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23
mayo
POLVO AL VIENTO (15)

CAPÍTULO 14

Siete Ríos

Bárbara Jones se despertó sobresaltada. Alguien se movía por el exterior. Atisbó con precaución, aún no había amanecido y sólo reinaba oscuridad. No se veía nada, pero sabía por experiencia que eso era lo peligroso. En aquellas tierras no sólo existían fieras salvajes también indios y forajidos, que veían en los ranchos apetitosas presas. No podía confiarse estando aquella noche sola con sus hijos pequeños. Bob se había ido con los mayores a vender las reses.

Cogió un rifle, lo amartilló y asomó el cañón por una de las troneras de la pared.

-¡Salga de ahí! –gritó.

No tuvo que repetir la orden, un cuerpo se levantó detrás del abrevadero. No se distinguía bien quién era, la mujer esforzó la vista, el cuerpo estaba oscurecido por una nube que cubría la luna. Aún así vio que la silueta levantaba los brazos antes de comenzar a caminar de forma rara. Cuando la luna asomó se dio cuenta que cojeaba arrastrando lentamente los pies.

El desconocido cayó de rodillas, pero no bajó las manos para evitar el malentendido de que quisiera sacar sus armas y le dispararan. Luchó para levantarse. Estaba ya lo suficientemente cerca como para que Bárbara viera que portaba dos pistolas y que era un chico delgado, no mayor de quince años. Sus facciones mostraban su agotamiento y respiraba con la boca abierta dejando ver dos incisivos prominentes.

Kid consiguió levantarse finalmente, las manos siempre en alto. Le dolían los pies, los sentía desollados dentro de las botas, ya más horma que calzado; las piernas se contraían en calambres dolorosos. Apenas dio un paso cuando volvió a caer y esta vez tuvo que apoyar las palmas en el suelo para detener la caída.

Bárbara se compadeció. Dejó el rifle y desatrancó la puerta.

Billy, a cuatro patas, alzó la cabeza al oír el ruido. Vio acercarse una mujer de estatura media y aspecto fornido que le ayudó a levantarse y sosteniéndolo lo condujo a la cocina sentándolo junto al fuego del hogar. En el estante superior había un puchero de cobre; a la izquierda, el aparador; a la derecha, en el suelo, varios troncos para alimentar las llamas junto a los morillos.

-Gracias, ma’am –dijo en un suspiro el muchacho. Tenía una voz dulce como su rostro, pensó la mujer -. Me llamo Billie Bonney.

-Yo soy Bárbara –respondió agachándose para quitarle las botas.

Tenía un rostro redondo, facciones adustas, sanguíneas; el cabello un poco corto para ser mujer y hebras grises.

Las botas se habían quedado pequeñas al inflamarse los pies de Billy. Forcejearon para sacarlas. Cuando salió la primera Kid apretó los dientes ahogando un gemido, la bota se había llevado algo de piel.

-No llevas calcetines –comentó Bárbara.

-No tengo dinero para esos lujos –se excusó con una sonrisa. Aquella prenda era difícil de conseguir y costaba mucho dinero. Quienes la poseían la cuidaban como oro en paño.

La segunda bota no fue más fácil que la primera.

Kid miró sus pies, los tenía peor de lo que pensaba, llenos de ampollas reventadas, hinchados, llagados y ulcerados. También Bárbara los miraba.

-Los tienes en carne viva.

-He caminado mucho.

-Voy a por agua, ahora vengo.

Kid asintió con la cabeza. Cerró los ojos con cansancio. Los abrió bruscamente al sentir calor en un pie. Bárbara estaba arrodillada sumergiéndolo en un barreño humeante. Parpadeó; se había quedado dormido.

Hizo una mueca cuando introdujo el segundo pie en el agua caliente.

Bárbara lo estudió mientras el chico se los lavaba. El rostro lo tenía polvoriento, con barro allí donde se había mezclado con el sudor. La ropa, sucia de tierra y con desgarros de las plantas espinosas, como si se hubiera revolcado entre los arbustos; la rodilla derecha asomaba por un siete del pantalón. Las botas eran lo que mejor estaban.

Kid estaba con la cabeza baja, deslizando con suavidad sus manos por los destrozados pies, sintiendo una rara mezcla de dolor y alivio al no tenerlos ya aprisionados. Eran unas manos delicadas, casi femeninas, no aptas para el trabajo duro, pensó Bárbara. Los largos cabellos cubrían la frente del muchacho dejando ver parte de su delgada nuca. Había perdido el pañuelo con el que se anudó la cabeza.

Enrojeció cuando sus tripas rugieron.

-¿Cuánto hace que no has comido?

-Tres días.

-Te traeré un poco de leche.

-¿Leche?

-Sí, ¿por qué pones esa cara?

-No quisiera ser desagradecido –balbuceó y su rostro adquirió un aire infantil -, pero es que no me gusta la leche.

-Te guste o no, te la tomarás.

El tono no admitía discusión.

-Sí, ma’am.

Bárbara asintió satisfecha. Aquel crío tenía la edad de uno de sus hijos y si a ellos no les consentía tonterías, menos a un extraño.

Billy la vio salir a buscar la leche. Pese a la brusquedad de la mujer no se sintió molesto. Le recordaba a su tía; en el comportamiento, entiéndase. De rostro Catherine había sido mucho más guapa, más estilizada. Sonrió. Sin duda era la matriarca de un montón de chamacos a los que meter en cintura; tuvo la sensación que se había convertido en otro más.

Al poco la vio regresar con una jícara. Kid bebió un trago, el hambre superaba su rechazo.

Masculló al escaldarse la lengua.

-Bebe con cuidado que está algo caliente.

-Gracias por avisar.

¿Qué entendería por estar hirviendo?

Sopló para enfriar la leche sintiéndose vigilado. Sorbito, nuevo soplido. Hasta que no terminó, Bárbara no apartó los ojos de Billy, desconfiada de lo que hiciese con la leche.

-Ahora a dormir.

-A la orden.

La matrona gruñó. Kid exhibía una simpática y candorosa sonrisa. Aún a su pesar Bárbara no pudo enfadarse dudando si Kid había sido impertinente o bromista.

-Me parece que tú y John os vais a llevar muy bien.

-¿John? –preguntó siguiéndola cojeando hasta el dormitorio.

-Uno de mis hijos.

Era una cama enorme en la que había dos niños durmiendo. Se acostó en la orilla preguntándose cuál de los dos sería John.

Cuando despertó vio que tenía ropa limpia en una silla y un chamaquito que le sonrió antes de salir a avisar a su madre.

Al poco apareció Bárbara.

-¿Has descansado?

-Sí, señora.

-Me alegro –se  sentó en un taburete -. Ahora cuéntame qué te ha pasado.

No dijo nada relativo a la banda de Jesse Evans por precaución, pero sí que junto a su compañero Tom O’Keefe había sido atacado por los apaches en las montañas de Guadalupe.

-¿Y qué ha sido de tu amigo?

Billy titubeó.

-No lo sé –mintió no queriendo recordarlo -. Nos separamos durante la persecución, ya no he sabido nada de él.

Narró que había perdido el caballo, que se escondía durante el día y que caminaba de noche hasta el amanecer.

-Entonces no sabes dónde estás –inquirió Bárbara.

-Sólo sabía que yendo al este alcanzaría el Pecos, pero no, no sé dónde estoy.

-En Siete Ríos, y este es el rancho de mi marido, Bob Jones.

Billy le agradeció que le hubiera salvado la vida, no creía que hubiera resistido mucho más. Bárbara quitó importancia, tenían que ayudarse los unos a los otros en aquella tierra salvaje.

-Ahora descansa. Tendrás que guardar cama unos días hasta que se te curen los pies.

-Oh, estoy…

-No estás bien –cortó la mujer.

-No, ma’am –reconoció -, pero no quisiera…

-No eres una molestia.

-No, ma’am.

-Eso está mejor –sonrió Bárbara.

Dejó a Kid solo, que se convenció que en aquella casa no era Bob quien llevaba los pantalones.

Los siguientes días se aburrió soberanamente. La matriarca no le dejaba levantar y él ya no sabía cómo ponerse en la cama. Si caía alguna siesta, luego no pegaba ojo por la noche. Los únicos ratos entretenidos eran cuando lo visitaba el marido, los niños o los hermanos mayores, Jim y John, quienes le aseguraron que a ellos la madre los trataba igual.

Cuando al final se le permitió levantar trabajó en la casa para pagar su sustento, a pesar de que tanto Bob como su esposa lo consideraban un invitado. Consintieron finalmente al comprender que el muchacho tenía su orgullo y que no aceptaba lo que él consideraba caridad. Pero su predisposición de no ser una carga a la familia hizo que se ganara tanto su respeto como su afecto. El rancho era pequeño, poco más que una granja, demasiado diminuto para que una familia pudiera vivir de él, de forma que los hijos mayores, para echar una mano, trabajaban en otros ranchos o se dedicaban a robar ganado para venderlo después. Billy representaba otra boca más que alimentar, el chico lo sabía, y no estaba dispuesto a ser una molestia después de lo que hacían por él.

A los pocos días, sintiéndose más fuerte, siguió trabajando por cama y comida, pero ahora ya en el exterior ayudando en el rancho.

-¿Qué vas a hacer cuando te vayas de aquí? –preguntó Jim un día.

-Aún no lo sé –respondió soltando la res que Jim había marcado.

-¿Por qué no vienes con nosotros? –comentó John -. Chisum va a trasladar unas cuantas cabezas y necesita vaqueros.

El ruido de disparos interrumpió la respuesta de Kid. Los traía el viento, por lo que ninguno se alarmó.

-Vienen del rancho Beckwith.

-Al parecer Brewer los ha alcanzado.

-¿De qué habláis? –quiso saber Billy.

Desde que Jesse Evans y su gente llegaron a Siete Ríos que había sido perseguido por Dick Brewer, después que éste fuera nombrado alguacil por el sheriff Brady a instancias, medio obligado más bien, por McSween.

Dick estaba dispuesto a tomarse la revancha por el robo de Doña Ana, pensó Kid cuando los hermanos Jones le pusieron al corriente.

Brewer los tenía acorralados en el cercano rancho de Beckwith, de ahí el tiroteo. Para cuando cesó, Jesse Evans, junto con tres de sus hombres, había sido capturado.

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