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14
diciembre
FALTA DE AIRE (13)

32

            Así que aquel era el hombre.

            Raquel lo reconoció enseguida. La descripción que le había dado Santi era un fresco exacto de aquella cara.

            La muchacha adivinó sus propósitos antes de que el hombre se detuviera para hablar, con un grupo de tres jóvenes, dos manzanas más abajo.

            Entró en el bar que tenía al lado por no continuar su camino. Se sentía asustada. Aquel hombre… sí, era capaz de matar, como había comentado Santi. Y le estaba buscando. De pronto se dijo que no había sido tan buena idea que Santi se fuera unos días. El “Chino” podía prolongar su estancia o regresar algún tiempo después y matar a Santi, o Santi a él. Lo había leído en sus ojos. Le costaba creer que Santi fuera capaz de algo así, pero no tenía dudas.

            Comprendió que no había otra solución. El “Chino” no abandonaría su presa.

            – Pones una cara que parece que te deben y no te pagan.

            – Estoy preocupada, Carmen.

            Carmen y María se sentaron en la mesa. María echó el cabello hacia atrás.

            – Es ese tipo que busca a Santi, ¿verdad? -comentó.

            Raquel enarcó las cejas sorprendida un instante.

            – Ya veo que ha hablado con vosotras.

            Carmen asintió.

            – Salía del K-DOS ayer cuando me vino, el impertinente, preguntando por Santi. No me dio la gana de decirle nada. Lo mandé a la mierda. Se puso farruco y en esto que sale mi Mariano… -instintivamente se puso en jarras. A Raquel se le antojó la típica mujer diminuta y con genio.

            – De la primera hostia que le dio lo mandó patas arriba -concluyó María riéndose.

            – ¡Menudico es!

            – ¿Y el otro no se revolvió? -preguntó Raquel extrañada de la pasividad del “Chino”. No se correspondía con la personalidad descrita por Santi.

            – Se echó mano al sobaco, pero salieron los otros de la cuadrilla y se fue. Igual quiso sacar una navaja…

            Una pistola más bien, pensó Raquel. Quizá no se movió por temor a las consecuencias y perder a Santi si le detenían.

            Su novio tenía razón. No había vuelta de hoja. El “Chino” no cejaría hasta matarle. Sólo uno de los dos podía seguir vivo.

            A Raquel le costaba admitir que algo así ocurriera en la vida real. Lo había visto en películas, pero nunca creyó que pudiera ser cierto.

            – Estás muy pensativa.

            – Tiene motivos, con el fulano ese buscando a Santi.

            – No tiene ni para media bofetada.

            – Fíate de la Virgen y no corras.

            – ¿Qué vais a tomar?

            – ¿Qué tienes en la nevera, Pablo?

            – Bebidas.

            …

            – ¿Y tú, Raquel?

            La muchacha parpadeó.

            – ¿Qué?

            – Que qué quieres tomar. Nosotras ya hemos pedido.

            – Un café.

            Se había quedado ausente dejándose llevar por sus pensamientos. Escandalizándose cuando no horrorizándose con ellos. Sólo cabía una solución. Si quería que Santi siguiera vivo sólo había un camino. Por mucho que huyera, por mucho que se escondiera, el “Chino” seguiría su rastro. Tarde o temprano…

            Un sólo camino.

            Se negaba a decir la palabra. Iba en contra de todas sus convicciones y creencias.

            Raquel había nacido hacía diecinueve años en el seno de una típica familia religiosa, en la cual la madre inculca a los hijos el sentido cristiano obligándolos a ir a misa, mientras el padre no entraba en la iglesia ni en las bodas, quedándose en tales ocasiones, en la plaza, junto a la puerta del templo, conversando con otros vecinos que compartían su actitud. Raquel no sabía si en los demás sitios hacían lo mismo, pero en el pueblo era una costumbre arraigada.

            A medida que crecía la chica se fue independizando y al conocer a Santi había dejado de asistir a misa por el simple hecho de que él tampoco iba. Pero las enseñanzas recibidas en su infancia no se habían alterado.

            Hasta ahora.

            Un sólo camino.

            Cerró los ojos.

            – ¿..tos …osea?

            Raquel volvió a abrirlos.

            – ¿Eh? -tartajeó.

            – Que por qué no nos cuentas lo que sea.

            A Santi no le habría gustado que dijera su secreto.

            – Es el tipo ese -comentó tratando de salirse por la tangente-. Me tiene asustada.

            – Por cierto, ¿dónde está Santi? Hace días que no le veo.

            – Se marchó.

            – ¿Por el tío ese?

            – Le pedí que se fuera.

            – Pero si es inofensivo.

            – Tú no le conoces, Santi sí.

            – ¿Santi le tiene miedo?

            – Yo le tengo miedo a Santi.

            – ¿De qué?

            – De lo que haga. Ese hombre quiere matarlo.

            – ¡Rediós! ¡Pues al que más pueda!

            – Si buscase a Mariano no hablarías así.

            – Si buscase a mi Mariano antes lo mataba yo que le tocaba un dedo, mira tú.

            – ¡Que ganas de hablar!

            – Lo digo en serio, Raquel. No le deseo ningún mal, pero que no intente nada, eh, que no intente nada que le abro las tripas.

            El gesto era torvo. Quizá no fuera capaz de cumplir sus palabras, pero Raquel comprendió que en aquellos instantes sentía lo que decía.

            Raquel no respondió. Se dijo que la vida podía dar un vuelco completo en unos segundos. ¿Quién le iba a decir a ella que su vida cambiaría tanto en sólo dos días? Pensó en Santi, en sus sentimientos hacia él, y en el “Chino”, las intenciones de éste.

            Sólo un camino.

            Se sintió aterrada.

            Se sintió impotente.

            Un camino.

            Tenía las manos sudorosas y el café no colaboraba en nada para tranquilizarla.

            María izó levemente la cabeza.

            – Ahí está.

            Raquel vio en sus pupilas una vaga figura del “Chino”. Notó un nudo en el estómago.

            Deseó que Santi no regresara nunca. Antes perderlo que verlo enfrentarse a aquel hombre. Pero supo que no lo haría. Su novio no era de los que soportaran huir eternamente. Y el “Chino” no era de los que abandonaban.

            El hombre se aproximó a Pablo. La mano de Raquel tembló cuando se llevó la taza a los labios. El dueño del bar conocía a Santi.

 

 

33

            El hombre no comprendía tanta preocupación por parte de D. Norberto. Un asunto muy delicado, le había advertido antes de añadir que tuviera muchísimo cuidado. Tanto miedo para nada. Era el trabajo más sencillo que había tenido en su larga profesión. Había sido absurdamente fácil romper el delicado cuello de aquel niñito de diez años y ocultarlo en el contenedor bajo las bolsas de basura. Nadie se había dado cuenta, ni siquiera el hombre al que el crío vigilaba.

            Sonrió recordando el absurdo miedo de D. Norberto. Le había contratado por su enorme experiencia y su habilidad de salir airoso en situaciones comprometidas. Cuando se enteró del asunto estuvo a punto de rechazarlo por lo ridículo del caso. Si accedió fue por la excelente paga que le ofreció D. Norberto. Nunca había ganado una suma tan fácilmente.

            En contra de su costumbre se preguntó quién sería su víctima para generar aquella preocupación a su cliente. No era un precio excesivo en términos absolutos, pero en relación con otros trabajos sí, y bastante. Generalmente realizaba su tarea sin profundizar en sus víctimas más que lo necesario para realizar una faena bien hecha. Su prestigio radicaba en la pulcritud de sus trabajos. Pero en esta ocasión tenía curiosidad. Por las apariencias debía ser alguien muy peligroso aquel joven para D. Norberto.

            Acomodó sus lentes inconscientemente al ver salir a la presa, que se detuvo un instante en el portal para subirse la cremallera de la bragueta de los tejanos. El hombre movió la cabeza condescendientemente volviendo a preguntarse qué tendría aquel joven para ser tan temible como auguraba D. Norberto.

            Dani inició su camino. Si había albergado alguna duda ésta había desaparecido al ver, por el rabillo del ojo, el movimiento del desconocido con la cabeza cuando se ajustó la cremallera, que había bajado expresamente mientras descendía por las escaleras.

            Introdujo las manos en los bolsillos para ocultar con el volumen de éstas el de los alicates temiendo que el otro dedujera que era algún tipo de arma.

            Fueron kilómetros los que caminó aquel día despreocupadamente, parándose unos instantes para contemplar alguna cartelera de cine, dirigiéndose a lo largo de la tarde hacia callejones más oscuros, por sitios en los que era imposible que el otro intentara nada. Se detuvo para encender un cigarrillo. Luego prosiguió con un andar anárquico hacia las afueras de la ciudad.

            Había anochecido y el asesino estaba acordándose de Dani y de toda su familia. Le dolía el callo de su pie derecho irritado por el largo paseo de aquel maldito. Más de una vez echó mano al arma para terminar cuanto antes, pero justo en el segundo de sacarla Dani doblaba una esquina, que siempre aparecía oportunamente. Si hubiera querido hacerlo al caso no le habría salido mejor, pensó.

            Empezó a arrepentirse de aquel trabajito. No era tan sencillo como columbró en un principio; al menos para su callo. Le dolía la pierna, obligada a cojear desde hacía horas.

            Se preguntó si Dani se habría dado cuenta de sus intenciones. No, imposible, ninguno en sus cabales se expondría así en su caso.

            Dani se detuvo bruscamente. Se dio una palmada en la frente con una exclamación y torció a la derecha cruzando la calle temerariamente frente a los automóviles corriendo. El hombre aceleró como pudo arrastrando su callo. El pie no cabía en su zapato. Un coche casi lo atropelló. Frenó con un chirrido en el asfalto.

            – ¡Imbécil! -aulló el conductor con cara de susto asomando la cabeza por la ventanilla.

            Se armó un pequeño altercado.

            – ¿Qué ocurre? -preguntó un vendedor de “Ciegos”.

            – Nada -oyó el asesino responder a Dani-. La gente que va como loca.

            Habría caído fulminado si los pensamientos mataran. Al hombre no le habría importado acribillarlo allí mismo. Estaba harto de él.

            Santi metió las manos en los bolsillos del vaquero antes de reemprender la marcha con un movimiento de cabeza. Sentía lastima por aquel hombre. Dani parecía disfrutar haciéndole sufrir con el callo. Se preguntó si sería cierto aquello que afirmaban algunos de que los médicos se hacían tales simplemente para sublimar sus tendencias sádicas.

 

 

34

            – ¿Cuánto calcula que lleva aquí?

            – Unas horas -respondió el Dr. Félez-. Ha sido un trabajo de profesionales. Le han roto el cuello limpiamente -carraspeó-. ¿Aún no ha llegado el juez?

            – No tardará. Le han avisado hace un rato.

            Francesc volvió a mirar al crío. Aún seguía en el contenedor. Había sido descubierto por pura casualidad cuando el basurero se dispuso a descargar el contenido en el camión. Ahora estaba en el bar de enfrente con una copa de coñac en la mano y un Valium en el estómago.

            Francesc se encaminó a casa de Dani. Llamó. No respondió nadie. Sacó unas ganzúas y manipuló el cerrojo. Entró. Nadie. Bien, no lo habían asesinado como se temía.

            Registró el domicilio, quizá encontrara algo nuevo. Le llamó la atención un equipaje que estaba sobre el sofá. Descorrió la cremallera. Sólo había ropas. Dani había tenido visita o estaba preparándose para irse.

            Se asomó a la ventana. Podía ver el grupo de curiosos arremolinados junto al cordón policial.

            Frunció el ceño llevándose la mano derecha al mentón.

            ¿Dónde estaba Dani?

            No estando el cuerpo le costaba aceptar que estuviera muerto. No, aquel intrigante, impertinente, fisgón… aquel descarado cínico no podía estar muerto. Si habían contratado a alguien para que lo asesinara quien corría peligro era el propio asesino. Sino que se le preguntaran a Albert que proseguía entre la vida y la muerte en la U.C.I.

            Más tranquilo, descendió a la calle. El juez ya había llegado. Su superior se le acercó.

            – Acaban de comunicármelo. M. le ha relevado del caso.

            Por un instante no supo reaccionar.

            – ¿Así, por las buenas?

            No lo podía creer.

            – ¿A quién han puesto?

            – Al comisario Pérez.

            – ¿Qué Pérez? ¿No será el mismo que se estuvo investigando…?

            – No se demostró nada. Le agradecería que no tocara dicho tema.

            Era el mismo.

            Francesc apretó las mandíbulas.

            Alguien muy poderoso no quería que se investigaran aquellas muertes.

            Ahora lo comprendía.

            No protestó. Habría sido inútil.

            – Me hace tan poca gracia como a usted -proseguía el otro-, pero no podemos hacer nada. Le han recomendado expresamente a él.

            – ¿Y no le parece raro? -comentó sin poderlo evitar-. Hay alguien arriba que no le interesa la investigación.

            – Guárdese sus opiniones.

            La voz fue fría.

            El recién encargado del caso acababa de llegar. Vieron como descendía del auto. Cruzó la calle.

            – Esto apesta -oyó Francesc murmurar a su superior.

 

 

35

            Nunca, en todos sus años de profesión, se había encontrado con un caso así. Tampoco había odiado a sus víctimas. Siempre las había matado fríamente, sin sentir nada. Después enviaba anónimamente un ramillete de flores al entierro con unas letras de condolencia a la familia. Pero aquel joven había conseguido sacarle de quicio. Su odio hacia él era visceral.

            Dani se había vuelto a detener. Esta vez en un sitio completamente oscuro, en donde los mismos árboles ocultaban la luna. Pero seguía siendo un blanco claro con aquella ropa.

            El hombre echó mano atropelladamente al arma con una sonrisa de felicidad. Al fin. Iba a descerrajarle todo el cargador. Le tenía fastidiado, harto, negro. Su callo, su pobre callo ardía palpitándole dolorosamente en el inocente pie.

            Sacó con rabia el arma. El percutor se enganchó al ojal de la chaqueta. La pistola cayó al suelo. Maldijo. La recogió.

            Dani había desaparecido.

            Lo buscó con la mirada.

            ¡Allí estaba! Estaba… ¡Estaba meando detrás de un árbol! ¿O no? ¿Qué estaba haciendo?

            ¿Qué importaba lo que hiciera?

            Se acercó renqueando a su victima.

            Lo mataría cara a cara. Le haría suplicar, llorar, sufrir… Su desgraciado callo era lo mínimo que merecía.

            – ¿Sabes lo que voy a hacer? -dijo en un tono chillón poniendo el cañón a diez centímetros del abdomen de Dani.

            Fue algo instintivo. Ni siquiera lo pensó. Pero aquella escena en las películas siempre le había hecho reír. El arma tan pronto estuvo en las manos del asesino como en las suyas. El hombre se quedó pasmado; Dani se la había quitado con toda limpieza. El joven miró la pistola dándole vueltas en las manos.

            – ¿Qué quiere? ¿Vendérmela? ¿Y para qué coño quiero yo una pistola?

            El otro intentó recuperarla pero Dani ya la había tirado terraplén abajo.

            Con un grito el asesino le echó las manos al cuello. Entonces algo le golpeó en las sienes. Cayó como un saco.

            – ¡Estás loco! -exclamó Santi tirando al suelo la piedra con la que había golpeado al hombre.

            – Oye, no lo habrás matado.

            – ¿A él? ¡A ti debería matarte! ¡Tengo los pies hechos polvo con tus paseos!

            – No seas quejica.

            Estaba vivo. Bien. Podrían interrogarle.

            – …y sólo ha faltado la escenita de película… -proseguía Santi.

            – Vete a tomar por culo y no vengas incordiando.

            Santi hizo ademán de golpearle, pero se contuvo.

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