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04
enero
FALTA DE AIRE (16)

44

            Eran las tres de la mañana cuando un curioso grupo de chiquillos terminó de arremolinarse enfrente de la vivienda de D. Norberto.

            Desde que Iván expuso su plan que se había ido dando avisos a todos los chavales vagabundos para que fueran acudiendo todos los que quisieran ayudar. Después, en lo que a Rashid le parecía una locura y a sus jóvenes años le encantaba, habían cargado con el cuerpo muerto del asesino, lo habían llevado a rastras entre varios y, por los corredores de las cloacas, que muchos conocían al tener que cobijarse en ellas muchas noches, lo habían trasladado, sudando y entre bromas macabras, hasta la casa de Norberto. Este dormía pacíficamente sin sospechar que, en aquel mismo momento, un golfillo de quince años estaba manipulando con ganzúas el cerrojo del portal y su sonrisa pícara anunció a sus compañeros que ya estaba abierta.

            Rashid siguió con los dedos los buzones hasta encontrar el piso de Norberto. Introdujeron al muerto en el ascensor y subieron. Alex no pudo evitar una risa sofocada. Estaban disfrutando como hacía años que no lo hacían con su singular revancha.

            En lo primero que pensó Norberto, al oír el timbre, fue que algún vecino necesitaba ayuda. Extendió la mano para encender la lámpara de la mesita, al lado de la fotografía de su difunta esposa.

            Al abrir la puerta el cuerpo del asesino cayó encima de él. Al reconocerle y ver su cuello ahogó un grito y sintió un intenso dolor opresivo en el pecho. Introdujo la mano en el bolsillo de la bata en busca de sus pastillas, pero una mano le arrebató la cajetilla. Entonces los vio. El dolor se hizo más agudo, se extendió hacia su brazo izquierdo, las piernas le flaquearon.

            – Devuélvesela -dijo uno con aspecto de gitano-, que no se muera.

            Norberto introdujo la Cafinitrina debajo de la lengua. Su mente evaluó la situación bajo los implacables ojos del gitanillo, que parecía ser el jefe.

            Rashid no sabía si sentir odio o asco.

            Norberto no se resistió a ser maniatado. El juego había terminado. Supo que le habrían despedazado allí mismo, pero se contenían. No gritó pidiendo ayuda, no luchó, no se defendió, se dejó conducir por aquellos críos hacia su guarida sabiendo que únicamente su pasividad le conservaría la vida.

            De pronto todo su poderío le pareció irrisorio. Todo su dinero, todas sus influencias, su posición social, no le servían de nada. Ni siquiera se atrevía a comprarles su vida, no lo aceptarían, estaban demasiado dolidos, demasiado desesperados. Habían sido vilipendiados, abandonados, perseguidos, asesinados deportivamente y despedazados para que otros mocosos pudieran vivir, ignorantes totalmente del origen de sus nuevos órganos. No podía comerciar con ellos, lo que habían pasado no se compraba con dinero ni estaban dispuestos a ello.

            Pero no querían matarle, al menos de momento. Algo o alguien influía en ellos, les hacía contener las ansias de sangre y venganza que leía en sus ojos, en sus facciones crispadas y en sus bruscos ademanes, sujetándolos como una cadena a perros rabiosos. Era aquella cadena la que le conservaba la vida y supo que en el instante que se rompiera no tendría salvación. Por un comentario que oyó a uno de los chicos, en las conversaciones que llevaban entre sí, mientras lo trasladaban a su refugio, supo que la cadena era Dani. Era al respeto que sentían por aquel entrometido estudiante de Medicina, al cariño que le tenían, a lo que podía agradecer que no lo hubieran matado ya.

            Y se aterró.

            Un frío difícil de definir recorrió su columna vertebral al pensar en lo que harían aquellos muchachos tan pronto supieran la jugada que preparaban contra él.

            Tuvo respeto hacia su joven enemigo. Había admirado anteriormente su audacia, pero ahora lo respetaba. Aquel muchacho, porque no dejaba de ser un muchacho comparando sus edades, les había dado algo a aquellos chicos, no era la simple ayuda, ni la caridad. Aquellos rapazuelos tenían conciencia de clase, tenían orgullo, tenían algo por lo que vivir (no malvivir) y luchar, sabían quiénes eran, lo que eran y a dónde iban. Y había sido Dani quien lo había conseguido, aunque ni él mismo supiera lo que había hecho ni cómo.

            Los críos le admiraban, le amaban, le respetaban, habían transferido a él el cariño que les habría gustado dar a sus padres, porque él había sido el único que les había dado ese mismo cariño. Sin proponérselo Dani se había convertido en una embrollada mezcolanza de padre, hermano, amigo y líder. Aquellos muchachitos estaban dispuestos a morir por él y matar por él. Estaban entre la espada y la pared y, pese a su desconfianza inicial, habían terminado cediendo ante la preocupación sincera del joven hacia ellos, agarrándose a él igual que los náufragos a un tablón flotante.

            Norberto tuvo miedo de su reacción cuando se enteraran que habían destruido su tabla salvadora. El politicastro aquel no sabía lo que había hecho. Eliminando a Dani, aunque no lo matara, aunque fuera a la cárcel por aquella patraña, su recuerdo aumentaría su poder al convertirlo en mártir de aquellos chicos. Sería idealizado, magnificado en una reacción exponencial que les llevaría a una sangrienta vendetta. Ni él, ni sus socios, ni siquiera Dn. X. con toda su potestad política, sus guardaespaldas y guardias de seguridad se librarían de su ira. Siempre habría un zagal que terminaría clavándoles una navaja, emponzoñada si era preciso, aún a costa de su propia vida.

 

 

45

            Dani detuvo el automóvil.

            – A partir de aquí sigue tú sólo -dijo-. No tienes pérdida, sigues por este mismo camino y lo primeros mases que veas, allí es. Cuando llegues, si no te lo ordena, no apagues los faros, necesitaré una buena iluminación.

            – ¿Tan mal andas de puntería?

            Aunque lo parecía el comentario no fue ninguna broma.

            – Dame unos minutos o llegarás demasiado pronto con el coche.

            Santi asintió con la cabeza.

            – Dani… -tenía la boca pastosa-, por Dios te lo pido, no me falles. Al menos sálvala a ella… -añadió.

            – ¡Oye, quién te crees que soy!

            El tono no pudo ser de peor talante.

            – No he querido molestarte -Santi no podía evitar que la voz le balbuceara a causa del miedo de perder a Raquel.

            – ¡Pues cierra el pico, no soy tan malo! -rebuscó ansioso por la escopeta-. Oye, ¿esto lleva seguro? -la voz era inocente.

            Se rió al ver la expresión de su amigo.

            – ¡Hijo de puta!

            – Anda, sigue para delante -se chanceó.

            – Recuérdame que te mate cuando esto acabe.

            – ¡Sí, mira!

            Dani elevó el dedo medio hacia el cielo.

            Santi no pudo menos que sonreír.

            – No me falles -repitió amigablemente.

            Sin responder Dani se colgó la escopeta del hombro y se encaminó hacia las masías. No iba a ser fácil. Estaban en un llano y sería complicado acercarse. De chico había demostrado tener buena puntería en las ferias, pero aquello era mucho más delicado. Iba a disparar contra un hombre, no contra unas bolas, ni palillos, ni dianas; un hombre. Pero no quedaba más remedio y sólo podría efectuar un único disparo. Si fallaba el “Chino” tendría tiempo de terminar con sus dos amigos.

            La vida era… no encontró palabras para calificarla. Pero nunca creyó que sería capaz de matar a otro ser humano ni que se vería obligado algún día a hacerlo. Siempre había creído que no había justificación ni motivos para tal acto. Pero no encontraba otra salida.

            Lo curioso es que tampoco le remordía la conciencia excesivamente por ello. Había que hacerlo, no había más remedio, pues se hacía y punto.

            Sí, la vida era…

            Su mente se perdió en la búsqueda de una definición exacta.

 

 

            El “Chino” asomó la cabeza con cautela al oír aproximarse el auto. El vehículo se detuvo lentamente a los pocos metros. Estudió atentamente al joven que descendió. Sí, era él. Había cambiado algo, pero se le reconocía perfectamente.

            Sintió tentaciones de terminar de una vez, pero se contuvo, el daño que Santi le había hecho no podía cobrarse tan barato.

            Santi se acercaba. Parecía desarmado.

            – ¡Quédate ahí!

            El joven se paró.

            Ambos se veían con perfecta claridad.

            El “Chino” sacó a la muchacha. Santi sintió que el aire se le detenía en la garganta negándose a llegar a los pulmones. Raquel… Sus ojos la recorrieron deduciendo, por lo que veían, todo lo que el hombre le había hecho, todo lo que había abusado. Sus dientes rechinaron y avanzó inconscientemente. Se detuvo cuando el “Chino” apoyó el cañón en las sienes de la joven. El hombre sonrió.

            Raquel tenía los ojos lagrimosos por el dolor, el miedo, la vergüenza.

 

 

            Dani se arrastraba cautamente para no hacer ruido.

            Mantener las luces del coche encendidas les había proporcionado una ventaja más sin haberla previsto; todo lo que estaba detrás del vehículo quedaba más oscurecido de lo habitual debido al contraste.

            Calculó la distancia. Torció los labios. Estaba demasiado lejos.

            Continuó arrastrándose con lentitud confiando que Santi mantendría los nervios y sabría prolongar la conversación.

 

 

            La respiración de Santi era ligeramente superficial. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para conservar la calma. ¿Qué estaba haciendo Dani que no disparaba?

            Apretó los puños. Nunca se había sentido tan indefenso, tan vulnerable.

            Raquel movió los labios mudamente.

            – ¿Estás bien? -preguntó Santi. Era una pregunta imbécil, pero tenía que decir algo, sentía que se derrumbaba.

            – Claro que está bien -respondió el “Chino” por ella-. Además la he hecho muy feliz…

            Los ojos de Santi relampaguearon.

            – … es igual que Vicky. ¿Te acuerdas de Vicky?…

            La piba del “Chino”.

            – … a ella también le gustaba.

            – Ya me tienes. Es lo que querías. Ahora suéltala.

            Intentó que su voz demostrase entereza, pero fracasó. Le temblaba. Aquel cañón en la sien de Raquel…

            El “Chino” acentuó su sonrisa orgásmica.

            Santi sudaba.

            – Ruégame -silbó el “Chino”.

 

 

            Dani dejó de apuntar. El cañón de la escopeta se movía mucho. ¡Malditos nervios! Tenía las manos sudorosas y un pulso que pobre enfermo si fuera cirujano. Debía tranquilizarse.

            El corazón le palpitaba.

            Podía ver perfectamente la escena. Las lesiones de Raquel no, pero conociendo al “Chino” se imaginaba lo que habría hecho con ella. Iba a necesitar de todo el cariño de Santi.

            Vio como Santi se arrodillaba. Debía estar siguiendo las instrucciones del “Chino”.

            Volvió a apuntar. El pulso seguía temblando. Consiguió serenarse algo. ¡Ahora! Pero no disparó. No se atrevió. El “Chino” continuaba con el cañón del arma en la sien de Raquel. Si fallaba el disparo o si acertaba, pero los músculos del “Chino” se contraían espasmódicamente, la pistola se dispararía.

            – Vamos -musitó entre dientes-, haz que aparte el arma.

 

 

            – ¿Morirías por ella, Santi? -preguntó con maligna curiosidad.

            La nuez del muchacho se movió.

            – Sí -contestó con voz clara.

            – Ruégame que te mate. Si quieres salvarla suplícame que te mate, dime que deseas morir, lloriquéamelo.

            El mismo miedo que sentía por Raquel había logrado, hacía unos minutos, que se olvidara de Dani. No siguió pues el juego. Se humilló, lloró y suplicó sinceramente, pidiendo que lo matara a él y la dejara libre.

            El “Chino” saboreó su victoria.

            Desvió el arma hacia Santi.

            Era la oportunidad que esperaba Dani. Pero no disparó.

            Ni siquiera vio el movimiento.

            Estaba restregándose el ojo derecho porque una gota de sudor había caído en él.

            Cuando se dio cuenta se maldijo.

            Volvió a apuntar.

            – Sí, morirás -dijo el “Chino”-, pero primero ella.

            Volvió el arma con intención de disparar contra Raquel.

            Santi se incorporó. ¿Gritó? ¿Oyó un tiro? ¿Dos? No supo bien lo que pasó. Únicamente que la cabeza del “Chino” hizo un vuelco extraño y lo vio derrumbarse.

            Santi llegó hasta Raquel. No estaba herida. La besó, la desató, la abrazó. Su ropa se humedeció con las lágrimas de su novia.

            Cuando quiso darse cuenta Dani estaba junto a él. El cañón de la escopeta apoyado indolentemente en el hombro. Miraba al “Chino”. La pistola humeaba. Así que después de todo había disparado. La cabeza destrozada.

            – Buen disparo -comentó.

            – No tan bueno -murmuró Dani-, apuntaba al pecho.

            Volvió los ojos hacia su amigo.

            – ¿Qué tal está?

            – Puedes imaginártelo. ¿Qué hacemos con él?

            Dani levantó la cabeza hacia las vecinas colinas.

            – Estamos cerca del Agujero del Cristo. Es una pequeña cueva que termina en una sima. Que yo sepa nunca ha sido explorada y pueden pasar años antes de que lo sea.

 

 

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