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10
julio
POLVO AL VIENTO (22)

CAPÍTULO 21

Los Reguladores

En el Este, Thomas Alva Edison se levantaba sin descansar por la excitación, puesto que ese día iba a patentar uno de sus inventos más populares: el fonógrafo.

En el Oeste, Billy se incorporaba de la cama sin apenas haber podido conciliar el sueño, porque cada vez que cerraba los ojos volvía a ver el asesinato y las burlas al cadáver.

Y ya no era sólo el recuerdo.

Billy se había dado cuenta que estaba en otro punto de inflexión de su vida. Podía marcharse, como le había aconsejado Jessie, ahora que Tunstall ya no existía y buscar empleo en otro Territorio lejos de la lucha de poder de Nuevo México, pero aquello significaba desertar. Se sentía a disgusto consigo mismo sólo de pensarlo. No sólo no había sabido defender a su patrón sino que ahora se planteaba huir como un cobarde.

Se maldijo.

Su parte racional le decía que Tunstall no iba a resucitar y que era absurdo involucrarse, pero sus dieciséis años, su lealtad como vaquero y el aprecio que tenía al británico le empujaban a la venganza, a hacer pagar a sus asesinos lo que le hicieron.

Salió de la habitación dudando qué camino tomar.

En el despacho el juez de paz Wilson estaba haciendo escribir la declaración jurada de Dick. Billy declaró a continuación. Mientras la firmaba preguntó:

-¿Va a detenerlos?

Sabía que era una pregunta estúpida, pero con todo el poder que poseían Dolan y Murphy tenía dudas.

-McSween ya ha enviado hombres a recoger los restos mortales. Tan pronto lleguen y se les haga la autopsia tomaré mi decisión.

No quería precipitarse. La situación era surrealista: algunos de los hombres a los que acusaban eran ayudantes del sheriff. Era habitual en la frontera que, ante la escasez de agentes de la Ley, se concediese licencia temporal a ciudadanos comunes para que actuaran como alguaciles en ciertos momentos. A esta clase pertenecían los hombres del sheriff Brady y por ello eran diputados aunque anteriormente hubieran sido criminales. No podía extender órdenes de arresto contra ellos alegremente, necesitaba algo sólido.

No fue hasta el día siguiente, miércoles, una vez que la autopsia confirmó las declaraciones, que el juez firmó las órdenes de detención para James Dolan, Jesse Evans y dieciséis más.

Wilson las entregó al agente Atanasio Martínez, quien pidió ayudantes a Dick. Fred Wayte se ofreció voluntario, Billy le siguió, cualquier cosa menos seguir inactivo con sus pensamientos.

Brady estaba con sus alguaciles en la tienda de Tunstall. Hacia allí se dirigieron, pero no llegaron. A mitad camino se vieron emboscados por el sheriff y varios de los asesinos de Tunstall fuertemente armados. Alguien les había avisado y el sheriff se había preocupado. Una cosa era enfrentarse a los vaqueros de Tunstall y otra que un juez les hubiera dado cobertura legal nombrándolos agentes. No podía permitir que detuvieran a sus hombres, porque sería reconocer que eran culpables. Tenía que dar un golpe de mano.

-Traigo órdenes… -comenzó Martínez.

-No traes nada –respondió Brady -, porque no vas a detener a gente honrada. Soy yo quien os arresta.

Estaban rodeados, no había más opción que rendirse.

A punta de pistola, por la calle principal de la ciudad y para que los viera bien todo Lincoln, en una clara humillación para los vencidos, los condujo a la cárcel; pero era más que una vejación, era un mensaje a los adversarios de Murphy y Dolan, y es que tanto éstos como él, el sheriff Brady, eran impunes y podían hacer lo que les viniera en gana.

Al atardecer liberó a Martínez. Había sido nombrado agente directamente por el juez Wilson y no tenía pretexto legal para retenerle, pero los dos vaqueros de Tunstall sólo eran voluntarios que se habían ofrecido para echarle una mano, así que no los excarceló.

-¿Por qué nos retiene? –quiso saber Wayte.

-Porque puedo hacerlo.

Llevaba al cinto la pistola de mango nacarado de Billy, que le había arrebatado aquella mañana y dicen que cuando la confiscó ambos intercambiaron frases poco cariñosas del estilo hijo de perra.

Ufano y chulesco, para que ambos jóvenes entendieran bien quién era el amo de la ciudad, los dejó solos.

Bill Mathews les trajo la cena al anochecer.

-¿Quién disparó al señor Tunstall? –preguntó Billy.

-¿Estabas allí y no lo viste?

-Lo vi ya muerto.

-Ah, entiendo, huiste como un cobarde. Todos os fuisteis, porque estaba él sólo.

Kid apretó las mandíbulas, no porque le hubiera llamado cobarde sino por recordarle que lo habían abandonado.

-¿Quién disparó? –insistió.

-Según el informe de Morton, cuando le dijeron a Tunstall que se rindiera sacó el arma y disparó dos veces. Para defenderse, él, Jesse Evans y Tom Hill respondieron al fuego.

-Morton miente –respondió recordando que habían disparado el revólver del patrón después.

-¿Y cómo lo sabes si habías escapado como un conejo asustado?

Sonrió poniéndose a la altura de Billy casi rozándose si no hubieran estado los barrotes entre ellos.

-Tunstall está muerto porque vosotros lo abandonasteis como perros. Ahora lloriqueáis justicia. Si por mí fuera la aplicaría a vosotros, ¿conoces la pena por deserción, chico?

No esperó respuesta y se rió alegremente ante la expresión de los ojos de Billy.

Brady tampoco los liberó para el funeral de Tunstall.

Enterraron al inglés cerca de la pared del corral de detrás de su tienda. Se cantaron himnos.

En la cárcel Billy y Wayte desesperaban, aunque lo peor para Kid eran las burlas de Mathews, que no perdía ocasión de recordarle que habían abandonado al patrón a su suerte.

-¿Puede decirnos por qué seguimos aquí? –estalló Billy al segundo día.

-Armasteis tumulto unos días atrás –respondió Brady – ¿O no recuerdas que desafiasteis a mis hombres?

-Lo hice yo. Suelte al menos a Fred.

-Os vieron a los dos.

Cuando al final los excarceló Billy se encontró que el revólver que le devolvía tenía el mango de madera. Protestó reclamando el suyo.

-Conténtate con lo que tienes –respondió Brady -. Considera el seis tiros como pago de la multa por alborotar.

Ambos sostuvieron la mirada. Finalmente Billy, tras evaluar la situación, optó por resignarse.

Su primera parada fue la tumba de su jefe para presentarle sus respetos. Volvieron a asaltarle las imágenes del crimen; sabía ya quienes lo habían matado, lo había oído comentar entre sí a dos ayudantes de Brady. Los que dispararon fueron William Morton y Frank Baker. Debería haberlos matado el día que fue a recuperar el ruano, quizá ahora Tunstall seguiría vivo. No albergaba ninguna duda de que habían sido ellos, llegó a conocerlos bastante bien el tiempo que estuvo en la banda de Jesse Evans. Morton había matado a tres hombres antes de llegar al condado de Lincoln y Frank Baker disfrutaba disparando a hombres indefensos cuando estaban arrodillados suplicando por su vida. Jessie le había comentado que en una ocasión vio a Baker apuntando con su pistola a la cabeza de uno con una risa brutal, volarle los sesos y patear el cuerpo muerto y la cara hasta convertirla en gelatina. Descripción que ahora se le antojaba muy similar a lo que habían hecho con el cadáver de Tunstall.

Había tenido dudas al principio, pero ya no. Sabía lo que tenía que hacer. Allí, ante la tumba de John Tunstall, pensar en su asesinato, en los escarnios al cadáver, en los tres días de cárcel y Bill Mathews burlándose con sadismo… La decisión estaba tomada.

Una visita en prisión les había dicho que Dick Brewer había jurado en el entierro que detendría a los asesinos. Le ayudaría en todo lo que hiciera falta.

-Lo pagarán, señor Tunstall, se lo juro –murmuró.

En los días siguientes los acontecimientos se precipitaron. McSween huyó de Lincoln temiendo por su seguridad. Dick Brewer, furioso porque el sheriff Brady se negaba a arrestar a los asesinos, conseguía que el juez Wilson le nombrara agente especial para detenerlos haciéndole entrega de las órdenes de arresto.

Con el nombramiento Dick creó su propio grupo de ayudantes, todos trabajadores o amigos de Tunstall, todos con ansia de venganza: Fred Wayte, Doc Scurlock, Charlie Bowdre, José Chávez… y naturalmente Billy Bonney.

Dick Brewer era el jefe y bautizó al grupo con el nombre de los Reguladores. En total eran una docena.

La leyenda pone en un lugar destacado a Billy, pero solo era un muchacho entre hombres. En términos militares: un soldado raso de la tropa.

Se había creado una paradoja: agentes de la Ley que debían detener a otros agentes de la Ley.

Así comenzó lo que en los Anales de la Historia del Oeste se conoce como La Guerra del Condado de Lincoln.

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