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27
diciembre
FALTA DE AIRE (15)

 

40

            – ¿Que se ha ido? -repitió circunspecto Rashid a las palabras de Alex.

            – Sí -repuso éste-. Ha tenido que ser por algo grave, la cara que ponían…

            – ¿Qué hacemos entonces? -preguntó un crío con caries en los dientes.

            Rashid no respondió, indeciso. Echó un vistazo hacia la puerta del cuarto vecino. El prisionero estaba con la cabeza hacia atrás en el asiento. En la garganta, un tajo.

            – ¿Por qué has tenido que degollarlo? -explotó dirigiéndose a una muchacha de trece años.

            – Ese tío mató a su hermano, Rashid -explicó Iván.

            Como apoyo a sus palabras la chica irguió con orgullo la cabeza. Había aguantado todo lo impasible que pudo el interrogatorio hasta que el hombre confesó lo que había hecho al niño que vigilaba a Dani, y tan pronto como concluyó éste no perdió el tiempo en vengarse. Lo demás le tenía sin cuidado.

            – Pero lo ha echado todo a rodar. Ese hombre era nuestra arma para descubrir todo el asunto ante la justicia.

            Iván se rió.

            – No me digas que crees en ella -cloqueó.

            – Nunca les harían nada -afirmó la muchacha.

            – ¿Acaso es mejor el ojo por ojo, Esther?

            – ¿Qué te pasa? -Iván clavó los ojos en su amigo- ¿Dani te ha comido el tarro?

            – Dani es un tío legal.

            – Eso ya lo sé -reconoció el muchacho-, pero es un soñador.

            – La justicia no nos ayudará -aseguró Alex-. Nunca lo ha hecho.

            – ¿Cómo iba a hacerlo? Siempre hemos estado fuera de ella.

            – ¿Qué coño te pasa, tío? No pareces el mismo.

            – Sí, has cambiado.

            Rashid tardó en responder. Unos ojos mayores en un cuerpo jovencito.

            – Claro que he cambiado. También tú has cambiado Iván, aunque no quieras reconocerlo, y Alex y Esther y todos. Cuando tienes que ganarte la vida creces más deprisa que cualquier otro, y cuando hay alguien persiguiéndote y matándote odias a todos y aborreces todo, y un día te encuentras a alguien que te ayuda desinteresadamente, que su vida corre peligro y aún así sigue ayudándote… eso te hace pensar. A vosotros no sé, pero a mí me ha hecho pensar mucho.

            – Te has enamorado de él.

            – ¡Vete a la mierda y no te aproveches de que estás herido!

            Iván enmudeció.

            – Iván sólo bromeaba, Rashid -concilió Alex.

            El marroquí no respondió. Sus músculos continuaban tensos.

            – No he querido molestarte -se disculpó antes de darse cuenta de que lo hacía delante de todos. Nunca anteriormente lo habría hecho en aquellas condiciones; habría perjudicado su imagen de duro. Se habría disculpado, sí, apreciaba realmente a su amigo y no era soberbio, pero habría sido a solas.

            Era cierto. Había cambiado.

            – Dani me cae bien…

            No soportaba los metálicos ojos de Rashid.

            – ¡Que cojones! ¡Le aprecio! Ha sido la única persona que se ha preocupado por mí. La próxima vez que le vea le daré un par de besos. ¡Deja de mirarme! ¡¿Qué más quieres oír?!

            – Todos queremos a Dani -reconoció Alex.

            – Eso es cierto -dijo otro.

            El rostro de Rashid se suavizó.

            – Bien -comentó-, ahora que hemos vuelto a hacer las paces. Hemos de pensar qué hacemos con ese muerto.

            – ¡Vaya cosa! -Alex no podía creerlo-. Deshacernos de él.

            – No.

            Todos miraron a Iván.

            El muchacho estaba ligeramente pálido por el esfuerzo de representar una fortaleza física que aún no había recobrado. Las ojeras denotaban su debilidad, pero su voz se mantenía firme.

            – El plan de Dani se ha ido al cuerno con esa muerte, y él no está para que nos aconseje, tardará dos días en regresar…

            – O tres -interrumpió Alex-. No lo ha asegurado.

            – Son muchos días -continuó Iván lamentándose internamente por la lentitud de su convalecencia-. La gente que ha enviado a ese asesino se extrañará de no recibir noticias suyas y tomarán las de Villadiego, porque sospecharán que ha fracasado, o bien tomarán nuevamente la iniciativa, como han hecho hasta ahora. Vosotros no sé, yo estoy harto. Tomémosla nosotros.

            – Es cierto -apoyó Esther-. Sabemos quién lo ha contratado, ese tal Norberto, y sabemos su dirección. Vayamos a por él.

            La voz le vibraba pensando en ajustarle las cuentas al hombre que pagó al asesino de su hermano.

            – Esperad -terció Rashid-. Me parece muy bien lo de tomar la iniciativa. Yo también estoy harto. Pero hemos de seguir un plan y hemos de saber lo que queremos hacer. No podemos ir allí y cargarnos al tío así sin más.

            – ¿Por qué no? -el de los dientes cariados introdujo los pulgares en el pantalón.

            – Porque hemos de averiguar quiénes son todos los culpables -explicó Iván leyendo el pensamiento de Rashid.

            – Exacto. Conocemos a dos, pero puede haber más.

            – Tendremos que interrogarle también.

            – Sí -dijo fríamente Iván-, pero primero hagámosle pasar lo que él nos ha hecho pasar.

            – ¿Cómo?

            – Acojonándolo.

            Y explicó su plan con la misma felicidad como quien planea una simpática travesura.

 

 

41

            ¡Escapado!

            Pérez masculló. Habían tardado demasiado tiempo en localizar la llamada y no le extrañaba; ¡estaba rodeado de inútiles!

            Dani… ¿No había nombrado Dn. X. a un tal Daniel Félez? Tenía que ser el mismo. No sería difícil encontrar alguna fotografía; si estudiaba Medicina la tendrían en los expedientes académicos.

            Se desnudó para acostarse.

            Mañana, orden de busca y captura.

            Y tan pronto pudiera manipular la grabación para eliminar lo que les perjudicaba detendría también a Francesc como encubridor. No era conveniente detener a aquel joven dejando al comisario libre. Presos los dos los chavales serían inofensivos.

            Dn. X. quedaría satisfecho y también aquel amigo suyo, ¿cómo se llamaba? ¿D. Miquel? Sí, eso es.

            Le convenía un escándalo así después de haber sido acusado de corrupción. Menos mal que Dn. X. consiguió encubrirlo todo. Él sabría demostrarle que era un hombre agradecido y deteniendo a Francesc enseñaría a todos que, no sólo fue inocente de aquella acusación, sino que además era un policía honesto.

            Por otra parte si sabía manejar aquel caso podría conducirle a cotas más importantes en su carrera.

            No obstante debería ir con cuidado. Francesc era un estúpido, pero honrado y valiente. En aquel asunto de prostitución de menores, cuatro años atrás, no se había amilanado en absoluto enfrentándose con políticos y había salido indemne a las trampas colocadas por los abogados de los acusados. Si no consiguió encerrarlos fue por el gran poder jurídico que poseían. Era pues un peligroso enemigo.

            Esta vez no escaparía.

            No se podía tolerar policías excesivamente íntegros si perjudicaban al sistema, iba en contra de toda ley natural. No se podía tolerar nada en absoluto que pusiera en peligro a la sociedad sino aparecía el caos, el desorden e incluso la guerra civil si el ataque a la sociedad llegaba a tal extremo de malignidad letal.

            Las leyes… las leyes debían estar confeccionadas para salvaguardar a la sociedad, no al individuo. El individuo no era nada, sólo un grano de arena, una diminuta pieza del engranaje del sistema, una célula que constituía una parte de un cuerpo, y cómo ésta debía cumplir su función simplemente, nada más, realizar su trabajo sin opción a otra cosa que no fuera el bien del sistema y de la sociedad.

            Si hacía su santa voluntad, si esa célula empezaba a funcionar por sí misma, se convertía en un cáncer y como éste extender su mal a otras células y provocar una metástasis que mataba al cuerpo. Por tanto, igual que a la neoplasia, había que extirpar, eliminar, destruir a la célula cancerosa por el bien del cuerpo, por el bien del sistema social.

            No, no se podía consentir que gentuza como Francesc o Dani campasen por sus respetos. Todo componente de la sociedad debía acatar el sistema o ser aniquilado.

            A Pérez le tenía sin cuidado las muertes de unos cuantos zampalimosnas siempre y cuando redundase en el beneficio social, como tampoco le importaba que aquellos dos intentaran protegerlos. Pero no podía permitirse que al defenderlos se atacara el sistema y lo hicieran peligrar. Si no estaban de acuerdo que se fueran a una selva. En sociedad debían acoplarse a ella o perecer.

 

 

 

42

            – ¡Zorra! -escupió entre dientes el “Chino”.

            Raquel estaba maniatada a una enorme piedra que el “Chino” había introducido, en aquella masía en ruinas, rodando.

            Tenía diversos cardenales y el bello rostro amoratado y sangrante por la paliza propinada. Tampoco él estaba mucho mejor. La muchacha se había defendido fieramente y sólo la superior fuerza física del “Chino” había conseguido doblegarla al caer inconsciente.

            El hombre se pasó la mano por su ojo inexistente antes de cubrírselo con un pañuelo atado a la cabeza. Creyó enloquecer de dolor cuando Raquel le clavó las uñas y sólo su propia furia evitó que la dejara escapar. Desafortunadamente para ella fue el ojo inutilizado por Santi. El labio partido, las heridas del rostro, diversas contusiones por el cuerpo y la hemorragia nasal, eran señales de la violenta defensa de la chica.

            – ¡Zorra! -repitió con deseos de ensañarse nuevamente con ella.

            Se contuvo. Era mejor mantenerla con vida y que Santi la viera. Pasó la lengua por los labios degustando su propia sangre, que él interpretó como el sabor de la venganza.

            Al final la suerte se había puesto de su parte en aquel pueblo de mierda que se había confabulado contra él. Qué suerte, sí, que suerte que entrara en el bar aquel memo y que dijera justo a su lado, hablando con Raquel, que si Santi quería trabajar que se acercase a su obra. El palidecimiento de ella fue la señal que él necesitaba. Estaba descubierta. No podía ocultarlo.

            Y entonces se le ocurrió.

            Vengarse de Santi a través de ella. Hacerle sufrir con el sufrimiento de ella.

            La había acechado.

            La había capturado.

            – ¡Zorra!

            Era tan salvaje como su novio.

            Ahora vendría y le mataría.

            Pero primero se la mostraría, le haría suplicar por su vida, le haría llorar… y después le mataría. Primero a ella, para ver su cara de dolor. Después a él.

            Su corazón latía gozoso en una extraña felicidad. Lo había conseguido después de tantos años. Sonrió como sólo él podía hacerlo. De ser otro habría cantado para desahogar su alegría; él simplemente sonrió y su sonrisa, en su rostro contrahecho por las patadas de Santi, se convirtió en una mueca de placer.

            Sus dedos comenzaron a desabrochar la pretina del pantalón. Su gaznate dejó exhalar un suspiro. ¡Oh, sí! Le haría sufrir, ya lo creo que sufriría Santi…

            Sus dedos se detuvieron.

            Mejor que despertara. Sí. Inconsciente no tendría gracia. Tenía que estar despierta, que padeciera, así el dolor de Santi al saberlo sería más grande.

            Sentía algo enervante en su sexo al pensar en ello. La misma urgencia que otras veces le obligaba a consolarse él mismo cuando torturaba a aquellos andrajosos en los tiempos que indagaba el paradero de Santi. Pero ahora esperaría, sí, eso es, esperaría, así el placer sería mayor cuando Santi supiera que realmente había gozado con ella y no habíase contentado con violarla simplemente.

            Era hermosa la zorra. Santi tenía buen gusto, siempre lo había tenido.

            Su ojo sano, ahora único, brilló en éxtasis.

 

 

43

            Eran las dos y media de la madrugada cuando llegaron al pueblo. El taxista había cumplido su palabra de hacer los trescientos kilómetros en menos de cuatro horas. Nuestro padre está agonizando, había explicado Dani, y debía ser cuestión de horas presumió el buen hombre por su semblante preocupado. De vez en cuando les transmitía palabras de consuelo, sobre todo al más joven, que era el que peor lo llevaba.

            Dani respondía respetuoso siguiendo el embuste, pero Santi no tenía ganas de gaitas. Estaba asustado. Conocía muy bien al “Chino”; su mente visualizaba todos los excesos de los que era capaz. En una ocasión perdió los nervios y no pudo evitar un amargo sollozo. Dani le pasó el brazo por los hombros estrechándoselos, aunque no dijo ni una palabra de confortación, fue el taxista quien la dijo y apretó un poco más el acelerador.

            Pobres muchachos. Pero la vida era así. En realidad no somos nada.

            A Santi le hubiera gustado que se callara. Su cháchara únicamente  conseguía acongojarlo más; no era a su padre a quien veía muerto con aquellas palabras sino a Raquel. En alguna ocasión abrió la boca para obligar a callar a aquel pelmazo, pero una presión de los dedos de Dani sobre su hombro hacía que sus labios se cerraran sin emitir un sonido. Miraba a su amigo y leía en sus ojos comprensión y prudencia. Estaban un rato contemplándose, los mesurados de Dani en los suyos brillantes. Luego apartaba la vista, vencido. El brazo en sus hombros, transmitiéndole ternura, afecto, tranquilizándole, animándole, reconfortándole, una amalgama de sensaciones a las que terminó abandonándose con un gemido.

            El taxista debía ser de aquella zona por la forma en que conducía por la carretera después de abandonar la autopista.

            – Sí, conozco la carretera bastante bien.

            Resultó ser de doce kilómetros del pueblo. Vecinos. Aquello hizo la conversación más fluida e incluso Santi se sintió mejor. Descubrió que había empezado a considerar al pueblo como propio.

            Ahora estaban allí, en la casa de su novia en la calle Progreso, escuchando de la boca del padre los pormenores.

            – Si saben dónde está, ¿por qué no han avisado a la guardia civil?

            Dani se arrepintió en el acto de haber hablado. Era obvio.

            – No sé en qué estás metido, Santi, pero espero por tu bien que a mi hija no le pase nada.

            – No le pasará -respondió sin convicción.

            – Usted es cazador, ¿me puede dar la escopeta? -pidió Dani.

            El padre le taladró con la mirada.

            – ¿Es que quieres que maten a mi hermana? -la voz de Marcos no pudo ser más agria.

            – Tú no conoces a ese hombre. Nosotros sí. Pase lo que pase la matará -se volvió al padre-. Deme la escopeta.

            El otro no respondió. Dudando.

            – Dásela -dijo la mujer-. Pero os juro por Dios, Santi, que si le ocurre algo a mi hija…

            No terminó la frase. Tampoco hizo falta.

            – Y el coche también -solicitó Dani.

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