y Billy Bonney se había incrementado hasta el punto de ser casi como hermanos.

No siguieron la ruta de venida sino que, por precaución, se desviaron en un rodeo pasando por San Antonio en donde Kid vio un revólver en una armería del que se encaprichó. Era precioso, muy bien equilibrado, del calibre .44 y de acción simple con el mango anacarado. Le pidieron 50 dólares por él, pero a pesar del precio no lo pensó dos veces. Ahora tenía dos pistolas, pero por su cara de satisfacción se veía bien claro cual de las dos era su preferida.

De lo que no estaba tan satisfecho era de su asociación con Jessie. A los pocos días de haber regresado llegaron tres miembros diciendo que venían de robar en una tienda de Colorado matando a un hombre y golpeando salvajemente al dueño, un anciano de 83 años, que también murió poco después. El robo lo aceptaba, pero lo otro… ¡un anciano! Sintió asco al ver como los demás lo jaleaban.

No dijo nada, no abrió la boca, era un recién llegado y no iba a enemistarse con nadie de buenas a primeras, pero supo que no duraría mucho en aquella cuadrilla.

Una semana más tarde Jessie los reunió para hablarles del próximo golpe. Atacarían el rancho de Río Ruidoso, que pertenecía a un tal Dick Brewer. Aunque éste tenía la sede en Lincoln poseía en dicho rancho caballos pertenecientes a Tunstall y McSween, se los llevarían todos.

La mención de aquellos nombres hizo recelar a Billy. Jessie debía tener especial interés por ellos si no, ¿para qué citarlos?

Tras la exposición del plan se acercó a su amigo preguntando por ellos.

Jessie frunció el ceño instintivamente.

-Es verdad –cayó en cuenta -. No sabes nada del tema.

En el condado de Lincoln había una guerra de intereses económicos informó a Kid.

Los contratos del gobierno estatal para suministrar provisiones a los puestos y campamentos militares dispersos, así como a las reservas indias, representaban un importante flujo de dinero y grandes ganancias para quienes tenían tales contratos.

-¿Y quiénes son? –preguntó Billy viendo que Jessie continuaba sus explicaciones sin aclararle el detalle.

-Lawrence G. Murphy, su socio James Dolan y todos los que hay detrás.

Desde hacía años Murphy era juez de sucesiones y alcalde efectivo además de poseer una empresa mercantil contratada por el Gobierno de Nuevo México.

Al tratar con los apaches mescaleros y los militares, el objetivo de “L. G. Murphy & Co” fue siempre crear y mantener un monopolio, satisfaciendo los requisitos del Gobierno a precios que nadie más podía igualar. Esas necesidades era de carne, harina, frijoles, azúcar, café, tocino y cerdo para los soldados e indios; heno y cereales para sus caballos; carbón para sus barracones, y whisky, cerveza y crédito para su ocio.

Para asegurarse el monopolio Murphy por un lado controlaba las oficinas de derecho civil como juez y alcalde; por otro, elaboró una serie de alianzas con funcionarios territoriales, políticos, jueces, militares, empresarios, ganaderos y el Gobernador del Territorio; una camarilla que se conocía bajo el nombre del Círculo de Santa Fe. Estaban también implicados el sheriff de Lincoln, William Brady, y el de Las Cruces, Mariano Barela, más una serie de figurantes menores.

-De esta forma –decía Jessie -, con el apoyo de los representantes de la Ley y el de las autoridades de Santa Fe, Murphy no ha tenido competidores durante años, nadie se ha atrevido, por lo que ha impuesto los precios que se le antojaban exprimiendo a los rancheros y granjeros pobres.

Para obtener los productos agrícolas, Murphy y sus socios controlaban y explotaban a la población local mexicana hipotecándoles la tierra y comerciando bienes y servicios a cambio de sus cultivos y su trabajo, manipulando los precios a los que compraban y vendían para asegurar que sus clientes se convirtieran cada vez más en sus deudores. Para cumplir con sus contratos gubernamentales compraban ganado sin hacer preguntas a los rancheros de la comarca de Siete Ríos, quienes obtenían los animales robándolos descaradamente al principal ganadero del Valle del Pecos, John Chisum, o se los compraban directamente a las bandadas de ladrones de ganado que pululaban por el condado de Lincoln, como la de Jesse Evans con la que contaban, junto con otras, para intimidar a quien les hiciera frente.

-¿A qué viene esa cara? –se interrumpió el bandolero.

-En que en San Elizario combatimos contra los opresores y aquí colaboramos con ellos.

-San Elizario era un pueblo y un solo hombre. Aquí es el Gobierno de  Nuevo México. Hay una gran diferencia.

-Sí, enorme –reconoció amargamente: a mayor poder mayor avaricia.

Desde hacía tres años “L. G. Murphy & Co” ya no se llamaba así sino “J. J. Dolan and Murphy”. James J. Dolan, un antiguo empleado de Murphy, se había convertido en su socio minoritario desde que el empresario enfermó. A principio de aquel año de 1877 Dolan había asumido la propiedad de una tienda – almacén en la ciudad de Lincoln.

Actualmente Murphy se encontraba gravemente enfermo de cáncer, por lo que paulatinamente se iba retirando dejando las riendas del negocio a Dolan. Este hecho fue interpretado como una debilidad en la estructura mafiosa.

John Chisum, dueño de uno de los ranchos más grandes de Nuevo México y víctima habitual de los ladrones de ganado, era uno de los carroñeros ansiosos de echar mano a los contratos de carne del moribundo Murphy, pero sin los precios que éste imponía. Para conseguir su objetivo buscó un nuevo comerciante recién establecido en la condado de Lincoln: John Tunstall, un inglés que con el dinero de su padre y el apoyo de su socio, el abogado Alexander McSween, no sólo había creado un próspero rancho en Río Feliz, sino que hasta había abierto una tienda – almacén en Lincoln, llamada “Tunstall & McSween”, que competía directamente con la que poseían Dolan y Murphy.

-Aunque en un principio Dolan se lo tomó a broma –explicaba Jessie -, con el apoyo de Chisum se ha hecho con gran parte del mercado arrastrando consigo a los principales ganaderos de la zona.

Murphy y Dolan habían sufrido grandes pérdidas. Habían intentando ponerle coto legalmente, pero el socio de Tunstall había trabajado antaño para Murphy y sabía cosas que no convenía que se divulgaran. De esta forma Dolan se había decidido por la guerra sucia.

-Es donde entramos nosotros. Tenemos que hacerle el mayor daño posible.

Sin que se sepa quien nos paga, pensó Billy. De cara a la galería todo sería acciones de bandoleros y como siempre los políticos quedarían con las manos limpias y los bolsillos llenos.

Siguiendo el plan al día siguiente atacaron el rancho de Río Ruidoso llevándose toda la caballería perteneciente a Brewer, Tunstall, McSween y Windenmann, reuniéndola en el rancho Shedd.

Al estar en Lincoln, Richard Dick Brewer no supo del robo hasta la tarde y entonces, junto con sus vecinos y amigos, Charlie Bowdre y Doc Scurlock, emprendió su persecución.

Había un problema: no sabían dónde se habían llevado la manada. Decidieron separarse y mientras Dick iba en busca de las autoridades Charlie y Doc seguirían el rastro. Se reunirían los tres en Las Cruces, la capital del condado de Doña Ana.

Dick cabalgó tan rápido como pudo hasta Las Cruces donde se reunió con el sheriff Mariano Barela pidiéndole que emitiera orden de detención para la banda de The Boys o que por lo menos le ayudara a perseguirla. No sabía que el sheriff estaba comprado por Murphy y sobornado por Evans (cobraba de los dos), con lo que sólo obtuvo una negativa.

-No tiene usted ninguna prueba de que hayan sido ellos –fue la respuesta que recibió.

Enfurecido por la actitud de Barela se quedó no obstante en Las Cruces siguiendo el plan. Dos días más tarde entraban en la ciudad Doc y Charlie, habían descubierto que la manada estaba en el rancho Shedd.

-Bien, vamos –dijo Dick.

-¿Y los hombres del sheriff?

-No quiere saber nada, dice que no tenemos pruebas.

-Pero ahora las tenemos. Todos los hombres de Jesse Evans están en Shedd.

Barela siguió sin hacer caso. Se dirigieron los tres solos al rancho, pero Dick no quiso arriesgar la vida de sus amigos, con lo que éstos no entraron.

Billy reconoció con desagrado, en aquellos que se quedaban fuera del recinto, a quienes lo entrevistaron en la quesería. Procuró estar fuera del alcance de su vista, sentía vergüenza de que le vieran en la banda. Rezó para que no hubiera un tiroteo.

Entre tanto Dick había llegado a la altura de Jessie y exigía que le devolviera los corceles. Jessie se rió por toda respuesta, pero le gustó el coraje de Brewer. Tenía a toda su horda alrededor, excepto Kid, que no sabía dónde se había metido, y aquel joven había entrado solo y le exigía los caballos. Miró a los ojos de Brewer, que no se reía sosteniéndolos. Tenía el cabello rizado semicubriendo las orejas, el rostro delgado, el mentón cuadrangular. Parecía un hombre de carácter; Jessie sintió respeto.

-Te devolveré los tuyos –ofreció generosamente –, por tu valentía, los demás no.

-Todos o ninguno.

-Pues ninguno.

Aquello significaba la ruina para Dick, no poseía más potros que aquellos, para Tunstall y los demás sería un picotazo, pero él… se sintió tentado por la oferta, pero  finalmente fue su honradez la que triunfó. Deslizó la mirada por todos los bandidos tratando de memorizar sus rostros, aquello no terminaría así.

-Quédatelos –dijo finalmente – ¡Y vete al infierno!

Al regresar a Lincoln informó a Tunstall de todo lo ocurrido. El inglés lo contrató como capataz, era lo menos que podía hacer después de arriesgar su vida y arruinarse en el intento infructuoso de recuperar los caballos.

Tras lo ocurrido la actividad de The Boys se multiplicó. A la semana robaban las caballerías en Santa Bárbara después de un tiroteo sin bajas, llevando los nuevos jacos y los anteriores al oeste para vendérselos a la pandilla de Clanton.

Por la zona robaron nuevos corceles y se dirigieron al este, a Siete Ríos. Más robos de jamelgos y un asalto frustrado a la diligencia. Descansaron en Tularosa donde se emborracharon y armaron escándalo por las calles disparando al aire. De allí a la reserva de los mescaleros donde robaron suministros, caballos y todo lo que se les antojó.

Todo esto en tres semanas, para entonces Billy Bonney llevaba un mes con ellos.

Atravesaban ahora La Mesilla camino de su base, el rancho Shedd.

Kid iba un poco rezagado, seguía sin entonar con sus compañeros, incluso con uno de ellos, William Morton, había tenido una gresca porque éste lo sorprendió coqueteando con su novia. ¡Qué se sabía él quién era! Billy estaba en la edad de descubrir a las chicas, la muchacha le había gustado y se acercó a hablar con ella. Apenas había intercambiado un par de palabras cuando apareció Morton. El asunto no fue a mayores, pero desde luego no ayudó para que se integrara en la banda, aunque había otros temas que le desagradaban más. No le había gustado saquear a los apaches, que ya tenían bastantes dificultades, porque aquella reserva no era como la de San Carlos; ni el tiroteo estúpido de Tularosa; mucho menos el asalto a la diligencia. Se había quedado de los últimos y aunque llevó el colt en la mano para disimular no disparó una sola vez.

Detuvo la montura al oír a lo lejos gritos de mujer y relinchos. Intrigado se desvió. Los gritos eran furiosos; los relinchos, de dolor. Lo que vio le hizo palidecer de ira.

Atado a un poste estaba un hermoso caballo de carreras y una acémila, no se le ocurrió otro adjetivo, estaba azotándolo salvajemente. Por la tierra que tenía adherida a la ropa estaba claro que el animal la había arrojado al suelo y ahora ella se estaba vengando.

Agarró la fusta cuando la mujer echaba el brazo hacia atrás y la empujó. Cayó al suelo. Era joven, calculó veintipocos años. Para él fue la primera y última vez que trató con brusquedad a una chica.

-¡A usted habría que azotarla!

-¡Y a ti qué te importa, es mi caballo!

-Ya no lo es. Si no sabe tratarlo no merece ser suyo –respondió desatándolo.

-¡¿Sabes quién soy, asshole?! –rugió.

Pero Billy ya no la escuchaba.

Se reunió con sus compañeros cerca del rancho. Alguno le felicitó por aquel precioso ejemplar pura sangre mientras explicaba cómo lo había conseguido.

A tiempo de cenar Jessie pidió atención.

-Muchachos, antes de que empecemos a comer –dijo -, he de deciros que me ha llegado una nota de Dolan. Nos felicita por el buen trabajo que hemos hecho a sus competidores.

Hubo gritos y aplausos.

-Mañana nos marcharemos de aquí en dos grupos con rutas distintas, ya os diré cuales. Hasta entonces cenemos y divirtámonos.

Pero no fue la diversión que esperaba. A mitad cenar llegó un hombre a caballo y le dijo unas palabras.

Jessie miró hoscamente a Billy. En San Elizario había comprobado su valía, pero desde el regreso que se había limitado a cumplir, y para una vez que mostraba iniciativa…

Kid charlaba animadamente con el que tenía al lado, Tom O’Keefe, y debía ser algo divertido porque ambos reían a carcajadas. A él en cambio la noticia no le hacía maldita la gracia.

-¿Sabes a quién pertenece el caballo que has robado? –interrumpió abruptamente.

Billy lo miró sin entender aquella rudeza.

De pronto los dos estaban muy serios.

-Ni lo sé ni me importa, ya te he dicho cómo lo trataba.

-Es la hija del sheriff Mariano Barela.

-¿Y?

-Lo sobornamos para que no nos persiga. Nos has puesto en un compromiso.

-Kid no podía saberlo –terció O’Keefe -, sólo lleva un mes con nosotros.

-¡No hablo contigo! Mañana lo devuelves y te disculpas. Di que ha sido un error o cualquier embuste que se te ocurra.

El tono no le gustó a Billy.

-No lo devolveré ni me disculparé.

El momento fue tenso. A pesar de que se habían hecho muy amigos era una clara insubordinación delante de todos. Jessie no podía dejarlo pasar.

Todos se temieron lo peor, pero nadie apostaba por el resultado. Ambos eran muy diestros con el arma.

-Me iré al amanecer –dijo Billy ofreciendo una salida pacífica -. Quédate el caballo y devuélvelo tú, no quiero que tengas problemas por mi culpa.

Jessie asintió con la cabeza. Para los dos era una salida honrosa; para Kid incluso la excusa perfecta para abandonar la banda.

No pudo dormir. De madrugada estaba paseando y pensativo.

-Veo que tampoco pegas ojo.

Jessie.

-Lamento lo de la cena –se disculpó Billy.

-También yo.

-Pero volvería a robar ese caballo.

-También lo sé. Es un buen animal y no merece la dueña que tiene. Por desgracia es hija de quien es y su padre nos presta muy buenos servicios.

-Dile que me has expulsado, quizá no te lo tenga en cuenta.

Se sentaron en el suelo, hombro con hombro.

-¿Qué ruta vas a llevar? –preguntó Jessie.

-No lo sé, ¿cuál vas a llevar tú?

-Había pensado enviar un grupo a Siete Ríos y el otro que regresara a Tularosa.

-Entonces quizá me dirija a las montañas de Guadalupe.

-Tendrás que pasar por La Mesilla. No está lejos de Las Cruces, es posible que Barela esté allí y si te reconoce su hija…

-Iré con cuidado.

-No me parece muy prudente ese camino.

-No puedo quedarme contigo. No, después de lo de esta noche.

-Lo sé.

De quedarse y no hacerle nada Jessie perdería autoridad.

Guardaron silencio unos minutos.

-No me gusta que nos separemos así –terció al final Jessie.

-Sólo ha sido una discusión. Para mí sigues siendo mi amigo.

Jessie sonrió.

-Tú también lo eres. Cuídate.

CAPÍTULO 13

Las montañas de Guadalupe

Amaneció nublado, uno de esos días en que las nubes cubren el horizonte para no llover nada.

-¿Puedo ir contigo?

Billy, ensillando el caballo, giró la cabeza al oír la voz. Tom O’Keefe, un joven de aspecto alobunado y mirada franca, uno de los pocos con los que había congeniado en The Boys.

-Dejo la banda.

-También yo, ¿te importa que te acompañe?

Indirectamente se había opuesto a Evans al disculpar a Billy y temía represalias; el jefe tenía una vena con la cual podía hacer pagar a otro su frustración y sin duda debía estar muy irritado por la discusión con Kid. Que su mejor amigo se le hubiera enfrentado delante de toda la pandilla debía haber sido muy humillante para Jesse Evans.

Billy se encogió de hombros.

-Claro que no –respondió amigablemente.

Fueron los primeros en irse. Al pasar al lado de Jessie, Tom se fijó en su expresión, no parecía enfadado aunque tampoco alegre. Billy se tocó el sombrero con la punta del índice a modo de saludo. Su  amigo respondió.

-Parece que habéis hecho las paces –comentó O’Keefe que sentía los ojos de Jesse Evans en su espalda.

-Nunca estuvimos en guerra.

Kid no pudo evitar detener el caballo y mirar hacia el campamento. Ambos amigos se miraron crispados a los ojos. Ninguno sonreía. Aquello no era ninguna ruptura y sin embargo ya nada sería igual.

Cruzaron La Mesilla en silencio, Billy no tenía ganas de hablar y O’Keefe respetó su mutismo, pero se percató que ahora su compañero iba más alerta, como sospechando una emboscada. Después, convencido Billy de que el sheriff Barela no estaba en las inmediaciones, se relajó dirigiéndose al este, a la Sierra de Guadalupe.

O’Keefe sugirió de ir a Loving, en el valle del Pecos, seguro que encontrarían trabajo en alguno de los ranchos de la comarca.

Billy asintió con la cabeza antes de hablar en voz alta. Había que pasar página; Tom era un buen compañero y no se merecía que pagara su malestar. Con la charla se sintió mejor y no tardó en bromear.

No tenía ningún inconveniente en ir a Loving. Cuando pensó seguir la ruta de Guadalupe fue para no tomar la de los bandoleros, pero sin ninguna idea de qué hacer después. La propuesta de O’Keefe le pareció muy acertada.

De naturaleza caliza la cordillera estaba al sudeste de las montañas Sacramento, entre Nuevo México y Texas; una extensión desértica sin una gota de agua en su superficie excepto la del arroyo McKittrick, en el cañón del mismo nombre, al sur de la frontera. Demasiado lejos. El terreno que atravesaban en cambio estaba repleto de salinas, desiertos de creosota, algunas praderas y arbustos de enebro.

Conocedor del terreno O’Keefe le habló de unas cuevas cercanas al lugar donde se dirigían, que acaso estuvieran habitadas por forajidos.

-Se refugian en ellas para que no se descubran sus campamentos.

-Me preocupan más los apaches –manifestó Billy.

Cabía la posibilidad, adujo O’Keefe, pero confinados como estaban en reservas su número había disminuido mucho en aquellas colinas.

-Hace veinte años era distinto, por lo que he oído. Desde aquí al Pecos estaban plagadas de mescaleros, e incluso más allá, en el Valle Estacado, esa ruta que dicen que hicieron los españoles. Vaya idea, clavar estacas a todo lo largo de un desierto para no perderse. Olvídate de los apaches, si hay peligro será por los bandidos.

-La reserva que asaltamos no está tan lejos –aseguró Billy.

No estaba seguro de la distancia, sólo sabía que estaba al norte y conociéndolos como los conocía estarían buscando represalias.

O’Keefe rió.

-No van a desencadenar una guerra por cuatro caballos.

Caballos, comida… Billy se dio cuenta que Tom desconocía todo de los apaches; no es que él fuera un experto, pero su convivencia en San Carlos y durante la epidemia de viruela le había dado un conocimiento superior al de su compañero. Estaba convencido de que habían salido unos cuantos tras ellos. Sabían seguir las huellas, sabían ocultarse para la emboscada. Siendo más prudentes que audaces admiraban la valentía y despreciaban el heroísmo, al que consideraban inútil. Si atacaban serían ellos las víctimas, no los otros dos grupos, puesto que ellos eran los más vulnerables.

Las horas fueron pasando sin que tuvieran ningún percance, lo que convenció a O’Keefe de que Kid se había equivocado, pero éste no estaba tan seguro, los apaches atacaban muchas veces de noche. Acertó. Fue hacia el anochecer cuando hicieron acto de presencia. También acertó en que era un grupo que había abandonado la reserva para vengarse del robo de los caballos.

Emprendieron la huida a galope. Billy tardó un rato en percatarse de que iba solo. En algún momento O’Keefe se había separado para tener más posibilidades en la huida. Los indios también se dividieron, ahora eran menos quienes iban detrás de Kid, pero aún demasiados para un hombre solo.

El muchacho echó un vistazo por encima del hombro. Había tomado distancia, su buen caballo y poco peso le habían dado ventaja. Tenía que aprovecharla, porque había espoleado demasiado al animal y se cansaría antes que los de los apaches, con lo cual pronto acortarían terreno.

Había por allí algunos enebros lo suficientemente espesos para ocultar su pequeño cuerpo. De pronto se puso en cuclillas sobre el lomo y saltó del animal a pleno galope refugiándose rápidamente en posición fetal en unos arbustos. Maldijo por lo bajo, eran espinosos, pero no se movió, no tenía tiempo.

Al poco llegaron los indios. Aguantó la respiración. Había anochecido ya y eso le favorecía, pero no se fiaba. Quizá le habían visto cuando se tiró a pesar de la oscurana.

Los pieles rojas pasaron de largo persiguiendo al corcel. Billy respiró. Mientras no regresaran al ver que iba sin jinete…

Ya no los oía, pero siguió inmóvil, la noche era cada vez más cerrada y consideró peligroso aventurarse. Además estaba cansado, la noche anterior apenas había dormido. Era más prudente dormir en la breña y esperar que amaneciera.

Cuando despertó el sol estaba apuntando. Esperó un momento antes de salir del refugio. Estaba lleno de arañazos y alguna espina clavada.

No había indios por las inmediaciones.

Ninguna señal de su caballo.

Todas sus provisiones iban en él.

Y el agua.

Se ató el pañuelo en la cabeza a la manera de los apaches, había perdido también el sombrero.

¿Qué habría sido de Tom?

Se sentó en el suelo. Las piernas cruzadas.

Estaba perdido. Durante la persecución se había extraviado. No sabía dónde estaba, así que debía pensar muy bien la ruta a seguir. Miró alrededor buscando alguna referencia que indicara su posición. Se mordió el labio. Nada. No conocía aquella zona. No podía tomar más que una dirección: el este. En aquel punto cardinal se encontraba el río Pecos, que corría de norte a sur desembocando en el Grande. Aunque se desviase algo si siempre iba al oriente lo encontraría antes o después. Los otros caminos, sin conocer el terreno, eran un suicidio.

Se levantó, se sacudió la culera limpiándosela de tierra. Comenzó a caminar, aún era temprano. Acuérdate que al medio día tengo que tener el sol a mi derecha, señalando el sur, se dijo temiendo desviarse.

Llevaría unas cuatro horas andando cuando vio buitres sobrevolando a su izquierda. Caminó hacia ellos sospechando lo peor. Veinte minutos después se detuvo.

Tom O’Keefe; no se había equivocado. Le flaquearon las piernas, cayó de rodillas y un exceso de salivación indicó las nauseas que sentía, pero tenía el estómago demasiado vacío para vomitar.

Se habían cobrado bien los caballos robados. Habían desnudado a O’Keefe y lo habían atado a cactos echinocereus, que poseían espinas hasta 7 centímetros de largo, con tiras de cuero humedecidas sin curtir, que con el sol se contrajeron cada vez más a medida que se secaban y las enormes punchas fueron clavándose profundamente. Con otras púas habían apuntalado su boca manteniéndola abierta. Billy observó la negra hilera que iba de la misma al hormiguero.

No quiso ver más.

Habría jurado que en algunas partes le habían arrancado tiras de piel.

Debería enterrarlo, pero no era prudente. Sin duda habría indios por las cercanías, no podía permitirse el lujo de delatar su presencia.

-Lo siento, Tom –musitó sin saber si era por su cruel muerte o por no enterrarlo.

Estaba cometiendo una estupidez; se dio cuenta a medida que se alejaba. En primer lugar los apaches no debían andar muy lejos, y en segundo, intentar cruzar aquel desierto a pleno sol era una locura. Aquella zona de la sierra parecía especialmente árida y hasta donde alcanzaba su vista sólo veía arbustos espinosos y piedras.

Recordó el tiempo que pasó entre los apaches con fray Perico Lamota, había visto algunas pruebas a la que sometían a los muchachos indios. Una de ellas consistía en un largo recorrido a pie por el desierto llevando un trago de agua en la boca. La superaba aquel que llegaba a su destino y la escupía demostrando que no la había bebido.

Él no era ningún apache y caminando de día era más fácil que lo descubrieran. Buscó dónde guarecerse, a partir de ahora se escondería de día y caminaría de noche.

CAPÍTULO 14

Siete Ríos

Bárbara Jones se despertó sobresaltada. Alguien se movía por el exterior. Atisbó con precaución, aún no había amanecido y sólo reinaba oscuridad. No se veía nada, pero sabía por experiencia que eso era lo peligroso. En aquellas tierras no sólo existían fieras salvajes también indios y forajidos, que veían en los ranchos apetitosas presas. No podía confiarse estando aquella noche sola con sus hijos pequeños. Bob se había ido con los mayores a vender las reses.

Cogió un rifle, lo amartilló y asomó el cañón por una de las troneras de la pared.

-¡Salga de ahí! –gritó.

No tuvo que repetir la orden, un cuerpo se levantó detrás del abrevadero. No se distinguía bien quién era, la mujer esforzó la vista, el cuerpo estaba oscurecido por una nube que cubría la luna. Aún así vio que la silueta levantaba los brazos antes de comenzar a caminar de forma rara. Cuando la luna asomó se dio cuenta que cojeaba arrastrando lentamente los pies.

El desconocido cayó de rodillas, pero no bajó las manos para evitar el malentendido de que quisiera sacar sus armas y le dispararan. Luchó para levantarse. Estaba ya lo suficientemente cerca como para que Bárbara viera que portaba dos pistolas y que era un chico delgado, no mayor de quince años. Sus facciones mostraban su agotamiento y respiraba con la boca abierta dejando ver dos incisivos prominentes.

Kid consiguió levantarse finalmente, las manos siempre en alto. Le dolían los pies, los sentía desollados dentro de las botas, ya más horma que calzado; las piernas se contraían en calambres dolorosos. Apenas dio un paso cuando volvió a caer y esta vez tuvo que apoyar las palmas en el suelo para detener la caída.

Bárbara se compadeció. Dejó el rifle y desatrancó la puerta.

Billy, a cuatro patas, alzó la cabeza al oír el ruido. Vio acercarse una mujer de estatura media y aspecto fornido que le ayudó a levantarse y sosteniéndolo lo condujo a la cocina sentándolo junto al fuego del hogar. En el estante superior había un puchero de cobre; a la izquierda, el aparador; a la derecha, en el suelo, varios troncos para alimentar las llamas junto a los morillos.

-Gracias, ma’am –dijo en un suspiro el muchacho. Tenía una voz dulce como su rostro, pensó la mujer -. Me llamo Billie Bonney.

-Yo soy Bárbara –respondió agachándose para quitarle las botas.

Tenía un rostro redondo, facciones adustas, sanguíneas; el cabello un poco corto para ser mujer y hebras grises.

Las botas se habían quedado pequeñas al inflamarse los pies de Billy. Forcejearon para sacarlas. Cuando salió la primera Kid apretó los dientes ahogando un gemido, la bota se había llevado algo de piel.

-No llevas calcetines –comentó Bárbara.

-No tengo dinero para esos lujos –se excusó con una sonrisa. Aquella prenda era difícil de conseguir y costaba mucho dinero. Quienes la poseían la cuidaban como oro en paño.

La segunda bota no fue más fácil que la primera.

Kid miró sus pies, los tenía peor de lo que pensaba, llenos de ampollas reventadas, hinchados, llagados y ulcerados. También Bárbara los miraba.

-Los tienes en carne viva.

-He caminado mucho.

-Voy a por agua, ahora vengo.

Kid asintió con la cabeza. Cerró los ojos con cansancio. Los abrió bruscamente al sentir calor en un pie. Bárbara estaba arrodillada sumergiéndolo en un barreño humeante. Parpadeó; se había quedado dormido.

Hizo una mueca cuando introdujo el segundo pie en el agua caliente.

Bárbara lo estudió mientras el chico se los lavaba. El rostro lo tenía polvoriento, con barro allí donde se había mezclado con el sudor. La ropa, sucia de tierra y con desgarros de las plantas espinosas, como si se hubiera revolcado entre los arbustos; la rodilla derecha asomaba por un siete del pantalón. Las botas eran lo que mejor estaban.

Kid estaba con la cabeza baja, deslizando con suavidad sus manos por los destrozados pies, sintiendo una rara mezcla de dolor y alivio al no tenerlos ya aprisionados. Eran unas manos delicadas, casi femeninas, no aptas para el trabajo duro, pensó Bárbara. Los largos cabellos cubrían la frente del muchacho dejando ver parte de su delgada nuca. Había perdido el pañuelo con el que se anudó la cabeza.

Enrojeció cuando sus tripas rugieron.

-¿Cuánto hace que no has comido?

-Tres días.

-Te traeré un poco de leche.

-¿Leche?

-Sí, ¿por qué pones esa cara?

-No quisiera ser desagradecido –balbuceó y su rostro adquirió un aire infantil -, pero es que no me gusta la leche.

-Te guste o no, te la tomarás.

El tono no admitía discusión.

-Sí, ma’am.

Bárbara asintió satisfecha. Aquel crío tenía la edad de uno de sus hijos y si a ellos no les consentía tonterías, menos a un extraño.

Billy la vio salir a buscar la leche. Pese a la brusquedad de la mujer no se sintió molesto. Le recordaba a su tía; en el comportamiento, entiéndase. De rostro Catherine había sido mucho más guapa, más estilizada. Sonrió. Sin duda era la matriarca de un montón de chamacos a los que meter en cintura; tuvo la sensación que se había convertido en otro más.

Al poco la vio regresar con una jícara. Kid bebió un trago, el hambre superaba su rechazo.

Masculló al escaldarse la lengua.

-Bebe con cuidado que está algo caliente.

-Gracias por avisar.

¿Qué entendería por estar hirviendo?

Sopló para enfriar la leche sintiéndose vigilado. Sorbito, nuevo soplido. Hasta que no terminó, Bárbara no apartó los ojos de Billy, desconfiada de lo que hiciese con la leche.

-Ahora a dormir.

-A la orden.

La matrona gruñó. Kid exhibía una simpática y candorosa sonrisa. Aún a su pesar Bárbara no pudo enfadarse dudando si Kid había sido impertinente o bromista.

-Me parece que tú y John os vais a llevar muy bien.

-¿John? –preguntó siguiéndola cojeando hasta el dormitorio.

-Uno de mis hijos.

Era una cama enorme en la que había dos niños durmiendo. Se acostó en la orilla preguntándose cuál de los dos sería John.

Cuando despertó vio que tenía ropa limpia en una silla y un chamaquito que le sonrió antes de salir a avisar a su madre.

Al poco apareció Bárbara.

-¿Has descansado?

-Sí, señora.

-Me alegro –se  sentó en un taburete -. Ahora cuéntame qué te ha pasado.

No dijo nada relativo a la banda de Jesse Evans por precaución, pero sí que junto a su compañero Tom O’Keefe había sido atacado por los apaches en las montañas de Guadalupe.

-¿Y qué ha sido de tu amigo?

Billy titubeó.

-No lo sé –mintió no queriendo recordarlo -. Nos separamos durante la persecución, ya no he sabido nada de él.

Narró que había perdido el caballo, que se escondía durante el día y que caminaba de noche hasta el amanecer.

-Entonces no sabes dónde estás –inquirió Bárbara.

-Sólo sabía que yendo al este alcanzaría el Pecos, pero no, no sé dónde estoy.

-En Siete Ríos, y este es el rancho de mi marido, Bob Jones.

Billy le agradeció que le hubiera salvado la vida, no creía que hubiera resistido mucho más. Bárbara quitó importancia, tenían que ayudarse los unos a los otros en aquella tierra salvaje.

-Ahora descansa. Tendrás que guardar cama unos días hasta que se te curen los pies.

-Oh, estoy…

-No estás bien –cortó la mujer.

-No, ma’am –reconoció -, pero no quisiera…

-No eres una molestia.

-No, ma’am.

-Eso está mejor –sonrió Bárbara.

Dejó a Kid solo, que se convenció que en aquella casa no era Bob quien llevaba los pantalones.

Los siguientes días se aburrió soberanamente. La matriarca no le dejaba levantar y él ya no sabía cómo ponerse en la cama. Si caía alguna siesta, luego no pegaba ojo por la noche. Los únicos ratos entretenidos eran cuando lo visitaba el marido, los niños o los hermanos mayores, Jim y John, quienes le aseguraron que a ellos la madre los trataba igual.

Cuando al final se le permitió levantar trabajó en la casa para pagar su sustento, a pesar de que tanto Bob como su esposa lo consideraban un invitado. Consintieron finalmente al comprender que el muchacho tenía su orgullo y que no aceptaba lo que él consideraba caridad. Pero su predisposición de no ser una carga a la familia hizo que se ganara tanto su respeto como su afecto. El rancho era pequeño, poco más que una granja, demasiado diminuto para que una familia pudiera vivir de él, de forma que los hijos mayores, para echar una mano, trabajaban en otros ranchos o se dedicaban a robar ganado para venderlo después. Billy representaba otra boca más que alimentar, el chico lo sabía, y no estaba dispuesto a ser una molestia después de lo que hacían por él.

A los pocos días, sintiéndose más fuerte, siguió trabajando por cama y comida, pero ahora ya en el exterior ayudando en el rancho.

-¿Qué vas a hacer cuando te vayas de aquí? –preguntó Jim un día.

-Aún no lo sé –respondió soltando la res que Jim había marcado.

-¿Por qué no vienes con nosotros? –comentó John -. Chisum va a trasladar unas cuantas cabezas y necesita vaqueros.

El ruido de disparos interrumpió la respuesta de Kid. Los traía el viento, por lo que ninguno se alarmó.

-Vienen del rancho Beckwith.

-Al parecer Brewer los ha alcanzado.

-¿De qué habláis? –quiso saber Billy.

Desde que Jesse Evans y su gente llegaron a Siete Ríos que había sido perseguido por Dick Brewer, después que éste fuera nombrado alguacil por el sheriff Brady a instancias, medio obligado más bien, por McSween.

Dick estaba dispuesto a tomarse la revancha por el robo de Doña Ana, pensó Kid cuando los hermanos Jones le pusieron al corriente.

Brewer los tenía acorralados en el cercano rancho de Beckwith, de ahí el tiroteo. Para cuando cesó, Jesse Evans, junto con tres de sus hombres, había sido capturado.

CAPÍTULO 15

Temporero

Una semana más tarde Billy estaba totalmente restablecido y acompañó, con un caballo prestado por la familia, a Jim y John hasta el rancho de Chisum.

El ganadero escuchó las referencias de los hermanos Jones, pero no se convenció; aquel muchacho parecía demasiado joven. Antes de decidirse a contratarlo lo sometió a algunas pruebas. Se veía muy verde, aunque sí sabía lo más elemental y como desbravador era bueno. Decidió darle un voto de confianza.

Al atardecer Kid salió del barracón destinado a los vaqueros para pasear. Se sentía contento, después de unos meses revueltos su vida volvía a encarrilarse.

-Tú eres el que ha domado el potro esta tarde.

Kid miró a quien había hablado. Una chica bonita de unos catorce años, que estaba sentada en el porche de la casa principal.

-¿Me ha visto usted? –preguntó acercándose. Por las buenas ropas debía ser la hija de Chisum.

La muchacha rió.

-Es la primera vez que me tratan de usted.

-Bueno, usted es la hija del amo.

-La sobrina.

-Viene a ser lo mismo; yo sólo soy un empleado.

-¿Por qué no te sientas conmigo?

Obedeció.

-Me llamo Sallie, ¿y tú?

-Billy –respondió pensando que Sally tenía un rostro precioso.

-He oído decir a mi tío que marcháis mañana.

Tenía una sonrisa encantadora, una conversación amena y parecía no poder apartar los ojos de él. Su ligera fragancia a jazmín embriagaba al chaval.

Cuando quisieron darse cuenta llevaban más de una hora hablando y sólo se interrumpieron cuando oyeron la voz de Chisum.

Sally se despidió de Billy y entró en la casa. Kid saludó a su patrón dispuesto a regresar al barracón.

-William Bonney, ¿no? –aseguró Chisum en un tono seco.

Era un hombre con el rostro triangular, barbilla redonda y bigote en abanico. Las orejas las tenía grandes, la nariz larga; el cabello lacio y corto con raya a la derecha; cejas pequeñas pero pobladas; ojos de visionario con los párpados superiores caídos en un pliegue que le daban expresión de tristeza, aunque era dureza metálica lo que emitían ahora.

-Sí señor –confirmó el chico.

-Supongo que te darás cuenta de la distancia que hay entre los de tu clase y mi sobrina.

-No entiendo –ahora fue su tono el seco, aunque procuró ser educado -, qué tiene que ver la clase con conversar o hacerse amigos.

-Que debe quedar en amigos, eso tiene que ver.

Quiso atravesarlo con su mirada, pero no lo consiguió al tropezar con la del adolescente. Ambos la sostuvieron en silencio.

-No lo olvides –dijo girándose para entrar en casa.

-No lo olvidaré –oyó a su espalda.

El contrato con Chisum terminaba una vez llevado el ganado a Dodge City, pero no fue renovado como hicieron con otros.

-¿Es que he trabajado mal? –preguntó al capataz cuando le dio su paga.

A pesar de trabajar en ranchos desde niño sabía que aún era mucho lo que ignoraba, ya que se había centrado más en ser desbravador que en otra cosa, sin contar que, debido a su corta edad, muchas de las actividades le habían estado vedadas por su poca talla, peso y fuerza. Pero en la actualidad los años ya no eran impedimento y tenía ansia por aprenderlo todo de su oficio. Tenía una mente activa y fértil. Estaba convencido de que había dado lo mejor de sí.

-No, al contrario. Sinceramente, si el rancho fuera mío te habría renovado, pero el amo es Chisum.

Kid miró a los ojos del capataz.

-Entiendo –murmuró.

-Pues ya sabes más que nosotros –intervino Jim -. Usted sabe que ha trabajado mejor que cualquiera de los que ha renovado.

-Repito que el dueño es Chisum y está en su derecho de contratar al que le plazca.

-Venga, vámonos a gastar la paga –concilió John, consciente que el capataz no tenia culpa.

-¿Por qué te ha hecho esto el viejo? –quiso saber Jim.

-Tengo mis sospechas.

Lo que no esperaba Billy es que Chisum diese malas referencias al resto de los rancheros.

Era costumbre, cuando se buscaba trabajo de cowboy, de decir con quienes habían trabajado. En el condado se conocían todos, lo cual facilitaba que se supiera si era un vago, honrado o un granuja.

Las referencias que recibían de Billy sus posibles empleadores eran dispares: por parte del capataz, buenas; por parte de Chisum, no muy halagüeñas. Si alguno llegaba a contratarlo lo hacía como temporero.

A las pocas semanas había estado en más ranchos de los que recordaba, pero lentamente las buenas referencias iban superando a las malas de Chisum, por lo que George Coe decidió arriesgarse con él contratándolo para un tiempo largo.

Unos días después George se convenció de que el muchacho no sólo era un buen trabajador sino también agradable en el trato, simpático y honesto. Así que debía ser cierto lo que se rumoreaba, que las malas referencias de Chisum eran porque lo había descubierto retozando con su sobrina; un cazadotes, decían. Bueno, él no tenía hijas.

Se lo llevó consigo a cazar en alguna ocasión a fin de conocerlo mejor, descubriendo que tenía una puntería envidiable. Nunca disfruté de mejor compañía, diría George Coe años más tarde. Me contó muchas historias divertidas. Siempre encontraba un toque de humor a todo, estando de forma natural lleno de diversión y alegría. Aunque a menudo era serio en situaciones de emergencia, su buen humor quedaba patente incluso en tales situaciones. Su disposición era notablemente amable; rara vez pensaba en su propia comodidad primero sino en la de los demás. Lo que más le llamó la atención de sus conversaciones es que Billy apenas había tenido infancia, porque desde muy joven, salvo excepciones, sólo se había relacionado con adultos.

En ocasiones les acompañaba el primo de George, Frank, que se hizo amigo enseguida de Billy, quien se esforzaba en su trabajo para neutralizar la mala fama que el tío de Sally le había creado.

Kid se sentía agradecido con George Coe por la oportunidad que le brindaba. La confianza cada vez mayor por parte del ranchero hizo que empezara a pensar que sería bueno echar raíces de una vez. Desde que huyó de Silver City que había estado más veces fuera de la Ley que dentro, aunque se hubiera limitado al robo de ganado; algo que por otra parte hacían todos, incluso los grandes ganaderos. La diferencia es que a éstos, como Murphy, Dolan o Riley, no los perseguía la justicia y a los pequeños ladrones, sí.

Ahora tenía la gran oportunidad de cambiar. Se había desentendido de Jesse Evans y George le había ofrecido un empleo; debía esmerarse para conservarlo.

Coe era un buen hombre y aunque no dejaba de ser el patrón se comportaba como un amigo, con lo que Billy, cordial por naturaleza, no tardó en corresponderle, lo cual se extendió a las amistades del ranchero que lo acogieron como uno más, sobre todo Doc Scurlock y Charlie Bowdre, que lo reconocieron como el crío que había ido a su fábrica de quesos en Arizona buscando trabajo, y que ante la típica pregunta de qué había estado haciendo estos años, Billy se cuidó mucho de comentar que estuvo con forajidos.

-¿Qué fue de la fábrica?

-La cerramos a los pocos meses –respondió Charlie -. Demasiado riesgo y poco beneficio.

-Recuerdo que eso ya me lo comentasteis entonces.

-Resultó profético. Y tú, ¿qué piensas hacer, te quedarás aquí o seguirás ruta?

-Me gustaría adquirir una casa ahora que tengo un empleo más o menos fijo.

-Hay buenos ranchos por la zona. Este, el de Chisum, Tunstall…

-Nuestro patrón –aclaró Doc.

-¿No teníais uno?

-Sí, uno pequeño, como Dick Brewer, pero Murphy nos ha obligado a abandonarlo.

-Dios maldiga a Jesse Evans y toda su gente.

-¿Jesse Evans? –disimuló.

-Un secuaz de Murphy, nos robó todos los caballos.

-¡Ah, si tuviera a uno de esa maldita banda delante de mí, lo asaría a balazos!

-Ya –musitó Billy sin saber dónde mirar.

CAPÍTULO 16

Empleo nuevo por cuatrero

Se afincó en San Patricio, una pequeña villa en el cauce de río Ruidoso cerca de su cruce con el Bonito, habitada mayoritariamente por mexicanos. De hecho, según Pat Garrett, estableció aquí su cuartel general. El pueblecito le encantó por lo familiar. Las puertas nunca se cerraban; en verano incluso estaban abiertas de par en par con una lona como cortina haciendo las veces de puerta. En esa estación sólo las cerraban a la noche, para evitar que entrara alguna alimaña, aunque tampoco echaban el cerrojo por si algún vecino necesitaba entrar y en ocasiones lo hacían durante el día si precisaba algo o para preguntar cómo estaba si hacía tiempo que no se veían.

No tenían escuela y se dedicaban al pastoreo y la agricultura en huertos, principalmente el cultivo de manzanas, por el cual eran conocidos, aunque también cultivaban melocotones, peras y cerezas.

Por las mañanas las mujeres barrían la zona colindante a su puerta de casa y luego echaban palmetadas de agua para que no se levantara polvo.

Al atardecer era habitual que sacaran sillas a la calle formando roldes para charrar del clima, del campo o chismorrear. Era un círculo en el que tenían cabida todos, por lo que ninguno se extrañó que Kid se sentara con ellos para platicar como uno más y enseguida le cogieron un gran afecto, porque aquel chavito no se comportaba como un gringo. Era sencillo en el trato, hablaba español con fluidez y era alegre, jovial, de buenas maneras, siempre amable con ellos, considerado y un verdadero caballero. Se complacía en ayudarles y satisfacer sus necesidades, no dudando en montar a caballo y cabalgar toda la noche en busca de un médico o de un medicamento para aliviar el sufrimiento de una persona enferma. Testimonios todos que fueron recogidos por las crónicas cuando se preocuparon en preguntar a los nativos de Nuevo México su opinión sobre Billy the Kid. Era valiente y leal con sus amigos, recordaría una. Sabía que este joven era amable y caballeroso conmigo y con todos los habitantes de Lincoln, afirmó otro.

Kid se sentía feliz entre aquellas gentes sencillas, que lo habían acogido como si hubiera nacido allí. Eran abiertos, con una franqueza un tanto ruda, pero nobles. En ningún momento se sintió extraño ni cerró la puerta con llave, excepto cuando estaba trabajando en los ranchos.

La casa que arrendó estaba un poco en las afueras. Como todas, era de adobe, constaba de una habitación a la derecha del pasillo, que desembocaba en lo que era la cocina.

Por aquel barrio abundaban los corrales y por delante de su puerta solía pasar el único rebaño de cabras de la aldea, con lo que la calle estaba llena de cacas como bolitas, que picoteaban las gallinas que pululaban por la misma. El pastorcillo solía detenerse a platicar con Bilito (así lo llamaban) un rato mientras el perro guiaba la manada.

Las chicas eran su debilidad a los quince años y dado que las mexicanas era más abiertas y espontáneas que las gringas, pensó que todo el monte era orégano, aunque se prometió que nunca propondría nada a ninguna que no pudiera aceptar; la que aceptase, allá ella. Pronto se percató que de lo último nada, primero noviazgo formal y después ya se vería.

Sin embargo, pasarlo bien y divertirse, sobre todo en los bailes, no era ningún problema y no tardó en ser un visitante bien recibido en las casas de las familias mexicanas. Algunos, como los Gallegos y los Chávez, lo trataban como si fuera un pariente. De hecho, sus vecinos lo protegerían en el censo de junio de 1880, cuando ya era un forajido perseguido, diciendo que en aquella casa, en esos momentos vacía, vivía un tal Joseph S. Murphy, de 20 años, que vivía solo y que se hallaba ausente recuperándose de una herida de bala que lo tenía incapacitado.

El entrevistador insistió. ¿Seguro que Murphy? Había oído que allí vivía William Bonney, el asesino. Los vecinos se escandalizaron, una mujer se santiguó. ¿Aquel demonio? No, no, Murphy. Hacía años que vivía allí y lo conocían bien. El censista desistió y anotó en el registro al tal Murphy.

Kid empezó a hacer planes ilusionado. Tenía trabajo, casa, amigos, chicas (una le gustaba en especial, Angelita Sedillo), sólo le faltaba un caballo. Desde que lo perdió, en las montañas de Guadalupe, iba de prestado; el actual  pertenecía a George Coe.

Durante los días que trabajó para Chisum le había echado el ojo a un poni ruano, todavía en aquel entonces sin domar, que le encantó. Decidió que cuando cobrase la siguiente paga se acercaría al rancho de John para comprarlo.

Una semana más tarde se dirigía al rancho de Chisum con el dinero en el bolsillo. Cerca de Ruidoso se cruzó con un grupo de vaqueros, aunque estaban demasiado lejos para identificarlos.

Pensó que el viejo Chisum se negaría a venderle el caballo por el asuntillo de la sobrina, pero el ganadero se limitó a mostrar una sonrisa extraña, al tiempo de extender el recibo de venta, que no atinó a interpretar. Una hora después, cuando llegó donde estaba la manada, supo el por qué: Jesse Evans había robado el ganado y algunos caballos, entre ellos el ruano, le informó el capataz. El ladino de Chisum lo sabía y aún así se lo había vendido.

Se había quedado sin dinero y sin montura.

Juró entre dientes.

Aquello no iba a quedar así.

Billy dedujo acertadamente que los vaqueros con los que se había cruzado eran en realidad los cuatreros, con lo que siguió sus huellas. Los encontró en la comarca de Siete Ríos.

Evans tenía buen aspecto para haber estado en prisión. El mes anterior los miembros de la cuadrilla de Jessie, que habían ido a Tularosa cuando Billy se separó, asaltaban sin oposición del sheriff Brady la cárcel de Lincoln liberando a su jefe, aunque la leyenda negra posterior le endosó el sambenito a Kid.

-¡Billie! –exclamó alegremente su amigo -. ¿Vienes de visita o es que regresas como el hijo pródigo?

-De visita y no de cumplido –respondió en un tono, no serio, pero casi. Le explicó que el ruano que había robado era suyo, no de Chisum, y quería que se le devolviera -. Tengo el recibo de compra si no me crees.

-No lo necesitas –contestó amistosamente –. ¿Quieres un trago o te corre prisa?

-Café.

-Sigues sin beber alcohol, por lo que veo.

Para Billy fue un alivio que Jessie cediera el poni, no le apetecía enfrentarse a él.

-Tienes una buena manada de vacas –comentó.

-Todas para Murphy.

-¿Y los caballos?

-Esos los venderé.

Estuvieron hablando un rato. Kid le habló de su vida desde que se separaron. Jessie se alegró por lo feliz que lo veía. Por su parte Evans no tenía grandes novedades que informar.

Cuando se levantaron se despidieron tan amigos como siempre.

Billy se encaminó a coger el ruano. Cuando le estaba poniendo las riendas aparecieron Baker y William Morton acusándole a gritos de robarlo. Los encañonó con los dos revólveres.

-El caballo es mío –informó -, se lo compré a Chisum y me lo llevo.

Jessie había acudido al oír el alboroto. Le bajó la mano derecha.

-Nada de esto es necesario.

Billy balanceó ligeramente la otra mano.

-Aún me queda la izquierda –advirtió a Baker y Morton.

-Te digo que no es necesario. Coge el caballo y márchate. Y vosotros no hagáis tonterías, estaos quietos.

Ninguno de los dos osó moverse ni siquiera cuando Billy guardó las armas y se dio la vuelta, porque tenían a Jessie enfrente vigilándolos, ya que no se fiaba ni un pelo de ellos; Baker nunca había matado a un hombre si no era disparándole por la espalda.

-Hasta la vista, Jess –se despidió pacíficamente Billy.

-Cuídate –respondió su amigo.

Iba montado en el ruano llevando el caballo prestado de Coe del ronzal.

De camino al rancho de George se detuvo en el de Tunstall. Se había hecho tarde con tanto paseo para recuperar el poni, era ya la hora de comer.

Existía la costumbre, entre los vaqueros, de parar en las casas de los ranchos cuando se tenía hambre, siendo siempre bien recibidos, pues aunque en unas ocasiones trabajaban para distintos ganaderos, en otras eran compañeros del mismo.

Charlie Bowdre y Doc Scurlock acudieron a saludarlo tan pronto lo vieron. Billy les explicó, mientras comían, que iba camino del rancho de Coe a devolverle el caballo puesto que se había comprado uno, añadiendo el problema que había tenido con los hombres de Evans.

¿En serio?

El tono de burla molestó a Kid, que miró ceñudo al que había hablado.

-¿Me estás llamando embustero?

-Eres uno de los hombres de Jesse Evans, naturalmente que te llamo embustero.

-¿Qué quieres decir? –cortó Dick Brewer sin dar tiempo a replicar.

-Que le vi con la banda de Evans en Tularosa. Me fijé en él porque fue el único que no se emborrachó ni disparó por las calles.

Dick no salía de su asombro. Había visto a trabajar a Billy en una ocasión que visitó a George Coe e incluso hablado con él y habría puesto la mano en el fuego de que no era un forajido.

Miró al muchacho que estaba ligeramente pálido y no reaccionaba ante la acusación. Desenfundó rápidamente, encañonó a Billy.

-¿Eres de la banda de Jesse Evans?

Kid movió la vista del arma de Dick a sus ojos. El capataz se asombró; la visión de la pistola había removido algo en el interior del adolescente, de pronto no parecía ni nervioso ni temeroso, o lo disimulaba muy bien, pero lo que no podía ocultar era el elocuente brillo peligroso de sus pupilas.

-No –respondió Billy.

-No mientas, te han reconocido.

-Sólo estuve con ellos un mes escaso, ya no soy de la banda.

-¿Cuándo?

-En septiembre.

-Justo cuando robaron mis caballos y los de Tunstall. Fuiste uno, ¿verdad?

El chico no respondió.

-¡Contesta!

-Sí –siseó lentamente.

La mano en el colt se le crispó a Dick.

-¡Debería…! ¡Avisad al jefe!

John Tunstall escuchó atentamente las acusaciones de Dick estudiando a Billy.

-Son imputaciones muy graves –dijo cuando su capataz terminó de hablar -. ¿Qué tienes que decir?

-Lo mismo que antes. Sólo he estado un mes en la cuadrilla de Evans.

-¿Por qué tan poco tiempo?

-Porque no me gustaban sus actividades. No me refiero a robar ganado si es lo que quiere saber, me refiero a las otras. Asumo que soy un cuatrero, pero nada más.

-Así que admites que robas caballos.

-Cuando no encuentro trabajo bien he de comer. Ahora tengo uno, aunque gracias a su capataz lo perderé. No creo que George Coe quiera a un hombre de Evans trabajando para él.

Tunstall dudaba. El ganado que le robaban significaba fuertes pérdidas y deseaba ver en la cárcel a los culpables, pero la mirada franca de aquel joven le decía que acaso su capataz lo había juzgado mal.

-Conozco al chico desde hace tiempo –terció Charlie Bowdre -, creo que dice la verdad, si sirve mi opinión.

-George lo considera un buen cowboy –añadió Doc echando una mano.

Coe era una buena referencia, pensó Tunstall. Miró a su capataz.

-Guarda el arma. ¿Tienes algo que añadir, Dick?

-No, ya lo he dicho todo.

-Bien, ¿sabes disparar? –preguntó a Billy -, supongo que sí si has estado en esa banda.

-No se me da mal.

-Entonces –dijo amigablemente -, terminemos de comer y luego me lo demuestras.

Fue infalible con el rifle, no erró ningún tiro. Con el revólver no era tan bueno,  pero aún así muy superior a cualquiera de sus hombres.

-¿En serio crees que George Coe te va a despedir? –preguntó Tunstall cuando terminó la exhibición.

-Por supuesto, y no sólo él. Nadie  querrá admitirme ahora. ¿Quién querría a uno de los forajidos de Jesse Evans?

Sabía de lo que hablaba, le había sucedido ya en Arizona, cuando lo despidieron del Wood’s Hotel de Luna, hacía año y medio.

-Yo, por ejemplo.

-¿Usted?

Frunció el ceño. Olía a trampa, pero tampoco encontraba mucho sentido que le tendiera una encerrona sabiendo lo que sabía.

-¿Por qué usted? Sabe que participé en el robo de sus caballos.

-Tengo varias opciones: llevarte a la cárcel, colgarte, perdonarte…

Dejó la última palabra en suspense.

Perdonarme –repitió Billy -. Nadie da nada por nada.

-Cierto. Yo te perdono y tú trabajas para mí y defiendes el ganado que me queda a cuenta del robado.

Billy Bonney tardó unos segundos en responder. John Tunstall aparentaba tener unos 25 años, cara rectangular, frente amplia, nariz recta, bigote y una barba que dejaba libre los carrillos. Parecía un hombre de fiar. Además, no tendría una oferta mejor.

-De acuerdo, acepto. Si no le importa me acercaré al rancho de George Coe a devolverle el caballo.

Dick Brewer lo acompañó mientras salía.

-¿Sin rencores? –preguntó.

Los maseteros se dibujaron en las mejillas del muchacho al apretar los dientes. Recordó su propio comportamiento cuando le robaron el ruano. Hizo un mohín.

-Supongo que de estar en tu lugar habría hecho lo mismo –reconoció -. Sin rencores.

Estrechó la mano que le tendía Dick.

CAPÍTULO 17

John Tunstall

En algún momento de aquellas últimas semanas había habido una inflexión en su vida, aunque Billy ignoraba el instante preciso. Nada salía como calculaba. George Coe, por ejemplo, no lo rechazó cuando le explicó por qué iba a trabajar para Tunstall y confesó que había estado en la banda de Jesse Evans.

-Lo importante es que no estás ahora –había respondido quitándole importancia y desde luego, no lo habría despedido por ese motivo, así que si no se quería ir, el puesto seguía siendo suyo.

Era algo que nunca esperó. El ranchero tenía mejor concepto de él que él mismo.

-Se lo agradezco mucho –la voz le temblaba emocionada – pero ya le he dado mi palabra a Tunstall.

– Comprendo. La palabra que se da es lo que define a un hombre.

-Sí –lúgubre -, eso me dijeron una vez.

Con la perspectiva de los años tenía la sensación que no la cumplió realmente cuando la dio al sheriff de Silver City, pero no volvería a pasar, se prometió.

-Adiós, señor Coe.

-Billy…

Kid detuvo el movimiento.

-¿Sí?

-Me has tratado de usted todo este tiempo a pesar que te he dado mi amistad, pero ahora que ya no eres empleado mío te agradecería que me tutearas como haces con mi primo.

Kid sonrió. Asintió con la cabeza.

-Gracias por todo, George.

-Estarás bien con Tunstall, es un buen hombre.

Eso esperaba, pero tenía sus dudas por la forma como lo contrató, y no era por el patrón sino por los compañeros, de cómo reaccionarían ahora que sabían que había sido uno de The Boys.

Pronto comprobó que sus temores eran infundados. No sólo Charlie y Doc resultaron ser buenos compañeros sino todos, porque muchos lo habían conocido cuando trabajaba de jornalero en los otros ranchos y la imagen que se habían forjado de él pesaba más que su pasado. Como muy bien le había dicho George Coe lo que contaba era lo que era en el presente, no lo que había sido.

No, no sabía cuándo había ocurrido aquel vuelco en su vida, pero lo había conseguido. Tenía un trabajo honrado y la gente le apreciaba y le respetaba por lo que hacía, por sus opiniones…

La verdad es que todos parecían apoyarle para que se sintiera como en casa. Si salía de ellos o seguían las instrucciones de Tunstall lo ignoraba ni le importaba. Estaba John Middleton, bastante más viejo que él, de mal carácter y gran bebedor; Rudabaugh, rudo, camorrista y amargado, que había pasado por muchas calamidades en su juventud; Tom Pickett, Wilson, Fred Wayte, que quería establecerse en un futuro por su cuenta y llegó a proponer a Billy en una ocasión que fuera su socio.

Con Dick Brewer la relación sólo fue cordial. A pesar de entender su reacción no podía olvidar que le había encañonado. En ningún momento se llevó mal con él, pero Kid mantuvo las distancias: Brewer era el capataz y él un simple empleado.

Tunstall era un caso aparte. Al principio no supo qué pensar de él. Cuando John le hablaba lo hacía siempre con deferencia, no hacía ninguna distinción entre él y el resto de vaqueros, ni le echaba en cara nunca el robo de los caballos ni comentaba su relación con Jesse Evans y cuando daba una orden, ya fuera a él o a cualquier otro, parecía que pedía un favor. Chisum era más vejatorio al impartir las suyas.

Al poco tiempo Billy se percató que no sólo apreciaba sino que admiraba y respetaba a John Tunstall. Era distinto a todos los hombres con los que había tratado. Poseía una cultura que abrumaba al muchacho y una colección de libros impresionante. Billy se quedó con la boca abierta cuando vio por primera vez la biblioteca particular del británico.

-¿Te gusta leer? –preguntó Tunstall al ver la expresión de su rostro.

-Hace años que no leo nada.

-No he preguntado eso. Una cosa es que no se pueda, otra que no guste. Si quieres puedes leer todo lo que quieras en tus ratos libres aquí, pero te agradecería que no sacaras ningún libro de la habitación, porque al final siempre se extravía alguno.

-¿En serio no le importa que los lea?

-¿Por qué ha de importarme? Estás en edad de aprender y hay cosas en los libros que pueden ayudarte en el día a día. Este por ejemplo, habla de cómo mejorar las reses en los cruces entre las distintas razas.

Billy había visto hacer tales cruces en los ranchos y dudaba que hubieran leído el libro, pero se guardó su opinión, porque quizá uno que no entendiera de ganado necesitase el libro.

La cultura era sólo una de las facetas de Tunstall, aunque Kid estaba seguro que era la originaria de las demás. Trataba a sus empleados con educación; según la edad los llamaba señor y les inculcaba parte de las costumbres inglesas, acaso en un intento de civilizarlos y no fueran tan rudos y patanes, como jugar al croquet, deporte muy popular entre la sociedad británica, que por aquellos años organizaba los primeros torneos.

De las pocas fotos autentificadas que existen en la actualidad de Billy the Kid, una de ellas lo muestra apoyado en un palo de croquet vistiendo un suéter a rayas y el sombrero con el que aparece en el famoso tintype en donde porta sus armas. Este otro es un daguerrotipo que muestra a un grupo de personas, compañeros suyos, tras una partida y que los investigadores suponen que fue realizado durante la boda de uno de ellos.

La relación entre John Tunstall y Billy Bonney terminó siendo muy especial. Tunstall estaba fascinado con Kid. El chico aprendía rápidamente y no le temía a nada.

-Es el mejor muchacho que he conocido –dijo a George Coe unas semanas más tarde cuando éste le preguntó cómo les iba -. Todos los días descubro algo nuevo en él. Es un crío aún, pero conseguiré que aflore el hombre que vive en su interior.

Coe asintió con la cabeza, Billy causaba esa sensación.

-Como premio a su buen hacer, le regalé un buen caballo, una buena silla y nuevas armas. Tenías que haber visto como se emocionó, dijo que era la primera vez en su vida que alguien le daba algo. Desde entonces parece dispuesto a hacer cualquier cosa para complacerme.

La leyenda hizo que Kid considerara a Tunstall como un padre. Pudiera ser, pero muy improbable cuando la diferencia de edad entre ambos rondaba entre los siete y diez años. No hay duda, sin embargo, que Billy cogió un gran afecto a su patrón, pero no fue el único. Los hechos posteriores demuestran que no sólo Kid sino todos sus empleados tenían en gran estima a John Tunstall.

El personaje del vaquero no siempre ha estado bien entendido. Su rasgo distintivo era la fidelidad absoluta. Siempre que el dueño se portara bien con él y cumpliera con la paga y la comida, podía confiar implícitamente en su fidelidad y honestidad. Si el vaquero además apreciaba a su patrón, estaba dispuesto a defenderle con las armas sin importarle las posibilidades de éxito o quién era el enemigo.

Fue esta forma de entender la lealtad lo que hizo estallar la guerra en el condado de Lincoln.

CAPÍTULO 18

Cumbre al anochecer

Comenzó el año 1878 con los hombres de Murphy robando, para no perder la costumbre, el ganado del viejo Chisum y vendiéndolo al ejército en Fort Stanton, pero esta vez el ganadero se hartó y prometió un dólar por cabeza para recuperar su ganado mientras encargaba al socio de Tunstall, el abogado Alexander McSween, los asuntos legales.

Murphy se preocupó. Como le dijo en su día Jesse Evans a Billy, McSween había trabajado para este hombre y sabía demasiado de sus chanchullos. La guerra sucia en la pradera había fracasado, era necesario llevarla al terreno legal. Tenía la ventaja de tener como aliados los jueces, políticos y abogados que conformaban el Círculo de Santa Fe, con lo que podía silenciar a McSween aplicando las leyes con prevaricación.

Dado lo avanzado de su enfermedad neoplásica fue su socio Dolan quien denunció a Alexander McSween de sacar dinero fraudulentamente del Territorio, lo que provocó que fuera arrestado en su domicilio.

Tunstall salió en defensa de su socio con un ataque: escribió una carta al “Mesilla Valley Independent” acusando al sheriff Brady de malversación de fondos. El periódico lo publicó y Dolan, que pagaba a Brady sus buenos dineros, se enfureció primero y se propuso matar a John Tunstall después.

Tuvo la oportunidad en La Mesilla, donde ambos coincidieron con sus hombres. Le provocó e insultó creyendo que Tunstall respondería con las armas, tendría así la excusa perfecta de la defensa propia. Pero el británico no entró al trapo, demasiado inglés, tenía flema; aunque bien pudiera ser que no creyera en la violencia o que le vio el plumero a Dolan. Fuera como fuera el caso es que no se inmutó y evitó la lucha. Aquello irritó todavía más a Dolan, que volvió a intentarlo días más tarde con idéntico resultado.

Encolerizado y echando espumarajos el socio de Murphy agarró el rifle con no muy santas intenciones. Uno de sus hombres lo detuvo; en aquel preciso instante estaban en desventaja numérica respecto al inglés.

Era el 6 del febrero, James Dolan se tragó la bilis jurando que Tunstall no llegaría a fin de mes.

Unos días más tarde comenzó el juicio contra McSween y con tejemanejes legales le confiscaron la casa y el almacén, del cual era socio John Tunstall.

Esta vez fue el británico quien rabió, máxime porque el sheriff Brady añadió a la incautación el rancho de Tunstall y todo su ganado, asegurando que eran de McSween.

No había nada que hacer.

Ambos socios se dieron cuenta que estaban indefensos ante aquel prevaricato.

En un intento de salvar algo de su patrimonio, el día 11 de febrero, John Tunstall reunió en Lincoln nueve caballos, que habían quedado fuera de la expropiación y pidió a algunos de sus hombres, entre los que se encontraba Billy, que los llevaran al rancho, a 40 millas.

Aquello fue una bofetada para el sheriff Brady, que lo consideró una burla, por no decir pitorreo, a su autoridad. Por ello al día siguiente envió una partida armada a Río Feliz con orden de requisar aquel ganado. Puso al frente a Bill Mathews y lo hizo acompañar de Jesse Evans y sus secuaces, convencido de que, con los bandoleros formando parte de la jauría, los vaqueros de Tunstall se acobardarían.

Se equivocó.

El capataz Dick Brewer no se asustaba fácilmente.

-Aquí no hay potros de McSween –fue su respuesta ante las exigencias de Mathews, lo cual era cierto.

Bill Mathews sostuvo la mirada de Dick, leía en ella que aquello podía acabar de la peor manera, principalmente porque Jesse Evans y Dick habían tenido sus más y sus menos sólo unos meses antes. Pero la orden del sheriff era tajante: quería aquellos corceles a cualquier precio. Insistió. Las frases fueron subiendo de tono al tiempo que los hombres de cada uno iban tomando posiciones. En bandos opuestos Jessie y Billy no se quitaban el ojo de encima.

A ninguno de los cabecillas les gustó el cariz que iba tomando el asunto. Mathews veía que sus hombres, aún siendo más diestros, estaban al descubierto respecto a los de Brewer, y éste sabía que, aunque ganaran el tiroteo, Brady enviaría más gente y lo peor es que, a pesar de ser un granuja tiralevitas, era sheriff y por ello tenía la Ley de su parte.

En un intento de calmar los ánimos Dick invitó a Mathews y su gente a cenar.

La propuesta cogió por sorpresa al ayudante del sheriff, que paró cuenta que era una solución honrosa para evitar el derramamiento de sangre. Además era tarde, tenían hambre y siempre era mejor una buena comida que una mala bala.

Fue una tregua, porque a lo largo de la velada las cosas se volvieron a tensar; demasiado alcohol. En un momento dado pareció que el postre iba a estar sazonado con plomo.

Mathews consiguió tranquilizar a sus hombres, los que más habían bebido y por tanto los más bravucones, pero que por lo mismo habían perdido habilidad con las armas. De pronto se preguntó si la cena no habría sido una trampa de Brewer.

-Creo –mintió – que puede que tengas razón, Dick. Mañana regresaré a Lincoln e informaré a Brady de tus argumentos.

Satisfecho de lavarse las manos al devolverle la pelota a su jefe, añadió que harían noche en el rancho si a Brewer no le importaba.

-En absoluto.

Durmieron, pero no se fiaron. Cada grupo dejó centinelas. Billy hizo el primer turno; Jessie, al saberlo, lo solicitó también a Mathews.

Ambos amigos se encontraron cerca del corral.

-Ha sido una sorpresa verte con la gente de Tunstall.

-Como si no lo hubieras sabido –contestó Billy.

Jessie sonrió tristemente.

-Sabes cómo acabará esto, ¿no?

Billy no respondió, pero su silencio fue muy explícito. Cada día que pasaba las acciones de Dolan eran más agresivas y violentas. De tener John Tunstall otro temperamento estarían ya en guerra abierta, pero el inglés era demasiado civilizado, demasiado creyente en unas leyes que no tenían ninguna fuerza en aquel Territorio.

-Deberías irte –aconsejó Jessie -. Abandona a Tunstall.

-¿Me estás dando órdenes?

-Sabes que no, pero esto terminará mal. Recuerda lo que te dije cuando te uniste a mí.

-El Círculo de Santa Fe –musitó Billy.

-Exacto, una mafia, porque no tiene otro nombre, que controla todo Nuevo México. Dolan pertenece a este grupo y tienen comprado a Brady.

-Y a ti.

-A través de Dolan, sí –reconoció -. Mira, esto no es una lucha entre ganaderos, es algo mucho más serio, es Tunstall contra el Gobierno…

-¿El Gobierno?

-El Gobernador es uno de ellos. Esto es como David contra Goliath, solo que esta vez perderá David. Billie, te lo digo como amigo, abandónale, no podéis ganar.

El adolescente tardó en responder. A pesar de que sólo tenía 16 años era algo que sabía, que lo supo desde que le hablaron del altercado en La Mesilla, que le atormentaba preguntándose qué actitud iba a tomar, y siempre llegaba a la misma conclusión. Aquel rancho, aquellos vaqueros, eran su hogar, el único que había tenido desde que murió su tía, eran su gente, sus amigos.

Hacer lo correcto.

No era un traidor.

-No puedo irme, Jess –dijo finalmente –. John Tunstall es mi patrón.

-No le debes nada.

-Eso no lo sabes.

Ahora fue Jessie quien guardó silencio.

-No tendréis ninguna ayuda –advirtió -. Estaréis solos, porque Chisum os abandonará a las primeras de cambio, lo conozco bien. En cuanto a la Ley, la manipulan ellos, estará a favor de ellos.

Se calló esperando una respuesta, pero sólo obtuvo la mirada silenciosa de Kid.

-Nunca creí, cuando me abandonaste, que terminaríamos en bandos opuestos.

-Tampoco me gusta a mí –murmuró Billy.

-Bueno, has tomado tu decisión. Quería que habláramos y que quedaran las cosas claras, porque sabes que yo hace tiempo que tomé la mía.

Kid asintió con la cabeza en silencio.

No hablaron más. Consumieron toda la guardia perdidos en sus pensamientos, preguntándose si se dispararían en caso de contienda. Lo cierto es que nunca llegaron a enfrentarse. En los tiroteos que vendrían en un futuro procuraron evitarse y aunque en algún momento tuvieron al otro en el punto de mira nunca dispararon. Tampoco se rompió su amistad, lo demuestra una carta de Jesse Evans de 1881 dirigida a Kid Antrim. En ella le informaba que estaba preso, camino del penal, y le solicitaba ayuda para huir. La carta fue interceptada y Billy the Kid nunca la recibió; de haberla tenido es seguro que hubiera ido en su ayuda, con lo cual no habría estado en Fort Sumner la fatídica noche del 14 de julio.

Al terminar el turno Billy se dirigió al barracón de los vaqueros para dormir. Dick Brewer estaba esperándole.

-Te he visto charlando con tu antiguo jefe –fue su saludo.

-¿Y? –el tono del capataz no le había gustado un pelo.

-¿De qué?

-Eso no te importa.

-Me importa si eres un espía.

Los ojos de Kid brillaron fríos.

-Si eso es lo que crees, despídeme. Me voy a la cama.

Dick le vio darse la vuelta y caminar hacia el catre en un andar que al capataz se le antojó desdeñoso.

CAPÍTULO 19

Distracción

Se despertó cuando Fred Wayte le sacudió el hombro.

-Levanta, tenemos que escoltar a la gentuza de Brady a la ciudad. Órdenes de Dick.

-¿Para convencerse de que se van?

-No, para informar a Tunstall de lo ocurrido.

Billy miró a su amigo con cara de guasa.

-Y de paso, vigilarme a mi, ¿no?

-Correcto –rió Fred -, ¿para qué mentirte? No sé qué hiciste ayer, pero el capataz no confía en ti.

-No hice nada, tan sólo coincidimos Jess y yo en la guardia y nos la pasamos hablando.

Connivencia con el enemigo –dedujo ante la forma familiar de nombrar a Evans; añadió en broma -: Eso está muy feo.

Go to hell!

Acompañaron al grupo guardando la distancia. A medio camino vieron a Jesse Evans separarse con dos más tomando la dirección del rancho de Bob Paul, que se hallaba al suroeste de Río Feliz. Ambos amigos lo siguieron con los ojos.

-¿De qué hablasteis? –preguntó Fred dudando entre cumplir la orden de informar a Tunstall o ir detrás de Evans.

-No te importa.

-Cierto, pero puesto que sabes que Dick me ha ordenado espiarte…

-Tienes la sutileza en los talones.

-Billy, tú y yo nos hemos hecho amigos; confío en ti, pero comprende que Dick se la tiene jurada a Jesse desde que le robó los caballos y tú participaste. Es lógico que desconfíe.

-Fred, si supiera que no ibas a irle con el cuento te lo  diría, pero así no. Si desconfía de mí, que se joda, no es él quien me paga sino Tunstall y es a éste a quien debo dar explicaciones, no a Dick.

 -¿Se lo digo con esas palabras?

Bonney se encogió de hombros por toda respuesta.

Llegaron a Lincoln al atardecer descubriendo que la tienda de John Tunstall estaba ocupada por varios de los ayudantes del sheriff Brady.

-No te pares, Fred, vayamos a su casa.

El domicilio del patrón estaba unas calles más abajo, cerca del hotel.

Al británico no le hizo gracia el informe y menos que Jesse Evans se hubiera separado del grupo. Los del rancho Bob Paul eran partidarios de Dolan.

-¿Qué pensáis? –preguntó a los dos jóvenes.

-Que van a reunir un grupo numeroso de gente armada para atacar Río Feliz –respondió Fred Wayte.

Eso mismo se temía Tunstall. Necesitaban ayuda. Si pudiera llegar al rancho de Chisum y que le prestara hombres… No podía, le vigilaban, sabrían que abandonaba la ciudad. Lo malo que también vigilarían a los dos muchachos, eran los únicos de sus hombres que estaban en Lincoln. Tenía las manos atadas.

-¿Y si creamos una distracción? –inquirió Billy.

-¿Cómo cuál?

El chico hizo un gesto de ignorancia. No obstante, a esas horas poco podían hacer. Se retiraron a descansar.

Por la mañana Billy vio salir del Wortley Hotel & Restaurant a uno de los camareros con comida dirigiéndose a la tienda de Tunstall. Sonrió pillo. ¡Ya lo tenía! Envió sin más explicaciones a Fred para que Tunstall se preparara y él corrió a detener al mozo.

En la tienda se sorprendieron al ver que quien se acercaba por la calle no era el camarero del restaurante sino un cowboy con un rifle winchester apoyado indolentemente en el hombro, el sombrero mexicano ladeado ligeramente hacia el occipucio mostrando el rostro.

-¿Quién es ese chico? –preguntó James Longwell.

-Creo que trabaja para Tunstall.

Billy caminaba despacio, sin apresurarse, calculando los riesgos (desde que acompañara a su padre por el sendero de Chisholm tenía demasiada experiencia en tiroteos como para andar a ciegas) y dejándose ver bien en la calle. Por el rabillo del ojo comprobaba que iba llamando la atención, pero aún no era suficiente.

Se detuvo a pocos metros de la tienda y llamó a los alguaciles, cobardes. Hablaba a gritos, para que lo oyera el máximo de gente. Fred, que le había seguido tras informar a Tunstall, vio que la calle entera empezaba a concentrarse en su amigo olvidándose de vigilar al inglés. Pero aquello iba a acabar mal. El idiota se exponía a que le descerrajaran un tiro, tendría que ayudarle. Buscó un parapeto sin perder de vista a Billy, que seguía dando espectáculo. Ahora se reía de los diputados en la tienda. Al final James se hartó de oírle y respondió desafiante.

-¡Muy bien! –contestó con una mueca de burla el adolescente, a la que siguió una corta y alegre carcajada -. Entonces sal y enfrentémonos en un tiroteo justo.

James se dispuso a salir, pero le detuvo su compañero.

-¿Estás loco? No es más que un niño. Si lo matas vas a poner a todo Lincoln en contra nuestra.

-Es un bocazas y va armado.

-¿Y qué? Te acusarán de asesinato igualmente, piensa en su edad. Además no está solo.

-¿Qué quieres decir?

-Mira en aquella esquina, hay otro de los hombres de Tunstall. A ese le conozco, es Fred Wayte. Seguro que hay más. Te cogerán en un fuego cruzado.

James se tragó la rabia. Su compañero tenía razón, seguro que el chaval no era más un cebo. Ahora se explicaba su temeridad. No salió. Y Billy considerando que Tunstall había tenido tiempo más que suficiente para fugarse finalizó la comedia.

Años después la leyenda diría que James Longwell no salió porque conocía la fama de pistolero de Billy, cuando lo cierto es que el muchacho, en aquel entonces, era un perfecto desconocido, un vaquero más del montón.

Fred vio, con cara de pocos amigos, aproximarse a Billy.

-Eso ha sido una estupidez –recriminó.

-La distracción tenía que ser llamativa.

-¿Y si llega a salir?

Billy no contestó. Había participado en diversos tiroteos, sobre todo durante el mes que estuvo en la banda de Jesse Evans, pero esto era distinto.

-¿No respondes?

-No hay respuesta. No sé lo que habría hecho –reconoció – Supongo que aguantar el tipo, qué remedio.

Suspiró antes de preguntar:

-¿Tunstall se habrá ido?

-Seguro, aunque nosotros deberíamos quedarnos un día más antes de regresar al rancho, para que no se den cuenta que se ha escapado. Así le daremos tiempo a que hable con Chisum.

CAPÍTULO 20

Lunes, 18 de febrero de 1878

El mismo día que Tunstall llegaba al rancho de Chisum para pedir ayuda cuatro personas abandonaban Lincoln. Por un lado, Billy y Fred, que regresaban a Río Feliz. Por otro, James Dolan con Bill Mathews dirigiéndose al rancho de Bob Paul, donde se habían reunido la cuadrilla de Jesse Evans y la de los Seven Rivers Warriors, un total de 45 hombres.

John Tunstall comprobó lo acertadas que habían sido las palabras de Jesse Evans: Chisum era de los que lanzaban la piedra y escondían la mano; en consecuencia se negó a prestar ayuda al inglés. Sabía que llevaba las de perder si se enfrentaba al Círculo de Santa Fe tal y como se desarrollaban los acontecimientos; mejor quedarse al margen y que otros le sacaran las castañas del fuego.

Desengañado con Chisum John Tunstall regresó a su rancho. Se sentía vencido y sin ánimo de seguir luchando. Cuando llegó a Río Feliz la noche del domingo diecisiete había tomado la decisión de rendirse. Entregaría los nueve pura sangre confiscados y dejaría que decidiera el pleito la justicia.

Poco antes del amanecer, sin haber dormido, dio orden a Dick Brewer, Bob Windenmann, John Middleton, Henry Brown, Billy Bonney y Fred Wayte, de rodear los corceles para conducirlos de vuelta a la ciudad. Él los acompañaría.

A unas diez millas de distancia Fred, que conducía un carro, siguió la ruta más fácil de Río Hondo, mientras que sus compañeros, excepto Henry, que tuvo que regresar al rancho al perder su caballo una herradura, tomaron el atajo de Pajarito Springs atravesando la montaña.

Entre tanto Dolan, con las dos bandas de forajidos, llegaba a Río Feliz descubriendo que no había nadie salvo  Gottfried Gauss, el cocinero. Encolerizado por la jugarreta interrogó al pobre hombre, que confesó que Tunstall iba camino de Lincoln acompañado de cinco empleados.

No era preciso que los persiguieran todos, con 20 hombres bastaría; mientras, él con el resto, se quedaría en el rancho. Se veía bueno, no estaría de más que también lo confiscaran. Para calcular mejor su valor ordenó inventariarlo: había unas 360 cabezas de ganado, un yunque, una pala, una cabaña con sacos de arena…

-¿Quién dirigirá el grupo? –preguntó Jesse Evans a Dolan, que codicioso del rancho se había olvidado del dueño.

-Tú mismo –respondió midiendo a pasos la longitud de la casa.

-Conmigo no cuentes, no soy un perro de presa.

-¿Es porque Billy es uno de ellos? –quiso saber William Morton, macizo, malcarado y receloso.

La mano de Jessie se acercó peligrosamente al revólver.

-Es porque sólo son seis y nosotros veinte.

-Como quieras –respondió ansioso Dolan, la interrupción le había hecho perder la cuenta, tendría que empezar de nuevo. Tomó nota mental de la insubordinación -. En ese caso tuyo es el mando, Morton. Quiero esos caballos a cualquier precio.

-Los tendrá –aseguró éste y recordando que Dolan había querido matar al británico en La Mesilla gritó a sus hombres -: ¡Apúrense, muchachos! Mi cuchillo está afilado y tengo ganas de arrancarle la cabellera a alguien.

En Pajarito Springs el grupo de Tunstall se detuvo sólo lo suficiente para que bebieran del manantial las monturas y la manada de caballos, luego siguieron por el sendero. Era un camino serpenteante, pedregoso, las piedras rodaban por la ladera al pisotearlas los cascos arrastrando un pequeño alud de guijarros.

Cerca de la puesta de sol llegaban a una división y continuaron cuesta abajo. El sendero era ahora angosto y los hombres y caballerías avanzaban en fila india con Billy y Middleton en la retaguardia. En la vanguardia, Brewer y Windenmann divisaron una bandada de patos y subieron una pendiente a cazar algo para cenar.

En la parte superior del cruce Billy y Middleton vieron a varios jinetes acercándose rápidamente. Mientras Billy espoleaba a su caballo, no el ruano sino el gris que le había regalado Tunstall, para avisar a Brewer y Windenmann, Middleton hacía lo mismo para alertar al patrón.

Cuando Billy llegó a la altura del capataz los perseguidores alcanzaban el cruce y comenzaban a dispararles. Eran tres contra veinte, se adentraron en el bosque huyendo y se refugiaron detrás de matorrales y rocas.

Poco después se les unía Middleton.

-¿Y Tunstall? –preguntó Dick.

-No ha querido venir. Le he dicho que no podíamos hacer nada, que eran muchos y que lo más juicioso era que se quedaran los caballos, pero no ha querido. Dijo que nos fuéramos nosotros, que no le harían nada.

-Tenemos que volver –dijo Billy -, lo matarán si está solo.

-Lo matarán si acudimos –respondió Dick -, creerán que atacam…

Se interrumpió al oír el disparo, luego sonó un segundo.

Regresaron, pero se detuvieron a una distancia prudencial.

Tunstall yacía en el suelo en medio de un círculo que habían formado sus asesinos.

-No se les ve bien las caras –dijo Dick Brewer.

-William Morton es uno de ellos –respondió Billy – pude verle el rostro cuando me di cuenta que nos perseguían.

-Frank Baker es otro –dijo Middleton.

-¿Reconocisteis alguno más?

-Wallace Olinger, Buckshot Roberts, Manuel Segovia…

-Tom Hill –añadió Middleton -, Ramón Montoya…

-Robert Beckwith

-Casi todos hombres de Jesse Evans –comentó Dick Brewer -, ¿estaba él?

-No lo sé.

-¡No quiero mentiras, Billy!

El muchacho miró tenso al capataz. Su patrón yacía muerto a un centenar de metros y tenía la sensación de que habían matado a su mejor amigo; había sido bueno con él, siempre le trató como a un caballero ¡Y Dick dudaba de su integridad!

-Si estaba –dijo entre dientes -, yo no lo he visto.

-No, no estaba –apoyó Middleton -, lo habría reconocido.

Brewer se dio cuenta que había herido a Kid, pero éste ya no le prestaba atención pendiente de lo que hacían los asesinos.

Billy se sintió enfermo ante lo que veía: Morton disparaba dos veces el revólver de Tunstall, sin duda para hacer creer que lo habían matado en defensa propia; éste golpeaba la cabeza del muerto con la culata del rifle; aquel mataba al caballo y le ponía el sombrero de su amo como una broma macabra…

Una mano se posó en su hombro dándole consuelo, la de Dick, que estaba mortalmente pálido, igual que los otros compañeros, igual que él seguramente, pensó…

Cuando terminaron de burlarse del fallecido cogieron los nueve pura sangre y se los llevaron. Fue entonces, tras esperar un tiempo prudencial, cuando se acercaron al cuerpo del patrón. Ninguno hablaba. Tunstall tenía una bala en el pecho y otra en la cabeza.

-Me gustaría saber quién ha sido –comentó Billy.

-Todos –respondió Dick -. Todos son culpables, todos han participado.

Pareció que iba a añadir algo más, pero sólo rechinó los dientes.

-Vamos a Lincoln –dijo finalmente -. Hay que informar a McSween.

-¿Vamos a dejarlo aquí?

Dick miró al adolescente, Billy se veía muy afectado.

-No podemos llevarlo con nosotros.

El muchacho no respondió.

Llegaron a la ciudad sobre la medianoche y se encaminaron a casa del socio de Tunstall, que seguía en arresto domiciliario. McSween les escuchó sombríamente.

-Id a descansar –dijo -, enviaré a alguien a recoger el cuerpo.

No había camas para todos, dos la compartieron, el resto se agenció mantas para dormir en el suelo. Kid estaba extendiendo la suya cuando oyó la voz de Dick Brewer llamándole. El capataz tenía una expresión extraña, como avergonzado.

-Siento lo de esta tarde. Te pido disculpas por mis palabras y mi desconfianza.

Billy frunció una ceja levemente; Dick no era de los que solían disculparse.

-Además, Fred me ha contado como te arriesgaste para que Tunstall pudiera escapar de Lincoln. He sido injusto contigo, lo siento.

Billy era el tipo de persona que no olvidaba, pero lo suficientemente generoso como para perdonar y no echar nunca en cara lo ocurrido por mucho que lo recordara.

-Todos estábamos muy alterados –restó importancia -, incluso ahora, pero me alegro que no me veas como un enemigo.

Brewer se alegró que Kid no le guardara rencor. Se había equivocado completamente con él debido a la obcecación que tenía desde que Jesse Evans le robara los caballos. Estaba convencido de que todos los componentes de The Boys eran iguales, pero los ojos de horror de Billy al ver a Tunstall muerto y vejado no habían sido fingidos y cuando Fred le comentó la forma como consiguió Billy que el inglés huyera de Lincoln, se convenció de que lo había juzgado mal.

Posiblemente Billy y Jesse Evans fueran amigos como sospechaba, pero ahora estaba seguro que el chico nunca los traicionaría.

CAPÍTULO 21

Los Reguladores

En el Este, Thomas Alva Edison se levantaba sin descansar por la excitación, puesto que ese día iba a patentar uno de sus inventos más populares: el fonógrafo.

En el Oeste, Billy se incorporaba de la cama sin apenas haber podido conciliar el sueño, porque cada vez que cerraba los ojos volvía a ver el asesinato y las burlas al cadáver.

Y ya no era sólo el recuerdo.

Billy se había dado cuenta que estaba en otro punto de inflexión de su vida. Podía marcharse, como le había aconsejado Jessie, ahora que Tunstall ya no existía y buscar empleo en otro Territorio lejos de la lucha de poder de Nuevo México, pero aquello significaba desertar. Se sentía a disgusto consigo mismo sólo de pensarlo. No sólo no había sabido defender a su patrón sino que ahora se planteaba huir como un cobarde.

Se maldijo.

Su parte racional le decía que Tunstall no iba a resucitar y que era absurdo involucrarse, pero sus dieciséis años, su lealtad como vaquero y el aprecio que tenía al británico le empujaban a la venganza, a hacer pagar a sus asesinos lo que le hicieron.

Salió de la habitación dudando qué camino tomar.

En el despacho el juez de paz Wilson estaba haciendo escribir la declaración jurada de Dick. Billy declaró a continuación. Mientras la firmaba preguntó:

-¿Va a detenerlos?

Sabía que era una pregunta estúpida, pero con todo el poder que poseían Dolan y Murphy tenía dudas.

-McSween ya ha enviado hombres a recoger los restos mortales. Tan pronto lleguen y se les haga la autopsia tomaré mi decisión.

No quería precipitarse. La situación era surrealista: algunos de los hombres a los que acusaban eran ayudantes del sheriff. Era habitual en la frontera que, ante la escasez de agentes de la Ley, se concediese licencia temporal a ciudadanos comunes para que actuaran como alguaciles en ciertos momentos. A esta clase pertenecían los hombres del sheriff Brady y por ello eran diputados aunque anteriormente hubieran sido criminales. No podía extender órdenes de arresto contra ellos alegremente, necesitaba algo sólido.

No fue hasta el día siguiente, miércoles, una vez que la autopsia confirmó las declaraciones, que el juez firmó las órdenes de detención para James Dolan, Jesse Evans y dieciséis más.

Wilson las entregó al agente Atanasio Martínez, quien pidió ayudantes a Dick. Fred Wayte se ofreció voluntario, Billy le siguió, cualquier cosa menos seguir inactivo con sus pensamientos.

Brady estaba con sus alguaciles en la tienda de Tunstall. Hacia allí se dirigieron, pero no llegaron. A mitad camino se vieron emboscados por el sheriff y varios de los asesinos de Tunstall fuertemente armados. Alguien les había avisado y el sheriff se había preocupado. Una cosa era enfrentarse a los vaqueros de Tunstall y otra que un juez les hubiera dado cobertura legal nombrándolos agentes. No podía permitir que detuvieran a sus hombres, porque sería reconocer que eran culpables. Tenía que dar un golpe de mano.

-Traigo órdenes… -comenzó Martínez.

-No traes nada –respondió Brady -, porque no vas a detener a gente honrada. Soy yo quien os arresta.

Estaban rodeados, no había más opción que rendirse.

A punta de pistola, por la calle principal de la ciudad y para que los viera bien todo Lincoln, en una clara humillación para los vencidos, los condujo a la cárcel; pero era más que una vejación, era un mensaje a los adversarios de Murphy y Dolan, y es que tanto éstos como él, el sheriff Brady, eran impunes y podían hacer lo que les viniera en gana.

Al atardecer liberó a Martínez. Había sido nombrado agente directamente por el juez Wilson y no tenía pretexto legal para retenerle, pero los dos vaqueros de Tunstall sólo eran voluntarios que se habían ofrecido para echarle una mano, así que no los excarceló.

-¿Por qué nos retiene? –quiso saber Wayte.

-Porque puedo hacerlo.

Llevaba al cinto la pistola de mango nacarado de Billy, que le había arrebatado aquella mañana y dicen que cuando la confiscó ambos intercambiaron frases poco cariñosas del estilo hijo de perra.

Ufano y chulesco, para que ambos jóvenes entendieran bien quién era el amo de la ciudad, los dejó solos.

Bill Mathews les trajo la cena al anochecer.

-¿Quién disparó al señor Tunstall? –preguntó Billy.

-¿Estabas allí y no lo viste?

-Lo vi ya muerto.

-Ah, entiendo, huiste como un cobarde. Todos os fuisteis, porque estaba él sólo.

Kid apretó las mandíbulas, no porque le hubiera llamado cobarde sino por recordarle que lo habían abandonado.

-¿Quién disparó? –insistió.

-Según el informe de Morton, cuando le dijeron a Tunstall que se rindiera sacó el arma y disparó dos veces. Para defenderse, él, Jesse Evans y Tom Hill respondieron al fuego.

-Morton miente –respondió recordando que habían disparado el revólver del patrón después.

-¿Y cómo lo sabes si habías escapado como un conejo asustado?

Sonrió poniéndose a la altura de Billy casi rozándose si no hubieran estado los barrotes entre ellos.

-Tunstall está muerto porque vosotros lo abandonasteis como perros. Ahora lloriqueáis justicia. Si por mí fuera la aplicaría a vosotros, ¿conoces la pena por deserción, chico?

No esperó respuesta y se rió alegremente ante la expresión de los ojos de Billy.

Brady tampoco los liberó para el funeral de Tunstall.

Enterraron al inglés cerca de la pared del corral de detrás de su tienda. Se cantaron himnos.

En la cárcel Billy y Wayte desesperaban, aunque lo peor para Kid eran las burlas de Mathews, que no perdía ocasión de recordarle que habían abandonado al patrón a su suerte.

-¿Puede decirnos por qué seguimos aquí? –estalló Billy al segundo día.

-Armasteis tumulto unos días atrás –respondió Brady – ¿O no recuerdas que desafiasteis a mis hombres?

-Lo hice yo. Suelte al menos a Fred.

-Os vieron a los dos.

Cuando al final los excarceló Billy se encontró que el revólver que le devolvía tenía el mango de madera. Protestó reclamando el suyo.

-Conténtate con lo que tienes –respondió Brady -. Considera el seis tiros como pago de la multa por alborotar.

Ambos sostuvieron la mirada. Finalmente Billy, tras evaluar la situación, optó por resignarse.

Su primera parada fue la tumba de su jefe para presentarle sus respetos. Volvieron a asaltarle las imágenes del crimen; sabía ya quienes lo habían matado, lo había oído comentar entre sí a dos ayudantes de Brady. Los que dispararon fueron William Morton y Frank Baker. Debería haberlos matado el día que fue a recuperar el ruano, quizá ahora Tunstall seguiría vivo. No albergaba ninguna duda de que habían sido ellos, llegó a conocerlos bastante bien el tiempo que estuvo en la banda de Jesse Evans. Morton había matado a tres hombres antes de llegar al condado de Lincoln y Frank Baker disfrutaba disparando a hombres indefensos cuando estaban arrodillados suplicando por su vida. Jessie le había comentado que en una ocasión vio a Baker apuntando con su pistola a la cabeza de uno con una risa brutal, volarle los sesos y patear el cuerpo muerto y la cara hasta convertirla en gelatina. Descripción que ahora se le antojaba muy similar a lo que habían hecho con el cadáver de Tunstall.

Había tenido dudas al principio, pero ya no. Sabía lo que tenía que hacer. Allí, ante la tumba de John Tunstall, pensar en su asesinato, en los escarnios al cadáver, en los tres días de cárcel y Bill Mathews burlándose con sadismo… La decisión estaba tomada.

Una visita en prisión les había dicho que Dick Brewer había jurado en el entierro que detendría a los asesinos. Le ayudaría en todo lo que hiciera falta.

-Lo pagarán, señor Tunstall, se lo juro –murmuró.

En los días siguientes los acontecimientos se precipitaron. McSween huyó de Lincoln temiendo por su seguridad. Dick Brewer, furioso porque el sheriff Brady se negaba a arrestar a los asesinos, conseguía que el juez Wilson le nombrara agente especial para detenerlos haciéndole entrega de las órdenes de arresto.

Con el nombramiento Dick creó su propio grupo de ayudantes, todos trabajadores o amigos de Tunstall, todos con ansia de venganza: Fred Wayte, Doc Scurlock, Charlie Bowdre, José Chávez… y naturalmente Billy Bonney.

Dick Brewer era el jefe y bautizó al grupo con el nombre de los Reguladores. En total eran una docena.

La leyenda pone en un lugar destacado a Billy, pero solo era un muchacho entre hombres. En términos militares: un soldado raso de la tropa.

Se había creado una paradoja: agentes de la Ley que debían detener a otros agentes de la Ley.

Así comenzó lo que en los Anales de la Historia del Oeste se conoce como La Guerra del Condado de Lincoln.

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