Sin Comentarios
04
octubre
FALTA DE AIRE (3)

6

            – ¿Quieres hachís, coca?

            Hacía tiempo que no le ofrecían. Desde que era muchacho. En otra ocasión Daniel ni se hubiera molestado en responder. Ahora se detuvo.

            ¿Qué edad tendría aquel chico? Calculó unos quince como mucho. No parecía tener casa por el descuido de sus ropas, aunque tampoco se veían deterioradas. Era alto para su edad, de ojos grandes y expresivos, moreno, parecía gitano o marroquí, de labios anchos y carnosos. Cabello oscuro y revuelto.

            El chaval se desconcertó por aquel silencio.

            – ¿Quieres mejor una chica? -probó suerte-. Tengo una hermana muy buena, que te complacerá.

            – ¿Cuántos años tienes? -preguntó Dani, que perdido en sus pensamientos, ni había oído la última proposición.

            Los labios del muchacho temblaron ligeramente.

            – Catorce. ¿Te gusto yo? Yo también soy muy bueno.

            Dani parpadeó sorprendido. Tardó unos segundos en caer en la cuenta y unos minutos que no supo reaccionar. El chaval lo atribuyó a que lo estaba meditando y así era, pero en otro sentido. Dani se dijo que podía contratarle durante todo el día, intentar ganar su confianza y sonsacarle. Quizá hubiera visto algo.

            – ¿Cuánto por un día?

            Los ojos del muchacho se abrieron. Carraspeó. Sabía las tarifas por sesiones, pero nunca le habían contratado por un día. Dudó un instante. Tendría que consultar con Albert.

            – Ven conmigo. Acuerda el precio.

            Le condujo por las calles del barrio chino barcelonés. El muchacho, Rashid, dio muchas vueltas y rodeos tratando, según comprobó Dani, de despistarle. No lo consiguió. El joven estudiante de medicina no había sido siempre un muchacho formal. Había sido demasiado curioso e inquieto. Con trece, catorce, quince años había andorreado todas aquellas calles hasta conocerlas palmo a palmo. Había estado por todo tipo de bares y tugurios, se había mezclado con prostitutas y maricones, ganándose entre éstos el epíteto de calientapollas, porque no aceptaba sus proposiciones. Nunca tuvo ningún tipo de problemas, sin embargo, aunque alguno se ponía pesado, excepto aquella vez en que tuvo que escapar por piernas. Desde entonces llevó una navaja. Había estado con drogadictos, con camellos, e incluso compró alguna papela que revendió después. Y hablando con unos y con otros había hecho alguna amistad.

            Conocía bastante bien aquel mundillo aunque nunca se había implicado realmente, limitándose a observar y aprender. Esta había sido su excusa. Deseaba aprender por sí mismo la vida, y la que aprendía en el colegio o en su barrio era sólo una parte. Le sección escabrosa solía ser ignorada y temida. Nunca supieron sus padres el ambiente por el que se movía, se habrían asustado.

            También él tenía miedo. Lo que veía no le gustaba, aunque su curiosidad le empujaba cada vez más adentro. Llegó a temer inmiscuirse demasiado si no ponía un control y unas pautas a seguir en sus “paseos”, tal los llamaba, y caer en algún pozo de donde no sabría salir. Veía por ejemplo la droga en sus narices, la veía tomar a sus nuevos amigos y su rebelde curiosidad le incitaba a probarla, aunque su sentido común le ordenaba lo contrario. Sólo el temor a perder su libertad como persona le evitó dar el primer paso, al comprender, sus agudos ojos, que darlo era caer en una forma de esclavitud.

            Inconscientemente se convirtió en un actor nato, representando en aquel ambiente una forma de ser que nada tenía que ver con la suya. Vestido como cualquier otro indígena de las muchas tribus urbanas callejeaba por aquellos barrios a sus anchas.

            Aún le quedaba algo de aquellos años, a pesar de que había comenzado a distanciarse a los dieciocho y que desde los veinte que no había vuelto por aquellos andurriales. En cierto modo era una época por la que sentía nostalgia. Habían sido años de grandes descubrimientos, que habían modelado y fortalecido su personalidad, que le habían ayudado a conocerse a sí mismo y además se lo había pasado en grande. ¿Para qué mentirse? Había disfrutado de cada minuto de aquel tiempo.

            Nunca había hablado sobre esto con Pedro, no lo hubiera comprendido. El había luchado por salir de aquel ambiente, en cambio Dani se había sumergido en él, como Livingstone en la selva, por el simple placer de aprender.

            Rashid se detuvo en una casa. Dani le siguió ascendiendo por la oscura y maloliente escalera hasta un segundo piso. El muchacho llamó a una puerta.

            – Traigo un cliente -dijo en cuanto abrieron.

            Dani lo reconoció. Albert había sido uno con los que se había relacionado antiguamente.

            – No sabía que te gustaran los jovencitos.

            Dani sonrió.

            – La vida da muchas vueltas -contestó evasivamente-. Tampoco yo que ahora te dedicaras a esto. Decías de dejarlo.

            – No se cambia fácilmente -respondió Albert tan evasivo como él – ¿Quieres una copa?

            – ¿Por qué no? Hace tiempo que no nos vemos.

            Ni falta que hacía, pensó para sí. La verdad era que nunca habían confraternizado aunque se llevaran bien.

            Bebieron coñac recordando sus años adolescentes. Dani entró en sospechas. No era lógico que dos jóvenes hablaran del pasado como si fueran viejos. Albert nunca había sido excesivamente inteligente. Llevaba algo entre manos.

            – Ha cambiado todo mucho en pocos años. ¿Te acuerdas de Santi? Mató a Ángel, el lugarteniente de la red de prostitución en que estaba metido. Nadie ha vuelto a saber de él.

            Aunque su rostro no se alteró, aquellas palabras le recordaron de qué le sonaban las facciones del policía. Había sido el encargado de la investigación. Un turbio asunto. Santi había delatado a la red y durante el juicio el abogado defensor había intentado demostrar sin éxito que el comisario y el chico se entendían.

            – ¿Qué vida llevará? -murmuró Albert.

            Miró a Dani a los ojos.

            – ¿Has tenido noticias suyas?

            – No -mintió con convicción.

            Aún iban detrás de Santi, dedujo.

            – Mejor que no aparezca. ¿Sabes que han soltado al “Chino”?

            – ¿A quién?

            – Al jefe de la red.

            – ¿Ya ha cumplido la condena?

            – No. Buen comportamiento. Está en libertad provisional.

            Dani bebió un trago antes de preguntarse en voz alta:

            – ¿Cómo le daría por delatar a la red?

            – Enloqueció -sostuvo la mirada incrédula de Dani-. Sí, enloqueció cuando Luis murió de sobredosis. Estaba enamorado de él y culpó a la organización.

            Dos mentiras.

            No estaba enamorado. Santi no era homosexual, ni tampoco Luis que supiera, ni éste murió por sobredosis, fue asesinado. Estricnina.

            – ¿Pero no se entendía con aquel policía?

            Nueva mentira.

            – También -Albert trató de dar más convicción a sus propias palabras asintiendo con la cabeza.

            – ¡Menudo tío! -murmuró en exclamación Dani.

            Rashid lo miró atentamente. No sabía por qué, pero la última frase de Dani tenía algo de falsedad. Albert debido al alcohol no se apercibió.

            Cuatro años atrás. Dani tenía veinte, estaba estudiando segundo de medicina y acababa de independizarse de sus padres. Había seguido atentamente todo el proceso del juicio contra los cabecillas de la red de prostitución, en la cual, los máximos implicados, gente importante del mundo de la política, altas finanzas y de la vida pública, consiguieron encubrir la cuestión. Los periódicos hicieron creer que todo había sido responsabilidad del “Chino” y cuatro cabezas de turco más.

            Dani conocía mejor toda la historia. Se la había contado Santi. Aún le parecía verlo en la puerta de casa con el hombro sangrando. Lo introdujo rápidamente y comprobó que nadie le había visto entrar.

            – No tenía otro sitio donde acudir -murmuró Santi, de dieciséis años.

            Mientras le curaba, Santi le narró todo el asunto tal y como lo conocía Daniel. La prostitución, la muerte de Luis, el juicio, que le habían disparado hacía pocos días siendo recogido por el comisario Francesc, las pretensiones de éste, su marcha, el día de antes, de casa del policía, cómo le habían descubierto nuevamente refugiándose en los túneles del Metro, su enfrentamiento posterior con Ángel, al que pilló de sorpresa y nueva huida. La herida se le había abierto nuevamente. Creía haberlos despistado, decía, pero no podía llegar muy lejos en aquellas condiciones.

            Dani fue oyendo toda la historia, como contada por flashes, sin saber qué partido tomar. Iba a meterse en un lío.

            Por lo pronto curó la herida. Al final terminó escondiéndole en casa hasta que cicatrizó. Y ya puestos le ayudó a huir de la ciudad e incluso le dio una dirección donde podía encontrar trabajo en su pueblo.

            A veces se preguntaba por qué no lo había denunciado. Se había convertido en cómplice de un crimen, puesto que Ángel había muerto. La única respuesta que le venía a la cabeza es que, aunque delincuente, Santi le parecía un buen chico. Había hecho lo que había hecho debido a las circunstancias y a la droga. Pero quería cambiar y había logrado desintoxicarse. ¿Qué conseguiría con denunciarle? Se merecía una oportunidad.

            Por alguna extraña razón Santi confiaba en él lo suficiente como para ponerse en sus manos sin conocerle realmente. Era cierto que con los que más había congeniado habían sido precisamente Santi y Luis, y que eran amigos, pero lo eran de correrías y no verdaderos. De lo uno a lo otro iba mucho trecho. Además, ¿cómo había averiguado dónde vivía? Prefirió no saberlo.

            Si no existía verdadera amistad en aquel entonces, cuando Santi se fue definitivamente ya había aparecido. Dani nunca se arrepintió de ésta.

            ¿Conocer su paradero? Naturalmente que lo conocía, pero a nadie le importaba, y menos a Albert, que debía estar en contacto con el “Chino”.

            – Igual está muerto -dejó caer como quien no quiere la cosa.

            – Me extrañaría -comentó bobaliconamente Albert.

            Dani sintió en la nuca la mirada de Rashid. El muchacho no sabía qué pensar de aquel hombre. No era el típico pederasta.

            – ¿No temes que te pase como al “Chino”?

            Albert se rio.

            – ¿Lo dices por Rashid? Sabe que no le conviene.

            – También lo sabía Santi y no se detuvo.

            – Santi estaba loco -hizo una seña a Rashid-. Ven,  chico.

            El muchacho se aproximó. Albert se lo mostró acariciándole por detrás y palpándole los muslos.

            Pese a sus esfuerzos no pudo evitar Rashid un brillo de asco en sus ojos.

            – Es guapo, ¿verdad? Y fuerte.

            – Es precioso -murmuró Dani procurando que el tono pareciera ávido-. Debes protegerlo bien. Es un muchacho muy valioso.

            Albert lo miró suspicaz.

            – ¿A qué te refieres?

            – Han matado a dos chicos, por lo que se rumorea.

            Albert palideció.

            – Sí -gruñó-. Dos muy buenos.

            – ¿Se dedicaban a esto?

            – Ocasionalmente. Cuando necesitaban dinero. Eran drogadictos.

            – ¿Tan jóvenes?

            – Ya te he dicho que en pocos años ha cambiado todo mucho.

            Hizo sentar a Rashid en sus rodillas. Le acarició el pecho.

            – Pero Rashid no es drogadicto. Puedes confiar en él, ¿verdad, Rashid?

            – Sí, Albert.

            La voz era dulce, aunque para Dani fingida.

            – ¿Cuánto por él por un día?

            Albert detuvo las caricias.

            – ¿Te ha tocado la lotería?

            – El vicio es mucho.

            Albert soltó una estúpida carcajada. Dijo el precio.

            – Demasiado caro. Puedo conseguirlos más baratos.

            – ¡Ah, pero no son como Rashid!

            Volvió a acariciarlo.

            – Sí, es cierto -contestó cerrando el trato.

 

 

7

            No, no era un pederasta corriente. Es más ni creía que fuese marica, pensó mientras cenaba. En todo aquel día no le había metido mano, ni le había dicho frases cariñosas, ni estupideces como algunos.

            – ¿Adonde quieres ir? -había preguntado Dani nada más salir a la calle.

            Rashid le miró sin comprender.

            – Donde tú quieras -había respondido.

            – No. ¿Dónde quieres ir? al cine, al zoo… ¿dónde?

            Rashid se lo dijo pensando que sería uno de aquellos que necesitan fantasías para empalmarse. Pero no. Se había limitado a satisfacerle todos sus caprichos sin ponerle la mano encima. Y ni siquiera ahora parecía tener tales intenciones.

            Dani sonrió encendiendo un cigarrillo.

            – Estate tranquilo -comentó.

            No había carga sensual en aquellas palabras.

            Rashid le miró fijamente a los ojos.

            – ¿Eres policía? -preguntó.

            Dani se rio.

            – ¿Por qué dices eso?

            – Bueno, me contratas sabiendo a lo que me dedico y no…

            Dani no le dejó acabar.

            – No, no soy policía. Pero sí quiero información.

            Rashid no respondió.

            – Sabes que han matado a dos chicos. ¿Los conocías?

            – No.

            – Albert los conocía. Tú también.

            – No los conocía -insistió.

            – Sin ver, sin oír, sin hablar. Te conoces muy bien la lección -se echó hacia atrás en la silla-. Bien, no insistiré. Pero piensa una cosa. Hay un asesino suelto que tiene predilección por vosotros. Tú podrías ser el tercero de la lista. Así que si sabes algo o has visto algo, dilo. No ganas nada con callar, porque, hables o calles, irá a por ti.

            Rashid tardó en responder. Aquel hombre tenía razón.

            – Sí, los conocía -admitió.

            – ¿Qué sabes de ellos?

            – No gran cosa. Eran vagabundos, sin familia, igual que yo y los que han desaparecido.

            Dani frunció el ceño extrañado.

            – ¿Desaparecido?

            Rashid asintió.

            ¿Cómo no habían dicho nada los periódicos? De pronto comprendió. Eran chicos mendigos, sin familia. Nadie los echaría en falta. Pero, ¿por qué hacer desaparecer a…? Se acordó del informe Concini.

            – ¿No se sabe por qué desaparecen?

            – No. La gente está nerviosa, pero no dice nada.

            Mentía, seguro.

            – ¿Cuánto hace que sucede?

            – Tres años.

            – ¿Qué hace la policía?

            – La policía no sabe nada. Nadie dice nada. Hay miedo.

            – ¿Qué edades tienen los que desaparecen?

            – De todas. No hay edades fijas.

            – ¿Y no hacéis nada? -preguntó asombrado.

            – ¿Qué quieres que hagamos?

            – Denunciarlo a la policía, por ejemplo.

            Rashid sonrió cínico.

            – ¿Qué les importamos a nadie? ¿Qué más da que haya unos cuantos chicos vagabundos menos?

            – No vengas haciéndote la víctima.

            – Y tú no vengas con idioteces. ¿Qué pasa? ¿Te pones sentimental? No empieces como esos cerdos que, después de disfrutar con tu cuerpo, los cabrones se enternecen y preguntan entre resoplidos: “Dime, chaval, ¿cómo te has metido en esto?”

            La voz era amarga.

            – Si tanto te asquea, ¿por qué no te sales?

            Rashid sonrió.

            – Estás en la higuera.

            Paseó la vista por la sala.

            – Tienes una bonita casa -comentó-. Tienes un trabajo y un porvenir. Pero, ¿qué tengo yo?, y no me digas que una vida por delante.

            No parecía tener catorce años.

            – No envidies nunca a los muertos.

            – ¿Por qué no? A veces creo que es lo mejor. “Venid a España”, nos dijeron mis tíos. Aquí el dinero se gana fácil, yo podría ir al colegio y mi hermana tener juguetes. ¿Y qué encontramos? Un dinero que se ganaba con un trabajo duro, con una jornada laboral que duraba de sol a sol, porque para que el dinero fuera abundante había que dar el callo, tío. Y cuando éste se acababa había que ir con la mano abierta mendigando. No hubo ni juguetes para mi hermana ni colegio para mí, pero sí un pasillo del Metro donde dormir con otros mendigos, tapados con hojas de periódicos, y los guardas te despertaban por la mañana, para desalojarnos de los pasillos antes de que las buenas gentes fueran al trabajo y se escandalizaran con nuestro espectáculo.

            “Un día detuvieron a mis padres y los deportaron. A ellos y a mi hermanita. Yo pude escapar, y tuve que buscarme la vida. Tuve que mendigar. Pero otros mendigos no me dejaron. Aquella esquina no me pertenecía y tuve que pedir permiso al dueño de la misma. Hasta para pedir limosna existe una mafia. Entré en ella, tenía que comer. Entonces me recogían con coches a mí y a otros para ponernos en las mejores esquinas de la ciudad a pedir. Por la noche nos recogían con las ganancias obtenidas durante el día.

            “Al final me harté y me fui. Empecé a vender droga. Los críos somos una tapadera perfecta para esto, podemos ir de un sitio a otro de la ciudad sin riesgo a ser registrados, aunque a veces lo hacen, y me dieron ropa decente para pasar desapercibido. Con esto sí que se gana dinero; si no caes tú, claro, porque entonces ya no interesas, porque si eres drogata no eres de fiar y corren el riesgo de que te quedes parte de la mercancía.

            “Y por último también comercio con mi cuerpo. Hasta en esto hay que estar al loro y enganchar lo que se pueda para poder comer. Es un trabajo como cualquier otro. Y si quieres vivir, tienes que hacerlo.

            Calló un instante.

            – Sé que no tengo porvenir, pero no puedo hacer otra cosa. ¡Y ahora me vienes tú, con aires de suficiencia, diciéndome lo que tengo que hacer! ¡Pues que te jodan! Estoy harto de que cuando me den limosna me miren como perdonándome la vida. Harto de que me den de bofetadas si no he conseguido bastante dinero, harto de que me insulten, de que se rían, de que me den por el culo, y de esconderme para que no me pillen los de inmigración. Y no me importaría de que mañana me peguen un tiro como a Rafa o que me hagan desaparecer.

            Tenía el rostro congestionado.

            – ¿Porqué desaparecen?

            – No lo sé.

            – Estás mintiendo. Si tan harto estás, ¿por qué no dices la verdad?

            Rashid lo fulminó con la mirada. El pecho le subía y bajaba en un resuello.

            – Trafican.

            – ¿Qué trafican?

            Quería oírselo decir.

            – Con tu corazón, tus riñones… con todo.

            Durante su discurso se había levantado para hablar con más fuerza. Se dejó caer en el asiento ahora. Escondió la cara entre las manos.

            – Antes deseaba volver a mi país -gimió-. Ahora no sé lo que quiero.

            – Pero no quieres que te maten. No hablarías así si realmente lo desearas.

            – ¿Por qué no me dejas en paz?

            – Porque eres el único que me puede decir quién es el asesino.

            – ¡No sé quien es!

            – Pero puedes averiguarlo.

            Rashid lo miró.

            – ¡Ah, sí! ¿Y cómo? ¿Dejándome matar?

            – Ves como no quieres morir -replicó cruelmente.

            – Hijo de puta.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *