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07
septiembre
NEGROR (9)

Capítulo 11

Una mirada asesina

 

Santi caminaba por uno de los callejones del barrio chino. Alguien que no lo conociera hubiera creído que andaba descuidado, en realidad iba vigilante, como cuando vivía en la Mina. La investigación de la red había demostrado que los muchachos habían prestado servicios sexuales a personajes importantes del mundo de la política, las finanzas, el periodismo, la judicatura y el espectáculo. Un escándalo sin precedentes que poderosos intereses consiguieron ocultar. Santi nunca sospechó el revuelo que iba a ocasionar su acción, y mucho menos que la fama y el poder político, económico y social de los clientes implicados en la prostitución de menores influyeran en el sumario. No obstante, a pesar de que los clientes fueron absueltos, sí condenaron al Chino y otros responsables de la red.

Aquello era lo importante.

Los clientes tanto le daban.

En el ojo muerto, blanquinoso por las patadas, Santi leyó en el juicio que tenía los días contados cuando el Chino lo clavó en los suyos. El chico sintió un estremecimiento que le recorría el cuerpo. No pudo apartar la vista de aquel ojo horrendo, más peligroso que el sano, espejo de un rostro ahora desfigurado por las heridas, la nariz y la mandíbula rotos, una amenaza fría, oscura y…

Santi se dio cuenta que palidecía, que bruscamente se acobardaba.

El ojo…

Blanquecino, níveo, ¿muerto?

Los de Santi fijos en el otro, hipnotizados. Podía ver la niebla que lo cubría, los dibujos del iris como pequeñas cicatrices, caminos sin rumbo, senderos de odio, enorme, enfermizo, un odio que no dejaría descansar al Chino hasta que Santi estuviera muerto. Un odio cruel, enloquecido, intensificado por la prisión.

Después otra imagen, una pesadilla que le atormentaba cada noche, se interpuso entre los dos.

Luís.

Su cadáver.

Y oyó las carcajadas del Chino. Lo vio partirse de risa.

La imagen desapareció y sólo quedó el blanco ojo.

Y supo que lo habría hecho cien veces. Millares de veces.

El Chino tenía que pagar.

Ángel había escapado.

No era difícil adivinar quién se iba a encargar de ajustarle las cuentas.

Durante todo el día no había hecho más que dar vueltas sin rumbo fijo, pensando lo que más le convenía.

Había estado con Marcel, un chico de diecisiete años que también se había prostituido con el Chino, el único después de Luís, que consideraba amigo.

Lo encontró leyendo un ejemplar de la Biblia a la luz de una vela medio gastada y con una mecha corta. Marcel esforzaba la vista para poder ver las letras. Detrás la sombra se deslizaba por los cachivaches y algún mueble de una forma surrealista. Estaba inmóvil, sentado en el suelo con las piernas cruzadas a lo indio y el cuerpo doblado hacia delante, hacia la luz, leyendo con el ceño fruncido en una actitud reverencial.

Marcel había encontrado en la Biblia lo que Santi en la violencia. Huido del orfanato había trabajado, mendigado, trapicheado y prostituido para llenar el estómago.

Alzó la cabeza al oír los pasos.

-Tienes huevos –dijo.

-Ángel mató a Luís.

-¿Y a qué vienes? No quiero marrones.

-Necesito pasta para irme. No mucha, sólo para un billete.

-No tengo.

-¡Joder, tío! Has de tener.

-No.

-Nadie lo sabrá –imploró.

-No tengo.

-No quieres.

Los ojos de Marcel se volvieron metálicos.

-No, no me sale de la polla.

-¿Por qué? Creí que éramos amigos.

-Nos has jodido a todos.

-¡Hostia! No sabía que te gustara tomar por el culo.

-¿Te crees un héroe? Nos has puesto en peligro a todos.

-¿En qué?

-En todo.

-Buena respuesta –replicó en un tono que decía que no lo era -. Continúa rezando –señaló con el dedo el libro despectivamente –, si es que te sirve de algo.

-Santi –llamó cuando éste se iba.

-¿Humn?

-Ten cuidado.

-Sí, hombre, claro, con tu ayuda.

-¡Cabrón!

-¡Que te den!

Ahora caminaba lentamente, silencioso, sin ruido, con los ojos moviéndose, estudiando los recovecos y la oreja expectante.

Había anochecido y los callizos eran negros, mudos en la madrugada, inseguros.

No quería morir. Tal vez al principio no le importara su vida, sólo vengar la muerte de Luís al precio que fuera, pero en aquellas últimas horas había descubierto que no quería morir. No ahora. No cuando en realidad comenzaba a vivir.

Se detuvo.

El miedo había afinado mucho sus oídos.

Antes de doblar la esquina supo lo que iba a encontrar.

La navaja cortó el aire al tiempo que saltaba la hoja y daba un grave corte en la cara a uno de los agresores. El otro retrocedió sorprendido y él aprovechó para huir.

Oyó dos disparos y un golpe en el hombro izquierdo. Corrió más deprisa.

No tuvo consciencia de cuánto tiempo estuvo huyendo, sólo que corrió, jadeando, sin resuello, pero corriendo siempre.

Tropezó con unos contenedores de basura.

Se levantó más lentamente de lo que hubiera querido.

En aquel instante se dio cuenta de que no le perseguían. Los había despistado.

Tranquilizó los nervios.

El hombro le dolía y la sangre embadurnaba de rojo la negra camiseta de “Metallica”. Todavía tenía en la mano la navaja, había sido una suerte que no se la clavara al caer. Cerró la hoja y la guardó en el bolsillo trasero de los vaqueros.

Hizo una mueca de dolor. Una papela le aliviaría. No. No podía permitir caer otra vez en aquello. Le había costado mucho salir de la heroinomanía como para joderlo todo ahora. Pero… cuanto más se calmaba más le dolía el hombro.

Sacó un pañuelo y lo puso en la herida.

Caminó despacio intentando reconocer dónde estaba.

-Santi.

El muchacho sacó la navaja. La hoja brilló a la luz de la luna. Apenas se sostenía, pero estaba dispuesto a defenderse. No se dejaría matar.

-Soy yo, Santi.

El entumecido cerebro del adolescente funcionó lento.

-¿Por qué no me dejas en paz de una vez?

La voz surgió débil. Le costaba hablar, le costaba tenerse en pie, le costaba tener los ojos abiertos.

-Sólo yo puedo ayudarte.

Las pupilas del chaval chispeaban de fiebre.

-Olvídame.

Francesc estaba junto a él.

Se dejó quitar la navaja. El adulto la cerró.

-No puedo.

Santi hubiera querido decir algo, pero la voz no le salió. Las cosas empezaban a moverse. Se dejó llevar hasta el auto. Su cabeza se venció en el asiento.

Debió desmayarse, porque era imposible que hubieran llegado tan rápido al piso franco.

En aquellas horas de la madrugada no había nadie por la calle. No los vieron entrar en el ascensor ni después al hombre limpiar todo el recorrido desde casa al coche los regueros de sangre.

Cuando regresó el muchacho continuaba en el lecho inconsciente. La boca ligeramente abierta; la camiseta empapada de un sudor frío y malsano; la melena desparramada y apegada en la frente; la sábana, roja por la hemorragia; su color, pálido, tal vez demasiado blanco; sus labios, un poco amoratados; el pulso, rápido; la respiración; jadeante.

Francesc cogió gasas y vendas. Le quitó la camiseta y estudió la herida. Tenía un agujero de entrada y otro más grande por delante de salida. Lo mejor sería llevarlo al hospital, pero sin duda aquello pensarían también sus perseguidores. Si lo hallaban lo rematarían. La investigación había descubierto que la red tenía poderosas influencias, aunque el Chino fuera el testaferro. No. Debía arriesgarse y curarlo en casa.

No pensó que si Santi moría allí sería una complicación. No pensó en nada, sólo que no podía llevarlo a ningún hospital.

Cuando terminó, el chico no tenía mejor aspecto que antes.

Le quitó las botas de bambas y los vaqueros elásticos. Terminó dejándolo desnudo y lo cubrió con la sábana. Lo pensó mejor y añadió una manta para que mantuviera el calor, temiendo que entrara en choque.

Santi abrió los ojos lentamente. Al principio no supo dónde estaba, después reconoció la habitación y recordó cómo había llegado.

El hombro seguía doliéndole, pero se sentía más fuerte. Tenía el brazo en cabestrillo.

Intentó levantarse. Tuvo un pequeño mareo, todo se puso oscuro, como si se fuera la luz. Permaneció sentado en la cama con los pies en el suelo. El frío de las baldosas terminaron de espabilarlo. Se levantó lentamente.

La ropa estaba lavada y doblada sobre una butaca.

Caminó hasta el lavabo. El espejo le mostró una imagen pálida y demacrada. Estudió aquel rostro con atención.

Cuando salió había decidido irse. Quería comenzar una vida nueva, romper con el pasado y si se quedaba sería imposible.

Se había puesto los vaqueros cuando se abrió la puerta de la calle.

Francesc lo miró con expresión estúpida.

-¿Qué haces?

-Me voy.

El comisario tardó en reaccionar.

-No puedes.

-¡Huy, que no!

No acertaba a atarse las bambas con una mano. Bueno, no importaba. Las dejó sin atar.

Se levantó. Demasiado rápido, todo se oscureció. Apoyó  la mano en la pared. Volvió la luz. Le dolió la cabeza.

Francesc le dejaba hacer.

Incluso herido y macilento era hermoso.

El tatuaje del águila luchando contra la serpiente brillaba a la luz.

Abrió la boca, dubitativo.

El muchacho le daba la espalda para coger la camiseta. No era la suya. Francesc había comprado otra del mismo estilo y había tirado la vieja al fuego.

-Te quiero.

El adolescente se quedó paralizado. Se giró. El pendiente en forma de espadita se balanceó en la oreja izquierda.

Miró al hombre en silencio, con la camiseta en la mano sana. Su delgado abdomen dejaba ver las palpitaciones de la aorta.

Desde el primer día se había dado cuenta que el comisario se había encoñado de él, pero era más grave. No sabía cómo reaccionar.

-Te quiero –repitió Francesc.

-Pero tío, estás casado. Tienes hijos.

Demasiado lo sabía el hombre.

-¡Bueno, y qué! –gruñó hosco Santi -. Yo a ti, no.

-Pero lo que hiciste…

-Necesitaba guita para el caballo.

-No es eso. Digo en el juicio.

Santi recordó que la defensa de los proxenetas había querido implicar al policía. De una forma u otra habían descubierto su relación. En fragante perjurio Santi recusó todas las imputaciones.

El abogado le acusó de no decir la verdad que había jurado, pero el muchacho se mantuvo firme con una sangre fría que convenció a todos.

-Contigo actuaba por mi cuenta, así no tenía que darles a ellos el dinero. ¿Para qué delatarte? Además te portaste bien conmigo. Eres un tío legal, no lo jodas ahora.

-Te quiero desde la primera vez que te vi.

¿No sabía decir otra cosa?

Tiró la camiseta encima de la cama.

El tabaco estaba en la mesilla junto a la navaja. Encendió un cigarrillo.

Le debía mucho, reconoció. Había podido dejar la heroína gracias a él y ahora incluso quizá le debía la vida. Pero, ¿debía hipotecarla por eso? ¿No era dejar una esclavitud y caer en otra? Se preguntó si Luís hubiera aceptado. Se sorprendió al darse cuenta que con Luís no le hubiera importado, que quizá… sí, con Luís habría sido diferente. Se enfureció. Él no era ningún marica. Los hombres no le interesaban nada, sólo lo había hecho por la droga. ¿Cómo dejar una cosa si seguía haciendo la otra? Quería olvidar todo, la droga, la prostitución, todo, tener una vida distinta, y para eso sólo había un camino.

Cogió otra vez la camiseta.

Francesc le dijo algo, pero ni prestó atención. Se fue con un portazo, sin decir nada, pensando en Luís, escandalizándose de sus sentimientos.

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