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27
marzo
POLVO AL VIENTO (7)

CAPÍTULO 6

Kid Antrim

Su vida había cambiado para siempre, aunque lo cierto es que la situación de Billy no era tan extraña en aquel tiempo y lugar. El pony express, un servicio de correo rápido que cruzaba los Estados Unidos en sólo diez días, atravesando praderas, planicies, desiertos y montañas, desde la costa Atlántica a la del Pacífico, utilizaba a adolescentes como jinetes porque pesaban poco y cansaban menos a los caballos. La oferta de empleo de 1859 los pedía menores de 18 años, delgados, resistentes, que supieran cabalgar y dispuestos a arriesgar su vida; preferiblemente huérfanos. Muchos habían tenido la misma edad que él.

No podía seguir siendo un niño si quería desenvolverse con éxito, así que para parecer mayor mentía sobre su edad, añadiendo dos años a la edad que creía tener, diciendo que tenía 17 cuando en realidad tenía 13. Pero esto no era suficiente, tenía que pensar muy bien los siguientes pasos a seguir. El nombre de Henry McCarthy seguro que sería conocido, mejor llamarse Antrim, como el marido de su tía, Henry Antrim.

Y necesitaría un arma.

En Territorio Indio siempre había peligro, pumas, forajidos, pieles rojas… Había jopado de Silver City sin nada más que lo puesto y el jamelgo robado. Claro que siempre podía venderlo si conseguía engordarlo primero, porque tal como estaba tendría que dar dinero en lugar de recibir si quería quitárselo de encima; pero tampoco era buena idea, porque en aquellas tierras un hombre a pie tenía poco de varón y más valía matalón huesudo que lechuguino de infantería.

Mejor probar suerte en alguna partida y con el dinero ganado comprar un seis tiros. Si conseguía hacerles creer que tenía 17 años le permitirían entrar en los salones.

Quienes lo conocieron siempre afirmaron que parecía más joven de lo que realmente era. Es posible que tuviera un desarrollo físico atrasado, pero también es probable que mintiera sobre su edad o una conjunción de ambos. Su cara de niño, no acorde con la edad que decía, le generó el sobrenombre unos meses más tarde y pronto sería conocido como Kid Antrim.

Aunque era prófugo todavía no era el infame homicida que la leyenda dice que fue. Aún albergaba esperanzas de llevar una vida normal y de hecho estaba disfrutando de la libertad recién descubierta. No dependía de nadie excepto de él mismo. Aquel enorme territorio que se perdía en el horizonte, el cielo azul y claro, las estrellas brillantes y titilantes, no amorfas como se veían en la ciudad; el bullicio de ésta y el silencio de ahora, sólo roto por el viento y el sonido de los animales. Era como si allí hubiera otro dios. Sonreía bobamente incapaz de explicarse las sensaciones que sentía. Era algo nuevo, algo para vivirlo y gozarlo, distinto a cuando acompañaba a su padre por el camino Chisholm, porque entonces aún dependía de un adulto. Muchas veces iba andando con el rocín de las riendas, no tanto para que descansara el animal como para disfrutar del paseo, contento de la vida libre.

La ensoñación se espachurró cuando encontró a un grupo de ladrones de ganado que se apropiaron de su montura. Le respetaron la vida por su tierna edad no intentando parecer mayor, al comprender que sólo así la salvaría y la salvó convirtiéndose en su lacayo.

No fue igual a cuando estuvo en la banda de Belle Reed. Existía una gran diferencia, aunque el trabajo de sirviente se pareciera embetunando sus botas, limpiándoles las sillas de montar y cumpliendo lo que le dijeran, porque aquí le golpeaban, pescozonaban y amenazaban con colgarle si no obedecía.

Aquel anochecer, sentado aparte, en el límite entre la penumbra y la oscuridad, sólo sus ojos hablaban brillando con odio a la luz de la hoguera que tenía a unos metros. Rodeándola, bebiendo, charlando, comiendo y riendo estaban los cuatreros.

Había sido el primer día, ¡ni pensar como sería el segundo! Tenía que escapar.

-Si pudieras nos matarías a todos, lo leo en tus ojos.

Kid miró al que le había hablado, barba mal afeitada y peor recortada, nariz rota y cuello inexistente.

-Os creéis muy valientes con un crío desarmado.

-Y si tuvieras una pistola, ¿qué harías?

Abrió la boca para responder, pero cambió de idea con una expresión peculiar. Desvió la vista hacia la fogata.

Algo cayó sobre su regazo, un colt de pequeño calibre. Miró al malhechor intrigado.

-Ahí tienes el arma, a ver de lo que eres capaz.

Billy lo escondió entre sus ropas.

-Ahora descansa y no intentes huir.

-¿Cómo sabes…?

-¿Quién no querría? Duerme, debes estar cansado. Por cierto, me llamo Pete.

Al siguiente día tuvo tranquilidad con la lección aprendida del primero, pero al tercero vio como un energúmeno iba a zurrarle por no dejar las botas a su gusto.

Sacó la pistola.

El otro se rió.

-Ten cuidado no te agujeres el pie –se burló.

-¿Cómo a tu sombrero?

Y disparó.

El chapeo voló de la cabeza del bandido que palideció.

Kid torció el gesto. Había errado el tiro; en lugar de darle limpiamente al sombrero había rozado la sien del facineroso y en su trayecto alcanzado el ala. Tenía que practicar más.

Un arroyuelo de sangre se deslizaba desde la herida a las mejillas.

Acudieron unos cuantos atraídos por el balazo, también quien le entregó el arma. Kid retrocedió apuntándoles para evitar que lo rodearan.

-Guarda el seis tiros, boy –dijo Pete. Llevaba un látigo en la mano.

Kid sostuvo la mirada, luego obedeció lentamente sin perder de vista a ninguno.

Pete se interpuso entre el chiquillo y los demás. Había desplegado el arreador.

-El otro día os enseñasteis con este niño. ¡Intentadlo conmigo!

La pelea atrajo al cabecilla que vio a Pete luchando a latigazos contra cuatro.

Disparó al aire.

Cesó la riña.

-¿Os habéis vuelto locos? ¿Qué ha ocurrido y quién disparó antes?

Puesto al corriente se encaró a Kid. El chico tenía el revólver metido en la cintura del pantalón asomando la empuñadura.

-Veo que vas a ser peor que un mal de muelas.

-Pues déjeme marchar.

La comisura del cuatrero se movió maliciosa.

-Hijo, hagamos un trato.

Una de las cejas de Billy se frunció, ¿dónde estaría la trampa?

-¿Ves ese caballo bayo que está en el corral? Si puedes montarlo te lo daré y también una de las monturas del cobertizo, la que más te guste, y serás libre.

-¿Tengo su palabra?

-¿No quieres saber lo que ocurrirá si fracasas?

-No fracasaré, ¿tengo su palabra?

Antes romperse el cuello que fallar.

-La tienes.

-No lo hagas, boy –advirtió Pete -, ese caballo es un asesino.

-Precisamente. La libertad hay que ganársela, no se regala, ¿te parece bien, hijo?

Kid no respondió, pero la expresión de pícaro que apareció en su rostro fue bastante elocuente.

-Demasiado buen caballo para estos andurriales –le oyeron comentar mientras se dirigía al corral. La fanfarronada arrancó algunas carcajadas.

La pelea entre el bruto y el muchacho fue intensa y desagradable. El bagual brincaba, coceaba, corcoveaba, mientras Billy se había olvidado de todo absorto para no ser arrojado de la silla.

Nadie reía.

Apoyado en la valla del corral el cabecilla no perdía detalle con el rostro serio.

-Ese chico no es la primera vez que desbrava un bronco –dijo Pete.

No respondió.

-¿Cumplirás tu promesa?

-De mala gana –reconoció -, pero sí la cumpliré. Lo cierto es que se la ha ganado.

El bayo sudaba profusamente por los flancos y el vientre.

-Aunque de saber esto –añadió – me habría mordido la lengua.

Finalmente el animal se rindió. A Billy le dolían todos los músculos y en especial las piernas.

Hizo noche en el campamento agotado y se fue al día siguiente. Pete le entregó algunos víveres y un rifle.

Cinco días más tarde llegaba a Dodge City en Kansas. A la entrada había una caballeriza donde decidió guardar el caballo, hacer noche y cazar algo para comer.

Al lado, cuatro hombres habían montado un campamento con una lumbre. Se acercó a saludarles y de paso preguntarles si le dejarían compartir el fuego una vez hubiera cazado. ¡Qué tontería! Tenían comida de sobra, le invitaron a cenar con ellos. Kid aceptó agradecido.

-Tienes un buen caballo –dijo uno – y una bonita silla de montar.

– Sí –sonrió mirando al potro – y un acoceador también.

Al día siguiente cuando sacó el bayo para lavarlo un poco, comenzó a retorcerse al final del ronzal afirmándose sobre sus pies y levantando las manos. Comenzó a piafar, cada vez más encabritado cuando se aproximó el jefe del grupo.

-No puedes montar ese caballo, chico. Está asilvestrado.

-Lo he montado hasta aquí y lo seguiré montando –respondió mientras lo tranquilizaba.

Si no lo hubiera visto llegar el día anterior y como lo calmaba ahora el hombre no le habría creído.

-Bueno –admitió -, si puedes montar este bronco no necesitas buscar trabajo, tienes uno conmigo.

Le entregó diez dólares como adelanto para que comprara lo que necesitase.

-Siéntete como en casa. Saldremos dentro de cuatro días. Vamos a hacer un largo viaje a las Colinas Negras.

Se gastó el dinero en armas; la pistola y el rifle que le entregó Pete eran de distinto calibre. Recordando el consejo de Jesse James los vendió y compró un winchester modelo 1873 y un colt de acción simple, ambos del .44.

Las Colinas Negras (Black Hills) se encontraban entre los ríos Cheyenne y Belle Fourche. Los pieles rojas las consideraban tierra sagrada, tanto para los lakota como para los cheyennes.

En 1868, tras la guerra contra Nube Roja, los Estados Unidos se vieron forzados a firmar la paz al ser derrotados por el jefe sioux, que consiguió la alianza de los cheyennes y arapahoes. El Tratado se llamó de Fort Laramie y en él se creó la Gran Reserva Sioux que incluía las Colinas Negras y garantizaba los derechos de caza en lo que hoy es Dakota del Sur, Wyoming y Montana. El territorio del río Powder quedaba cerrado a partir de entonces a todos los blancos.

El tratado se respetó, mal que bien, hasta 1874, hacía ahora un año, en que se descubrió oro en las Colinas Negras. Atraídos por la fiebre del oro y acuciados por la Gran Depresión de 1873, las tierras indias comenzaron a ser invadidas. Fue un hallazgo tan oportuno que muchos historiadores creen en la posibilidad de una estafa por parte de la Administración americana, para poder colonizar las Colinas Negras y el resto del territorio y salir así de la crisis económica en que se hallaba el país.

El caso es que codiciadores y avariciosos comenzaron a entrar, cada vez más en avalancha, en el territorio de los siouxs lakota con el beneplácito o la incapacidad para detenerlos del Ejército. Cada vez más irritados los aborígenes protestaron y la respuesta del Gobierno fue deportarlos a unas reservas al oeste antes de que llegara el invierno de aquel año de 1875.

Comenzaba a haber ya pequeños altercados entre indígenas e invasores, que eran sofocados por el Séptimo de Caballería al mando del general Custer.

Esta era la situación cuando Kid Antrim acompañó a su patrón a las Colinas Negras, un estado de preguerra con algún que otro tiroteo.

Cuando las contempló se dijo que, de ser indio, él también lucharía por ellas. Eran el paraíso. Gran parte de las Colinas era un bosque de pinos; otras, grandes prados de montaña con exuberantes pastos; había una sabana seca de pinos, arbustos y enebros. En los arroyos abundaban las truchas; en los bosques y praderas, bisontes, venados, berrendos, borregos cimarrones, pumas, martas, ardillas, marmotas y aves que únicamente se encontraban en aquel territorio.

Sí, él también las defendería, porque a pesar de sus pocos años veía claramente el robo del que eran víctimas los siouxs.

Empezó a sentirse incómodo, así que tan pronto pudo pidió la cuenta y se fue. Barloventeando sólo se detenía para ganarse la vida en alguno de los ranchos que empezaban a aparecer, trabajaba por cama y comida y luego proseguía su camino. En uno de ellos, tras domar un potro, se le acercó un hombre que dijo llamarse Mountain Bill y le propuso hacer sociedad y que se ganarían la vida apostando en las domas de caballos y participando en carreras.

Sonaba interesante y a su edad estaba abierto a la aventura. Aceptó, pero no fue un gran negocio. Lograba mantenerse en casi todos los broncos en los que se montaba, pero no así las carreras que se realizaban en arenas, corrales, ranchos y campo abierto.

En ocasiones se cruzaban con pieles rojas, pero excepto con los lakota, que desconfiaban de los blancos, no tuvieron ningún problema con los cheyennes y arapahoes. Mountain Bill se entendía fácilmente con ellos y pronto hicieron buenas migas con el amigable Kid. El muchacho cabalgó con alguno de ellos y durante los cuatro meses que convivieron Billy aprendió de aquellos indios más de lo que hubiera aprendido de seguir con su padre. Montó con una sola vuelta de cincha, con cincha de dos manos, con silla lisa, sin silla, sin cuerda de estrangulación, a pelo… Si hasta entonces se había auto considerado un buen jinete, ahora se veía como un experto gracias a los nativos.

Cuando se despidieron de ellos, entrado ya 1876, la situación estaba mucho peor, de hecho aquel mismo año estallaría la guerra.

Ambos amigos se encaminaron a Arizona a visitar a la hermana de Mountain Bill y consiguieron trabajo en el Rancho Gila, donde conoció a un vaquero que se había llamar Cyclone Denton, el cual dijo en 1929, que había trabajado con Billy the Kid, y que luego habían coincidido en el Espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill, y en el rancho de éste. No le creyeron, porque el  Buffalo Bill’s Wild West Show se creó en 1883, dos años después de que Pat Garrett lo matara.

Cuando dejó el trabajo Kid rompió también la sociedad con Mountain Bill, aspirando a algo más que el dinero fácil de las carreras puesto que perdían más que ganaban.

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