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17
abril
POLVO AL VIENTO (10)

CAPÍTULO 9

Gestas y Dimas

Kid Antrim se iba adentrando cada vez más en Territorio Indio. Desde que había comenzado a robar caballos había descubierto que era la mejor manera de que desistieran sus perseguidores. Llevaba muchas horas de ventaja, el baile sin duda habría terminado tarde y aún así no habrían comenzado a perseguirle hasta que no se hizo de día. En cuanto comprobaran la dirección que había tomado estaba convencido de que abandonarían, puesto que aquellas colinas estaban infestadas de apaches mescaleros. Tampoco es que estuviera tranquilo, pero por alguna extraña razón tenía esperanzas de salir con bien, acaso porque en aquellos momentos parecía más un bravo que un blanco o porque hasta la fecha no había tenido ningún encuentro serio con los indios.

Desmontó para que descansara el corcel, pero continuó caminando llevándolo del ramal. Los ojos semicerrados para protegerlos del sol a pesar de llevar bien calado el sombrero mexicano con el que resguardaba la cabeza. Hacía meses que se había acostumbrado a él, le parecía más práctico que el de los gringos, porque al ser de ala más ancha le preservaba mejor la cara de los rayos solares, el viento y el polvo, aparte que eran más duraderos.

Se detuvo, delante se aproximaba alguien en diagonal, no se distinguía bien. Cerró los ojos y contó lentamente hasta cien, los abrió. Ahora pudo ver que iba montado en un macho. Vestía un hábito marrón. No había visto nunca ninguno, pero había oído hablar de ellos, los mexicanos los llamaban franciscanos. Montó en el pinto y se aproximó.

-Buenos días –saludó en español.

-Buenos días nos dé Dios.

Aquel hombre iba desarmado. Debía de rondar los 60 años, calvo con el cabello blanco que empalmaba con una barba igualmente cana. Nariz aguileña, rota desde su lejana juventud. Las cejas eran oscuras, arqueadas bajo una arrugada frente y una tez cetrina, seca y requemada. Las manos se veían fuertes, venosas, de dedos gruesos, cortos y palmas anchas.

-¿Adónde se dirige?

-A un poblado mescalero tras aquellos altozanos.

-Es usted valiente viniendo aquí sin armas.

El franciscano se rió.

-Mi arma es la Palabra de Dios.

-Si usted lo dice –no estaba nada convencido.

-Tú en cambio pareces capaz de defendernos a los dos, ¿por qué no me acompañas?

-¿Al poblado indio?

-Eso es.

Su primer impulso fue negarse, pero la curiosidad de sus quince años le ganó.

-Hecho. Me llamo Henry.

-Pedro Lamota. Mis amigos me llaman Perico.

Era un hombre al que le gustaba hablar y pronto supo Billy que era de la lejana España, que llevaba toda una vida en México y que un sobrino suyo, de oficio titiritero, había emigrado a California cuando la fiebre del oro, uno de los pocos que no sólo supo hacer fortuna sino también aprovecharla. Metido en política incrementó su riqueza, se convirtió en alcalde de San Diego y puso en La Jolla, un barrio periférico, nombres a tres calles relacionadas con el lugar donde nació: Alta, Candela y Avenida Andorra.

-Es que nuestro pueblo… -comentó fray Perico en una mezcla de nostalgia y orgullo pasando automáticamente a hablar de sí y de sus aventuras cuando llegó a esta tierra, que ya consideraba suya, aunque su pueblo era mucho pueblo.

Si los franciscanos tenían voto de silencio el fraile lo había dinamitado, pensó Kid.

-¿Y a qué va al poblado? –interrumpió la perorata, harto de batallitas-. Creía que los apaches rechazaban la evangelización.

-No sólo de religión vive el hombre sino de toda cosa creada por Dios. En nuestro caso, medicinas.

-¿Hay alguien enfermo?

-El que enviaron a buscarme dijo epidemia.

El muchacho frenó el caballo instintivamente. Luego, viendo a Perico Lamota alejarse y sintiéndose abochornado por la reacción que consideró cobarde, se puso otra vez a su altura.

-¿Y cómo -sentía la boca seca -, cómo le han avisado a usted y no a un médico?

-Lo ignoro. Quizá es que confían más en un viejo franciscano español que en un médico gringo, ¿y tú?

-¿Yo?

-¿Ibas a Sonora?

-¿Por qué quiere saberlo?

-Soy muy fisgón. Apenas salgo del monasterio a no ser para recoger hierbas medicinales y una vez que salgo me siento… curioso no, cotilla sí, en fin que quiero enterarme de todo y después cascarlo por ahí…

-Nadie le diría –sonrió Kid.

-Se nota, ¿verdad? ¡Ah, pues si me hubieras conocido cuando iba detrás de las mozas…! Antes de hacerme fraile, claro.

-¿Y después, nada? –preguntó con confianza.

-Nada. Paso más hambre que el perro de un señorito.

Billy no pudo evitar reírse por el tono entre arisco y compungido.

-Hazme caso Enrique, si te gustan las mujeres no te metas a cura.

-No lo haré, descuide. Pero, ¿por qué se metió usted?

-Mucho quieres saber tú.

-Usted ha empezado.

-Pero el chismoso soy yo, es normal, no lo seas tú. Como buen feligrés has de hacer lo que te dicen los curas, fraile en este caso, no lo que hacemos.

-Entonces, ¿por qué lo hace?

-Para darte ejemplo de lo que no tienes que hacer.

-Creí que lo de dar ejemplo era otra cosa.

-No me lo pongas difícil. Además, para ejemplo, el tuyo. Pensaba que haría el viaje solo y me encuentro a un mocico que me acompaña sin miedo a la epidemia.

-Eso lo dirá usted –rezongó a media voz.

-¿Decías?

-Que exagera usted.

No volvieron a hablar hasta que llegaron a la aldea india.

Billy siguió al franciscano observando a los apaches que los contemplaban en silencio.

Fray Perico se detuvo en una tienda, entró en ella seguido de Kid, que vio como examinaba al enfermo. Luego lo vio incorporarse suspirando.

-¿Qué es?

-Viruela. Para mí no hay peligro, la pasé de jovenzano y no me volverá a atacar. Si no la has tenido entenderé que te vayas.

También lo entendería yo, pensó Kid deslizando la vista alrededor, no era el único enfermo quien estaba en el tipi, lo que no entiendo es por qué me quedo.

-¿Has tenido la viruela? –insistió fray Perico.

-No lo sé. Si la he pasado debía ser muy niño, porque no me acuerdo.

-Y aún así te quedas –reconoció el monje, lo veía claro en las facciones del muchacho -. Tienes un corazón bondadoso, Enrique.

-No lance las campanas al vuelo –avergonzado por las palabras del franciscano -. ¿En qué puedo ayudarle?

-Iremos primero los demás tipis, quiero saber antes que nada la magnitud de la plaga.

La viruela de abril de 1877 desbastó la población de los apaches mescaleros matando a varios jefes. No sólo estaba afectado aquel poblado sino los de los alrededores, que se infectaron cuando indios enfermos huyeron del mismo transmitiéndola.

Cuando aparecieron los primeros brotes el chamán reconoció la enfermedad como una de las que traían los rostros pálidos y frente a la que estaban indefensos, porque ante ella ninguno de los remedios tradicionales era efectivo y cuando se extendió reconoció que necesitaría ayuda. Fue por eso que envió a buscar a fray Perico dado que se conocían desde muy jóvenes. En aquel tiempo el fraile estaba recién llegado de España, aunque aquellas tierras ya no eran españolas sino mexicanas.

Los apaches habían salido perdiendo con el cambio. Tras siglos de guerras contra los españoles se había llegado a un sistema de soborno por el cual el virrey aprovisionaba a las distintas tribus apaches para detener los ataques. Sin embargo, con la independencia de México los sobornos cesaron, las guerras se reanudaron y empeoraron cuando los estadounidenses se anexionaron todo aquel territorio.

El viejo hombre – medicina solo confiaba en un blanco, fray Perico, otra reliquia como él de los antiguos tiempos.

No había cura para aquel morbo informó el fraile a Kid, había que sufrirlo y el único tratamiento existente consistía en aliviar a los afectados. Solía cebarse más en los niños, pero cuando enfermaban los adultos era más mortal.

Para prevenir nuevos contagios el monje dividió la aldea en dos zonas, una de enfermos y otra de sanos, éstos no podían entrar en la primera y los cuidadores no podían ir a la segunda.

Tras esta administración fray Perico dejó a Billy en el poblado y él se fue a recorrer las otras aldeas para imponer el mismo sistema instruyendo, a quienes dejaba como responsables, de qué manera debían actuar. Tardó dos días en regresar encontrándose a Kid con ojeras de agotamiento y el respeto de los indios hacia el muchacho.

-El último en acostarse y el primero en levantarse –informó el viejo chamán a Perico Lamota.

Una actividad que no disminuyó con el regreso del fraile. Cuando no hacía las funciones de criado para el monje estaba luchando contra la fiebre de los infectados, escuchando sus delirios, siempre con precaución de no romper las vesículas que aparecían por la cara, antebrazos, manos…

Pensó que debía haber pasado la viruela en algún momento de su vida; era imposible no contagiarse.

A la noche estaba exhausto más por la tensión psíquica que por esfuerzo físico. Caía como un leño en la manta durmiendo un sueño intranquilo para despertar bastante antes del alba sin apenas haber descansado.

Se relajó tras el regreso de fray Perico al descubrir que éste dormía menos que él. Su pundonor le había hecho que actuara con excesiva responsabilidad mientras el monje estuvo ausente. Se alegró poder relegar en quien sabía más que él, y no tardó en admirarle. El fraile desarrollaba una actividad inagotable soltando alguna frase que arrancaba sonrisas a los enfermos. Kid, que había comenzado a entender algo el idioma apache se decía que el buen humor de Perico Lamota era más eficaz que los remedios que aplicaba. Humor que se convertía en ironía mordaz si alguno le iba con tonterías, porque si una cosa caracterizaba al fraile es que no tenía ninguna paciencia ante las estupideces. Por lo demás se reía de todo y de todos, empezando por él mismo, siendo más burlón que bromista. Al ser alegre por naturaleza Kid congenió prontamente con fray Perico, riéndose de las historias que le narraba, tan exageradas que hacían gracia. Sin embargo, el carácter del monje cambiaba al concentrarse en el cuidado de los enfermos, aunque lo que más llamaba la atención a Kid era que nunca hablaba de religión; quizá rezase pero si lo hacía era internamente. Al contrario, en una ocasión le oyó hablar a un anciano de Manitú con reverencia.

-¿Qué importa el dios? –le respondió fray Perico cuando se lo comentó -. Sólo hay uno, llámalo como quieras. Tú no dejas de ser el mismo te llames Enrique o Kid. Lo importante, hijo, es no hacer mal a nadie, que El de Arriba ya lo tendrá en cuenta.

No todo consistía en cuidarlos, también había que darles de comer. Sólo unas pocas mujeres se encontraban en condiciones de recolectar plantas mientras que los varones estaban demasiado débiles para cazar, por lo que Billy se encargó de ello. Tuvo algún problemilla, porque los apaches tenían algún que otro tabú que les impedía comer ciertos animales, lo malo es que cada tribu tenía distintos tabúes y Kid se armó un lío hasta que fue conociendo cada particularidad. Al final fue a lo práctico: venados y ciervos parecían que los aceptaban todos y terminaron siendo lo único que cazó.

Cuando comprobó que Billy no se infectaba fray Perico le permitió acudir a los campamentos vecinos a controlar la evolución de la plaga.

Kid había tenido sus dudas con el tratamiento, pero sí parecía que al mantener la separación la viruela se extendía más lentamente, aunque la mortalidad era tremenda, en los días que llevaban allí, habiendo pasado el acmé, se habían producido 34 muertes en el primer poblado, ¿cuántos en el resto?

Había una cosa en todo aquello que asombraba al muchacho: la entereza con que todos, niños y grandes afrontaban la muerte y el sufrimiento. No se le iba de la cabeza un caso en particular, una niña que se moría y que le cogió de la mano como si tuviera miedo de fallecer sola. Billy no supo qué hacer y se quedó allí, sentado sobre sus talones junto a ella sin soltarse en aquella eternidad que duró hasta que dejó de respirar.

Kid sentía que algo se había roto dentro de él desde aquel día y aunque no lo aparentara cuando estaba acompañado, a solas se perdía en sus pensamientos.

El poblado, una veintena de tipis con algún centenar de habitantes reducidos ahora a menos de un tercio, estaba a sus pies. Cualquiera hubiera dicho que lo vigilaba desde la peña en la que se había sentado, pero en realidad miraba al infinito en una amarga meditación.

Ni siquiera oyó a fray Perico acercándose.

-Llevas unos días muy pensativo.

Kid parpadeó como saliendo de un sueño.

El religioso se sentó a su lado.

-¿Qué te preocupa?

Kid hizo un ademán con los hombros dudando.

-Desde que me fui…

¿De casa?

Muerta su tía no tuvo ninguna.

-Hace tiempo que no me sale nada a derechas –rectificó -. No digo que me lamente de mala suerte sino que nada me sale como planeo.

Calló sin saber cómo explicarse.

-Lo que quiero decir es que, por muy mal que me vea, aquí me he dado cuenta que siempre hay quien está peor.

Su nuez de adán se movió cuando tragó saliva. En aquellos días estaba teniendo el estirón de la pubertad y estaba más delgado de lo habitual.

-Pero no me anima. No me sirve de consuelo saber que otros están peor… siento…

-Sientes pena por ellos.

-Sí –sonó como un suspiro.

-Eres un buen muchacho, Enrique.

-No diga eso. Si supiera…

De pronto tuvo necesidad de sincerarse con aquel hombre y comenzó a hablar.

Fray Perico escuchó sin interrumpir sus andanzas por Silver City, su padre, sus robos de ganado, sus encarcelamientos, sus fugas…

Si esperaba hallar algún alivio con la confesión se equivocó.

-Tienes muy baja opinión de ti mismo –comentó el monje.

-¿Puedo tenerla? Soy…

-Dices que eres un ladrón, pero Jesucristo, nuestro Señor, fue crucificado entre dos y uno de ellos está con Él en el Paraíso.

Por primera vez desde el inicio de la conversación se atrevió Billy a mirarle a los ojos.

-Yo –continuó Perico Lamota – no soy un hombre sabio. Sólo soy un viejo fraile que intento hacer lo mejor posible dentro de las cortas entendederas que Dios me ha dado, pero he conocido a varios forajidos y todos, salvo uno, se han guiado por el egoísmo del propio beneficio, de las ganancias que pudieran sacar.

-¿Y eso uno? –interrogó Kid al cabo de unos segundos viendo que no continuaba.

Fray Perico sonrió dulcemente, sus ojos brillaban.

-Ese uno intenta hacer lo que cree que es correcto. Enrique, tienes más de San Dimas que de Gestas. Sigues la Ley de Dios.

Billy frunció el ceño. ¿El uno era él? No se atrevió a preguntar.

-¿No prohíbe esa Ley robar? –tanteó en cambio.

-También dice todo lo que queráis que hagan con vosotros los hombres hacedlo también vosotros a ellos, porque en eso consiste la Ley y los Profetas. Contempla este poblado. No huiste. No lo abandonaste. Consolaste a los enfermos. Con tus propias manos diste de comer al hambriento y de beber al sediento sin pedir nada a cambio.

Fray Perico le revolvió el pelo, pero no fue como con Cahill, no hubo agresividad, era juguetón, cariñoso, el de un padre a un hijo travieso.

-Escrito está el que esté limpio de pecado que lance la primera piedra, y también que lo que hagamos al más pequeño de los desamparados a Él se lo hacemos. Todo el bien que le has hecho a estos humildes apaches también se lo has  hecho a nuestro Señor, y Él no vino a juzgar sino a buscar las ovejas descarriadas y encontrándolas, alegrarse grandemente.

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