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13
marzo
POLVO AL VIENTO (5)

CAPÍTULO 4

Primer robo

Había habido cambios durante su ausencia en Silver City, que había crecido y poseía ahora un sheriff y una cárcel recién construida de adobe con puertas de hierro. Había también una escuela que se había inaugurado aquel invierno, el peor que se había conocido en la ciudad. Pero el principal cambio lo halló en casa: su tía se estaba muriendo de consunción. Finalmente la tuberculosis había ganado la batalla.

-Henry –sonrió en un susurro Catherine cuando lo vio.

El muchacho se había detenido en el umbral del dormitorio. Josie le había comentado algo cuando entró en la casa, pero aún así no estaba preparado para aquello. Su tía estaba consumida, con grandes ojeras grises y piel translúcida, respirando en un gañido que no auguraba nada bueno. Tuvo que obligarse a entrar en la habitación, porque sus piernas se negaban a dar un paso. Musitó un torpe saludo sin saber si sentarse o salir corriendo.

-¡Cuánto has crecido!

La voz de Catherine llegaba deformada a su cerebro por la sencilla razón de que no la escuchaba perdido en el impacto causado por aquel espectro que había sido su tía. De pronto hasta la imagen se volvió turbia antes de que las lágrimas rebosaran sus ojos y se deslizaran por sus mejillas. En ese instante Billy se derrumbó y cayó abrazándola llorando, después de todo sólo tenía doce años.

Catherine le acariciaba el cabello.

-Mi niño, mi dulce niño –murmuraba con voz disfónica.

En los meses que siguieron Billy no le dijo la verdad de lo que había vivido, no quería entristecerla. Sólo le comentó que su padre era duro, pero que había aprendido mucho con él y siempre le había tratado bien. Si Catherine llegó a creerle o no nunca lo supo, porque se lo guardó para ella.

Otro cambio que nunca esperó lo halló en William Antrim. Hacía poco menos de un año que su supuesto padrastro, tras una descomunal intoxicación alcohólica, creyó que iba a morir y prometió a Dios que si le perdonaba la vida nunca más bebería. Puesto que el Altísimo había cumplido él debía hacer otro tanto. Llevaba diez meses que ni bebía ni jugaba, entreteniendo sus veladas con lecturas de la Biblia. En ella buscaba consuelo, ya que si bien el Señor le había repuesto no lo había curado del todo. Existían episodios de su vida, en aquellos dos últimos años, que se habían perdido para siempre, no los recordaba, pero sí le venían a la memoria la rabia destructora que le dominaba tras la ingesta de alcohol, sus gritos roncos, sus blasfemias, sus rugidos mal articulados antes de caer desvanecido; los ojos vidriosos; la piel fría bañada en un sudor viscoso; las pupilas dilatadas; la respiración estertorosa y los latidos apenas perceptibles.

La última vez había consumido grandes cantidades de vino mezclado con aguardiente, que le provocó una embriaguez apoplética con una hipotermia tan fría como la de un cadáver. Sólo la rápida actuación del médico logró salvarle la vida, aunque para William había sido Dios. ¡Ah, pero no había sido gratis! Durante su convalecencia el Señor le había mostrado cómo serían las penas del Infierno si incumplía su palabra, eran visiones terroríficas. Fieras inexistentes en la Tierra, pero exuberantes en el Averno, él las veía claramente, amenazantes, con las fauces abiertas y las garras intentando hacerle presa y William aullaba confundiendo un mueble con una persona, un objeto con un animal, una ventana con una puerta.

Cuando el delirio remitió William Antrim se refugió en la religión. Ella le daba fuerzas para no tomar nunca más una gota del veneno alcohol.

Era otro hombre.

Era el mismo cafre sólo que antes bebido y ahora en seco, pensó Billy a la semana de regresar.

No le faltaba razón al muchacho. El cruel carácter, los malos modos, las maneras ofensivas, bruscas y egoístas que había adquirido cuando el alcohol se apoderó de su alma perduraban, no se habían extinguido. En la calle acaso fuera un santo, pero de puertas adentro seguía siendo el tipejo injuriante, bacín, despectivo y rencoroso de siempre, que encima alardeaba por la hombrada que hacía conteniéndose para no beber.

Fanatizado tras haber visto la luz y las pesadillas de la Gehena, le leía a su mujer el Libro Sagrado con la esperanza que confesara su pecado mortal de infidelidad. Hacía énfasis en el pasaje reservado a los adúlteros, la muerte, ¡LAPIDACIÓN! ¡PERDICIÓN DEL ALMA! Chillaba entre bramidos como un profeta histérico del fin de los tiempos amargándola y empeorándola con su verbo santificado.

-¿Quién es el otro? –berreaba en baladros escupiendo babas antes de ponerse a rezar como un bendito por la salud de su esposa.

Pocos días antes de que llegara el otoño Catherine fallecía de tisis echando a perder los esfuerzos santurrones de William, que vio desesperado cómo su esposa prefería a Belcebú antes que confesar con quién le puso los cuernos.

Antrim quizá hubiera amado a su mujer, pero no estaba dispuesto a cargar con sus hijos. A los pocos días del entierro emigraba a Arizona dejando a los chiquillos a cargo de la familia Truesdell, con la que había hecho amistad Catherine, ya que al poseer un hotel les lavaba las sábanas y otras prendas.

El joven Billy tenía demasiado pundonor como para aceptar caridad, así que a cambio les ayudaba preparando mesas y lavando los platos.

Sin embargo, con casi trece años y ningún adulto que lo supervisara Billy comenzó a callejear.

Había comenzado a ir a la escuela a petición de su tía sólo para darle alguna alegría de las que le privaba su marido y continuaba en ella por respeto a su memoria. Era la primera vez que asistía, pero pronto quedó constancia de que las enseñanzas de Catherine habían caído en terreno abonado no sólo tenía una letra medianamente aceptable, también sabía leer, aunque con lentitud por la falta de práctica, y se defendía con las cuentas. En fin, la enseñanza primaria de aquel tiempo.

Tras las clases las horas libres las ocupaba uniéndose a otros arrapiezos tan desocupados como él y que terminaban ideando trastadas cuando no gamberradas sólo para divertirse.

Silver City no era una ciudad pacífica. En sus pocos años de existencia habían acudido a ella mineros, colonos, aventureros, vividores y buscavidas. Unos para explotar la tierra; otros, los minerales, y los avispados, al personal. Hasta el nombre de la población, “Silver”, significaba “Plata”. A esto hay que añadir que los pieles rojas seguían recorriendo aquel territorio que antaño había sido suyo, que la guerra con  los apaches se desarrollaba en el vecino Territorio de Arizona, a pocas millas de allí, y que aunque aquel año había muerto el jefe Cochise la paz seguía sin llegar.

Sin tener la fama de otras ciudades fronterizas la tasa de delitos violentos en Silver City era bastante alta, con algunas familias que se dedicaban al crimen como los Evans (en aquellas fechas, se hacían llamar Davis), que abandonaron la ciudad por aquel tiempo, no sin antes Billy hiciera algo de relación con uno de sus hijos, Jesse, aunque los amigos lo llamaban Jessie. Cuando se fueron ambos chavales lo lamentaron, se llevaban bastante bien, quién sabe si no hubieran terminado haciéndose amigos.

No es de extrañar que habiendo familias hubiera también bandas juveniles, que se habían originado en el período en que Silver City no tenía escuela y habían terminado evolucionando a la delincuencia.

Fue en una de éstas que se integró Billy tras la marcha de Jessie. Pronto se hizo amigo del cabecilla, George Schaefer, un belitre apodado Sombrero Jack.

La intimidad con sus nuevos amigos le originó conflictos con la familia de acogida. Por desgracia Billy tenía una edad en la que la influencia de los amigos pesa más que la de los adultos. Su tía había muerto, de su padre mejor no hablar, William Antrim lo había abandonado, la familia de acogida… reconocía que eran buenas personas, pero no se sentía identificado con ellas. Estaba más a gusto en la cuadrilla, más próximos a su edad y que le entendían.

No obstante seguía asistiendo al colegio, no le desagradaba estudiar y la señorita Richards, la maestra, era muy simpática. Estaba tan implicado que no dudó en aparecer con otros niños aquel diciembre en un espectáculo de trovadores para recaudar dinero para la escuela.

Dicen que por aquel entonces alguien le regaló un cuchillo y la leyenda negra posterior que con él mató al gato del vecino; otros, que fue a un hombre por insultar a su madre.

Todo mentira.

Quienes lo trataron negaron siempre que fuera un sádico o un asesino. El propio sheriff de Silver City negó el homicidio cuando se lo preguntó un periodista en 1882 durante las elecciones al cargo. Curiosamente competía contra él Pat Garrett, el hombre que había asesinado a Billy the Kid un año antes.

El elemento se presentaba como el agente de la Ley que había acabado con el sanguinario forajido, convencido que esta fama le abriría las puertas a sus ambiciones políticas, pero sólo se ganó el desprecio de cuantos conocieron al muchacho y fue derrotado en la elección a sheriff.

En 1874 Billy, o Henry como se le conocía en Silver City, sólo era un crío al inicio de la adolescencia, donde la relación con los amigos es primordial, esencial si te sientes solo. A nadie debería extrañar que se fuera integrando cada vez más en la pandilla, aunque ésta pasara de tirar piedras a los chinos locales a robar.

Fueron varios kilos de mantequilla y queso los que hurtaron al ganadero Abel L. Webb.

En una comunidad pequeña como Silver City, entre 1500 y 2000 habitantes, el sheriff Harvey Whitehill tenía a todos fichados en su cabeza, lo cual ayudaba a controlar los problemas de la ciudad. No tardó, por tanto, en descubrir la culpabilidad de Billy.

Solos en la oficina el muchacho tenía la boca seca; aquel hombre tenía fama de duro. Por su parte el sheriff tampoco apartaba la vista del chaval. Lo conocía bien, de la forma como en un pueblo se conocen todos. El chico se había escapado de casa dos años antes, era un secreto a voces aunque sus padres no hubieran denunciado su desaparición, sólo para regresar meses antes del fallecimiento de su madre. No se había metido en ningún lío desde entonces (tampoco le constaba que lo hubiera hecho durante la fuga) asistiendo al colegio y trabajando en el hotel de los Truesdell. En definitiva, un buen zagal que había hecho una tontería.

Billy se sentía incómodo ante la mirada del sheriff, que parecía diseccionarlo para ver en su interior.

-¿Cuánto hace que murió tu madre, Henry? –preguntó al final Harvey.

El chico parpadeó extrañado, ¿a qué venía esa pregunta?

-Ocho meses.

-Estarás orgulloso.

Billy respiró entrecortadamente. Aquello era un golpe bajo. Desvió la vista al suelo.

-¿No dices nada?

El adolescente elevó los ojos hasta los del sheriff. Era serios, pero no severos. Se sintió avergonzado ante lo que leyó en ellos.

-No hay nada que decir –respondió resignado -. He robado, me ha cogido. ¿Qué hay que decir?

No rehuía la culpa ni buscaba excusas. Aquello le gustó a Whitehill, el mozalbete tenía buena madera. Vio como volvía a agachar la cabeza.

-Mírame.

Sus ojos se encontraron de nuevo. Los de Billy eran una rara mezcla de gris claro y azul bajo la luz de la estancia. Honestos. Eso fue lo que leyó Whitehill. El chico no era un delincuente, aquel robo era más debido a las malas compañías y a la necesidad, que a la criminalidad. Además le caía bien, siempre le había parecido muy agradable y simpático.

También Billy lo estudiaba ahora. Nunca había hablado con él, aunque lo conocía de vista naturalmente, de antes incluso de huir de casa. Como sheriff solo sabía de su fama, íntegro, recto, con una notoria habilidad para mantener el orden en la ciudad dentro de sus posibilidades. Debía rondar los 40 años, calculó el chico, bigote espeso que cubría el labio superior, nariz aguileña, grande, mirada franca, seria, que no toleraba tonterías.

-¿Volverás a hacerlo?

Billy interrumpió su examen. Entreabrió la boca asombrado.

-¿Me va a soltar?

-Responde, ¿volverás a hacerlo?

-No –parecía aliviado -. Le doy mi palabra.

El sheriff enarcó una ceja con un significado que se le escapó a Billy.

-Espero que sepas el alcance de lo que has dicho –le oyó decir.

-No le entiendo.

-Hijo, la valía de un hombre reside en su palabra no en su dinero. Puedes poseer las mayores riquezas, que si no tienes palabra te despreciarán a tu espalda. Pero hazle honor y hasta tus enemigos te respetarán.

Calló un instante dejando que lo dicho madurara en la mente del muchacho.

-¿Cuál de ellos eres tú?

-No lo sé –respondió sinceramente -. Es la primera vez que la doy.

Harvey Whitehill se encogió de hombros.

-Entonces tendré que confiar en ti. No me falles.

-No lo haré, se lo prometo.

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